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La materia de este retiro debería servirnos para orientar la oración durante mucho tiempo y tendríamos que volver a ella con frecuencia para evitar la inercia que nos empuja habitualmente hacia una visión deformada de la santidad que hace imposible que la alcancemos si no mantenemos la visión evangélica de la misma en el sano realismo que Dios nos pide.
Contenido
1. Llamados a ser santos
Hay un texto de san Juan de la Cruz que nos puede servir para tomar conciencia de que cualquier atadura que tengamos, por pequeña que sea, puede impedirnos volar.
¿Qué importa que un pajarillo esté atado con un hilo o con una cuerda? Porque, por fino que sea el hilo, el pajarillo permanecerá atado como si fuera una cuerda hasta que no lo rompa para volar (San Juan de la Cruz, Subida al Monte Carmelo, Libro l, cap. 11).
No hace falta estar lastrado por grandes pecados para no ser santo, basta con el sutil hilo de un apego inconsciente y notamos que nuestros esfuerzos por elevar el vuelo hacia Dios acaban en un estrepitoso fracaso. Y entonces, cuando uno siente eso debe preguntarse con valiente sinceridad: ¿Por qué no soy santo?
Es una pregunta importante, vital; porque Dios nos manda, ya desde el antiguo Testamento: «Sed santos, porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo» (Lv 19,2). Y el mismo Jesús va más lejos al mandarnos: «Sed perfectos, como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48). Y no nos puede pedir algo que sea tan difícil que resulte prácticamente imposible de cumplir; sobre todo cuando el llamamiento a la santidad es universal, según vemos ya en el antiguo Testamento, pero, sobre todo, en el nuevo Testamento.
Bendito sea Dios, Padre de Nuestro Señor Jesucristo, que nos ha bendecido en Cristo con toda clase de bendiciones espirituales en los cielos. Dios nos eligió en Cristo antes de la fundación del mundo para que fuésemos santos e intachables ante él por el amor. Él nos ha destinado por medio de Jesucristo, según el beneplácito de su voluntad, a ser sus hijos, para alabanza de la gloria de su gracia, que tan generosamente nos ha concedido en el Amado. En él, por su sangre, tenemos la redención, el perdón de los pecados, conforme a la riqueza de la gracia que en su sabiduría y prudencia ha derrochado sobre nosotros, dándonos a conocer el misterio de su voluntad: el plan que había proyectado realizar por Cristo, en la plenitud de los tiempos: recapitular en Cristo todas las cosas del cielo y de la tierra. En él hemos heredado también los que ya estábamos destinados por decisión del que lo hace todo según su voluntad, para que seamos alabanza de su gloria (Ef 1,3-12).
Que la santidad sea lo que Dios nos exige a todos no se explica si no es, como vemos en san Pablo, que la santidad es la consecuencia inevitable de la redención de Cristo. En él, por su muerte redentora, hemos recibido todas las bendiciones y la capacidad para ser plenamente hijos de Dios. De modo que no podemos pensar que Dios llegue a la entrega sacrificial de su Hijo para hacernos santos y luego se tome nuestra santidad tan en broma como hacemos nosotros, o nos la haga imposible de alcanzar.
Entonces, ya podemos volver de nuevo a nuestro asunto: ¿Por qué no soy santo? Ya está lanzada la pregunta. No la solemos hacer. De todos modos, no es difícil de responder. Estamos preparados. No nos hacemos la pregunta, pero sí repetimos una y otra vez la respuesta, para que no se nos olvide: «No soy santo, porque ser santo es muy difícil». Ya está, asunto resuelto. Algunos, más humildes, responden más matizadamente. Quizá reconozcan que puede que no sea tan difícil, pero para otros; porque a ellos les resulta prácticamente imposible. «Es que no tengo madera de santo». Y, de nuevo, hemos liquidado el asunto. Pero, ¿acaso Dios hizo a unos de madera de santo y a otros de escayola de mediocres? ¿No nos hizo a todos de la misma pasta, que no es otra que la pasta de la que están hechos los santos?
Hemos de insistir en afirmar que la santidad tiene que ser fácil, al menos según el plan de Dios y según su mirada. El mismo Jesús nos dice: «Mi yugo es llevadero y mi carga ligera» (Mt 11,30). Si fuéramos capaces de liberarnos de nuestros intereses y aceptáramos mirar con los ojos de Dios, entenderíamos bien de qué se trata. Para ello hemos de valorar y buscar esa mirada, a sabiendas de que nos descoloca y compromete.
