Cardenal Robert Sarah
Entrevista de Charlotte d’Ornellas en Valeurs Actuelles (13 de abril de 2020) (Selección)
¿Qué le inspira la crisis del coronavirus?
Este virus ha actuado como un indicador. En pocas semanas, la gran quimera de un mundo materialista que se creía todopoderoso parece haberse hundido. Hace unos días, los políticos nos hablaban de crecimiento, pensiones, reducción del paro. Se sentían seguros de sí mismos. Y he aquí que un virus, un virus microscópico, ha puesto de rodillas a este mundo ufano, que se contemplaba a sí mismo ebrio de autosatisfacción porque se creía invulnerable. La crisis actual es una parábola, que nos revela cuán inconsistente, frágil y vacío es todo lo que nos hacían creer. Nos decían: ¡podéis consumir de manera ilimitada! Pero la economía se ha hundido y las bolsas caen en picado. Hay fracasos por doquier. Nos prometían llevar más allá de los límites la naturaleza humana por medio de una ciencia triunfalista. Nos hablaban de vientres de alquiler, procreación asistida, transhumanismo, humanidad potenciada. Nos vanagloriábamos de un hombre de síntesis y una humanidad que las biotecnologías convertirían en invencible e inmortal. Y, en cambio, henos aquí, enloquecidos, confinados por un virus del que nos sabemos casi nada. El término epidemia había sido superado, era un término medieval. De repente, se ha convertido en nuestra cotidianidad.
Creo que esta epidemia ha dispersado el humo de la quimera. El hombre autodenominado todopoderoso aparece en su cruda realidad. Aquí está, desnudo. Su debilidad y su vulnerabilidad son patentes. El hecho de estar confinados en casa nos permitirá, espero, volver de nuevo a lo esencial, redescubrir la importancia de nuestra relación con Dios y, por ende, de la centralidad de la oración en la existencia humana. Y, con la conciencia de nuestra fragilidad, en confiar en Dios y su misericordia paterna.
¿Es una crisis de civilización?
He repetido a menudo, especialmente en mi último libro, Se hace tarde y anochece, que el gran error del hombre moderno es su rechazo a la dependencia. El hombre moderno se concibe a sí mismo como un individuo radicalmente independiente. No quiere depender de las leyes de la naturaleza. Se niega a depender de los demás comprometiéndose a vínculos definitivos como el matrimonio. Considera una humillación depender de Dios. Se concibe sin deber nada a nadie. Negarse a pertenecer a una red de dependencia, herencia y filiación nos condena a entrar desnudos en la jungla de la competitividad de una economía abandonada a sí misma.
Sin embargo, todo esto no es más que una quimera. La experiencia del confinamiento ha permitido que muchos redescubran que dependemos real y concretamente los unos de los otros. Cuando todo se desmorona, solo quedan los vínculos del matrimonio, la familia y la amistad. Hemos descubierto de nuevo que somos miembros de una nación y, como tales, estamos unidos por lazos invisibles pero reales. Y, sobre todo, hemos redescubierto que dependemos de Dios.
¿Hablaría usted de crisis espiritual?
¿Ha observado usted la ola de silencio que se ha extendido sobre Europa? Bruscamente, en pocas horas, incluso nuestras ciudades llenas de bullicio se han calmado. Nuestras calles, llenas de gente y coches, están desiertas, silenciosas. Muchos se han encontrado solos, en silencio, en pisos que se han transformado en eremitorios o celdas monacales.
¡Qué paradoja! Se ha necesitado un virus para callarnos. Y, de repente, hemos tomado conciencia de que nuestra vida era frágil. Nos hemos dado cuenta de que la muerte no era algo lejano. Hemos abierto los ojos. Lo que nos preocupaba: economía, vacaciones, polémicas mediáticas, ha pasado a un inútil segundo plano. Es imposible no plantearse la cuestión de la vida eterna cuando cada día nos informan del número de contagiados y fallecidos. Hay quien entra en pánico, lleno de temor. Otros rechazan las evidencias y se dicen: es un mal momento que hay que pasar, todo volverá a ser como antes.
