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Søren Kierkegaard

Para un examen de conciencia (Tomado de la revista de las Fraternidades Monásticas de Jerusalén «Sources Vives» nº 57, Septiembre de 1994: Patristiques et Mystiques, 179-191).

¡Sólo con la Palabra de Dios! Voy a hacerte una confesión, has de saber que no me atrevo ya a estar absolutamente solo con su Palabra, en una soledad donde no se interpone ninguna ilusión. Y permíteme añadir: no he encontrado aún ningún hombre que tenga el valor y la sinceridad de mantenerse sólo con la Palabra de Dios. ¡Sólo con la Palabra de Dios! Desde que la abro, el primer pasaje que viene a mis ojos me agarra y me acosa. Es como si el mismo Dios me preguntara: «¿La has puesto en práctica?» y tengo miedo, y evito su pregunta siguiendo rápidamente mi lectura y pasando con curiosidad a otro tema. Más vale la franqueza del que dice: «La Biblia es un libro peligroso. Si le doy el dedo me toma la mano y de ahí paso todo entero. No, prefiero dejarla sobre una estantería a permanecer sólo con ella».

Hay una fidelidad enojosa que rechaza la gracia; pero es mejor esto que fingir recibirla, como haría este hipócrita devoto que hace el fanfarrón y se jacta de encerrarse cara a cara con la Escritura Santa. Pero está provisto de diez diccionarios y de veinticinco comentarios. Entonces puede leer los Libros Santos tan tranquilamente como que lee el periódico. Si, por casualidad, en un momento de distracción en el que su espíritu abandona su seriedad habitual, en medio de su lectura, se le plantea una pregunta: «¿He puesto esto en práctica?», el peligro no es muy grande. Porque piensa enseguida que hay varias interpretaciones posibles y que se ha descubierto un nuevo manuscrito con variantes inéditas; y después que cinco o seis comentarios son de una opinión, siete de otra, tres permanecen indecisos, etc… ¡Ah! es necesario mucho tiempo si se quiere que se pongan de acuerdo. Así, a lo largo de tu vida entera, habrás pasado, cada día, varias horas a sumergirte en la Escritura, y sin embargo no habrás leído nunca la Palabra de Dios.

En suma, hay dos clases en la cristiandad: la mayoría de los cristianos que no leen nunca la Biblia, y la minoría que la lee de una forma más o menos sabia, es decir, no la lee. La mayor parte leen los Libros Sagrados como libros antiguos y caducos que se dejan de lado. Un pequeño número ve en ella una obra antigua, extremadamente señalada sobre la que se ejerce su perspicacia con un celo estupefaciente. Los raros cristianos verdaderos que se alimentan de ella, comprenden en fin lo que es leer la Palabra de Dios.