Por eso deberíamos comenzar este retiro dedicando un tiempo prolongado a dejarnos inundar por la mirada del Señor. Normalmente diríamos que debemos pedirle al Señor que nos dé su mirada; pero no hace falta: él ya nos la ha dado en el bautismo y, por tanto, es nuestra, porque poseemos al Espíritu Santo, que tiene la mirada de Dios. Por eso deberíamos decir que hemos de dedicar tiempo a disponernos a que pueda aflorar en nuestro interior la mirada de Dios, la capacidad que tenemos de ver con sus ojos. Y eso supone aceptar y realizar el trabajo que requiere renunciar a nuestra mirada, como condición imprescindible para que aflore la de Dios. Es lo que pide san Pablo a los fieles de Éfeso:
Que el Dios de nuestro Señor Jesucristo, el Padre de la gloria, os dé espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo, e ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama, cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos, y cuál la extraordinaria grandeza de su poder en favor de nosotros, los creyentes, según la eficacia de su fuerza poderosa (Ef 1,17-19).
Esto nos plantea la necesidad de reconocer ante nosotros dos miradas, entre las que hemos de elegir aquella que queremos que sea la nuestra. Se trata de dos miradas que configuran dos caminos y dos estilos de vida: la mirada de Dios y la mirada humana. De modo que aceptamos entrar en la simplicidad y verdad de Dios o tratamos de que Dios entre en nuestras complicadas trampas. Y él nunca hará esto; de modo que si lo intentamos, nos quedaremos solos ante el destino estéril que nosotros mismos hemos creado.
2. Elegidos con un amor mayor
La elección o predestinación a la santidad, de la que nos habla san Pablo en Ef 1,3-12 es universal. Dios nos ha creado para que alcancemos la unión plena con él en la eternidad. Pero, al parecer son muy pocos los que se dan por aludidos. Hemos creado un mundo y un cristianismo en el que el valor supremo es «ser feliz» en el sentido de no tener problemas, no sufrir, pasarlo bien, no pensar, tener derecho, etc. De modo que todo lo que exija pensar, decidir, comprometerme, renunciar, etc. lo consideramos como una agresión a la felicidad a la que tenemos derecho y de la que tenemos que defendernos. De este modo nos defendemos también de lo que constituye la esencia de la vida humana y hacemos imposible la vida de la gracia. No es el momento de profundizar en esto, pero baste por el momento pensar que ser persona es, fundamentalmente, crecer en la libertad de elegir y, por tanto, de comprometernos.
Hemos de contar con el hecho de que nuestro mundo no valora la santidad, ni entiende que ésta sea el único camino a la verdadera plenitud humana. De hecho, todo lo que suponga la aceptación libre de la renuncia, el sacrificio o la abnegación se entiende como la conformidad con una agresión a nuestro derecho a ser felices, que deberíamos repeler porque nos degrada como personas y nos impide ser personas plenas. Por esta razón el mundo no puede aceptar los valores evangélicos, porque sería lo mismo que reconocer que el sistema de valores sobre los que estamos construyendo nuestra moderna civilización está equivocado; lo que supondría admitir un error de base que viciaría y pondría en riesgo dicho sistema. De modo que, para no tener que plantear o aceptar otros valores que los suyos, el mundo tiene que justificar sus opciones destruyendo cualquier planteamiento que pueda poner en duda los presupuestos en los que se basa nuestra civilización y los objetivos a los que aspira. Ésa es, sin duda, la razón del ataque generalizado hacia la Iglesia católica, y todo lo que representa, por considerarla la mayor amenaza a esa civilización que pretende ser la única concepción posible de la realidad humana.
