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Equipo editor de la web Contemplativos en el Mundo

Reflexiones y aportaciones para el momento actual

El golpe con el que la pandemia del Covid-19 ha sacudido a la humanidad ha puesto en evidencia que, a un mundo que se ha olvidado de Dios y cree no necesitarlo, le resulta superfluo que la Iglesia le repita los mismos mensajes humanos que recibe de las instancias sociales y políticas. Al haberse acostumbrado a esto, la Iglesia se ve incapaz de dar una respuesta diferente; más aún si se trata de la respuesta que armoniza la trascendencia cristiana con lo humano, dándole a esto su verdadero sentido y plenitud.

No es la primera vez que una gran epidemia amenaza al mundo entero o a una gran parte de éste. Sin embargo, la actual pandemia del coronavirus tiene unas características nuevas que la hacen muy diferente de las anteriores y enormemente elocuente para poner en evidencia la grave situación moral y espiritual del mundo y de la Iglesia en estos momentos. Por esa razón podemos entender que la situación actual, con todo lo que tiene de doloroso, resulte providencial. No tanto porque, como muchos entienden la providencia, Dios nos envíe esta prueba, sino porque él, que está presente en todo lo humano, la quiera aprovechar para ayudarnos a ver el dramático estado en el que nos encontramos y estimularnos a descubrir al Salvador que, aunque no lo sepamos, estamos necesitando de forma inmediata y absoluta.

La crisis de valores que afecta al mundo, especialmente en Occidente, ha llevado a la Iglesia a una situación sin precedentes en la historia, caracterizada por un recorte en su identidad que le permita encajar fácilmente en el mundo, asimilándola peligrosamente a una ONG cualquiera.

En este contexto, la inesperada aparición de una epidemia generalizada ha golpeado, como un mazo, la seguridad y autosuficiencia de una humanidad demasiado segura de su poder. Y el mero hecho de no poder aceptar que algo -más aún un pequeño virus- pueda poner en riesgo ese poder ha hecho que no se defienda pronto y bien de la infección, lo que la ha hecho mucho más vulnerable. Todo esto ha llevado al mundo a un estado de shock porque en un momento se han derrumbado las seguridades y se ha puesto de manifiesto, de manera insultante, nuestra fragilidad e indefensión.

No es extraño que la primera reacción haya consistido en reafirmar nuestro poder, negando importancia a la amenaza, incluso riéndonos de ella. Pero, cuando se ha hecho evidente la fuerza del agresor, ha cundido el pánico y la mayoría de la gente se ha encerrado en su casa, salvo unos pocos, incapaces de aceptar la evidencia y dispuestos a demostrar que no pasa nada, aunque eso les cueste la vida.

Al principio del confinamiento, un joven padre de familia decía: «No estoy dispuesto a seguir atemorizado por el virus. Voy a tomarme una cerveza y un aperitivo, porque, si tenemos que morir, al menos que sea disfrutando de la vida». Es un buen ejemplo de una humanidad desconcertada, que debe elegir entre la muerte o el olvido, en la que la amenaza de un posible contagio puede llevar a tal angustia que se busque el suicidio -en la forma que sea, incluso aparentando burlarse de las prevenciones sanitarias- o aferrarse a la vida, entendiendo ésta como el mero disfrute de las cosas materiales, con el frenesí de quién ve que puede perder todo lo que posee.

Y, en medio de un inmenso mar de desconcierto y frustración, lleno ya de enfermos y cadáveres, cuando las cosas se simplifican y aflora la verdad incontestable de lo que somos, se puede escuchar el atronador silencio de la ausencia de un Dios al que hemos arrojado lejos de nuestras vidas.

Y los cristianos, fundidos con los demás miembros de nuestra atemorizada especie, nos limitamos a ofrecer al mundo la misma solidaridad que él pregona como el único recurso que puede salvarnos del apocalipsis.

Resulta tremendamente significativo y doloroso comprobar que, en estos momentos tan dramáticos para toda la humanidad, la Iglesia no haya ejercido su misión de «sacramento universal de salvación» ofreciendo al mundo un mensaje evangélico, claro y profundo, que esté a la altura de su misión evangelizadora y de las necesidades de la humanidad.

