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Contenido
Introducción
Al hablar de vocación solemos referirnos inmediatamente a la misión, incluso confundimos ambas realidades. Por lo tanto, al tratar de la vocación contemplativa se piensa instintivamente en la misión que se le encomienda al contemplativo. Sin embargo, es muy importante distinguir ambas realidades. Por «vocación» entendemos el llamamiento que Dios realiza para una especial participación en su misterio, mientras que la «misión» es la manera en la que la gracia de la vocación se plasma en un modo de vida peculiar, con sus valores, ministerios o actividades propios.
Lo que pone en marcha la vida contemplativa en una persona es la vocación, es decir, la llamada que Dios le dirige. La gracia de esta llamada no hay que entenderla al modo humano, como una voz que nos invita, desde fuera, a realizar algo. La palabra que Dios dirige a una persona no es una simple voz, sino una palabra divina, eficaz y transformadora, que realiza aquello que significa. Dios no sólo llama, sino que, con su llamada, transforma a la persona en aquello a lo que es llamada.
Lo característico de la llamada de Dios es que opera en el ser humano un cambio tan absoluto y radical que lo transforma en un ser nuevo, capaz de ser y vivir en conformidad con la parte del misterio de Dios que se le regala y con la que se le configura. Sólo a partir de ese ser nuevo puede entenderse la misión, que no será otra cosa que la explicitación y proyección hacia fuera del nuevo ser que Dios ha creado. Así pues, vocación y misión son dos realidades distintas, unidas esencialmente, que no se entienden la una sin la otra y que juntas configuran al contemplativo.
A partir de estas puntualizaciones iniciales vamos a intentar acercarnos a ese ser nuevo, que Dios ha hecho surgir con la llamada a la vida contemplativa, para encontrar en él la base que nos permita descubrir las tareas a las que está llamado el contemplativo que vive en el mundo y el modo concreto de realizarlas. Fundamentalmente se trata de un ser «enraizado en la fe», cuya vida tiene dos dimensiones unidas y complementarias: en relación con Dios, ser «alabanza de su gloria»; y en relación con los hombres, ser «puente» de gracia para ellos por medio de su identificación con Cristo crucificado e intercesor.
A) Vivir de la fe
La gracia de la vocación contemplativa comporta la capacidad de adentrarse en la fe, no sólo como el camino hacia la unión esponsal con Dios, sino también como la esencia y el motor de la propia vida. Al contrario de muchos cristianos, para los cuales la fe se reduce a una adhesión, intelectual o moral, a unas verdades, el contemplativo descubre a Dios como el enamorado que le busca apasionadamente con el deseo de convertirse en lo único necesario en su vida1; y, a partir de ahí, se deja conquistar por ese amor infinito de Dios y se abandona incondicional y ciegamente en sus manos, lanzándose hacia él en la oscuridad de la noche, iluminado tan sólo por una estrella que vio brillar un día y que no sabe a dónde lo va a llevar2. Esta entrega le impulsa a adherirse a la voluntad de Dios de manera total y llena de amor, y así encuentra la luz que da sentido a la vida, a los sufrimientos, a las dificultades, a todo; y lo que le permite caminar, sufrir, luchar, caer y levantarse, tratando de ser fiel a un Dios que le llama y al que no ve, sobrellevando con alegría las confusiones, las sorpresas, las fatigas y los sobresaltos que conlleva la fidelidad en el amor a Dios. De este modo, la fe se convierte en el rescoldo que le ilumina y conforta en las luchas más terribles de la vida, convirtiéndose en la misma vida del creyente.
Y gracias a esa entrega se elimina la línea divisoria que existe en muchos cristianos entre la vida y la fe, que se yuxtaponen como dos realidades que no llegan nunca a unificarse. Y surge entonces la maravilla de la existencia humana empapada de la fe o, yendo más lejos, el asombroso milagro que supone «vivir de la fe»3.
Este vivir de la fe es algo de vital importancia para el contemplativo, aunque enormemente sutil y delicado; y para entenderlo deberíamos considerar los grados o niveles de vida en los que podemos vivir las personas. En un primer nivel está la persona que vive humanamente, y desde ahí ama, trabaja o desarrolla sus cualidades, pero sin referencia a la fe. Luego está la persona que vive humanamente sus tareas y su misión, pero cubre esa vida con una capa externa de fe; es una capa fina y sobrepuesta, que apenas afecta a la vida humana, pero le da el color o el brillo de la fe, como si fuera un barniz, y permite vivir la vida humana con una apariencia de fe, de modo que ésta no afecta a la vida pero ofrece una fácil justificación religiosa a la misma. Más arriba está la persona que vive su vida en dos campos separados o, a lo más, yuxtapuestos: la vida humana y la vida de fe; y se pasa el tiempo yendo de un campo al otro: trabajando humanamente en unas determinadas tareas y pasando a la otra parte para hacer oración; o preocupándose de cuestiones materiales y saltado al otro campo para preocuparse de asuntos espirituales. Luego está la persona para la que no hay línea divisoria entre estos dos ámbitos y en la que encontramos la maravilla de la unión entre la vida y la fe; ambas se armonizan y se complementan de tal manera que no se distinguen, y no necesita salir de un campo para entrar en el otro porque siempre está en los dos. Es verdad que, en algunos momentos, los dos campos pueden aparecer ligeramente separados o, incluso, puede cobrar más peso lo natural en detrimento de lo sobrenatural; pero en general se viven las dos realidades de manera armónica. Puede parecer que este modo de vivir es el más perfecto; pero hay un paso más, que es la maravilla de las maravillas. Igual que el primer escalón consiste en vivir sólo humanamente, el último escalón consiste en vivir sólo de fe. No es que la fe y la vida estén juntas, sino que ya sólo existe la fe; la vida ha quedado diluida en la fe, como el azúcar en el café.
Esto es el resultado de creer las realidades sobrenaturales con tal fuerza que no se añore ni se desee otra cosa que vivir en la fe y de la fe, en vez de añadirle la fe a la vida ordinaria como si fuera un apéndice de ella. Y es a lo que se refiere la Escritura cuando nos dice: «El justo vive de la fe» (Heb 10,38; Rm 1,17; Hab 2,4). ¡El justo ‑el santo‑ vive de la fe! ¡Se alimenta de la fe, respira la fe, ama en la fe, siente en la fe y trabaja en la fe! Es la vida que surge de la cruz de Cristo y, con la fuerza de su amor, nos une a él por medio de nuestra cruz: «Estoy crucificado con Cristo. Vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí. Y mi vida de ahora en la carne, la vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí» (Gal 2,19-21)4.
Este «vivir de la fe» es algo que no se puede improvisar, ni siquiera conseguir trabajosamente; es un don de Dios que, como tal, tenemos que desearlo con toda el alma, pedirlo humildemente, disponernos dócilmente a recibirlo y, una vez recibido, hemos de acogerlo apasionadamente. Es algo muy importante porque de ello depende todo el proyecto personal de Dios sobre nosotros. Así, de ese vivir «en la fe del Hijo de Dios» se desprende espontáneamente el amor, que es el resultado natural de dejarnos llevar por la fe, hasta que ésta se convierte en el motor que empuja nuestra vida con la fuerza de Dios y la convierte en holocausto de amor a Dios y a los hermanos.
Esto abre un universo extraordinario que apenas se puede percibir con la razón, pero que nos introduce en una realidad enormemente viva y real. El Señor desea sumergirnos en esa vida de fe. Por eso hemos de aceptar que toda nuestra vida, especialmente la cruz y los sufrimientos que marcan nuestra historia, tiene el sentido de prepararnos para esta gracia, haciéndonos capaces de una transformación esencial y profunda por la que dejamos de ser lo que éramos para ser otros. Toda nuestra vida, sentimientos, historia…, todo desaparece; todo se convierte en paz y en luz. Y esta transformación se realiza de una forma asombrosa, aunque aparentemente ordinaria, por lo cual puede pasar desapercibida; y, sin embargo, tiene fuerza para cambiarlo todo. Entonces el vivir de la fe hace posible el nuevo ser en la fe, que se manifiesta en una nueva existencia.
De hecho, la fe reestructura toda mi vida porque descubre en mi interior los sentimientos del Señor y su voluntad; me mueve a ser más dócil a ella; me desprende de apegos, sentimientos, gustos, necesidades; y me hace infinitamente libre. Todo ello empuja a un estado de recogimiento sereno y espontáneo, fruto de la presencia permanente de Dios, que me permite percibir normalmente las cosas o actuar con absoluta naturalidad, a la vez que me descubre todo con una luz nueva, que es la fe: ¡Sentir, ver, vivir en fe! Todas esas verdades de la fe, sobre las que tantas veces he reflexionado o meditado se hacen realidad. Se convierten en mi vida. Eso es lo que vivo… Es lo que respiro. Porque esta fe-vida contiene la percepción de los sentimientos del Señor y de su voluntad, nos mueve a ser dóciles a ella, nos desprende de apegos, sentimientos, gustos y necesidades y nos hace realmente libres. Y, a partir de esta libertad, el discernimiento se hace espontáneo y fácil, porque todo queda relativizado y supeditado a la voluntad de Dios.
Esta fe viva es, además, la que descubre el verdadero sentido de la oración, ya que sólo desde la transformación que opera la fe se entra en la verdadera oración; que no es algo que «hacemos», sino en lo que nos «sumergimos», más allá del tiempo y del espacio, sin pensamientos ni sentimientos, sin cálculos. Una oración sumamente simple y verdadera.
Ésta es la fe que vale más que la vida5 y que nos mantiene en pie en los momentos de oscuridad, por encima de cualquier sentimiento de presencia o de abandono de Dios. Es la fe que no tiene miedo al futuro, ni necesita pedirle a Dios pruebas o apoyos, porque sabe que él nunca nos fallará.
Por todo esto, quien ha recibido el llamamiento a la vida contemplativa ha de tomar la firme decisión de dejarse llevar por esa brisa que empuja la barca de su vida a lugares desconocidos, pero siempre intuidos y deseados; necesita dejarse iluminar sólo por esa luz que le descubre una vida nueva, llena de realidades asombrosamente inéditas; y debe abandonarse plenamente a Dios, completamente inundado de un profundo sentimiento de humildad, pobreza e inmerecimiento6.
Sólo en esta dimensión, en la que la fe se convierte en la propia vida, podemos plantearnos la verdad de nuestra misión con la libertad necesaria para entrar en el estado de confianza y abandono que le permita a Dios abrirnos su corazón y entregarnos el amoroso proyecto que él ha acariciado para cada uno de nosotros desde toda la eternidad.
B) Ser «alabanza de la gloria» de Dios
La esencia de este ser nuevo, que Dios regala como fruto de la transformación operada en el alma, es la unidad y comunión de amor entre él y la persona que ha sido llamada y transformada. Por medio del Espíritu Santo, Dios infunde en el ser humano la esencia de su ser, que es el amor divino; y esa acción de Dios transforma radicalmente a la persona, configurándola con Jesucristo, de modo que se ve inundada y movida por el amor divino, que le impulsa a vivir de un modo totalmente nuevo, que se basa en reproducir la vida de Cristo.
Por eso, el ser «esencial» del contemplativo está en relación radical con el ser de Cristo, ya que la gracia transformadora de la llamada ha hecho viva y plena la identificación con Cristo operada en el bautismo. Podemos afirmar que el contemplativo participa así del ser de Cristo y tiene las mismas características que él. El Evangelio nos descubre que la misión de Jesucristo es salvar a la humanidad, en obediencia a la voluntad del Padre; pero sustentando esa misión hay un ser radical que define y explica todo el misterio del Hijo de Dios. Y esa esencia del ser del Señor no es otra que el amor, porque se trata de la esencia misma de Dios-Trinidad, ya que «Dios es amor», como nos dice san Juan (1Jn 4,16).