¿Y si, de manera sencilla, en este silencio, en esta soledad, este confinamiento, osáramos rezar? ¿Si osáramos transformar nuestra familia y nuestro hogar en iglesia doméstica? Una iglesia es un lugar sagrado que nos recuerda que, en este hogar de oración, hay que vivirlo todo intentando orientar todas las cosas y todas las decisiones hacia la gloria de Dios. ¿Y si, simplemente, osáramos aceptar nuestra finitud, nuestros límites, nuestra debilidad de criaturas? Me atrevo a invitar a todos a dirigirse a Dios, hacia el Creador, el Salvador. Dado que la muerte está presente de manera tan masiva, invito a todos a plantearse la pregunta: ¿la muerte es realmente el final de todo? ¿O es un pasaje, ciertamente doloroso, pero que desemboca en la vida? Por esto, Cristo resucitado es nuestra gran esperanza. Dirijamos nuestra mirada hacia Él. Acerquémonos a Él, que es la Resurrección y la Vida. Quien cree en Él, aunque muera, vivirá; y quien viva y crea en Él no morirá nunca (cf. Jn 11, 25-26). ¿Acaso no somos como Job? Sin nada, con las manos vacías y el corazón inquieto, ¿qué nos queda? La cólera contra Dios es absurda. Nos queda la adoración, la confianza y la contemplación del misterio.
Si nos negamos a creer que somos el resultado de un deseo amoroso de Dios todopoderoso, entonces todo esto será muy duro, y no tendrá sentido. ¿Cómo vivir en un mundo en el que un virus ataca por azar y abate a los inocentes? Solo hay una respuesta: la certeza de que Dios es amor y que no es indiferente a nuestro sufrimiento. Nuestra vulnerabilidad abre nuestro corazón a Dios e inclina a Dios a ser misericordioso con nosotros.
Creo que ha llegado el momento de atreverse a decir estas palabras de fe. El tiempo del falso pudor y de las dudas pusilánimes ha terminado. El mundo espera de la Iglesia una palabra fuerte, la única palabra que da esperanza y confianza, la palabra de la fe en Dios, la palabra que Jesús nos ha confiado.
¿Qué tienen que hacer los sacerdotes en esta situación?
El papa ha sido claro. Los sacerdotes deben hacer todo lo que puedan para permanecer cerca de sus fieles. Deben hacer todo lo que esté en su poder para asistir a los moribundos, sin dificultar la labor del personal sanitario y las autoridades civiles. Nadie tiene el derecho de privar a un enfermo o a un moribundo de la asistencia espiritual de un sacerdote. Es un derecho absoluto e inalienable. En Italia, el clero ha pagado un alto precio. Setenta y cinco sacerdotes han muerto asistiendo a los enfermos.
Creo también que numerosos sacerdotes han redescubierto su vocación a la oración y a la intercesión en nombre de todo el pueblo. El sacerdote está hecho para estar constantemente ante Dios, para adorarlo, glorificarlo y servirlo. Así, en los países confinados, los sacerdotes se encuentran en la situación introducida por Benedicto XVI. Aprenden a pasar sus jornadas en oración, en soledad y en silencio, que ofrecen por la salvación de los hombres. Si físicamente no pueden sostener la mano de cada moribundo como ellos desearían, descubren que, en la adoración, pueden interceder por cada persona. Me gustaría que los enfermos, las personas solas y las personas en dificultad sintieran esta presencia sacerdotal misteriosa. En estos días terribles, nadie está solo, nadie es abandonado. El Buen Pastor vela cerca de cada uno. En nombre de cada uno, la Iglesia vela e intercede como una madre. Los sacerdotes redescubren su paternidad espiritual a través de la oración continua. Redescubren su identidad profunda: no son animadores de reuniones o de comunidades, sino hombres de Dios, hombres de oración, adoradores de la Majestad de Dios, hombres contemplativos.
A veces, a causa del confinamiento, celebran la misa en soledad. Entonces es cuando pueden medir la grandeza inmensa del sacrificio eucarístico, que no necesita una asistencia numerosa para dar fruto. Por la misa, el sacerdote llega al mundo entero. Como Moisés y Jesús mismo, los sacerdotes redescubren la potencia de su intercesión, su función de mediadores entre Dios y los hombres. Ciertamente, cuando celebran la eucaristía ya no tienen al pueblo de Dios ante ellos. Entonces, que dirijan su mirada hacia Oriente. Porque «desde Oriente viene la propiciación. Es de allí de donde viene el hombre cuyo nombre es Oriente, que se ha convertido en mediador entre Dios y los hombres. Por ello, estáis invitados a mirar para siempre hacia oriente, donde surge para vosotros el Sol de la justicia, donde la luz siempre surgirá para vosotros», dice Orígenes en una homilía sobre el Levítico. Tendremos que recordar todo esto cuando acabe la crisis, para no volver a caer en una inquietud vana.
¿Y los fieles?