Para evitar este ataque exterior proveniente del mundo y paliar la dificultad interior que supone ser verdaderamente cristiano, la mayoría de los que pretenden seguir a Jesucristo han establecido muy variadas maneras de edulcorar el Evangelio, hasta conformar una fe que no les moleste ni a ellos ni a los de fuera. Pero este tipo de rebajas de la vida evangélica plantea enseguida el problema de la salvación y la santidad. Es difícil explicar cómo un recorte en la vida cristiana no va a suponer también un recorte en el resultado de la misma: ¿Cómo vamos a salvarnos siendo cristianos «normales» igual que se salvan los santos? Y la cuestión se resuelve muy fácilmente si entendemos que la evangelización y el diálogo con el mundo nos exige acomodarnos a éste y que, en definitiva, la misericordia de Dios permitirá que nos salvemos con relativa facilidad, aunque no seamos santos. Los santos son una rara especie de personas con unas extraordinarias capacidades que sólo tienen como finalidad recordarnos la hermosura de la «utopía» cristiana; pero, por supuesto, no son un modelo de lo que todos estamos llamados a vivir, al menos en lo esencial.
Sin embargo, ante este tipo de planteamientos tan extendidos, hemos de preguntarnos: ¿Podemos renunciar a la santidad y seguir esperando la salvación? ¿Acaso existe la salvación sin santidad? De hecho, hemos de afirmar con toda seriedad que sólo se salvan los santos. Entonces, ¿no habremos inventado nosotros esa distinción entre «salvados» y «santos» para poder dispensarnos alegremente de una santidad a la que renunciamos de inicio, con la excusa de que la santidad es muy difícil?
Nos hemos inventado que basta con no condenarse para ser salvados. En todo caso, quizá podemos conceder que solo haga falta pasar un momento por un Purgatorio que también hemos confeccionado a nuestro gusto para alcanzar la salvación. Pero, si solo se salvan los santos, el Purgatorio no puede ser una broma, sino la tremenda purificación que nos permita alcanzar la santidad que se requiere para entrar en el cielo. Y entonces tendremos que sufrir una purificación muchísimo más dura que la que rechazamos aquí con la excusa de que podíamos salvarnos sin necesidad de ser santos.
El planteamiento simplista de la vida cristiana se viene abajo cuando Dios toma la iniciativa e irrumpe en la vida de una persona dándose a conocer. Por esta razón o por otras (tampoco esto importa mucho) hay personas que se sienten movidas a plantearse la existencia de Dios y el mensaje de Cristo con una especial fuerza. Son una excepción, pero el planteamiento que no pueden eludir es el mismo que la mayoría elude cómodamente de forma permanente.
Es un misterio la razón por la que Dios quiere «más» a algunas personas. Eso no significa que no quiera a las otras, pues a todos ama infinitamente. Pero, por razones que desconocemos, él se vuelca especialmente con aquellos que elige misteriosamente. A ellos les da unas gracias especiales y, a la vez, los «machaca» para que puedan entrar en la dinámica de la Misericordia.
Aquí podemos empezar a entender por dónde va el problema: Afirmar a Dios supone «desafirmarnos» a nosotros. Este es el sentido de las palabras de Jesús a propósito de su llamada:
Si alguno viene a mí y no pospone a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, e incluso a sí mismo, no puede ser discípulo mío. Quien no carga con su cruz y viene en pos de mí, no puede ser discípulo mío (Lc 14,26-27).
Seguir a Jesús de verdad exige aceptar el sufrimiento que supone la necesaria purificación para poder entrar en la dinámica de la gracia, que no es otra cosa que el trasvase de vida y de amor entre Dios y el hombre. Pero se trata de un trasvase que requiere una cierta homogeneidad entre las partes entre las que se realiza dicho trasvase. Por supuesto no se trata de hacer homogéneos la omnipotencia y la debilidad, la eternidad y la temporalidad, etc., sino de alcanzar la homogeneidad que crea el amor, tal como se dice habitualmente: «El amor hace iguales». Y esto no lo hacemos nosotros, sino el amor de Dios actuando en nosotros y configurándonos para hacer posible el trasvase entre la vida de Dios y la nuestra. Ésta es, precisamente, la acción de la Misericordia; y nosotros la experimentamos como una purificación que posee un aspecto fundamental de doloroso desgarro.
3. El único gran pecado
Esta misma gracia de especial predilección por parte de Dios es la que pone de manifiesto el pecado en su más profunda dimensión. Porque si una persona puede reconocer que ha recibido de Dios un don que no todos reciben y, a pesar de saberlo, no reconoce ese don para no tener que responder al mismo, eso supone una infidelidad a Dios tan grande que conlleva la pérdida de la gracia recibida.