En lugar de esto, desde el Papa hasta la mayoría de los obispos -salvo poquísimas excepciones- se han limitado a proclamar los mismos insustanciales mensajes que emanan de las instituciones políticas y sociales; renunciando así a ser «la sal de la tierra y la luz del mundo» (Mt 5,13-16). Lo cual hace especialmente actual y acusador el juicio del Señor: «Si la sal se vuelve sosa, ¿con qué se podrá salar?» (Mt 5,13).

¿Para qué han servido tantos discursos sobre destruir muros, abrir fronteras, ser solidarios, acoger y abrazar a todos, tender puentes, etc.? ¿Dónde está la «Iglesia en salida» o la «Iglesia hospital de campaña» tan pregonadas como la verdadera comunidad de los auténticos seguidores de Cristo? Las grandes preocupaciones de la jerarquía y de amplios sectores de la Iglesia, como son la ecología, la Amazonia, los sacerdotes casados, el matrimonio homosexual o la ordenación de las mujeres han desaparecido con sus protagonistas, recluidos en sus casas por miedo al peligro que más importa, que es la posibilidad de enfermar o perder la vida. Ya no hay prisa alguna en proseguir el cismático sínodo de Alemania o cualquiera de los objetivos del nuevo Orden mundial, que con tanta docilidad ha ido asumiendo la jerarquía… Y, en su lugar, no queda nada, aparte de unas cuantas frases huecas, que se limitan a repetir pomposamente los mensajes más insustanciales del mundo. Unas palabras que no consiguen ocultar el tremendo vacío que supone la ausencia de lo fundamental, de lo que la Iglesia debería ser testigo y garante, sin lo cual la humanidad se encontrará -como estamos viendo- huérfana y perdida.

Y este problema no lo van a resolver esas minorías autodenominadas «proféticas», que identifican sus opciones ideológicas con el Evangelio y se erigen como la única Iglesia verdadera bajo denominaciones como «Iglesia de los pobres» u otras por el estilo, y que simplemente añaden un ligero maquillaje aparentemente evangélico a un marxismo desfasado. La fe en Cristo, como Salvador del mundo por su muerte y resurrección, jamás podrá ser sustituida por la ilusión en la utopía de una fraternidad universal que no necesita salvación, por mucho que se vista del pomposo lenguaje de un supuesto humanismo que no es sino una ideología fracasada que se resiste a morir.

Quizá debamos esperar a un «resto» fiel, que mantenga encendida la llama de la fe viva y sirva de referencia profética para impulsar una auténtica renovación de la Iglesia. Pero hemos de ser conscientes de que, por muy fiel que sea ese resto, nunca será la Iglesia, pues, aunque esa pequeña comunidad espiritual conserve con pureza los valores evangélicos, no podrá sustituir a la Iglesia universal en su misión de ser luz del mundo y sal de la tierra. Ni siquiera un amplio grupo de «restos» puede sustituir a la Iglesia, por mucho que ésta los necesite, porque solo la Iglesia universal puede identificarse con la Iglesia de Cristo. Sólo cabe, entonces, esperar de ese «resto» que, lejos de creerse la verdadera comunidad de Cristo, se sienta humildemente urgido a ser cimiento sólido del Cuerpo del Señor que es la Iglesia y haga posible la directiva renovación que necesita.

Igualmente es legítimo creer que esa comunidad espiritual que sirva de fermento a la totalidad de la Iglesia y en la que podríamos cifrar nuestra esperanza son los monjes y los contemplativos; pero el deterioro general de los valores también ha alcanzado a los que se dicen consagrados exclusivamente a Dios. Podemos ver muchas señales elocuentes de esto, como, por ejemplo, el caso de la comunidad de monjas que, según el titular y foto de un periódico, «abandonan la clausura para aplaudir a los trabajadores de la sanidad», inconscientes de que poseen una misión más importante que ellos. Resulta inimaginable la posibilidad de ver a un grupo de sanitarios aplaudiendo a las monjas a las puertas del monasterio.

De igual manera, también ilustra esta situación el comparar dos instantáneas muy diferentes, realizadas en situaciones parecidas: En una foto de principios del siglo XX vemos a una multitud de romanos detrás de un milagroso crucifijo, sacado en procesión, a pesar de la prohibición de salir de casa. En la otra, podemos observar, en la misma calle, a un solitario Papa dirigiéndose a rezar -también solo- frente al mismo crucifijo, en la iglesia que lo custodia. ¿Cuál es la razón que puede explicar este gesto tan tardío y solitario? ¿No será la necesidad de rellenar con algún signo el vacío que deja la falta de una fe viva, expresada en la oración y la penitencia públicas, arrinconadas por una palabrería superficial y meramente humana, sin sentido de trascendencia?