Los cristianos experimentan de manera muy concreta la comunión de los santos, ese vínculo misterioso que une a todos los bautizados en la oración silenciosa y el cara a cara con Dios. Es importante redescubrir cuán preciosa puede ser la costumbre de leer la Palabra de Dios, de recitar el rosario en familia o de consagrar tiempo a Dios, en una actitud de entrega de uno mismo, de escucha y adoración silenciosa. Habitualmente, valoramos la utilidad de una persona con relación a su capacidad de influencia, de acción, es decir, de agitación. De repente, todos estamos al mismo nivel. Desearíamos ser útiles, servir para algo. Pero lo único que podemos hacer es rezar, animarnos mutuamente, apoyarnos los unos a los otros. Ha llegado el momento de redescubrir la oración personal y de volver a escuchar a Jesús diciéndonos: «Tú, en cambio, cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y ora a tu Padre, que está en lo secreto, y tu Padre, que ve en lo secreto, te lo recompensará» (Mt 6, 6). Ha llegado el momento de redescubrir la oración en familia, de que los padres aprendan a bendecir a sus hijos. Los cristianos, privados de la eucaristía, se dan cuenta de la gracia que era la comunión para ellos. Los animo a poner en práctica la adoración en sus casas, porque no hay vida cristiana sin vida sacramental. El Señor está presente en nuestras ciudades y pueblos. A veces, también se les pide a los cristianos ser heroicos: cuando los hospitales piden voluntarios, cuando hay que ocuparse de personas solas o que viven en la calle.
¿Qué es lo que debe cambiar?
Algunos dicen que nada volverá a ser como antes. Lo espero. Sin embargo, temo que, si el hombre no vuelve con todo su corazón a Dios, todo volverá a ser como antes y el camino del hombre hacia el abismo será ineludible.
Nos damos cuenta de cómo el consumismo mundial ha aislado a los individuos, convirtiéndolos en consumidores abandonados a la jungla del mercado y la finanza. La globalización, promesa de felicidad, ha revelado ser un engaño. En los tiempos de prueba, las naciones y las familias se unen. Y las coaliciones de interés se dispersan. La crisis actual demuestra que una sociedad no puede estar basada en los vínculos económicos. Tomamos conciencia de nuevo de ser una nación, con sus fronteras, que podemos abrir o cerrar para la defensa, la protección y la seguridad de nuestra población. En el fundamento de la vida de la ciudad, encontramos vínculos que nos preceden: los de la familia y la solidaridad nacional. Es hermoso verlos resurgir de nuevo. Es hermoso ver a los más jóvenes ocuparse de los ancianos. Hace unos meses se hablaba de eutanasia y había quienes querían deshacerse de los enfermos graves o de los discapacitados. Hoy en día, las naciones se movilizan para proteger a los ancianos. Vemos resurgir en los corazones el espíritu del don de sí mismo y del sacrificio. Tenemos la impresión de que la presión mediática nos había obligado a ocultar lo mejor de nosotros mismos. Nos habían enseñado a admirar a los «vencedores», a los «lobos», a los que llegan a la cima eliminado a quienes obstaculizan su camino. Y he aquí que, repentinamente, admiramos y aplaudimos con respeto y gratitud a los cuidadores, el personal sanitario, los médicos, los voluntarios y los héroes de lo cotidiano. De improviso, nos atrevemos a aclamar a los que sirven a los más débiles. Nuestro tiempo tenía sed de héroes y santos, pero la ocultaba avergonzado.
¿Seremos capaces de conservar esta escala de valores? ¿Seremos capaces de refundar nuestras ciudades sobre otra cosa que no sea el crecimiento, el consumo y el anhelo de dinero? Creo que seríamos culpables si, cuando salgamos de esta crisis, cayéramos en los mismos errores. Esta crisis demuestra que la cuestión de Dios no es solo una cuestión de convicción privada, sino que interroga los fundamentos de nuestra civilización.
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La Iglesia está sacudida por todas partes. Desde batallas internas a la pedofilia, pasando por su aparente inadecuación al mundo moderno… ¿Qué está pasando?