El amor es el ser de Dios, que une a las tres divinas personas; pero en cada una de ellas ese amor se vive de manera diferente, lo que hace que las tres personas trinitarias se relacionan entre sí de una forma peculiar. En el caso del Verbo, el amor tiene un especial sentido de glorificación del Padre; de tal manera que por ese amor busca la gloria del Padre y, como prueba de ello, se encarna, nace, vive, muere y resucita para nuestra salvación. Aquí podemos ver la distinción entre su misión de salvar a los hombres y el «ser» que sustenta esa misión, que es el amor absoluto y obediencial que glorifica al Padre. De modo que podrá decir: «No busco mi gloria» (Jn 8,50), porque la finalidad de lo que es y lo que hace es la gloria del Padre. Y esto aparece continuamente a lo largo de toda la misión del Hijo, prolongándose en la historia, más allá de su muerte, a través de la misión de sus discípulos, tal como afirma cuando les dice: «Y lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo» (Jn 14,13).
Al hablar de la «gloria» no podemos separar la gloria del Padre de la gloria del Hijo porque la unión esencial de ambos lo impide. La comunión de amor que los une hace que el Padre, al ser glorificado por el amor del Hijo, glorifique a su vez al Hijo con su amor, de forma que la comunión misma de amor entre ellos se convierte en una comunión esencial de la gloria que comparten. Jesús lo atestigua al decir: «Ahora es glorificado el Hijo del hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, también Dios lo glorificará en sí mismo: pronto lo glorificará» (Jn 13,31-32). Y el mismo Espíritu dará gloria al Hijo, como fruto de la gloria que éste dará al Padre por su entrega obediencial en la cruz: «Cuando venga él, el Espíritu de la verdad, os guiará hasta la verdad plena […]. Él me glorificará, porque recibirá de lo mío y os lo anunciará» (Jn 16,13-14).
Pero quizá el pasaje más importante en este sentido se encuentra en la oración sacerdotal, cuando Jesús reza, diciendo: «Padre, ha llegado la hora, glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te glorifique a ti […]. Yo te he glorificado sobre la tierra, he llevado a cabo la obra que me encomendaste. Y ahora, Padre, glorifícame junto a ti, con la gloria que yo tenía junto a ti antes que el mundo existiese» (Jn 17,1-5). En el momento en el que Jesús se encuentra en el umbral de su sacrificio y abre su corazón al Padre y a los suyos, eleva al cielo una oración que expresa muy bien el sentido y la unidad de su amor, su obediencia, su inmolación y su gloria; una gloria que, como Hijo, ofrece al Padre, y que éste le devuelve como expresión de la comunión de amor en la que están unidos.
Uno de los momentos en los que aparece con más claridad la «gloria» de Jesucristo es en la transfiguración en el Tabor7. Mientras que, por el contrario, el culmen de su sufrimiento, angustia y humillación comienza en la oración en el huerto de los olivos. En los evangelios sinópticos se nos ofrecen estos dos momentos en dos relatos diferentes y separados. Sin embargo, san Juan no narra directamente estos dos acontecimientos, pero los funde en un texto muy significativo: Jn 12,20-28. Jesús afirma que «ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre» (v. 23) y habla del «grano de trigo que cae en tierra y muere» para dar «mucho fruto» (v. 24). Sigue con una clara alusión a la agonía en el huerto: «Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré? ¿Padre, líbrame de esta hora? Pero si por esto he venido, para esta hora: Padre, glorifica tu nombre» (vv. 27-28a). Y termina, en alusión a la transfiguración: «Entonces vino una voz del cielo: “Lo he glorificado y volveré a glorificarlo”» (v. 28b). De nuevo aparece con claridad la unión de la obediencia, la entrega y la humillación de Jesús con la gloria del Padre y del Hijo. Y resulta significativo que, al narrar la transfiguración, Lucas la ponga en relación con la muerte de Jesús, pues Moisés y Elías «hablaban de su partida, que él iba a consumar en Jerusalén» (Lc 9,28-36).
El lugar en el que se manifiesta especialmente la gloria de Dios es en la cruz de Cristo, que es la culminación de su obediencia, entrega y sufrimiento. Por lo tanto, cuando él habla de su glorificación se refiere a su humillación, su fracaso y su muerte en la cruz: «¿No era necesario que el Mesías padeciera esto y entrara así en su gloria?» (Lc 24,26). Y de igual manera lo entienden los apóstoles: «El Dios de nuestros padres, ha glorificado a su siervo Jesús, al que vosotros entregasteis y de quien renegasteis» (Hch 3,13). San Juan, con su penetrante mirada, presenta la cruz como cumplimiento de la voluntad del Padre (Jn 19,30), como exaltación salvadora y reveladora (Jn 3,14; 8,28) que atrae a los hombres (Jn 12,32), como manifestación de la realeza de Cristo (Jn 19,19-22) y de su sacerdocio (Jn 19,23), y como fuente de la salvación (Jn 19,34) y del Espíritu (Jn 19,30). Es lo que reiteradamente expresa este evangelista, descubriendo la cruz como gloria (cf. Jn 12,23; 13,31-32 y 17,1), porque ella es la prueba más viva y profunda del amor del Redentor; de ese amor que le lleva a dar la vida por sus amigos (cf. Jn 13,1; 15,13). El amor «hasta el extremo» (Jn 13,1), que impulsa a Jesús a lavar los pies a los discípulos como signo de su entrega hasta la muerte, le lleva a la entrega total, al desprendimiento y al despojo absolutos. Éste es el modo en que se entiende la glorificación; no como un proceso para alcanzar el triunfo, el poder, el prestigio, el éxito o la eficacia, sino como un verdadero descenso en el que deliberadamente se acepta lo más bajo, el anonadamiento.
En la misma línea, san Pablo nos dirá que los judíos crucificaron «al Señor de la gloria» (1Co 2,8) y afirmará rotundamente que «Jesucristo es Señor para gloria de Dios Padre», por su abajamiento, su humillación y su muerte en cruz (cf. Flp 2,6-11).
Podemos concluir, por tanto, que el Nuevo Testamento, y sobre todo la clarividente mirada de san Juan, nos descubren la corriente sustancial de «glorificación» que une al Padre y al Hijo, y la unión que existe entre la pasión de éste y su gloria, expresión de la unidad entre su muerte y su resurrección. El Cristo roto que camina hacia el Calvario se convierte así en la más luminosa trasparencia de la gloria de Dios. Y su camino no es, por tanto, camino de muerte, sino de vida y glorificación.
Y también aparece la misma unidad en sentido contrario: Jesucristo resucitado conservará las señales de la pasión (Jn 20,20.27) porque el Cristo «glorificado» sigue siendo el Cristo «crucificado». Por ello, nos dirá la carta a los Hebreos que «lo vemos ahora coronado de gloria y honor por su pasión y muerte. Pues, por la gracia de Dios, gustó la muerte por todos» (Heb 2,9).
La unidad de vida entre Jesucristo y el cristiano exige que el camino de glorificación del Señor sea el mismo camino que siga su discípulo. Por ese motivo no existe otro modo de participar de la gloria de Dios y transparentarla al mundo que bajando, por la vía del amor, hacia la entrega total de la vida en la cruz, a través de un proceso real de anonadamiento que lleva a la verdadera pobreza, tanto por el despojo de lo más exterior como por el vaciamiento de lo interno. Así, el discípulo sigue el camino de la obediencia, imitando al Señor, que aceptó ser «obediente hasta la muerte y una muerte de cruz» (Flp 2,8), para llegar a ser realmente pobre, a ejemplo del Hijo de Dios, que se hizo pobre con los pobres.
Resulta significativo en este sentido que el mismo Jesús anuncie la muerte sacrificial de Pedro como el modo con el que este apóstol «iba a dar gloria a Dios» (Jn 21,19); descubriéndonos el notable paralelismo que existe entre la glorificación del Padre por la muerte del Hijo y la glorificación de Dios por la entrega de la vida del cristiano8.
La encarnación del Verbo ha permitido una identificación tal entre Dios y el hombre que, al asumir Dios la vida humana, nos ha hecho partícipes de su misma vida divina. Y lo que constituye el ser del Hijo será ya nuestro ser de hijos-en-el-Hijo; de manera que, al hacernos partícipes de su mismo ser, podemos hacer nuestra su misma forma de glorificar al Padre. Es lo que aparece magistralmente plasmado en el cántico de la carta a los Efesios (1,3-14):
Bendito sea Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bendiciones espirituales en los cielos. Él nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor. Él nos ha destinado por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, a ser sus hijos, para alabanza de la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en el Amado. En él, por su sangre, tenemos la redención, el perdón de los pecados, conforme a la riqueza de la gracia que en su sabiduría y prudencia ha derrochado sobre nosotros, dándonos a conocer el misterio de su voluntad: el plan que había proyectado realizar por Cristo, en la plenitud de los tiempos: recapitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra. En él hemos heredado también los que ya estábamos destinados por decisión del que lo hace todo según su voluntad, para que seamos alabanza de su gloria quienes antes esperábamos en el Mesías. En él también vosotros, después de haber escuchado la palabra de la verdad ‑el evangelio de vuestra salvación‑, creyendo en él habéis sido marcados con el sello del Espíritu Santo prometido. Él es la prenda de nuestra herencia, mientras llega la redención del pueblo de su propiedad, para alabanza de su gloria.
Este texto nos muestra el luminoso e infinito horizonte de nuestra propia identidad. El plan del Padre es que seamos santos por el amor. Para eso nos ha elegido desde la eternidad y nos ha llenado de todos los dones de su gracia hasta unirnos a Cristo y convertirnos en hijos suyos. Un proyecto que ha realizado a través de la cruz del Hijo y de la unción que hemos recibido, por él, en el bautismo. Y este camino nos conduce, finalmente, a convertirnos en «alabanza de la gloria» del Padre. Esta fórmula revela y sintetiza el ser profundo del contemplativo, sobre el que se sustenta todo lo que es y hace, y constituye el fundamento de su misión. Y desde ahí, está llamado a cooperar al crecimiento del reino de los cielos, con la eficacia que le otorga su identificación con Cristo, que glorifica al Padre dando su vida en la cruz por la salvación de la humanidad.
El ser «esencial» del contemplativo surge, pues, de su identificación plena con Jesucristo a través de la participación profunda y única en el ser de éste y, desde él, en los sentimientos y motivaciones más íntimos de su alma (cf. Flp 2,5). Todo lo que hace el Hijo es expresión de un ser que se define en relación esencial con el Padre, de tal modo que podemos decir que Jesucristo es la imagen perfecta ‑el icono‑ del Padre; y todo su ser y su vida terrena no tienen otro fin que glorificar al Padre. En Heb 1,3 se nos dice que el Hijo es «reflejo de su gloria, impronta de su ser»; y san Pablo afirma que es «imagen del Dios invisible» (Col 1,15), cuya luz ha brillado para que «resplandezca el conocimiento de la gloria de Dios reflejada en el rostro de Cristo» (2Co 4,6).
Y esto mismo define también el ser y el vivir del discípulo de Cristo, transformado en él por el bautismo. Como dice san Pablo, «todos nosotros, con la cara descubierta, reflejamos la gloria del Señor y nos vamos transformando en su imagen con resplandor creciente, por la acción del Espíritu del Señor» (2Co 3,18). Al igual que Jesucristo, el cristiano se convierte, por la acción del Espíritu Santo, en trasparencia viva de la gloria de Dios, en un espejo en el que se refleja la grandeza, el poder, la majestad y la misericordia de Dios. Mediante la contemplación de la gloria de Dios, trasparentada en el Verbo encarnado, nos transformamos en la misma imagen ‑icono‑ de Jesucristo, que es el icono del Padre; lo cual se entiende mejor si tenemos en cuenta que, como nos dice san Pablo, el sentido y el fin de nuestra vida es reproducir la imagen de Jesucristo: «Porque a los que había conocido de antemano los predestinó a reproducir la imagen de su Hijo, para que él fuera el primogénito entre muchos hermanos» (Rm 8,29). Y el hecho de que el hombre nuevo sea imagen de su creador (cf. Col 3,10) le permite al Apóstol decirnos: «Dios os llamó por medio de nuestro Evangelio para que lleguéis a adquirir la gloria de nuestro Señor Jesucristo» (2Tes 2,14).