La prueba de esto la ofrece la decisión del mismo Papa adelantándose de manera precipitada a las órdenes civiles de confinamiento y ordenando cerrar los templos y prohibiendo las misas públicas. Un mandato que tuvo que corregir unos días después recordando que los sacerdotes deben atender a los fieles y mandando reabrir los templos, probablemente porque su primera reacción, y la de muchos pastores, fue la de cerrar y esconderse. Pero, incluso con la corrección sobre la apertura de los templos, el resultado -algo inédito en la iglesia hasta hoy- ha sido la privación de los medios sacramentales para los fieles, justamente cuando más los podían necesitar.

Y, siguiendo el ejemplo del Papa, muchos obispos se han adelantado también a prohibir las misas públicas antes de que un gobierno social-comunista, como el de España, permitiera la asistencia a actos de culto siempre que se aseguren las preceptivas garantías sanitarias. Resulta desconcertante que la autoridad eclesiástica sea más restrictiva que la autoridad civil comunista y, además, lo sea con unas directrices tan paradójicas como son el pedir que los fieles se queden en casa, pero que se dejen los templos abiertos para que los fieles puedan acudir a rezar; que se toquen las campanas, pero «se evite el efecto llamada» y se impida que los fieles participen de unas misas que se tienen que celebrar a puerta cerrada.

Nada de esto puede explicarse si no es por la falta de fe de los pastores en la importancia de los sacramentos y por la ausencia de la necesidad que tienen los fieles en estos mismos sacramentos, ni siquiera en una situación tan grave como la actual. Y eso ilustra muy bien la pérdida generalizada del sentido de la trascendencia y de la necesidad de salvación, sustituidos por la búsqueda de una vida lo más «humana» posible, sin que esa «humanidad» necesite de Dios para ser verdaderamente tal.

Da la impresión de que el miedo al coronavirus viene a unirse al miedo de la Iglesia a enseñarle al mundo, como maestra de vida que es, la verdad y la salvación, que es Cristo.

Se multiplican las misas y devociones por televisión al mismo ritmo que se multiplican los entretenimientos televisivos para paliar la soledad que produce el confinamiento y que son, en gran medida, fruto de una misma mentalidad consumista. Sin embargo, se evita el llamamiento urgente a una oración profunda y prolongada, a la intercesión sacrificada -tanto privada como pública-, a la vivencia apasionada del misterio de la Cruz o a la mortificación y penitencia en expiación por los pecados propios y ajenos.

Nos parece más necesario ir a pasear el perro o a comprar el alimento material que a buscar el alimento espiritual. Tenemos el miedo concentrado en evitar el riesgo de caer enfermos o morir sin que nos importe correr el riesgo de perder la vida eterna. Así, la tremenda dimensión de este drama extraordinario no la ofrecen el hecho de que las iglesias estén cerradas o no se celebren misas públicas, sino que allí donde los sacerdotes mantienen los templos abiertos, celebran las misas abiertamente y están disponibles no hay cristianos que acudan a rezar, a confesarse o a comulgar. Y, por la misma razón, se acepta como normal que mueran multitud de cristianos sin sacramentos. Esto no puede explicarse si no es porque antes de que el mundo se infectase con el coronavirus, ya se había infectado la Iglesia con el virus de la mundanidad. Y ahora, una Iglesia que agoniza espiritualmente no puede salvar al mundo también agonizante.

Quizá, hoy más que nunca, podamos hacer nuestra, con toda propiedad, la oración que dirige a Dios Azarías, estando en el horno con Daniel y sus compañeros:

«Ahora, Señor, somos el más pequeño
de todos los pueblos;
hoy estamos humillados por toda la tierra
a causa de nuestros pecados.

En este momento no tenemos príncipes,
ni profetas, ni jefes;
ni holocausto, ni sacrificios,
ni ofrendas, ni incienso;
ni un sitio donde ofrecerte primicias,
para alcanzar misericordia.

