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Cada vez es más frecuente creer que los «contemplativos» son los que poseen ciertas experiencias espirituales o psicológicas provenientes de determinadas técnicas de meditación o relajación. En ese sentido amplio pueden considerarse contemplativos quienes siguen este tipo de técnicas, principalmente orientales. Pero, como ya ha quedado claro, sólo podemos reconocer como verdadero contemplativo al que contempla a Jesucristo y, en él, a Dios. En realidad, la vida contemplativa no es otra cosa que la vida en Cristo (cf. Flp 1,21).
Y puesto que Cristo se nos da en la Iglesia, no existe verdadera contemplación de Cristo si no es en ella, porque no se puede separar a Cristo de su Iglesia, ya que ambos forman un solo Cuerpo. Por eso, es imposible ser verdadero contemplativo fuera de la Iglesia, porque ella es la esposa de Cristo, por la que él ha entregado su vida en la Cruz y a la única que ha dejado en herencia el Espíritu Santo. Y así, el amor apasionado a Jesucristo lleva indefectiblemente a un amor apasionado a la Iglesia.
La estrecha unión que existe entre el contemplativo y Jesucristo no sólo lo introduce de lleno en lo profundo del misterio de Dios, sino también en lo más hondo de la Iglesia. Por esta razón, aunque aparentemente se pueda considerar al contemplativo un miembro materialmente «poco productivo» de la comunidad eclesial, en realidad es uno de sus miembros más valiosos, porque por medio de su peculiar entrega, con Cristo, a Dios, la enriquece y hace extraordinariamente fecunda.
A través de la ofrenda de su vida por amor, el contemplativo se convierte en el amor que impulsa el corazón de la Iglesia, ofreciéndole el dinamismo que necesita para realizar su tarea. Pero, a la vez, las gracias que Dios le regala, las recibe por medio de la misma Iglesia; de modo que en ella es donde encuentra los medios para poder vivir a fondo su vocación y para llevar a cabo eficazmente su misión. Recordemos que ésta fue la genial intuición que descubrió a santa Teresa del Niño Jesús su vocación, que abarcaba todas las vocaciones y que expresó diciendo: «En el corazón de la Iglesia, mi Madre, yo seré el amor»1.
Por la gracia del bautismo, el cristiano ha recibido la vida nueva de Cristo, al que el Espíritu Santo empuja a seguir, hasta llegar a la plena identificación con él. Esto es lo que vive el contemplativo en la realidad de su existencia, no teóricamente, sino de manera real y concreta, caminando hacia el más perfecto seguimiento de Jesucristo con la Iglesia y en ella.
De tal modo vive el contemplativo secular vinculado a la Iglesia, en la que reconoce el Cuerpo de Cristo2, que se convierte para el mundo en signo de la misma. Viviendo en medio del mundo, y a pesar de vivir una vida escondida o humanamente poco apreciable, no sólo hace presente a la Iglesia, sino que la hace «visible» a través del signo de su propia vida identificada peculiarmente con la vida de Cristo.
Todo lo cual exige que el contemplativo secular sea fiel a su
ser de «signo» de la Iglesia ante el mundo; pero, a la vez, le lleva a vivir su
relación con la Iglesia en una especial entrega y fidelidad. De tal forma que
vive una profunda unión con el Papa y con el propio obispo, así como la más
delicada docilidad a sus enseñanzas; en virtud de lo cual todo lo que hace,
tanto personal como comunitariamente, tiene que expresar la riqueza de la
Iglesia.
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