Si ponemos en conexión 2Co 3,18 («reflejamos la gloria del Señor») con Ef 1,3-14 («para que seamos alabanza de su gloria»), podemos afirmar que ser «alabanza de la gloria» de Dios es ser trasparencia de su gloria. Y esto, en el doble sentido de trasparentar la gloria de Dios a los hombres y trasparentar la gloria del Hijo al Padre. A través de un ser nuevo, recibido de Dios, el cristiano se transforma en espejo de la grandeza, la majestad, la bondad, la plenitud y la misericordia de Dios para los hombres. Y, a la vez, por su identificación con el Verbo encarnado, se convierte en la viva y luminosa imagen del Hijo; de tal manera que, cuando el Padre le mira, ve en él al Hijo, y en esa mirada el Padre es glorificado por el Hijo.
Esta glorificación del Padre supone y exige para nosotros la identificación profunda con el Hijo y la más perfecta imitación de su amor al Padre y de su estilo de vida, compartiendo eficazmente la misión de Jesucristo de salvar a los hombres a través de la obediencia amorosa al Padre hasta dar la vida en la cruz.
Como consecuencia directa de la encarnación del Verbo, que une para siempre lo humano y lo divino, el contemplativo puede asumir el amor obediencial que lleva al Hijo al sacrificio de su vida para gloria del Padre y salvación de los hombres. Es algo tan extraordinario que podríamos decir que en el Hijo estalla la gloria de Dios, inundando al universo entero y a toda la humanidad con la gloria divina, y haciendo a los hombres partícipes y portadores de esa gloria. Esto es fruto de la Encarnación, que nos permite contemplar la gloria del Verbo, lleno de gracia y de verdad (cf. Jn 1,14). Por eso, cuando nació Jesucristo, la gloria de Dios inundó a los pastores con su claridad (Lc 2,9), y una multitud de ángeles proclamó lo que este nacimiento significaba, diciendo: «Gloria a Dios en el cielo, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad» (Lc 2,14). De modo que la vida y las acciones de Jesús ‑especialmente en sus milagros‑ manifiestan su gloria (Jn 2,11) y la gloria del Padre (Jn 11,4).
El Verbo encarnado es la perfecta trasparencia de la gloria de Dios, siempre y en toda ocasión. Todo lo que es, vive o hace Jesucristo manifiesta la plenitud de la gloria divina; pero el contemplativo se siente especialmente movido a contemplar y adorar al Señor en aquellos momentos que son, aparentemente, más contrarios a la gloria, como la silenciosa encarnación, el nacimiento en la pobreza de un pesebre, la vida humilde y escondida en Nazaret, la árida prueba en el desierto, la dolorosa oración en Getsemaní, los diferentes momentos de la Pasión y la muerte en la Cruz.
Y no estamos ante una idea o utopía, sino ante una realidad muy concreta, que tiene que plasmarse efectivamente en la propia vida. Ser «alabanza de la gloria» de Dios constituye la esencia del cristiano y del contemplativo, razón por la cual sustenta toda su vida y su actividad. Así, por ejemplo, será el «alma» de su oración, el elemento clarificador de sus decisiones y el fundamento de su misión de intercesión.
Llegados a este punto, hemos de dirigirnos necesariamente a santa Isabel de la Trinidad, que recibió la gracia de descubrir de una forma clara y luminosa su vocación a ser «alabanza de la gloria» de Dios. Aunque, como carmelita descalza es contemplativa monástica, no entiende esta vocación como circunscrita al ámbito monacal. Prueba de ello es que pone por escrito esta vocación para ofrecérsela a su hermana, que vive en el mundo, y, a través de ella, a todas las almas contemplativas seculares9:
Partiendo del texto de Ef 1,11s, santa Isabel encuentra esta vocación en la Palabra de Dios, que aplica a sí misma y a los demás:
Hemos sido predestinados según lo preestablecido por Aquel que lo hace todo según el designio de su voluntad, para que fuéramos alabanza de su gloria (El cielo en la tierra, día décimo).
Lo que será la alabanza de gloria en el cielo, nos ayuda a comprender lo que tiene que ser ya en esta vida:
[El alma] está definitivamente establecida en el puro amor y no vive ya su propia vida, sino la de Dios. El alma le conoce allí como es conocida de él (cf. 1Co 13,12). En otras palabras, su entendimiento es el entendimiento de Dios, su voluntad es la voluntad divina, su amor es el amor mismo de Dios […]. Él realiza en el alma esta gloriosa transformación (El cielo en la tierra, día décimo).
¿Qué es, ya aquí en este mundo, una «alabanza de gloria»?
Una Alabanza de gloria es un alma que mora en Dios, que le ama con amor puro y desinteresado, sin buscarse a sí misma en la dulzura de ese amor; que le ama independientemente de sus dones y le amaría aunque nada hubiese recibido de él; que sólo desea el bien del Objeto amado […]. Cumpliendo su voluntad […]. Esta alma debe entregarse tan plena y ciegamente al cumplimiento de esa voluntad divina que no pueda querer sino lo que Dios quiera.
Una Alabanza de gloria es un alma silenciosa que permanece como una lira bajo el toque misterioso del Espíritu Santo para que produzca en ella armonías divinas.
Una Alabanza de gloria es un alma que contempla permanentemente a Dios en la fe y en la simplicidad […]. Es como un abismo sin fondo donde él puede entrar y expansionarse […]. Un alma que permite de este modo al Ser divino satisfacer en ella su necesidad de comunicar todo cuanto él es y todo cuanto posee…
Una Alabanza de gloria es, en fin, un ser que vive en estado permanente de acción de gracias(El cielo en la tierra, día décimo).
Resumiendo, podríamos decir que la esencia de la misión del contemplativo no es otra que vivir la vida que Dios le regala, de tal modo que se realice en él esa presencia y acción divinas que le convierten para Dios en alabanza de su gloria; y para los demás, en trasparencia de la gloria del mismo Dios.
Aunque profundizaremos más adelante en el tema de la intercesión, merece la pena anotar, aunque sea de pasada, que ser «alabanza de la gloria» de Dios está íntimamente relacionado con la misión de intercesión que posee el contemplativo. Cada vez que éste reconoce la gloria de Dios en él y se abre a la gracia que le convierte en trasparencia de esa gloria, puede decirse que, al igual que Cristo, se transforma en «lugar» humano de la glorificación del Padre; y entonces puede acoger en él todo lo humano para hacerlo participar de la corriente de glorificación de Dios, que brota de su propio interior y hace que todo quede empapado de Dios y transfigurado profundamente en él. Y esta transformación de lo humano, de la que el contemplativo es instrumento eficaz, es lo que denominamos intercesión.
C) Unidos a Cristo mediador
a) «Crucificados» con Cristo
Hemos visto un aspecto esencial del ser del Hijo de Dios, en su relación con el Padre, que consiste en darle gloria. Unido a su condición de glorificador por excelencia del Padre, Cristo es también el mediador entre Dios y los hombres. Y no nos referimos, en principio, a la misión que llevará a cabo como tal mediador, redimiendo a la humanidad, sino al ser que sustenta esa misión, que es el ser puente entre Dios y el mundo. Y precisamente porque es puente, puede realizar la misión del mismo, que es permitir el paso de una orilla a la otra.
Al asumir la condición humana en el momento de su encarnación, el Verbo recibe la capacidad de unir en sí mismo a la humanidad entera con Dios, restableciendo así el vínculo entre ambos que el pecado había destruido. Como nos dice la carta a los Hebreos, Jesucristo es el «Pontífice» de la nueva Alianza; es el «Puente» por antonomasia, el único que puede unir de verdad y para siempre a Dios y al hombre, las dos orillas que estaban separadas por el pecado10.
Esta condición de «puente», que recibe el Verbo por su encarnación y como parte de su ser de Redentor, se pondrá especialmente de manifiesto en la Cruz. En ella, los brazos abiertos del Hijo de Dios, que muere ofreciendo su vida por la humanidad entera, se convierten en el puente abierto que permite el abrazo salvador que Dios ofrece a la humanidad.
El contemplativo no sólo se identifica con Cristo como glorificador por excelencia del Padre, sino que también, por la gracia bautismal, se identifica con él como mediador entre Dios y la humanidad. El bautismo le hace partícipe del ser de mediador que posee Jesucristo y, así, le permite actualizar, en el aquí y ahora de la historia, la única y permanente mediación que lleva a cabo el Redentor11. Esta identificación le proporciona, con su nuevo ser, la capacidad de ejercer esa mediación en forma de diferentes misiones en el mundo y en la Iglesia, como son, entre otras, la de continuar en la tierra la intercesión actual de Cristo glorioso en el cielo, servir de cauce eficaz a la gracia por medio de la intercesión, trasparentar a Dios, permitiendo que los demás lo descubran presente en la vida, o actualizar en el mundo la misericordia de Dios a través de la entrega, por amor, de la propia vida12.
Del mismo modo que el ejercicio supremo de su mediación lo lleva a cabo el Hijo de Dios por medio de su muerte redentora13, el contemplativo participa del ser de Cristo-mediador compartiendo, también con él, el misterio de su Cruz. De hecho, el contemplativo secular vive, en medio del mundo, en permanente y dolorosa tensión entre el Padre y los hermanos, entre la oración y el trabajo, entre esta vida y la eterna, entre las relaciones personales y el silencio. Participa así de la misma realidad que vivió Jesucristo y cuya máxima expresión es la cruz. Es una experiencia tan fuerte que amenaza con romper al ser humano pero que, sin embargo, vivida dentro del misterio del amor trinitario, no sólo no lo destruye, sino que lo transforma y dinamiza tan profundamente que lo crea de nuevo y lo lleva a la más perfecta unión y armonía de vida que existe.
Sólo podemos ser «alabanza de la gloria» de Dios por medio de la identificación plena con el Verbo encarnado; porque sólo él es quien realiza perfectamente la verdadera glorificación del Padre. Unidos al Hijo damos gloria al Padre; al igual que, unidos al Hijo, somos glorificados por el Padre. Y, en la medida en que nos identificamos más plenamente con el Hijo, damos mayor gloria a Dios y somos más realmente «alabanza de la gloria» del Padre. Estamos ante una identificación que engloba toda nuestra persona y nos hace participar del profundo misterio del Verbo encarnado, de suerte que hacemos nuestros sus sentimientos, sus actitudes, sus valores, su corazón y toda su vida, hasta poder decir con san Pablo que «vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20).
Se trata de una comunión de amor que se refiere a toda la vida del creyente y a toda la existencia humana del Señor, no sólo a algunos de sus aspectos parciales o aislados; y que se manifiesta especialmente en la Cruz, en la que el contemplativo se une tan íntimamente a su Señor que puede afirmar, con san Pablo: «Estoy crucificado con Cristo» (Gal 2,19), de lo que se desprende la comunión de vida con el Crucificado: «Es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20).
Por eso, aceptar ser contemplativo en medio del mundo es un modo extraordinario de abrazar la «locura de la cruz» (cf. 1Co 1,18-25), que consiste en vivir conscientemente y en carne viva la presencia de Dios en medio de un mundo que ignora y rechaza a Dios; en querer vivir apasionadamente el amor y el bien en medio del egoísmo y la violencia, sufriendo misericordiosamente las consecuencias de la fuerte oposición que provoca el enfrentamiento entre unos valores y otros; en apostar la vida por unos valores que no tienen ninguna rentabilidad humana y carecen muchas veces de resultados visibles.
