Seleccionar página

F. K.  Nemeck  – M. T.  Coombs

Corazón que escucha, Madrid 1992 (Editorial de Espiritualidad), 26-28.


Como nuestra llamada a la santidad es un don de Dios a participar en su vida divina, nuestra respuesta debería ser una respuesta de amorosa receptividad. Llegamos a ser santos dejando que se cumpla en nosotros la voluntad de Dios, tanto directamente en nuestro interior como a través de la actividad exterior que realizamos para la edificación de su Reino.

No olvidemos que nuestra misma capacidad para permanecer amorosamente receptivos ante Dios es también un don. Ya desde que comenzó a crearnos y a establecer su morada dentro de nosotros, el Señor sembró cuidadosamente este deseo de contemplación en lo profundo del dinamismo interior de nuestras vidas.

El crecimiento en santidad, por tanto, está caracterizado por la intensificación de nuestra postura receptiva ante Dios. «El Reino de Dios es como un hombre que echa el grano en la tierra; duerma o se levante, de noche o de día, el grano brota y crece, sin que él sepa cómo.» (Mc 4,26-27). El Señor mismo va cultivando en nosotros ese crecimiento en receptividad y lo hace de una manera gradual y misteriosa, frecuentemente sin que nos demos cuenta de ello en mucho tiempo. En cada persona esta semilla de la receptividad brota y crece de manera única e individual. Su forma de desarrollarse está diseñada por Dios de acuerdo con nuestra propia personalidad y vocación. Él utiliza todos los acontecimientos, circunstancias y personas que nos rodean, como instrumentos para avivar nuestro sentido contemplativo de la vida.

La génesis de nuestra santidad personal alcanza uno de sus momentos más decisivos con el comienzo de la contemplación, donde la misma naturaleza de nuestro encuentro personal con Dios sufre una transformación. Nuestra receptividad amorosa, habiendo pasado por el proceso de crecimiento de ser «primero hierba, luego espiga y por último grano lleno de la espiga» (Mc 4,28) está ahora lista para la cosecha. Dios, en lugar de comunicarse con nosotros principalmente por medio de imágenes, ideas, sentimientos, etc., como lo había estado haciendo anteriormente en la meditación, se comunica ahora directamente al alma en la contemplación. Así pues, el amor transformante de Dios se hace aún más operativo en este encuentro inmediato. Esta fase de transformación más interiorizada va acompañada de una radical intensificación -producida directamente por el Señor- de esta amorosa receptividad de la persona ante Dios tal y como él es en sí mismo. Y esto afecta no sólo a la oración, sino también a todos los demás aspectos de la vida.

Al iniciarnos en la contemplación, el Señor nos lanza de cabeza a un mundo de misterio, y entonces sí que tenemos que dejar literalmente los demás caminos para seguir, en la oscuridad y pureza de la fe, a Cristo, que es el único «camino» (Jn 14,6). De ahí en adelante, crecer en santidad consistirá en consentir libremente que el Señor nos introduzca en las profundidades, cada vez más misteriosas, de nuestro encuentro personal con él, y en aceptar los efectos transformantes que esto trae consigo, hasta llegar a la perfecta contemplación de Dios «cara a cara» (1Cor 13,12).

Como parte integrante de la llamada universal a la santidad, está, por tanto, la llamada de todos a la contemplación, aunque sea en la hora de la muerte. La contemplación no está reservada solamente a unos pocos llamados a la «vida contemplativa», ni es algo separado del proceso normal por el que Dios nos santifica. La contemplación, aun permaneciendo siempre puro don de Dios, es, sin embargo, el resultado normal de una vida de gracia auténtica. «La contemplación es la cumbre de la vida cristiana de oración» (Thomas Merton)  para todo cristiano.