Por eso, acepta nuestro corazón contrito
y nuestro espíritu humilde,
como un holocausto de carneros y toros
o una multitud de corderos cebados.

Que este sea hoy nuestro sacrificio,
y que sea agradable en tu presencia:
porque los que en ti confían
no quedan defraudados.

Ahora te seguimos de todo corazón,
te respetamos, y buscamos tu rostro;
no nos defraudes, Señor;
trátanos según tu piedad,
según tu gran misericordia.
Líbranos con tu poder maravilloso
y da gloria a tu nombre, Señor» (Dn 3,37-41).

Pero esta oración no tiene sentido para un cristiano que no cree en el juicio de Dios ni en el castigo eterno, para el que la salvación no consiste en librarse de la condenación sino en recibir unas cuantas indicaciones éticas que hagan más «humana» -es decir: más confortable- su vida. Y aquí podemos comprobar que una Iglesia que ha perdido en gran medida el sentido profundo de la trascendencia o el hábito de la contemplación no puede improvisar una respuesta que solo tienen los místicos.

Y precisamente la misma experiencia del sufrimiento, que pone en tela de juicio el sentido que da el mundo a la vida humana, constituye la ocasión propicia para ofrecer a los hombres el testimonio luminoso de la Cruz redentora de Cristo. Una experiencia tan generalizada de dolor y desconcierto como la que sufre la humanidad en estos momentos reclama de los cristianos una respuesta que ofrezca mucho más que el consuelo material de nuestra solidaridad o el recurso a la religión como mero refugio psicológico ante la adversidad.

Muy al estilo de ciertos pasajes del antiguo Testamento, algunos ven en esta pandemia un castigo de Dios a una humanidad hundida en el pecado. Pero, puestos en la tesitura del binomio pecado-castigo, podríamos plantearnos: ¿cuál es mayor pecado, el de un mundo ciego que no ve a Dios o el de aquellos que renuncian a ser la luz que el mundo necesita? Quizá Dios se sirva, en su providencia, de todo esto para mostrarnos tangiblemente nuestro pecado; y su castigo consista simplemente en abandonarnos al fracaso al que lleva la superficialidad en la que nos hemos situado. Sólo viendo nuestra incapacidad de respuesta y de fruto ante el innegable reto que nos enfrentamos, podemos atisbar la gravedad de nuestro pecado y la necesidad que tenemos de penitencia y conversión para salir de él y poder dar el fruto que Dios quiere ofrecer al mundo a través de su Iglesia.

Quizás, si reconocemos la mano providente de Dios, que «hiere y cura la herida» (Job 5,18), en el hecho de que la Iglesia se vea arrastrada por la misma corriente del humanismo insípido que empapa al mundo, podremos encontrar la penitencia concreta que nos sirva de eficaz medicina para el mal que nos aqueja.

Estamos intentando responder a la situación del mundo al margen de Dios y de su salvación, como si no existiera el pecado, ni el demonio, ni la condenación o la salvación; como si fuésemos una humanidad nueva y distinta a todo lo que ha existido, y estuviésemos en una situación original como jamás se haya experimentado en el mundo y tuviéramos que encontrar también una solución nueva y original, creada por nosotros, que demuestre nuestra autosuficiencia y la inutilidad del recurso a la trascendencia.

Sin embargo, como ya hemos apuntado, lo único nuevo es la actitud de renuncia, consciente o inconsciente, a nuestra condición esencial de seres llamados a la transcendencia. Por lo demás, lo que estamos viviendo no es diferente a tantas situaciones de calamidad generalizada que ha vivido la humanidad a lo largo de la historia. Lo cual nos permite buscar referencias en esa misma historia para orientar nuestra búsqueda de una respuesta evangélica y eficaz al tremendo reto que el mundo nos está planteando. Y ahí están los santos, con la elocuencia de sus vidas, enseñándonos el camino del que no deberíamos salirnos. Y resulta muy clarificador de nuestro pecado el hecho elocuente de la ausencia generalizada de referencias a esos modelos que ignoramos por inservibles para nuestra presuntuosa originalidad.