Vivimos una crisis profunda. Pero esta crisis es, primero de todo, una crisis de fe y una profunda crisis del sacerdocio. Los crímenes abominables cometidos por sacerdotes son el síntoma más aterrador. Cuando Dios no está en el centro, cuando la fe no determina la acción, cuando ya no es lo que nos guía, cuando ya no irriga la vida de los hombres, entonces delitos como esos son posibles. Como dice Benedicto XVI: «¿Por qué la pedofilia ha alcanzado tal proporción? En el fondo, la razón es la ausencia de Dios». Efectivamente, hemos formado a sacerdotes sin enseñarles que el único pilar de su vida es Dios, sin hacerles experimentar que su vida solo tiene sentido a través de Dios y por Dios. Privados de Dios, solo les ha quedado el poder. Algunos se han hundido en la lógica diabólica del abuso de autoridad y los crímenes sexuales. Si un sacerdote no hace experiencia a diario de que no es más que un instrumento, entonces corre el riesgo de embriagarse con una sensación de poder. Si la vida de un sacerdote no es una vida consagrada, entonces corre el gran riesgo de engañarse y de desviarse.
El rostro de la Iglesia ha sido mancillado por el pecado de sus hijos. Pero hoy aparece de nuevo el verdadero rostro de la Iglesia: resplandece en esos sacerdotes valientes que asisten a los moribundos poniendo en peligro sus vidas, en esos sacerdotes que llevan a su pueblo en la oración silenciosa e íntima.
Los cristianos se han debilitado por su falta de fe. Algunos cristianos parece que quieren privarse de esta luz. Se obligan a mirar al mundo con ojos secularizados. ¿Por qué? ¿Es un deseo de ser aceptados por el mundo? ¿Un deseo de ser como todo el mundo?
Me pregunto si, en el fondo, esta actitud no esconde simplemente el miedo que nos causa el negarnos a escuchar lo que Jesús mismo nos dijo: «Vosotros sois la sal de la tierra. […] Vosotros sois la luz del mundo» (Mt 5, 13-14). ¡Qué responsabilidad! ¡Qué carga! Renunciar a ser la sal de la tierra es condenar al mundo a permanecer soso y sin gusto; renunciar a ser la luz del mundo es condenarlo a la oscuridad. ¡No somos nosotros los que tenemos que resolverlo!
¿Qué hay que hacer?
Muchos cristianos sienten repugnancia a testimoniar la fe o a llevar la luz al mundo. Nuestra fe es tibia, como un recuerdo que, poco a poco, se difumina. Se convierte en una bruma fría. Y entonces ya no nos atrevemos a afirmar que ella es la única luz del mundo. Y, sin embargo, no tenemos que ser testimonios de nosotros mismos, sino que testimoniamos a Dios que ha venido a nuestro encuentro y se ha revelado.
¡Ha llegado el momento de arrancar a los cristianos del relativismo, ambiente que anestesia sus corazones y adormece el amor! A nuestra apatía ante las desviaciones doctrinales se añade la tibieza que se ha instalado entre nosotros. No es extraño ver errores graves en la enseñanza de las universidades católicas, o en las publicaciones oficialmente cristianas. ¡Nadie reacciona! Estemos atentos, un día los fieles nos pedirán cuentas. Nos acusarán ante Dios de haberles entregado a los lobos y haber desertado nuestra tarea de pastores que defienden a sus rebaños.
Nuestra fe condiciona nuestro amor hacia Dios. Defender la fe es defender a los más débiles, los más humildes, permitiendo que amen a Dios de verdad. Está en juego la salvación de las almas, de las nuestras y de las de nuestros hermanos. El día en que ya no ardamos de amor por nuestra fe, el mundo morirá de frío puesto que estará privado de su bien más precioso.
¿Quién se alza hoy en día para anunciar a las ciudades de Occidente la fe que están esperando? ¿Quién se alza para anunciar el Evangelio a los musulmanes? Buscan la fe sin saberlo. Se convierten al islam porque Occidente les ofrece, como única religión, la sociedad de consumo. ¡No podemos llamarnos creyentes y vivir, en práctica, como ateos!
Usted está en el corazón de la Iglesia y de su centro de toma de decisiones, el Vaticano. ¿Qué opina sobre la Iglesia, hoy?
El centro de la Iglesia no es la administración vaticana. El centro de la Iglesia está en el corazón de cada hombre que cree en Jesucristo, que reza y adora. El centro de la Iglesia está en el corazón de los monasterios. El centro de la Iglesia está, sobre todo, en cada tabernáculo porque Jesús está presente. No podemos juzgar a la Iglesia con criterios mundanos. Las encuestas no tienen nada que ver con ella. La Iglesia no está para influir en el mundo. La Iglesia repite las palabras de Jesús: «Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz» (Jn 18,37). Los cristianos siempre serán indignos de esta misión, pero la Iglesia siempre estará allí para testimoniar a Cristo.