Cardenal Robert Sarah
Le soir approche et déjà le jour baisse, Paris 2019 (Fayard), 13.17-181.
Judas es para siempre el nombre del traidor y su sombra planea hoy sobre nosotros. ¡Sí, como él, nosotros hemos traicionado! Hemos abandonado la oración. El mal del activismo eficaz se mezcla por todas partes. Intentamos imitar la organización de las grandes empresas. Olvidamos que sólo la oración es la sangre que puede irrigar el corazón de la Iglesia. Decimos que no tenemos tiempo que perder. Queremos emplear este tiempo en obras sociales útiles. El que ha dejado de orar ya ha traicionado. Ya está preparado para todos los pactos con el mundo. Anda por el camino de Judas […]
Sin la unión con Dios, será vana toda la empresa de consolidación de la Iglesia y de la fe. Sin oración seremos címbalos que retumban. Nos degradaríamos a la categoría de malabaristas mediáticos que hacen tanto ruido y sólo producen viento. La oración debe convertirse en nuestra respiración más íntima. Ella nos vuelve a poner ante Dios. ¿Tenemos otro fin? Nosotros, cristianos, sacerdotes, obispos, ¿tenemos otra razón de ser que permanecer ante Dios y conducir a los demás? ¡Es tiempo de enseñarlo! ¡Es tiempo de poner en práctica! El que reza se salva, el que no reza se condena, decía san Alfonso. Quisiera insistir en ello, porque una Iglesia que no tenga la oración como su bien más preciado corre a su perdición. Si no volvemos a encontrar el sentido de las largas y pacientes vigilias con el Señor, le traicionaremos. Los apóstoles lo hicieron. ¿Creemos que somos mejores que ellos? En particular los sacerdotes deben tener totalmente un alma de oración. Sin eso, la más eficaz de sus oraciones se volverá inútil e incluso nociva. Nos proporcionará la ilusión de servir a Dios mientras que estamos haciendo la obra del Maligno. No se trata de multiplicar las devociones. Se trata de callarnos y adorar. Se trata de ponernos de rodillas. Se trata de entrar con temor y respeto en la liturgia: es la obra de Dios, no un teatro.
Me gustaría que mis hermanos obispos no olvidaran nunca sus graves responsabilidades. Queridos amigos, ¿queréis levantar la Iglesia? ¡Poneos de rodillas! ¡Es el único medio! Si procedéis de otro modo, lo que hagáis no será de Dios. Sólo Dios puede salvarnos. Sólo lo hará si le rezamos. Quisiera que se elevara desde el mundo entero una oración profunda e ininterrumpida, una alabanza y una súplica adorantes. El día en que ese canto silencioso resuene en los corazones, el Señor podrá ser escuchado por fin y actuar a través de sus hijos. Mientras tanto, somos un obstáculo por nuestros nerviosismos y chismorreos. Si no reposamos, como san Juan, nuestra cabeza sobre el pecho de Cristo, no tendremos la fuerza para seguirle hasta la Cruz. Si no nos tomamos el tiempo de escuchar los latidos del corazón de nuestro Dios, lo abandonaremos, le traicionaremos como lo hicieron los mismos apóstoles.
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