Y, sobre todo, tenemos el mejor de los ejemplos, el que nos proporciona el modelo perfecto de hombre, que es Jesús. Sólo la contemplación adorante de su persona y su insondable misterio nos puede descubrir el itinerario a seguir para dar la única respuesta verdadera y eficaz que el mundo necesita. Debemos entrar en la contemplación del Hijo de Dios en el misterio de su encarnación en una humanidad como la nuestra. Su vida, como hombre, se desarrolló en una historia y unas circunstancias del todo semejantes a las que nos han tocado vivir a nosotros, de modo que la respuesta que él da a su mundo es la misma, salvando las lógicas diferencias de matiz, que hemos de ofrecer nosotros al nuestro.

Ante esta situación general de epidemia de pecado, muerte y enfermedad debemos contemplar la respuesta que da Dios al mundo en Cristo. Es una respuesta de amor real, que se compromete e involucra. Esto se demuestra en que nos manda al Salvador -que es la segunda persona de la Trinidad- para que actúe con la única y verdadera eficacia que existe ante el problema del mal que aqueja a la humanidad.

En la acción de Dios, podemos contemplar un estilo bien definido de comportamiento: Dios ve la situación (no la ignora ni se esconde), la acepta plenamente, y responde de un modo determinado, construido por los elementos más sencillos, accesibles y comunes que existen, de forma que todos puedan hacer suyo ese mismo modo de ser y de actuar.

Desde aquí debemos preguntarnos: ¿Y qué hace el Hijo ante el problema del mal?, ¿qué aporta a la situación del mundo? Pues, sencillamente, hace lo que él «es», aporta su mismo ser: se nos da a sí mismo. En él coinciden perfectamente vocación, ser y acción, como una misma cosa.

Pero esto no se da completamente hecho de antemano, sino que forma parte de la propia misión del Hijo de Dios construir su identidad humana para que coincida con su ser de Hijo de Dios y Salvador del mundo.

Sin entrar en el misterio de la psicología de Jesús como Verbo de Dios encarnado, podemos contemplar el hecho de que, como hombre, el Hijo de Dios tiene que descubrir su vocación, encontrar su identidad y llevar a cabo su misión. Y todo esto debe hacerlo sin que aparezca ninguna fisura o conflicto entre esas realidades.

Esta tarea, que forma parte de su misma misión, exige una condición previa y esencial, que es la libertad, como fruto del amor. Jesús no puede cumplir fielmente la voluntad del Padre si existen en él apegos, condicionantes o miedos, del tipo que sean.

Esto puede explicar que Jesús dedique la mayor parte de su vida a vive una existencia humilde y «escondida» en Nazaret, una existencia que le ayude, no sólo identificarse con todos nosotros, sino a realizar un camino de búsqueda que le permita encontrar su misión e identificarse con ella.

Y, en el mismo sentido, hemos de entender la experiencia del desierto, por la que pasa inmediatamente antes de poner en marcha las acciones más comprometidas de su misión y que le servirá para hacerse plenamente libre.

Las tentaciones en el desierto le permitirán a Jesús hacerse libre por el amor, colocando la voluntad del Padre por encima de cualquier otra realidad, especialmente de los condicionamientos o apegos que le presentan las cosas materiales, los afectos personales y cualquier atadura a sí mismo.

Sólo sobre la base de la libertad puede Jesús conocer la voluntad del Padre sobre él, su vida y su misión, y sólo por el camino del verdadero amor en libertad puede ser, en la práctica, lo que es en el corazón del Padre. De modo que podemos decir que Jesús es realmente quién es. Y, por lo mismo, lo que hace y lo que dice es emanación de su ser: su comportamiento manifiesta su identidad y se desprende de ella.

Hay que insistir en la libertad porque es el elemento constatable que nos sirve para discernir la autenticidad del camino evangélico. Y la situación crítica que estamos viviendo, al sacar a la luz nuestros miedos, denuncia nuestra falta de libertad y nos permite entrar en el contraste purificador de nuestro estado de esclavitud con la libertad que demuestra el Señor. A lo largo de toda su vida pública, vemos que jamás se desvía un ápice de su misión, aunque eso suponga que le desprecien, le abandonen, le persigan o lo maten. A nosotros nos basta tan sólo la posibilidad, más o menos remota, de contraer una enfermedad para renunciar a todos los medios de nuestra santificación. La diferencia es clara: Jesús se alimenta de la voluntad del Padre (cf. Jn 4,34) y nosotros sólo necesitamos el alimento material.