Y esto sólo se puede hacer cuando estamos convencidos plenamente de la fuerza intrínseca que tiene la vida de Cristo y todo lo que ella contiene: el amor redentor, la fidelidad a Dios, la entrega total, el servicio a todos, la humildad, la pobreza, la atención permanente a Dios y al prójimo, el olvido de sí, la mansedumbre, la renuncia a la violencia, la bondad de corazón… En la medida en que buscamos únicamente vivir a Cristo en nuestra vida, sin esperar ningún tipo de gratificaciones o de resultados humanos, este camino ‑que no es otro que el camino de la cruz‑ se convierte en el único modo de vivir. De otro modo, no podemos entender los valores evangélicos y acabamos enfrentados escandalosamente con el misterio incomprensible de la cruz.
Ciertamente no vivimos en un mundo fácil. La humanidad vive entre terribles desgarros y rupturas que están gritando la necesidad de una salvación que sólo Jesucristo puede darle. Una salvación que se realiza cuando el Hijo de Dios acepta tomar la carne de esta humanidad desgarrada y une la cruz de todos los hombres a su propia cruz. Es un misterio que va más allá de las palabras porque no consiste en una declaración formal de solidaridad o de amor, sino en una comunión efectiva de amor que salva y que es infinitamente eficaz, pese a su silencio, a su falta de eficacia aparente o al escándalo que provoca. Porque la salvación de Cristo no se realiza por la vía de la aceptación o el beneplácito de los hombres, sino a pesar de su rechazo y en medio de la más fuerte oposición.
El misterio que el Señor vivió en el Calvario el viernes santo tiene que revivirse todos los días en cada uno de los calvarios que son todos los rincones del mundo, allí donde las personas sufren y necesitan de una salvación que, muchas veces, ni siquiera son capaces de pedir o esperar. Éste es el modo como el contemplativo actualiza en sí mismo el misterio de la cruz redentora del Salvador, hasta poder decir: «Completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su cuerpo que es la Iglesia» (Col 1,24).
Este texto es muy importante y, a la vez, muy delicado porque nos habla de «completar» la pasión de Cristo. ¿Cómo debe entenderse? En principio hay que afirmar que la pasión de Cristo ‑su redención‑ es completa y definitiva. En ese sentido no necesita completarse. Pero el que sea completa no significa que no sea posible participar íntimamente de ella, continuándola en la historia actual. Esto es posible; es más, es a lo que estamos llamados los cristianos; y no porque el Redentor lo necesite, sino porque quiere hacernos participar realmente de su cruz, como el momento clave de la salvación y la expresión máxima de su amor al Padre y a los hombres. Por consiguiente, la gracia de esta comunión redentora es una exigencia vital para el contemplativo, que vive así la identificación con Cristo en plenitud y alcanza el verdadero fruto de su vida.
En consecuencia, cuando vivo el mismo misterio que vive Jesús en la cruz, y lo hago presente en el ahora concreto de mi vida real, lo hago más visible y actual, añadiéndole una mayor sacramentalidad y actualidad. Podemos afirmar que, del mismo modo que Cristo hace presente en la historia su mensaje o su perdón de forma visible a través de su Cuerpo, que es la Iglesia, también hace presente su pasión en cada rincón de la historia a través de sus miembros. Lo que no necesita Jesús para completar la eficacia salvadora de su pasión, sí lo ha querido necesitar para hacerla presente a través de personas concretas que, unidas a él, reviven, actualizan y encarnan esa misma pasión. Así, la Iglesia, como Cuerpo de Cristo, participa de ese misterio, no sólo sacramentalmente en la Eucaristía, sino también existencialmente en la vida del cristiano. En la Eucaristía se representa litúrgicamente y se actualiza realmente la pasión del Señor, sin añadirle nada, pero prolongando su eficacia en la historia; y, del mismo modo, el cristiano que se une a la cruz de Cristo actualiza ésta y la hace presente, también sin añadirle nada, pero haciéndola visible y eficaz en el aquí y ahora de su vida. Lo cual no supone que la pasión de Cristo no sea actual; sino que yo puedo añadirle más actualidad al revivirla en mi carne. Diríamos que hago que la pasión de Jesucristo, que tiene una perenne actualidad gloriosa, también tenga en este momento una actualidad humana en mi vida mortal. Por eso, aunque la pasión del Señor sea una realidad «completa», podemos decir en verdad que la «completamos» al unir nuestra cruz a la suya. Y así, nuestra cruz ya no es nuestra cruz; sino que, unida a la del Señor, es su misma cruz proyectándose más lejos y más «humanamente» ‑bien entendido esto‑ en la historia.
Este modo de colaborar con Cristo, desconocido para muchos cristianos, forma parte, sin embargo, del patrimonio común de la Iglesia, tal como refleja el Catecismo de la Iglesia Católica:
Los hombres, cooperadores a menudo inconscientes de la voluntad divina, pueden entrar libremente en el plan divino no sólo por sus acciones y sus oraciones, sino también por sus sufrimientos (cf. Col 1,24) (Catecismo de la Iglesia Católica, 307).
La Cruz es el único sacrificio de Cristo «único mediador entre Dios y los hombres» (1Tm 2,5). Pero, porque en su Persona divina encarnada, «se ha unido en cierto modo con todo hombre» (GS 22,2), él «ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de Dios sólo conocida, se asocien a este misterio pascual» (GS 22,5). Él llama a sus discípulos a «tomar su cruz y a seguirle» (Mt 16,24) porque él «sufrió por nosotros dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas» (1P 2,21). Él quiere en efecto asociar a su sacrificio redentor a aquellos mismos que son sus primeros beneficiarios (cf. Mc 10,39; Jn 21,18-19; Col 1,24). Eso lo realiza en forma excelsa en su Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sufrimiento redentor (cf. Lc 2,35) (Catecismo de la Iglesia Católica, 618).
Esta es la manera en la que el contemplativo hace posible este milagro de la gracia. Él revive conscientemente el drama de la lucha a muerte entre la gracia y el pecado, que tuvo su máxima demostración en la Cruz y que sigue librándose en cada esquina del mundo; y sufre en su alma la dureza de ese combate, en el que se siente implicado como especial protagonista. Por ello, su misión fundamental no consiste en pronunciar discursos, cambiar estructuras o convencer a alguien. Si tiene que hacerlo, ha de ser como expresión y consecuencia de su unión con Cristo crucificado y en cumplimiento de la voluntad del Padre. Su vocación estriba en revivir en su cuerpo el misterio del cuerpo crucificado del Hijo de Dios, manteniendo una lúcida mirada, a la vez, al amor infinito de Dios y al insondable mar de pecado del mundo; haciendo suyos los sentimientos del mismo Cristo, su mirada, su actitud…, hasta consumirse, como él, en ansias de salvación del mundo y de glorificación del Padre. Sólo desde ahí podrá asumir la misión que Dios y la Iglesia le encomiendan para representar eficazmente a Cristo enseñando, curando a los enfermos, consolando a los desanimados, etc.
La Iglesia debe hacer presente a Jesucristo en todos los lugares y ámbitos en los que vive el hombre: en la escuela, en la familia, en el trabajo, en el hospital… Porque para que la Iglesia sea verdaderamente «católica», es decir, universal, tiene que hacer presente a Cristo en todos los ámbitos de la vida humana; especialmente donde existe menos «rentabilidad» apostólica, pero más se necesita la salvación. Por eso, la Iglesia tiene que hacer presente a Cristo en medio de la guerra, de los conflictos y sufrimientos más diversos; en medio de la indiferencia religiosa o el egoísmo; incluso en medio de la lucha violenta contra el mismo Cristo o su Iglesia14. Allí donde existe un reflejo humano de la cruz, tiene que llevar la Iglesia la presencia del Crucificado, que da sentido y luminosidad al misterio de la cruz humana. Es más, si hay un lugar irrenunciable para la presencia del Salvador, es precisamente el lugar en el que hay que revivir el misterio de su pasión salvadora.
Esto es de vital importancia para el cristiano, a pesar de que carezca de sentido a los ojos del mundo ‑y quizá precisamente por ello‑, y aunque no comporte ningún tipo de poder, de prestigio o de éxito. En cualquier lugar donde se levanta la cruz en la que el hombre sufre está presente el Crucificado, que quiso unir todas las cruces a la suya. Y donde está el Crucificado no puede dejar de estar el enamorado que lo busca con una pasión que no descansa hasta llegar a la más perfecta unión, hasta poder decir: «Estoy crucificado con Cristo; vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,19-20).
Aunque pueda resultar paradójico, la fecundidad de la Iglesia sigue estando hoy también ahí, en la Cruz, como lo estuvo en la cima del Calvario hace dos mil años.
En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto (Jn 12,24).
Nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados ‑judíos o griegos‑, un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Pues lo necio de Dios es más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres (1Co 1,23-25).
Y por esa misma razón, la Iglesia necesita de miembros que sean capaces de revivir en su propia carne el misterio de dolor de la humanidad crucificada y el misterio de amor redentor del Salvador crucificado. Sólo a través de esta doble comunión de vida podremos decir que el Cuerpo de Cristo completo ‑Cristo Cabeza y su Cuerpo, que es la Iglesia‑ participa de la pasión; y así, Cristo crucificado, que asumió todo dolor humano, se hace presente en todas las cruces de la humanidad a través de los miembros de su Cuerpo.
Es indudable que quien acepta estar desgarrado entre el cielo y la tierra no tendrá una situación cómoda o confortable, y va a necesitar la fuerza de la gracia para poder mantenerse fiel a su misión. Pero hará posible que se actualice eficazmente el misterio del amor redentor de Cristo donde no podría llegar de otro modo, y logrará que su propia vida quede transformada con la luz y la plenitud de ese amor redentor, que le transforma a la vez que le consume.
El que ha experimentado el anhelo permanente de Dios y la sed insaciable de su presencia y de su amor no encontrará muchos consuelos en lo humano y se sentirá como un «peregrino en tierra extranjera» (Ex 2,22); pero descubrirá cómo todo lo cotidiano está inmerso en lo sagrado. Dejará de ver lo sagrado y lo profano como ámbitos diferentes y separados, mirando todo con unos ojos nuevos que le mostrarán todo empapado de la presencia amorosa de Dios-amor.
Descubrimos aquí un don y una llamada peculiares, que no se orientan fundamentalmente a un quehacer determinado, sino que van más allá, creando un «ser» que fundamenta cualquier misión o vocación en la Iglesia, y sin el cual ésta no podría actualizar adecuadamente la proyección salvífica y eterna, que da sentido y eficacia a su misión. Un ser que contiene todos los ecos de todas las vocaciones y misiones que Cristo confía a su Iglesia, y que tiene su más acertada expresión en el feliz descubrimiento de santa Teresa del Niño Jesús, que afirmaba: «En el corazón de la Iglesia, mi madre, yo seré el amor»15.
Esto explica que el contemplativo tenga una vocación, única y extraordinaria, que le lleva a la unión de amor con el Amado, a la vez que le ofrece la mayor proyección apostólica de su vida, a través de la vivencia entrañable del misterio escandaloso de la cruz. Es una vocación personal que sustenta cualquier otra vocación particular, ya sea monástica, apostólica, misionera, matrimonial, etc. De modo que en el monasterio ‑y, más aún, en el mundo‑, el contemplativo está llamado fundamentalmente a vivir conscientemente este ser y esta misión singulares que lo definen.
b) Cruz, pobreza y ofrecimiento
El ser nuevo, que el contemplativo ha recibido como don y que le identifica con Cristo, posee un aspecto de gran importancia que le permite vivir en la hondura de esa identificación, y proyectar ésta hacia el mundo con la imparable eficacia de la redención. Se trata de una acción peculiar, que podríamos denominar «ofrecimiento en pobreza crucificada», y que constituye uno de los principales pilares de la santidad.