Es indigno que uno quiera beneficiarse de una gracia especial y, a la vez, pretenda dar a esa gracia una respuesta mediocre. No es justo que pretendamos lo especial para recibir y lo mediocre para dar. El mismo Jesús se muestra muy exigente con la respuesta inadecuada que dan los que han recibido mucho:
El criado que, conociendo la voluntad de su señor, no se prepara ni obra de acuerdo con su voluntad, recibirá muchos azotes; pero el que, sin conocerla, ha hecho algo digno de azotes, recibirá menos. Al que mucho se le dio, mucho se le reclamará; al que mucho se le confió, más aún se le pedirá (Lc 12,47-48).
Y san Pablo lamenta enérgicamente que los cristianos de Galacia hayan empezado a vivir la vida de la gracia para acabar desvirtuándola:
¡Oh, insensatos Gálatas! ¿Quién os ha fascinado a vosotros, a cuyos ojos se presentó a Cristo crucificado? Solo quiero que me contestéis a esto: ¿Recibisteis el Espíritu por las obras de la ley o por haber escuchado con fe?¿Tan insensatos sois? ¿Empezasteis por el Espíritu para terminar con la carne?¿Habéis vivido en vano tantas experiencias? Y si fuera en vano… Vamos a ver: el que os concede el Espíritu y obra prodigios entre vosotros, ¿lo hace por las obras de la ley o por haber escuchado con fe? (Gal 3,1-5).
Realmente los que tienen una mayor capacidad para el pecado son los que han sido elegidos especialmente para ser santos. Y ellos ponen de manifiesto el verdadero pecado, quizá el único y más profundo de los pecados, que es el pecado de no ser santo.
No es difícil reconocer el pecado de Judas como el más odioso, el más miserable. Sin embargo, ése es el pecado de los santos. Porque lo que Dios se juega cuando se vuelca con una persona, no es que ésta le ofenda con unas cuantas faltas, más o menos graves, sino que traicione ese amor en el que Dios ha puesto su corazón.
Thomas Couture, El beso de Judas
Estamos ante una aberración que parece inexcusable; sin embargo existen, de hecho, muchas excusas para justificar esta traición. El mismo Judas se había convencido de que hacía lo más conveniente al traicionar al Señor.
Además, la grandeza del amor con el que Dios nos bendice es, precisamente, lo que hace posible la tragedia del mayor de los pecados. Y ése es, paradójicamente, el riesgo de la misericordia: sólo podemos saber cuánto nos ama Dios cuando él mismo nos da la capacidad de negarnos a ese amor, sea abiertamente o, apoyados en el subterfugio de cambiar su amor por otro, aparentemente más adecuado, inventado a nuestro gusto.
Esto pone de manifiesto que los «pecados» que podemos reconocer en nosotros o en los demás no son sino la expresión de algo más hondo e importante: los cimientos sobre los que se construye toda nuestra vida como personas y como cristianos.
Y aquí, evidentemente, nos encontramos con el mal y su repercusión en nuestra vida; un mal del que el pecado es su manifestación más clara. Pero la importancia y gravedad del pecado va más allá del mal, al menos tal como lo entendemos normalmente. El problema del mal, lo que lo hace más peligroso, es que hunde sus raíces en un terreno en el que no queremos entrar y, por tanto, no podemos arrancar las raíces de unas plantas que destruyen nuestra vida. Porque lo que hace especialmente peligroso el mal en nuestra vida es que se alimenta y crece en el rincón más oculto de nuestra alma, donde se esconde las tinieblas y la mentira.
Luz y tinieblas: ése es el único problema de la vida espiritual. No es el asunto del bien o el mal. Eso está fuera de discusión cuando uno busca ser fiel a Dios. Pero uno puede buscar el bien y, si está en tinieblas, cualquier bien puede pasar como voluntad de Dios. Así podemos hacer lo que nos conviene, creyendo y pareciendo que hacemos lo que Dios quiere. Y convertimos algo objetivamente bueno en una mentira que hace de ese acto bueno una abyecta traición. Es la denuncia que aparece varias veces en el Evangelio:
La luz brilla en las tinieblas y las tinieblas no la recibieron (Jn 1,5).
Este es el juicio: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra el mal detesta la luz, y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que obra la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios» (Jn 3,19-21).
En la medida en que permanezco en las tinieblas y la mentira que hay en mí, no puedo ayudar a los demás a salir de las suyas, me convierto en un «ciego que guía a otro ciego» (Mt 15,14) y me hago cómplice de su pecado. Es más, en esa misma medida necesito el pecado de los demás para justificar el mío.