Únicamente la contemplación de Hijo de Dios puede descubrirnos, de manera viva y actual, la verdad y luminosidad de su ser y el modo en el que éste se plasma en su misión. Ésa es la manera de descubrir la única y salvadora respuesta que Dios ofrece al problema del mal en el mundo; respuesta que vale muy especialmente para este momento tan difícil y convulso. Pero no se trata de contemplar desde fuera, como si el camino que recorre Jesús fuera un hermoso espectáculo para admirar, sino que esa contemplación, si es verdadera, llevará necesariamente a buscar el modo más perfecto de hacer nuestro ese mismo camino, adaptando nuestros pasos totalmente al de nuestro único Maestro. Ahí debe centrarse el trabajo concreto que nos convierte en sal de la tierra y luz del mundo.

En este sentido, resulta muy consolador poder contemplar esa misma respuesta del Señor en los santos, sean del tipo que sean, y en sus diferentes vocaciones y misiones. La contemplación de Jesús y de la imagen viva que de él nos muestran los santos nos pone en la pista para descubrir que no existe ninguna estrategia, ni humana ni religiosa, que nos garantice una respuesta fácil al problema del mal en el mundo, puesto escandalosamente de relieve por el virus Covid-19. No tenemos sabiduría, fuerza o capacidad para resolver el asunto. Somos esencialmente pobres, y eso, que tanto nos cuesta admitir, resulta ahora más fácil que nunca reconocerlo. Y desde esa pobreza, debemos renunciar a hacer fuerza con nuestra inteligencia o nuestro poder humano para conseguir algo imposible. Ciertamente carecemos de la eficacia que estos medios nunca podrán darnos, pero tenemos un «ser» que, por ser de Dios, posee una extraordinaria eficacia sobrenatural y humana.

Los santos, todos ellos, nos demuestran que no estaban «preocupados» por los problemas del mundo, aunque responder a ellos constituyera una tarea a la que podían consagrar su tiempo y sus energías. Esta tarea, por agotadora que fuera, era su «ocupación», mientras que lo único que les «pre-ocupaba» era descubrir quiénes eran en Dios, cuál era su verdadera identidad, y mantenerse fieles a ella, cumpliendo la voluntad de Dios en todo momento. Eso les daba una gran libertad frente a presiones, problemas o sufrimientos, limitándose a hacer «lo poquito que estaba en su mano» -en expresión de Santa Teresa de Jesús (Camino de perfección, 1, 2)-, sabiendo que quien lo hace todo es Dios, pero también que él no actúa sino por medio del que se le entrega absolutamente, como único modo de poder ser transformado en lo que en verdad tiene que ser y convertirse en eficaz instrumento del infinito poder de Dios.

El milagro que supone la vida y la acción de los santos es prueba de la presencia y la acción de Dios en el mundo. No es fruto de que ellos quisieran hacer cosas extraordinarias, sino de que, porque veían la necesidad del milagro, se concentraban en realizar el único «milagro» que estaba en sus manos, que era el ser lo que realmente eran en el corazón de Dios.

Esta contemplación nos es necesaria en estos momentos para descubrir la razón de nuestro fracaso en el hecho de que vemos una significativa expresión del mal en el mundo, sabemos que no puede quedar sin respuesta, acudimos a nuestra empobrecida fe para apoyarla con todas nuestras fuerzas humanas…, y nos encontramos, no sólo con el fracaso ante el mundo con el que nos hemos identificado, sino con el vacío y la esterilidad de las realidades que, pareciendo de Dios, no tienen que ver con él.

Así que, quizá nuestro verdadero reto no sea -como parece- ayudar a resolver un problema sanitario o económico, por grave que resulte, sino darle al mundo lo único que necesita realmente: un salvador -el único Salvador- que es Cristo. Y eso sólo se lo puede dar la Iglesia, que es el cuerpo vivo de Cristo en la historia. Pero la Iglesia no podrá cumplir su misión si ese mismo Cristo no se encarna en nosotros, hasta poder decir que «ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20), de modo que seamos una encarnación viva del Hijo de Dios y, por tanto, instrumentos eficaces de su poder salvador, el único capaz de insuflar amor, luz, vida y salvación al mundo a través de las sencillas acciones de nuestra pobreza ofrecida por amor en libertad.