Dado que la santidad es la meta universal para la que Dios ha creado al ser humano, el camino que lleva a ella no puede ser casi imposible o exclusivo de los héroes, como se entiende con demasiada frecuencia entre los cristianos, sino que tiene que ser posible para todos. En este sentido resulta reveladora la experiencia de santa Teresa del Niño Jesús, que descubrió la importancia de la pobreza y de la confianza como el «caminito» que nos lleva fácilmente al cielo, porque es la vía por la que nos abandonamos en las manos de Dios, para que sea él mismo quien nos lleve a su encuentro. En el fondo, es el camino de pobreza al que Jesús nos invita con su propio ejemplo, y que nos resume en la primera bienaventuranza, diciéndonos que el reino de los cielos sólo pertenece a aquellos que abrazan su propia pobreza; de tal forma que las demás bienaventuranzas no son más que concreciones de la primera, aspectos diferentes del mismo camino. Este camino tiene en el ofrecimiento en pobreza crucificada su clave fundamental, que nos introduce fácilmente en el proceso de abandono en Dios, y que hace sencilla y accesible la santidad para todos.
No se trata de cualquier tipo de ofrecimiento, sino del ejercicio consciente y profundo de la pobreza evangélica. Para entenderlo bien hemos de partir de la contemplación de Jesucristo pobre, comenzando por la afirmación de san Pablo que nos dice de él que «se hizo pobre» (2Co 8,9). El Señor tuvo que hacerse pobre; ése fue el trabajo de toda su vida, desde la encarnación hasta la cruz, donde culminó el proceso de empobrecimiento (kénosis) que marcó toda su existencia. Al igual que él, no podemos ser pobres sin hacernos pobres, hasta llegar a ser como el grano de trigo que muere en la tierra (cf. Jn 12,24). Esas palabras ‑«se hizo pobre»‑ dan sentido a toda la pobreza del Señor, tal como lo explica san Pablo:
[Cristo Jesús] siendo de condición divina, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios; al contrario, se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo, hecho semejante a los hombres. Y así, reconocido como hombre por su presencia, se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz… (Flp 2,6-11).
Este proceso de abajamiento o empobrecimiento del Hijo de Dios culmina en su entrega sacrificial de muerte en cruz, que expresa con toda claridad el despojo absoluto al que se somete, dejándose expoliar de todo, hasta de la misma vida. Ésa es la manera que tiene Jesús de amarnos y de manifestar el infinito amor del Padre hacia nosotros, a la vez que es el acto de eficacia redentora que nos salva del pecado y de la muerte eterna. Por eso, al contemplar a Cristo crucificado, el contemplativo no puede dejar de enamorarse de él y también de la cruz; porque en ella descubre la más luminosa declaración del amor infinito de Dios ‑en forma de holocausto de amor‑, que desea fundirlo en su propio amor aquí en la tierra y por toda la eternidad en el cielo. Y en esa misma contemplación descubre también la cruz como el único modo de amar en correspondencia a quien así se le entrega, haciendo de su propia vida una oblación de amor que haga posible la unión íntima a la que Dios le invita.
El fruto de esta contemplación transforma la vida, convirtiendo al discípulo en verdadero contemplativo, es decir, en alguien transfigurado en Cristo crucificado, que puede hacer suya, con toda propiedad, la expresión paulina que hemos citado varias veces: «Estoy crucificado con Cristo; vivo, pero no soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,19-20). Al enamorarse del Crucificado y de su Cruz, el contemplativo busca, acepta y ama todo lo que le permite vivir «crucificado con Cristo», es decir, todo lo que hay de duro y amargo en la vida: la humillación, la indiferencia de los demás, el fracaso y cualquier forma de pobreza material, psicológica o espiritual; en definitiva, todos los sufrimientos imposibles de vencer y que amenazan con destruirle.
Este amor a la cruz no significa que tenga que buscar otros sufrimientos distintos de los que le son propios, ni que deba tratar de acumular la mayor cantidad de sufrimientos posibles, como si el sufrimiento fuera un valor en sí mismo. Se trata de identificar como su cruz aquellos sufrimientos que forman parte de su vida y de los que no se puede desprender, y reconocer en ellos la cruz de Cristo, es decir, la máxima expresión del amor infinito del Salvador, que abrazó su cruz para divinizar la nuestra y hacerla redentora y gloriosa.
Y aquí es, precisamente, donde radica la dificultad para realizar el ofrecimiento, porque la cruz real se nos impone como algo imposible de abrazar. Quien desea ofrecer su propia cruz experimenta que su vida se convierte en un campo de batalla en el que se enfrentan dos fuerzas antagónicas: por un lado, el deseo de abrazar la cruz para identificarse con Cristo, lo cual llevaría a la muerte de su «yo» más querido; y, de otra parte, el impulso irrefrenable a huir de la cruz, lo que le apartaría del camino del amor y de la eficacia redentora que Dios quiere dar a su vida. Ésa es la gran batalla en la que se juega la santidad, la batalla que el contemplativo tiene que reconocer y en la que debe concentrar todas sus fuerzas.
Para ello ha de encontrar e identificar claramente la cruz, que no es, como suele entenderse, cualquier sufrimiento o problema, por grande o doloroso que sea, sino aquel sufrimiento ‑o conjunto de sufrimientos‑ que resulta imposible aceptar, afrontar y amar; y que, además, lo percibimos con la fuerza de algo que nos destruye. La cruz es, en definitiva, lo que más nos duele, hasta resultarnos insoportable, y, además, aquello que somos absolutamente incapaces de vencer.
Pero, a la vez, ese sufrimiento es la puerta que nos permite entrar en el camino del amor que nos lleva al Corazón traspasado del Redentor, nos introduce en el seno de la Trinidad y nos hace entrar en el cielo, incluso desde nuestro hoy en la tierra. Esto es lo que el contemplativo más desea en esta vida y para lo que reconoce que ha sido creado. Sin embargo, y a pesar de su deseo de amar la Cruz, cuando intenta abrazarla de verdad, nota cómo se rebela interiormente todo su ser contra ella, negándola, rechazándola o tratando de eludirla de las maneras más diversas.
Pero si he contemplado la luz de Dios en el Crucificado, ya no puedo huir de la cruz; sólo puedo abrazarla por amor o, de lo contrario, alienarme, huyendo de mí mismo, de la realidad… y de Dios. La huida de la cruz se convierte así en una de las más dramáticas formas de autodestrucción. Es necesario que reconozca que, para hacer posible que Dios realice su obra de absoluta renovación en mí, tiene que destruir mi hombre viejo. Pero esa destrucción la percibo como mi total aniquilación, porque afecta a aquello que me es más querido y que me parece imprescindible para vivir. Y ante la dramática posibilidad de esa destrucción es muy fácil caer en la tentación de tratar de evitarla a toda costa, incluso si ello supone que me pierda a mí mismo o malogre la obra de la gracia en mi alma16.
Es importante, a este respecto, que no proyectemos sobre la realidad de la cruz una visión materialista de la vida, que valora ésta en la medida del placer que proporciona y justifica todo lo que permite evitar el sufrimiento. El materialismo olvida que el dolor forma parte ineludible de la condición humana pecadora, por eso propone la eliminación del sufrimiento, lo que resulta imposible y lleva necesariamente al fracaso y a un mayor sufrimiento, puesto que al dolor inherente a nuestra vida se le añade el que comporta la lucha imposible por eliminarlo.
Una vez más hemos de defender que el amor a la cruz no tiene nada de patológico masoquismo, sino que es la consecuencia luminosa del sano realismo del que cuenta con algo ineludible y que, además, se sabe acompañado y amado por todo un Dios que ha buscado libremente la cruz, de la que nosotros no podemos escapar, para demostrarnos su amor y darnos el consuelo de su compañía en los momentos más duros de nuestra existencia. Esto suaviza la experiencia de la cruz y, en vez de empujarnos a huir de ella hasta alienarnos, nos predispone a acogerla con serenidad y esperanza. Más aún, en la medida en que manifiesta el mayor acto de amor de Dios hacia nosotros, nos mueve a abrazar ese acto de amor con toda nuestra alma, para convertirlo también en nuestro mayor acto de amor al Dios crucificado.
Esta tensión entre abrazar la cruz o huir de ella origina en nosotros el combate decisivo de nuestra vida, que no sólo es el combate de la cruz concreta en un momento determinado, sino el combate mantenido permanentemente para llegar a ser verdaderamente pobres, tal como fue el de Jesús a lo largo de su vida. Es un combate que tiene su culmen en el acto de abrazar la cruz, o, mejor dicho, de someterse a la Cruz, al igual que hizo el Señor, que «se humilló a sí mismo, hecho obediente hasta la muerte, y una muerte de cruz» (Flp 2,8).
Este sometimiento define el modo de vivir la cruz. No consiste en aceptar algo que decidimos o elegimos nosotros, como si fuéramos los protagonistas de un acto heroico, sino en abrazar algo que nos viene impuesto, como si se tratara de un despojo del que somos objeto, y que aceptamos libremente y sin resistencia, descubriendo el profundo misterio del amor divino que contiene.
En este punto debemos tener presente que, normalmente, el sufrimiento más destructivo es el interior. De hecho, las circunstancias más duras se pueden vivir con paz interior, mientras que cualquier inconveniente que afecte directamente a nuestra sensibilidad puede vivirse como un auténtico martirio. Por tanto, la clave para identificar la cruz debe buscarse más en lo interior que en lo exterior, especialmente en aquellas realidades más duras y que tienen un mayor eco en nuestra psicología o afectan a la misma relación que tenemos con Dios. Esto lo vemos claramente en la pasión del Señor, en la que el sufrimiento que más destaca no es el físico, sino especialmente el sufrimiento moral que supone la experiencia de fracaso, la incomprensión de los suyos, el abandono de los cercanos, la negación de Pedro o la traición de Judas, y, sobre todo, el sentimiento de lejanía de Dios que le lleva a exclamar a Jesús: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mt 27,46).
Cada una de estas realidades podría ser encajada aisladamente por el Señor; pero todas juntas explican que su dolor y su angustia en Getsemaní fueran tan intensos como para hacerle sudar sangre. Tengamos en cuenta, además, que el sufrimiento es mayor en la medida en que la sensibilidad del sujeto también lo sea; y Cristo ha sido el ser humano que ha tenido la mayor sensibilidad posible. Ése es el motivo por el que ha sufrido de manera inimaginable, especialmente el mayor de los sufrimientos, que es el sentimiento de lejanía del Padre. Y precisamente en el huerto de los olivos es donde Jesús abraza la cruz y le da su sentido más profundo. Luego vendrán más sufrimientos, a los que se unirán los dolores físicos; pero cuando él se rompe en la cruz del Calvario, ya se ha roto antes, más profundamente, en esa otra cruz interior que es Getsemaní.
Desde esta perspectiva, hemos de entender que pobreza y cruz se unen íntimamente para formar una realidad única que no se puede separar. Si cruz es sufrimiento y dolor, también es limitación y pobreza. El contemplativo ama la pobreza, fundamentalmente porque ama al Pobre por antonomasia, que es Cristo; y en él ama a los pobres, en los que él se hace presente y con los que se identifica. Ama la pobreza porque le identifica con el Pobre y le hace participar de su vida, de su corazón y de su amor, que es el amor trinitario. Por eso desea ser pobre y no quiere otra cosa; y por eso se alegra, más o menos espontáneamente, por todo aquello que le hace pobre.