4. El plan de Dios y el muro
En el cristiano normal, el amor propio y el amor de Dios conviven perfectamente sin molestarse. Cada uno tiene su parcela y ninguno pone en riesgo la parcela del otro. Pero cuando se plantea la santidad, ya no cabe convivencia; es la guerra entre el amor de Dios y el amor propio. Y es una guerra a muerte, de modo que uno de los dos debe desaparecer totalmente hasta que el otro triunfe.
Ningún siervo puede servir a dos señores, porque, o bien aborrecerá a uno y amará al otro, o bien se dedicará al primero y no hará caso del segundo (Lc 16,13).
En el proceso de la santificación intervienen: la gracia de Dios, la respuesta del hombre y la acción del demonio. Y, si queremos que nuestro trabajo espiritual tenga fruto, es de vital importancia que conozcamos las funciones que tienen cada uno de estos tres actores y sus diferentes estrategias de acción. Veámoslo en resumen:
Tal como hemos visto en el himno del primer capítulo de la carta a los Efesios, Dios tiene un proyecto detallado para llevarnos a la unión plena con él. Para eso nos ha pensado desde toda la eternidad y nos ha creado. Y ese proyecto cuenta con nuestra realidad: nuestra psicología, historia, entorno, etc.; es más, está perfectamente adaptado a nosotros; de manera que nos resulte fácil alcanzar la santidad, siempre que descubramos el camino recto que lleva desde nuestra identidad más específica hasta la unión con Dios. Y, apoyándose en este proyecto, Dios va tirando de nosotros hacia él, dándonos la luz y la fuerza para llevarlo a cabo.
Pero, a la vez, el enemigo tira de nosotros en sentido contrario. No tanto para empujarnos al mal, sino para cambiar el proyecto de Dios por otro. Y para lograrlo, al igual que Dios, también se sirve de nuestra realidad (psicología, historia, entorno, etc.). Con una hábil estrategia pretende conseguir que nosotros mismos levantemos un muro que impida la acción de Dios. Para ello nos anima, en la misma línea de la gracia, a desear ser santos; de modo que decidimos lanzarnos a lograrlo poniendo en ello todas nuestras fuerzas. Pero la incitación del enemigo nos empuja a un exagerado heroísmo que alimente nuestro amor propio y que, al contrario de lo que hace Dios, no tenga en cuenta nuestra identidad, de modo que gastemos nuestras fuerzas en alcanzar una meta imposible que nada tiene que ver con nosotros.
El pasaje evangélico de la viuda pobre (Mt 12,41-44) muestra el diferente juicio que le merecen a Dios las grandes renuncias hechas para ser vistos y la renuncia absoluta, que sólo Dios ve, hecha exclusivamente para agradarle. Unos renuncian a cantidades importantes de dinero, lo que exige una gran generosidad, pero sin poner en riesgo su seguridad personal y consiguiendo el reconocimiento de los demás; mientras que la viuda pobre entrega una pequeñísima limosna, pero se desprende de lo único que tiene, poniendo en riesgo su vida y sin obtener ningún reconocimiento externo. Sólo esta mujer nos enseña el valor de la verdadera renuncia, la del que lo da todo; pero no el todo absoluto, sino sólo aquello que le es más necesario para vivir; y así entra en la vía por la que Dios puede ser todo para ella.
Si caemos en la trampa de sustituir la pequeña renuncia que debemos hacer por otra, mucho más grande y visible, acabamos agotándonos en una larga batalla en la que no pasamos de buenos o mediocres. Notamos que todos nuestros esfuerzos se estrellan ante un invisible muro que acaba convenciéndonos de que es imposible superarlo.
El gran problema de este muro es que lo levantamos nosotros. Como, aparentemente, nuestra atadura impide nuestro progreso, la negamos y la defendemos levantando una fortaleza a su alrededor. Pero Dios necesita precisamente esa misma miseria, que es la que nos hace pobres y necesitados, para hacernos santos. De modo que, al defenderla, le impedimos a Dios el acceso a ella y, por tanto, a nosotros; a lo que nosotros somos en verdad. Y éste es el éxito del demonio: conseguir que nosotros mismos hagamos imposible el objetivo que pretendemos y, con toda lógica, tengamos que renunciar a la santidad verdadera o la cambiemos por un sucedáneo de la misma fabricado a nuestro gusto.