Y esto vale tanto para el que está llamado a consumirse en la acción caritativa asistencial, como el que debe emplearse en el cuidado de una familia, en cualquier trabajo o en el silencio de un monasterio. Pero, en cualquier caso, lo esencial es la decisión libre de consumirse por amor como fruto de la pasión absoluta por mantenerse en el ser para el que Dios nos pensó desde la eternidad y nos puso en este mundo.

Recientemente, un famoso cardenal dirigía a unas monjas de clausura unas palabras que podríamos aplicar a todos los que deseamos seguir de verdad a Cristo:

Queridas almas contemplativas que preserváis la esperanza de nuestra tierra amenazada, el Amor del Redentor que os ha desposado, este Amor sin fronteras ni límites en la libertad del Espíritu, os permite volar alto y lejos como palomas mensajeras de Paz y de Esperanza. El Amor que ha cargado sobre sí nuestros dolores y nuestras culpas, que ha sido «hecho pecado por nosotros» (2 Co 5, 21) y que ha vencido al mal, a la muerte y al Infierno por su obediencia, este Amor inmolado y vencedor os lleva consigo en su carrera hacia las víctimas más sufrientes de su cuerpo místico.

Santa Teresa Benedicta de la Cruz (Edith Stein), destinada al infierno de Auchwitz, lo expresó un día de esta manera: «¿Oyes el gemir de los heridos en los campos de batalla? ¿Oyes la llamada agónica de los moribundos? ¿Te conmueve el llanto, la sed y el dolor de los hombres? ¿Deseas estar cerca de ellos, ayudarles, consolarles y aliviar sus heridas más profundas? Abraza a Cristo. Si estás esponsalmente unida a Él, su sangre correrá por tus venas, su sangre preciosa que sana, redime, santifica y salva. Unida a Él estarás presente en todos los lugares de dolor y esperanza» (Ave Crux, Spes unica, 14 de septiembre de 1939). (Carta del cardenal Marc Oullet a la Superiora del Proto-monasterio de las Clarisas de Asís, de 25 de marzo de 2020).

Así pues, la tremenda situación con la que la realidad nos abofetea en la actualidad se convierte en la ocasión providencial para que podamos ver lo que no queremos ver: el error sobre el que tratamos de sustentar nuestra vida cristiana y el fracaso al que nos aboca ese error, así como el pecado que supone que olvidemos a Dios y su voluntad -tanto la general sobre el mundo como la particular sobre cada uno de nosotros-, cambiándola por criterios humanos, por buenos o legítimos que sean.

Además, la misma dureza del golpe que estamos recibiendo nos demuestra la inutilidad de nuestros esfuerzos y la imposibilidad de rectificar fácilmente nuestro comportamiento. De ningún modo podemos improvisar una auténtica conversión evangélica cuando llevamos tanto camino recorrido en sentido contrario al que Dios nos pide. Hemos de realizar un profundo y serio discernimiento espiritual para reconocer en esta situación nuestro pecado -institucional y, sobre todo, personal- y entrar en una purificadora penitencia que nos limpie de todo lo que nos cierra a la luz de Dios. Y, a partir de ahí, podremos abrirnos al amor que nos lleva a la Verdad para, desde ella, entrar en la libertad sobre la que realizar meticulosamente el trabajo de asimilar, en lo concreto de nuestra alma y nuestra vida, el camino por el que Jesús nos salvó y el modo en el que él recorrió ese camino. Ésa es la única tarea en la que debemos centrar todas nuestras energías, puesto que lo que nos jugamos es infinitamente más de los que podemos imaginar.

Quizá esta pandemia nos quite muchas cosas terrenas, pero, a la vez, puede descubrirnos que lo que nos hacía falta era algo diferente a lo meramente humano, y nos sitúe en la disposición de poder recibir los bienes celestiales que son los que realmente necesitamos.

No cabe duda de que, en su providencia, Dios quiere servirse de esta tragedia para que recobremos el sentido de lo sobrenatural, de nuestra condición de seres necesitados de trascendencia y abandonemos la idolatría de lo humano. Quizá sea la «herida» que él quiere curar, limpiándonos del intento soberbio de un nuevo Adán de erigirnos en Dios, para que podamos descubrir que nunca podremos llegar más alto que cuando nos abajamos humildemente en un supremo acto de adoración al Dios único y verdadero.