A la vez que ama la pobreza, el contemplativo ama la Cruz porque es la del Crucificado, a quien ama; porque es la prueba máxima del amor más grande, el anillo del desposorio que el Crucificado le ofrece, su más ardiente declaración de amor, la mano tendida que le arrastra a la Gloria. Por esta razón sólo quiere la cruz y sólo busca abrazarla, y aprovecha todas las ocasiones que le acercan al sufrimiento para colocarse en la actitud de acogida y receptividad que le permita responder al amor que el Señor le regala con un amor del mismo estilo, o sea, crucificado.
Este amor al Crucificado arrastra al contemplativo hacia la unión que le identifica con su Señor; pero antes debe pasar por el punto en el que el hombre viejo se opone con toda su fuerza a esa transformación y se parapeta en una invencible resistencia para defender precisamente lo que debe ser destruido.
Este punto crucial es el gran obstáculo para la santidad; y, a la vez, es la puerta que nos abre el acceso a la misma. La llave de esa puerta es un acto singular de ofrecimiento, para el cual hay que unificar todas las fuerzas interiores y disponerse generosamente a realizarlo como un acto simple, aunque muy doloroso. Un acto que comienza por la contemplación del Crucificado, a través del cual Dios se dirige al contemplativo para decirle:
‑Has aceptado ser pobre, amas la pobreza, la deseas, te sabes pobre y no te importa serlo porque sabes que eso es lo que yo amo en ti o, mejor dicho, es precisamente por lo que yo te amo. No te amo por lo que tienes, sino por lo que no tienes. Y porque te amo, deseo llenarte de mí, hacerte rico con mi riqueza. Para ello sólo tienes que abandonarte en mis manos, vaciarte de todo por medio de la pobreza, para que yo te pueda llenar… ¿Por qué, si te has enamorado de la pobreza, no te enamoras de la pobreza real, la verdadera pobreza, la pobreza absoluta? No busques maneras y maneras de ser pobre, mientras huyes de tu verdadera pobreza. No vayas intentando aceptar cruces, mientras huyes de tu verdadera cruz. Y, además, no busques ser pobre, por un lado, mientras buscas aceptar la cruz por un camino distinto. Tu cruz es lo que te hace pobre y la pobreza es tu cruz. No podrás abrazar la cruz si no la identificas con tu pobreza. Si de verdad me amas y amas la Pobreza, buscarás de verdad ser pobre, y descubrirás que eso sólo se consigue cuando aceptas abrazar libre y voluntariamente la cruz.
Contemplar al Hijo de Dios, que tiene que hacerse pobre, ilumina esperanzadoramente nuestro proceso de empobrecimiento. No podemos pretender ser pobres sin hacernos pobres. Y para hacernos pobres de verdad necesitamos simplemente abrazar la cruz como la pobreza real. Ahí está condensado el camino del seguimiento de Cristo y de la identificación con él. Un camino apasionante, que ciertamente es duro, pero que con esta luz no resulta difícil.
Así, el contemplativo se sabe pobre, reconoce que no vale nada, no puede nada, no es nada; pero, precisamente desde esa pobreza absoluta, puede reconocer en todas sus dimensiones la misericordia divina, que constituye su única riqueza y su verdadera grandeza.
A partir de aquí, la misma pobreza, aceptada y ofrecida, permite a Dios volcar en ella su misericordia y su gracia, convirtiéndola en instrumento eficaz de su poder transformador, de modo que la misericordia de Dios resplandece en la miseria humana y el poder divino se hace fuerte en la fragilidad del pobre17.
La clave de todo este proceso está en el ofrecimiento. Si huyo de mi pobreza, ésta me alcanzará y me destruirá, porque es imposible que pueda huir de lo que es más mío, de lo que soy yo realmente. Pero si, cuando aparece mi pobreza, en vez de negarla e intentar huir de ella, la acepto humildemente y, reconociéndome en ella, la pongo confiadamente en las manos del Padre, entonces esa pobreza es abrazada por Dios y se convierte para mí en el cauce más maravilloso de la gracia. Y en este abrazo, Dios inunda de su misericordia mi nada, llenándola de luz, y me transforma totalmente, permitiendo que siga siendo nada, pero una nada plenamente anegada por el Todo.
Esto no significa que a uno le agrade la cruz o que se alegre espontáneamente con el sufrimiento o la pobreza, buscándolos con el afán egoísta de encontrar una satisfacción patológica en ellos. Todo lo contrario: la sensibilidad del contemplativo y su mirada sobrenatural acentúan la experiencia de dolor que le provoca la vista del mal y el dolor que le rodea y que anida en su interior, haciéndola especialmente intensa y dolorosa. Pero el hecho de que le duela enormemente la cruz y que su pobreza lo desgarre no le impide contemplarlos al trasluz del Crucificado y descubrir en ellos el manantial más profundo del amor que ansía y por el que vive, y lanzarse a abrazarlos con una pasión que nada tiene que ver con la aceptación de un compromiso nacido de la mera voluntad.
El auténtico contemplativo intuye la extraordinaria oferta de amor, luz, gracia y misericordia que Dios le hace a través de la cruz; por eso buscará todo lo que le hace pobre, se someterá a ello, lo abrazará con amor y lo ofrecerá a Dios con humilde confianza, para poder decir, con san Pablo: «Vivo contento en medio de mis debilidades, de los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte» (2Co 12,10).
Así se comprende que el contemplativo, enamorado del Amor crucificado, reconozca espontáneamente y acepte con gozo que él es lo más bajo y miserable que existe, merecedor con creces de todo el mal que recibe de la vida y de los demás, sin tener ningún derecho a quejarse ni a reprochar nada a nadie, y siente como dirigidas personalmente a él las palabras del Señor: «¿Cómo puedes decirle a tu hermano: “Hermano, déjame que te saque la mota del ojo”, sin fijarte en la viga que llevas en el tuyo?» (Lc 6,42).
Entendido de esta manera, el reconocimiento de la propia pobreza no es una mera afirmación formal de limitación o de pecado, sino el resultado de abrir los ojos y aceptar mantenerlos abiertos ante la verdad de lo que uno es en lo más profundo de su ser; algo que lleva al descubrimiento sangrante del mal que marca la propia vida, pero que se percibe con paz y gozo, aunque con un dolor extremo, porque se ve con los ojos de Dios y se reconoce como lo que nos hace pobres y vulnerables ante él, que es la Misericordia.
En la práctica, esto supone dejar que la vida me machaque y me aniquile hasta reducirme a polvo, permitiéndome reconocer en el polvo mi ser más verdadero, porque soy polvo18, indigno de dirigirme a Dios19 o de alabarle20. Esto puede hacerse con paz y con gozo porque, precisamente desde ese sometimiento a la pobreza, es de donde puede brotar el fascinante descubrimiento de que gracias a que no soy nada puedo poseerlo todo, ya que el Todo, que es Dios, se siente atraído por la nada humana y desea colmarla de cuánto él es, llenándola de él mismo, de su vida y de su gloria; por ello Dios «levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre» (Sal 113,7; cf. 1Sm 2,8). Así es la misericordia de Dios: «Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por los que lo temen; porque él conoce nuestra masa, se acuerda de que somos barro» (Sal 103,13s).
El fruto de esta disposición es la actitud de humildad, confianza y abandono que lleva al ofrecimiento de toda nuestra pobreza a Dios, como gozoso acto de amor y agradecimiento. Un ofrecimiento que debe ser absoluto, no tanto porque incluya todo lo que somos y tenemos, sino porque se realiza principalmente ofreciendo aquello que es para nosotros lo fundamental, nuestro «todo», eso a lo que se refiere el Señor cuando dice que «donde está tu tesoro, allí estará tu corazón» (Mt 6,21).
De acuerdo con esto, deberíamos evitar la tentación de creer que nos acercamos al ofrecimiento total cuando ofrecemos muchas cosas, las más posibles, o casi todas. Podemos crear fácilmente el espejismo de un gran ofrecimiento cuando le entregamos a Dios mucho, incluso realidades a las que estamos muy apegados. Pero la piedra angular del ofrecimiento transformante está en el ofrecimiento de la pobreza. Si le ofrezco a Dios todo menos lo que me hace verdaderamente pobre, es como si no le ofreciera nada; mientras que si me concentro en hacer el verdadero ofrecimiento crucificado de mi pobreza, aunque no ofrezca nada más, le estoy ofreciendo mi todo a Dios.
Este salto, precisamente porque sólo necesita de la pobreza, está al alcance de todos, y se puede realizar en un momento y de una manera sencilla, convirtiéndose así en el fundamento de toda una vida ofrecida. Es un simple acto que sintetiza el genial «caminito» que santa Teresa del Niño Jesús nos ofreció, para que todos, especialmente las almas pequeñas, puedan alcanzar las cumbres de la santidad.
c) La intercesión con Cristo
La encarnación del Verbo introduce a Dios en lo más profundo del ser humano y a éste en el seno de la Trinidad. De este modo, el abismo que separaba a Dios de la humanidad se salva definitivamente, razón por la que podemos decir que Cristo es el Pontífice de la Nueva Alianza, el puente que une lo divino y lo humano. Su ser de Dios y hombre se identifica con su ser de «puente», de modo que todo lo que es y lo que hace, desde la encarnación hasta su ascensión, tiene como finalidad salvar el abismo que separaba el cielo y la tierra. En su vida, especialmente en la cruz, pondrá de manifiesto su condición de pontífice o mediador; una mediación que seguirá manteniendo viva, a través de los tiempos, con su permanente entrega e intercesión que realiza ante el Padre, en el cielo, en favor de los hombres. De tal forma que la condición de mediador va unida a la de intercesor, y ésta se prolonga en el tiempo por medio de la perenne oración del Hijo ante el Padre. De esta mediación de Jesucristo participa el contemplativo, gracias a la vocación y al nuevo ser que ha recibido de Dios, que le convierten en prolongación humana de la intercesión celestial de Cristo glorioso. Vamos a detenernos a contemplar cómo es esta intercesión de Cristo, para descubrir luego cómo puede participar en ella el contemplativo gracias al nuevo ser recibido que le identifica con el mismo Cristo.
Cristo introduce en el mundo la oración celeste del Verbo
Sabemos por los evangelios que Jesús oraba con frecuencia y con intensidad, incluso durante noches enteras o en medio de las actividades apostólicas, retirándose en solitario o participando de la plegaria pública y privada de su pueblo. Y, sobre todo, oraba en los momentos más duros de su pasión. De este modo, se convierte para nosotros en el primer orante y en el mejor maestro y modelo de oración; enseñándonos, con sus palabras y sus actitudes, que la verdadera oración debe caracterizarse por la sencillez, la perseverancia, la confianza en Dios, su continuidad en la vida y la entrega a los demás. Por eso, cualquiera que se acerque de verdad al Cristo vivo no puede dejar de sentirse atraído a orar como él. Más aún, la misma dinámica de la oración le irá conduciendo no sólo a orar «como Cristo», sino a orar «con Cristo», porque, en realidad, la única oración verdadera es la suya y sólo podemos orar si nos unimos a él.
Los evangelios nos permiten comprobar que la oración constituye una parte esencial de la misión del Señor, y también nos descubren el modo peculiar con el que Jesús se dirigía a Dios, llamándole «Abbá» ‑Papá‑, con la fórmula con la que un niño pequeño se dirigía a su padre, y que expresa una confianza e intimidad inaudita para los judíos de su tiempo. No es extraño que sus discípulos, al verle orar, se sintieran impresionados y le pidieran que les enseñara a orar de ese modo tan peculiar (cf. Lc 11,1).
Precisamente la misión de Cristo tiene como objetivo hacernos participar de la experiencia única del Padre, que él tenía desde la eternidad. Para ello se hizo uno de nosotros y llamó a Dios «Abbá» con palabras y sentimientos humanos, y nos enseñó a orar de la misma manera: «Cuando oréis, decid: “Padre”» (Lc 11,2). De este modo podemos unirnos al diálogo amoroso y eterno entre el Padre y el Hijo. Por tanto, es natural que muchas personas, al contemplar y entender la oración de Jesús, descubran una llamada concreta a participar de un modo especial de este diálogo que se da en el seno de la Trinidad. Y en el núcleo de la vida cristiana plena, que es la vida contemplativa, está la gracia y la misión de participar, unidos a Cristo, en su diálogo amoroso con el Padre.