Por esta razón resulta más fácil la conversión de los pecadores que la de los «buenos cristianos», puesto que las tentaciones del mundo y de la carne les inducen al pecado directamente, haciendo muy difícil que puedan hacer trampa. Los publicanos y las prostitutas de los que dice Jesús que nos precederán (excluyéndonos) en el Reino de los cielos (Mt 22,31) no se atreverían a pretender que están dando gloria a Dios y cumpliendo su voluntad al realizar algo que evidentemente es pecado.
La clave del problema radica en que Dios no puede derribar un muro que hemos levantado nosotros mismos para defendernos de él, pues siempre respeta nuestra libertad. Pero nosotros difícilmente podremos derribar algo que no sabemos que hemos construido, y, menos aún, que lo hemos hecho para defendernos de aquél a quien decimos buscar.
El resultado en este proceso es la situación en la que se encuentran habitualmente la mayoría de quienes quieren ser santos: desean apasionadamente entregarse a Dios totalmente y lo intentan una y otra vez, pero chocan siempre con un muro invisible que les impide salir de la mediocridad. Y en ese conflicto permanente va pasando el tiempo sin que se vea un avance que se corresponda con los esfuerzos realizados; sino que se experimenta el mismo fracaso después de repetir una y otra vez el mismo salto a la santidad. Esta insistencia en el mismo proceso ineficaz lleva necesariamente a una dolorosa frustración que normalmente termina en la renuncia a la santidad y en la acomodación a la mediocridad y, a veces, en la misma pérdida de fe. Y lo peor de este abandono es que se justifica con el siguiente razonamiento lógico: «Si hago todo lo posible para ser santo y no lo consigo, eso significa que la santidad es imposible, al menos para mí; por lo tanto voy a dejar de intentarlo».
El P. Molinié tiene una acertada reflexión en este sentido, que puede ayudarnos a entender mejor el proceso al que nos referimos:
Nuestra situación es comparable a la de un país infestado de bandidos. Los bandidos son nuestros pecados, eventualmente nuestros vicios, más profundamente la parte de orgullo que se mezcla con nuestra misma virtud y que quiere violentamente ser algo.
A causa de los bandidos, el país tiene muchas dificultades para vivir. La circulación no es segura, los intercambios difíciles, la vida cultural, las alegrías de la familia y de la amistad no se desarrollan. Es la situación a menudo descrita por los psiquiatras y violentamente gritada por los poetas: el hombre es un lobo para el hombre, no se comunica, no hay amor feliz.
El pueblo aprende que en las fronteras reina un rey maravilloso dotado de una armada poderosa. En su desesperación, lanza un llamamiento al rey, que franquea la frontera con su armada. Apenas ha aparecido él, los bandidos van a ocultarse en lo más profundo de los bosques y de las grutas. El país respira, la vida prosigue, el rey ocupa sus buenas ciudades: es el fruto de nuestro don absoluto a Jesucristo… Nuestro corazón vuelve de nuevo a vivir, nuestras cualidades se desarrollan, conocemos la alegría y la paz.
En realidad, estamos lejos de ello, y nuestro ideal es bien mediocre. Lo que llamamos la paz es más bien un compromiso, una dosificación entre el bien y el mal ( ¡llamada «equilibrio»! ). Soñamos con una «coexistencia pacífica» entre el hombre viejo y el nuevo, nuestro corazón de piedra y nuestro corazón de carne, el orgullo y el espíritu de infancia: «No es brillante, pero, en fin, nos entendemos aún más o menos. ¡No hay que pedir demasiado! »
Pero Cristo no ha venido para eso: «Os dejo mi paz, os doy mi paz. No os la doy como la da el mundo…» El mundo la da a modo de compromiso: Cristo quiere dárnosla por medio de la extinción de todo lo que amenaza la circulación del Amor.
Entonces, el rey dice un día:
«-Cuando vine, había bandidos en este país. ¿Qué ha sido de ellos?
-Señor, están escondidos, duermen, son neutralizados…
-Esto no puede seguir así: ¡hay que acabar con ellos! Voy a perseguirlos y exterminarlos.
-¡Oh! ¡Pero vas a despertarlos! Tendremos de nuevo guerra…
-No he venido a traeros la paz (según vuestra idea), sino una guerra de exterminación contra todo lo que amenaza mi paz. Toda criatura debe ser castigada por el fuego, y yo he venido a arrojar ese fuego sobre la tierra.»
Es, por tanto, el rey mismo quien desencadena a los bandidos, que su presencia había adormecido. No hay que sorprenderse de que extrañas tentaciones se despierten en nuestros corazones y en nuestros cuerpos después de largos años pasados al servicio de Cristo: despertar de fiebres adormecidas, o incluso eclosión de fiebres desconocidas. Es el Espíritu Santo quien provoca tales fiebres cuando nuestra hora ha llegado. Hay que saber eso, hay que comprender que es normal, pues llevamos en nosotros cosas peligrosas.
Meditad la Carta a los Romanos: «Yo siento dos hombres en mí.» Pero no creáis que se trata de un estado definitivo. Muchos se imaginan que el ideal de la vida cristiana es evitar que el hombre viejo haga de las suyas. Hay que ir mucho más lejos, es preciso darle muerte. En las cartas pastorales, Pablo nos dice lo mismo, sino: «He combatido el buen combate, mi carrera está terminada, espero la corona de justicia.» Mientras sintamos dos hombres en nosotros, no estamos completamente salvados.
Tras varios años de vida cristiana o religiosa, alcanzamos un cierto límite que no podemos jamás sobrepasar por nosotros mismos. Hacemos progresos, pero dentro de límites estrechos. Llegamos entonces a la coexistencia pacífica de la que hablaba: por nosotros mismos, lo repito, no podemos hacer más. Pero lo que es imposible a los hombres, es posible a Dios, y no tenemos derecho a dudar de ello.
Entonces, si nosotros lo creemos verdaderamente, podemos todavía hacer una cosa. Podemos decir a Dios: «Acepto el tratamiento»… y firmar nuestra hoja de hospitalización, nuestra entrada en el monasterio de las purificaciones pasivas. Entonces, Dios sabe cómo hacer. Él nos da la sangre de Cristo, la cual tiene el poder de obrar el milagro de nuestra santificación total, de hacer de nosotros seres que, aun en sus primeros movimientos, no ofrecen ninguna resistencia profunda a la voluntad de Dios: son los santos. Todo lo que él nos pide, es creer en ello y desearlo (M.D. Molinié; El coraje de tener miedo, 7ª variación).
5. Identificar la causa
Para empezar el trabajo espiritual que nos permita responder adecuadamente al proyecto de santidad que Dios tiene sobre nosotros hemos de tener en cuenta que el muro que levantamos para impedir que Dios actúe lo hemos construido con la atadura con la que el amor propio tiene atrapada nuestra alma. Una atadura que, a fuerza de ignorarla, no la podemos reconocer y, al no reconocerla, no nos podemos liberar de ella. Y precisamente, tal como hemos visto, construimos el muro para reforzar la atadura y defenderla de su único adversario real, que es Dios; y así quedamos nosotros aislados del mismo Dios. Recordemos, una vez más, las palabras del Señor: «Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón» (Mt 6,21).
Por eso, en el fondo, todo el proceso de la santidad depende, en la práctica, de reconocer y aceptar la atadura. Porque no basta con reconocer; que eso es algo que podemos llegar a hacer alguna vez, en un acto excepcional de sinceridad. Hasta que no la aceptamos no podemos empezar a ser libres, porque seguimos bajo la tiranía de la atadura.
Santa Teresa del Niño Jesús es un magnífico ejemplo de esto. Ella conocía bien las ataduras de su corazón y contaba con ellas para aceptar lo que necesitaba para liberarse:
¡Qué lástima me dan las almas que se pierden…! Es tan fácil extraviarse por los senderos floridos del mundo… Ciertamente, para un alma un tanto elevada, la dulzura que él ofrece va mezclada de amargura, y el vacío inmenso de los deseos nunca podrá llenarse con las alabanzas de un instante… Pero si mi corazón no se hubiese elevado hacia Dios desde su primer despertar, si el mundo me hubiese sonreído desde mi entrada en la vida, ¿qué habría sido de mí…? (Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrito A, 40rº).