El asombro que produce la oración de Jesús llega a su punto máximo cuando caemos en la cuenta de que el que ora es el Hijo de Dios que ha venido al mundo, la Palabra eterna del Padre, que ha tomado una carne como la nuestra. Gracias a la encarnación del Verbo, y a través de él, se introduce en el corazón del mundo el misterio de la oración celeste, que consiste en el eterno diálogo entre el Padre y el Hijo por medio del Espíritu Santo. Por eso, Jesucristo, como hombre, es el primer orante, el adorador perfecto y el intercesor eficaz de la humanidad ante Dios. Así lo afirma solemnemente la Iglesia:
El Sumo Sacerdote, Cristo Jesús, al tomar la naturaleza humana, introdujo en este exilio terrestre aquel himno que se canta perpetuamente en las moradas celestiales (Sacrosanctum Concilium, 83).
Desde entonces, resuena en el corazón de Cristo la alabanza a Dios con palabras humanas de adoración, propiciación e intercesión: todo ello lo presenta al Padre, en nombre de los hombres y para bien de todos ellos, el que es príncipe de la nueva humanidad y mediador entre Dios y los hombres (Ordenación general de la liturgia de las Horas, 3).
En el seno de la Trinidad, antes de la encarnación, el Hijo está en incesante diálogo de amor con el Padre. Luego, ya en medio del mundo, Jesús no dejará de mantener esa oración, para expresar su amor al Padre y también a causa de la debilidad de una carne como la nuestra; pidiéndolo y recibiéndolo todo de su Padre, tanto el ser como el obrar, y devolviéndole sin cesar a él toda la gloria y el gozo. En su vida terrena, Cristo suplicaba sin interrupción, y en cada instante era escuchado, como él mismo proclama antes de resucitar a Lázaro: «Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre» (Jn 11,41-42). Y ésa es la súplica que mantiene permanentemente viva el Hijo en el corazón de la Trinidad.
La encarnación del Verbo y el nacimiento del Hijo de Dios constituyen el acontecimiento clave por el que Dios mismo irrumpe en lo más profundo de la historia y del corazón humano. A partir de ese asombroso momento, la intimidad de Dios se hace presente entre nosotros, de forma que podemos decir que surge por primera vez la verdadera oración en el mundo, porque en él habita el Hijo que, ya siempre unido a la humanidad, no deja de orar al Padre. Por esta razón podemos afirmar que, en rigor, no existe más oración verdadera que la de Jesucristo. Hasta el momento de la encarnación del Verbo, la oración no podía consistir en otra cosa que en el intento vano de alcanzar a Dios, sin más garantías que la buena voluntad del hombre y el valor subjetivo de su deseo o necesidad, porque Dios es inalcanzable para la criatura; más aún si pretende no sólo alcanzarlo, sino llegar a una profunda unión con él.
Gracias a la encarnación, la oración del Verbo hace posible la oración del hombre. Hasta ese momento había que buscar a Dios mirando hacia arriba y hacia fuera de la humanidad y de uno mismo. Era necesario elevarse hacia Dios para alabarle, expresarle amor o pedirle algo. Ahora la oración se reduce simplemente a dejar que salga la oración de Jesús que palpita en lo profundo de la humanidad y de cada uno de nosotros. Nuestra oración consiste, nada más y nada menos, que en unirnos a esta oración de Cristo.
Hay que afirmar rotundamente que la oración del Verbo encarnado es la única oración verdadera; y que es una oración que, al existir en la historia, es asequible a todos los hombres. Puesto que la finalidad de la encarnación es hacernos partícipes de la comunión de amor que el Verbo tiene con el Padre, orar ya es posible para nosotros; y es algo tan simple como dejar que Cristo ore en nosotros; o, también, como insertarnos en su misma y permanente oración, que reside en el constante diálogo de amor que sustenta la comunión trinitaria. Ya no tenemos, pues, que estirarnos para intentar un imposible encuentro con Dios; basta adentrarnos en nuestro interior, llegar a nuestra condición humana, asumida por el Verbo, para encontrar el cauce permanente de diálogo amoroso y de comunión de vida con Dios que nos introduce de lleno en medio del misterio mismo de la comunión trinitaria.
Cristo continúa en el cielo su intercesión en favor de la humanidad
Con la ascensión de Jesús al cielo termina la oración del Verbo encarnado en la tierra. Pero eso no quiere decir que desde entonces haya terminado su oración. Después de subir al Padre, la tarea de Cristo resucitado sigue siendo la oración. A partir de ese momento, en el cielo hay una humanidad como la nuestra, la de Cristo, que intercede por nosotros. La oración del Verbo encarnado continúa ante el trono de Dios, porque nunca ha dejado de orar desde el momento de la encarnación. Y esta oración celeste del Hijo de Dios nos la confirman los escritos del Nuevo Testamento, especialmente la carta a los Hebreos, que nos ofrece el dato fundamental de la actividad de Jesucristo en el cielo:
(Cristo) como permanece para siempre, tiene el sacerdocio que no pasa. De ahí que puede salvar definitivamente a los que se acercan a Dios por medio de él, pues vive siempre para interceder a favor de ellos (Heb 7,24-25).
La resurrección y la ascensión del Señor son la causa de su intercesión permanente. «Después de resucitar de entre los muertos vive para siempre y ruega por nosotros»21. Él está eternamente vivo, y se encuentra en la presencia del Padre para presentarle su petición permanente por la humanidad, y alabarle, como Hijo suyo ‑consustancial con él‑ y como hombre, en una ininterrumpida intercesión que forma parte del sacerdocio que realiza en el cielo.
También san Pablo nos presenta a Cristo como el «que murió, más todavía, resucitó y está a la derecha de Dios y que además intercede por nosotros» (Rm 8,34). El Apóstol hace esta afirmación cuando asegura que nada podrá separarnos del amor de Dios, que se ha desbordado en nosotros medio de Jesucristo. Él, en el cielo, es nuestro intercesor, siempre en activo; y no tenemos temor alguno porque sabemos que está a nuestro favor. Esta verdad, que pertenece a los fundamentos de nuestra fe, es a la que se refiere el apóstol san Juan en su primera carta: «Si alguno peca, tenemos a uno que abogue ante el Padre: a Jesucristo, el Justo» (1Jn 2,1). De acuerdo con esto, podemos afirmar que el Nuevo Testamento atestigua rotundamente que tenemos en el cielo a Jesucristo como nuestro intercesor. Lo que nos da la absoluta seguridad de que ahora mismo, hablando con medidas de nuestro tiempo, Jesús está intercediendo por nosotros.
La vida celeste y gloriosa de Jesucristo es una ininterrumpida intercesión por los hombres de todos los tiempos y de todas las generaciones. Tanto en su vida junto a nosotros como en el cielo, Jesús es el prototipo del que ora constantemente; es el gran suplicante que intercede sin cesar ante el Padre, y se convierte en modelo de los que han sido incorporados más estrechamente a Cristo y a su misión a favor de los hombres.
Todo esto mueve el corazón del contemplativo para que haga de la oración su actividad principal, como consecuencia natural de la unión con nuestro Intercesor; siendo consciente de que la oración de Cristo es la única que llega verdaderamente hasta el corazón del Padre y encuentra el pleno agrado de Dios.
Por eso, cuando decimos que el contemplativo vive para orar, queremos decir que tiene que fijar los ojos en su modelo, que es Cristo, convertirse plenamente en oración y reproducir en sí mismo su perenne oración celestial.
La Iglesia y el cristiano continúan la oración de Cristo
Debemos preguntarnos ahora cómo se hace presente la oración del Cristo terrestre y la intercesión del Cristo glorioso en nuestro mundo y en nuestro tiempo. Porque Jesucristo resucitado está siempre presente en nuestra vida22 por medio de la acción de la Iglesia, en la Eucaristía, la Palabra, los sacramentos y la actividad caritativa y evangelizadora; y también se hace presente en nuestra oración.
Hemos visto cómo la Encarnación introduce en la historia humana la verdadera oración a través de la oración de Jesús. Pero sólo a partir de Pentecostés es cuando esa oración se hace presente en el alma de todo el que recibe el Espíritu Santo, hasta el punto de poder afirmar que no es el hombre el que ora, sino que ora el Espíritu, que está presente en la Iglesia y en el corazón de cada cristiano. Él es el que pone en nuestros corazones y en nuestros labios la oración de Cristo. Él ora en nosotros por medio de su Espíritu (cf. Rm 8,26):
La unidad de la Iglesia orante es realizada por el Espíritu Santo, que es el mismo en Cristo, en la totalidad de la Iglesia y en cada uno de los bautizados. El mismo «Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad» e «intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rm 8,26); siendo el Espíritu del Hijo, nos infunde el «espíritu de adopción, que nos hace gritar: ¡Abba!, (Padre)» (Rm 8,15; Cf Gal 4,6; 1Co 12,3; Ef 5,18; Judas 20). No puede darse, pues, oración cristiana sin la acción del Espíritu Santo, el cual, realizando la unidad de la Iglesia, nos lleva al Padre por medio del Hijo (Ordenación general de la liturgia de las Horas, 8).
A partir de Pentecostés le corresponde a la Iglesia y al cristiano hacer presente en el mundo y en nuestro tiempo la oración de Cristo; de modo que nuestra oración es «sacramento» ‑signo y presencia‑ de la intercesión permanente del Señor. Pero esa «re-presentación», que hace presente la oración de Cristo glorioso, es imposible para el hombre abandonado a sus propias fuerzas. Al igual que la fe ‑que es su origen‑, la oración, especialmente la oración de Cristo, es «un don de lo alto» (cf. St 1,17), de Dios, ya que «nosotros no sabemos pedir como conviene» (Rm 8,26). La oración no nace de nuestras capacidades o esfuerzos, puesto que no sabemos cómo orar, ni qué hemos de pedir, para que nuestra oración sea auténtica, eficaz y grata ante los ojos del Padre. Por consiguiente, él mismo viene en nuestra ayuda, y nos concede, por el bautismo, el nuevo ser de hijos de Dios; y, con él, el don de la oración, junto con el Don de los dones, que es el Espíritu Santo, don personal del Padre y del Hijo23.
Si «nadie puede decir: “¡Jesús es Señor!”, sino por el Espíritu Santo» (1Co 12,3), tampoco nadie puede dirigirse con corazón de hijo a Dios Padre, si no es con la gracia y por la moción del Espíritu Santo. Él es el don de Dios, que ya poseemos, porque «se nos ha dado» (Rm 5,5) en el bautismo; y con él se nos concede el don de la verdadera oración, porque él es el que traduce nuestras palabras al lenguaje adecuado para que lleguen con seguridad a Dios. De tal forma que sólo podemos hablar de «oración cristiana» cuando oramos al Padre, unidos a la oración de Cristo y movidos por el Espíritu.
Por esta razón nos dirá san Pablo que el Espíritu Santo ora en nosotros «con gemidos inefables» (Rm 8,26). Él, que escruta nuestros corazones y que conoce lo íntimo de Dios24, es el que puede ponernos en comunicación con Dios en un lenguaje que supera nuestras palabras o ideas, y que se ajusta plenamente a nuestras necesidades y a la voluntad divina, traduciendo nuestra débil e insegura plegaria a la lengua que corresponde a Dios.
Tal como hemos visto, la Iglesia enseña que «no puede darse oración cristiana sin la acción del Espíritu Santo, el cual […] nos lleva al Padre por medio del Hijo»25. Y san Pablo, que afirma rotundamente que el Espíritu viene en ayuda de nuestra debilidad, también nos dice que esa «ayuda e intercesión» consiste en que el Espíritu intercede con un «grito, un clamor» cuyo contenido es «Abbá, Padre»26. El Espíritu, que habita en nosotros27, nos ayuda a expresar la libertad, el gozo y la confianza de ser hijos de Dios. Sólo ésa es la oración cristiana, porque es la misma oración de Cristo, sembrada en nuestros corazones por el Espíritu Santo, y a través de la que participamos realmente del diálogo entre el Padre y el Hijo gracias al Espíritu Santo que se nos ha dado.
El mismo Espíritu, que ora en nosotros, está presente en la Iglesia y en cada uno de los bautizados28. Él es el que realiza la presencia de la oración de Cristo en la Iglesia y en cada cristiano, el que intercede por nosotros con gemidos inefables (cf. Rm 8,26), el que nos dice que somos hijos en el Hijo, el que pone en nuestro corazón la oración del Hijo único, Jesucristo, y el que nos permite llamar a Dios «Padre» (cf. Gal 4,6; Rm 8,15). Él, que traduce nuestras necesidades a esos «gemidos inefables» que son el lenguaje de Dios, también traduce la oración de Cristo en nosotros en palabras humanas, poniendo en nuestros labios y en nuestro corazón el «Abbá, Padre» de Jesús.
Gracias al Espíritu, que habita en nuestros corazones y ora en nosotros, estamos en contacto con Jesús, el único hombre que ha sabido orar de verdad; de modo que sólo unidos a Cristo y movidos por el Espíritu, nuestra oración es verdaderamente cristiana y puede llegar a la presencia del Padre. Y, puesto que el único orante es Jesucristo, sólo oramos cuando prolongamos su oración en la tierra y nos unimos a su intercesión en el cielo. Éste es uno de los dones más importantes del Espíritu Santo, que recibimos en el bautismo, que es el sacramento del que surge la vocación contemplativa. El primer y más importante sacramento nos transforma realmente en verdaderos hijos de Dios, capacitándonos para identificarnos tan profundamente con Cristo que podamos hacer nuestra la oración del Verbo encarnado. Éste es el origen de la vocación contemplativa, que hace posible esta unión con Cristo intercesor en el alma y desarrolla en ella la capacidad de participar de la intercesión del Verbo desde el momento de su encarnación, cuando se hace hombre para interceder, como tal, por la salvación del mundo; intercesión que continúa en el cielo después de su ascensión, y que se sigue prolongando en el mundo gracias al ministerio orante de los contemplativos.
La intercesión de los contemplativos monásticos y seculares
A partir de aquí, podemos entender algo que normalmente no se tiene suficientemente en cuenta, y es que el verdadero contemplativo, ya esté dentro o fuera del monasterio, no es aquel que se retira del mundo para salvar su propia alma, sino el que se introduce en el corazón del mundo y ora a Dios desde allí, prolongando la eficaz intercesión de Cristo de la que participa por su íntima unión con él. Esta capacidad brota del mismo ser del contemplativo y le permite llevar a cabo, desde el mundo o desde el monasterio, su misión irrenunciable de realizar ese viaje al corazón del mundo, donde habita el pecado y el sufrimiento, para establecer un puente hasta el corazón de Dios, por medio de los gemidos inefables que suscita en él el Espíritu.
La diferencia que existe aquí entre el contemplativo monástico y el secular estriba en el modo de entrar en el corazón del mundo para unirse desde allí a la intercesión del Verbo. El contemplativo monástico se aparta del mundo para sumergirse en el silencio y la soledad que hacen posible que surja en su interior el corazón del mundo, con todo su desamparo, y sumergirse en él y así interceder, unido al Verbo que bajó hasta ese mismo lugar, para poder orar eficazmente al Padre en favor de la humanidad. El contemplativo secular, por el contrario, se sumerge en el mundo para bucear en él hasta llegar al fondo de las realidades y acontecimientos humanos, donde hunden sus raíces el dolor y el desamparo de la humanidad; y, abrazado a ellos, comunicarles el abrazo de la misericordia del Padre, que es Cristo, y arrastrar a esa humanidad a la luz de Dios.
Ambas vocaciones comparten un mismo ser y una misma misión intercesora, pero con dos formas distintas de entrar en el corazón del mundo para orar eficazmente por él, expresando las dos dimensiones de la intercesión de Cristo, tal como aparecen representadas en los dos momentos principales de su pasión: la oración en la soledad de Getsemaní y la inmolación en la Cruz. Los dos acontecimientos, distintos y complementarios, contienen la esencia de la entrega sacrificial del Hijo y representan paradigmáticamente su función de mediación e intercesión. Pero, mientras en el huerto de los olivos Jesús se aparta a la soledad para que pueda emerger en su corazón el mal y el desamparo de la humanidad, en el Calvario se sumerge voluntariamente en las realidades humanas que le rodean, para bucear a través de ellas y llegar a la raíz de ese mal y ese desamparo.
Se trata de dos dimensiones de la vida del Señor que definen dos vocaciones distintas en la Iglesia, pero que en él son dos aspectos de su acción redentora que, aunque distintos, no se excluyen, porque los vive en plenitud y a lo largo de toda su existencia terrena. De hecho, encontramos manifestaciones significativas de ambos en diferentes momentos de su vida. De hecho, vemos a Jesús en soledad en el momento de su encarnación, en su nacimiento y su vida oculta, en la experiencia de oración en el desierto o en Getsemaní. Y, a la vez, lo vemos implicado totalmente en los acontecimientos en los que se desarrolla su ministerio público y que absorben todo su tiempo y su dedicación. Sin embargo, no vive estos dos aspectos de su vida como elementos aislados, sino que están unidos, y cada uno contiene al otro, porque forman parte de su única condición de Intercesor.
Esta intercesión de Cristo se prolonga a través del tiempo en la
Iglesia, y de ella participan todos sus miembros en general. Pero, al igual que
todas las vocaciones reproducen un aspecto concreto de la vida y la misión del
Señor, la vocación contemplativa reproduce en concreto su misión de
intercesión. Pero la importancia y profundidad de la misma explica que ninguna
persona puede abarcar la totalidad de esta misión, por lo que, en lo humano, se
vive diferenciada en dos vocaciones contemplativas diferentes y
complementarias, según se realicen en la soledad del monasterio o en la vida
secular.
NOTAS
- Véase Dt 6,5: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (cf. Mt 22,37-38); Lc 10,42: «Solo una (cosa) es necesaria. María, pues, ha escogido la parte mejor, y no le será quitada»; Cant 3,4: «En cuanto los hube pasado, encontré al amor de mi alma. Lo abracé y no lo solté».
- Véase Gn 12,1: «El Señor dijo a Abrán: “Sal de tu tierra, de tu patria, y de la casa de tu padre, hacia la tierra que te mostraré”»; Mt 2,2: «¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto salir su estrella y venimos a adorarlo».
- Véase Rm 1,17: «El justo por la fe vivirá» (cf. Hab 2,4; Gal 3,11; Heb 10,38); Gal 2,20: «Vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amó y se entregó por mí».
- Véase también Gn 15,6: «Abrán creyó al Señor y se le contó como justicia»; Jn 6,29: «La obra de Dios es esta: que creáis en el que él ha enviado»; Jn 20,31: «Estos han sido escritos para que creáis que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que, creyendo, tengáis vida en su nombre»; 2Co 5,7: «Caminamos en fe y no en visión»; Ef 6,16: «Embrazad el escudo de la fe, donde se apagarán las flechas incendiarias del maligno»; 1Jn 5,4: «Lo que ha conseguido la victoria sobre el mundo es nuestra fe».
- Véase Sal 63,4: «Tu gracia vale más que la vida».
- Esto es lo que nos enseñan los grandes modelos de fe del Antiguo Testamento, como resume Heb 11,1-39. Y, con mayor fuerza, también los grandes modelos del Nuevo Testamento como la Virgen María (cf. Lc 1,26-38), san José (cf. Mt 1,18-25), etc.
- Véase Mc 9,2-10; Mt 17,1-9.
- Véase Jn 15,8: «Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos».
- Santa Isabel de la Trinidad, Cartas, 250, 255, 257, 263, 267, 269.
- Véase Heb 2,17-18: «Por eso tenía que parecerse en todo a sus hermanos, para ser sumo sacerdote misericordioso y fiel en lo que a Dios se refiere, y expiar los pecados del pueblo. Pues, por el hecho de haber padecido sufriendo la tentación, puede auxiliar a los que son tentados» (cf. vv. 8-16); 4,14-16: «Así pues, ya que tenemos un sumo sacerdote grande que ha atravesado el cielo, Jesús, Hijo de Dios, mantengamos firme la confesión de fe. No tenemos un sumo sacerdote incapaz de compadecerse de nuestras debilidades, sino que ha sido probado en todo, como nosotros, menos en el pecado. Por eso, comparezcamos confiadosante el trono de la gracia, para alcanzar misericordia y encontrar gracia para un auxilio oportuno»; 5,7-10: «Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, siendo escuchado por su piedad filial. Y, aun siendo Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la consumación, se convirtió, para todos los que lo obedecen, en autor de salvación eterna, proclamado por Dios sumo sacerdote según el rito de Melquisedec» (cf. 6,19-20; 9,11-15.28; 1Tm 2,5).
- Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 1546.
- De todo esto trataremos más adelante, pormenorizadamente, en el capítulo VI. La misión del contemplativo secular, p. 115.
- Cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 662.
- Un ejemplo significativo de esto lo encontramos en Santa Teresa del Niño Jesús, que vive con ese sentido la prueba de la fe, haciendo presente el amor a Cristo donde más ausente está: «¡Oh, Jesús!, si es necesario que un alma que te ama purifique la mesa que ellos han manchado, yo acepto comer sola en ella el pan de la tribulación hasta que tengas a bien introducirme en tu reino luminoso… La única gracia que te pido es la de no ofenderte jamás…» (Manuscrito C, 6rº).
- Manuscrito B, 3vº.
- Véase Jn 12,25: «El que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna».
- Véase 2Co 12,9: «Muy a gusto me glorío de mis debilidades, para que resida en mí la fuerza de Cristo».
- Véase Gn 3,19: «Comerás el pan con sudor de tu frente, hasta que vuelvas a la tierra, porque de ella fuiste sacado; pues eres polvo y al polvo volverás».
- Véase Gn 18,27: «Abrahán respondió: “¡Me he atrevido a hablar a mi Señor, yo que soy polvo y ceniza!”».
- Véase Sal 30,10: «¿Qué ganas con mi muerte, con que yo baje a la fosa? ¿Te va a dar gracias el polvo, o va a proclamar tu lealtad?».
- Ordenación general de la liturgia de las Horas, 4.
- Él mismo nos dice: «Yo estoy con vosotros todos los días, hasta el final de los tiempos» (Mt 28,20).
- Véase Catecismo de la Iglesia Católica, 2769: «“Los que son engendrados de nuevo por la Palabra del Dios vivo” (1P 1,23) aprenden a invocar a su Padre con la única Palabra que Él escucha siempre. Y pueden hacerlo de ahora en adelante porque el sello de la Unción del Espíritu Santo ha sido grabado indeleble en sus corazones, sus oídos, sus labios, en todo su ser filial».
- Cf. 1Co 2,11; Rm 8,27.
- Ordenación general de la liturgia de las Horas, 8.
- Cf. Gal 4,6; Rm 8,15-16.
- Cf. Rm 8,9.11; 2Tim 1,14; Jn 14,16.
- Véase Ordenación general de la liturgia de las Horas, 8: «La unidad de la Iglesia orante es realizada por el Espíritu Santo, que es el mismo en Cristo, en la totalidad de la Iglesia y en cada uno de los bautizados».