¿Qué habría sido de mí si, como pensaba la gente del mundo, hubiese sido «el juguete» de la comunidad…? Quizás, en lugar de ver a Nuestro Señor en mis superioras, no me hubiera fijado más que en las personas; y entonces mi corazón, que había estado tan protegido en el mundo, se habría atado humanamente en el claustro… Gracias a Dios, no caí en esa trampa (Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrito A, 70vº).
Con un corazón como el mío, me habría dejado atrapar y cortar las alas, y entonces ¿cómo hubiera podido «volar y hallar reposo»? ¿Cómo va a poder unirse íntimamente a Dios un corazón entregado al afecto de las criaturas?… Pienso que es imposible. Aunque no he llegado a beber de la copa emponzoñada del amor demasiado ardiente de las criaturas, sé que no me equivoco. ¡He visto a tantas almas volar como pobres mariposas y quemarse las alas, seducidas por esta luz engañosa, y luego volver a la verdadera, a la dulce luz del amor, que les daba nuevas alas, más brillantes y más ligeras, para poder volar hacia Jesús, ese Fuego divino «que arde sin consumirse»! (Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrito A, 38rº-38vº).
En ocasiones las evidentes dificultades que le vienen de una vida comunitaria muy difícil y dura la empujan a buscar el consuelo legítimo de la compañía de su hermana, que siempre ha sido como su madre para ella y ahora es la priora del convento; sin embargo renuncia a ello precisamente para no impedir el camino real que sabe que le lleva a la meta:
Recuerdo que, siendo postulante, me venían a veces tan fuertes tentaciones de entrar en su celda por mi satisfacción personal, por encontrar algunas gotas de alegría, que me veía obligada a pasar a toda prisa por delante de la procura y a agarrarme fuertemente al pasamanos de la escalera; me venían a la cabeza un montón de permisos que pedir. En una palabra, encontraba mil razones para dar gusto a mi naturaleza… (Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrito B, 21vº-22rº).
Cualquiera que hubiera visto a una niña de quince años tan ilusionada por entrar en el Carmelo habría pensado en que su vocación, aun siendo real, tenía mucho de ilusión infantil. Sin embargo, resulta asombrosa la clarividencia de una niña que es consciente de su atadura y elige libremente el camino que Dios le ofrece como medio para destruir la atadura. De ese modo busca la cruz como forma de liberarse de su atadura y poder ser libre para amar verdaderamente a Dios:
Por fin, mis deseos se veían cumplidos. Mi alma sentía una PAZ tan dulce y tan profunda, que no acierto a describirla. Y desde hace siete años y medio esta paz íntima me ha acompañado siempre, y no me ha abandonado ni siquiera en medio de las mayores tribulaciones. […]
Pero la alegría que sentía era una alegría serena. Ni el más ligero céfiro hacía ondular las tranquilas aguas sobre las que navegaba mi barquilla, ni una sola nube oscurecía mi cielo azul… Sí, me sentía plenamente compensada de todas mis pruebas… ¡Con qué alegría tan honda repetía estas palabras: «Estoy aquí, para siempre, para siempre…»!
Aquella dicha no era efímera, no se desvanecería con las ilusiones de los primeros días. ¡Las ilusiones! Dios me concedió la gracia de no llevar NINGUNA al entrar en el Carmelo. Encontré la vida religiosa tal como me la había imaginado. Ningún sacrificio me extrañó. Y sin embargo, tú sabes bien, Madre querida, que mis primeros pasos encontraron más espinas que rosas… […]
Cuando se quiere alcanzar una meta, hay que poner los medios para ello. Jesús me hizo comprender que las almas quería dármelas por medio de la cruz; y mi anhelo de sufrir creció a medida que aumentaba el sufrimiento.
Durante cinco años, éste fue mi camino (Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrito A, 69rº-69vº).
Esta misma lucidez la encontramos en San Rafael Arnáiz, el joven monje trapense que tiene que salir de la Trapa, por enfermedad, hasta seis veces; y cada regreso al monasterio le exige revivir el desgarro que supone abandonar a su familia; especialmente las últimas veces, en las que, además, sabe que no podrá encontrar en la Trapa los cuidados que precisa en su enfermedad. Sabiendo lo que le espera, abraza la cruz para poder liberarse de su atadura y entrar en la dinámica del amor de Dios:
En la vida de comunidad, mientras no aprenda a dominar todo mi «sistema nervioso», no sabré jamás lo que es aprender a mortificarme […]. Pobre hermano Rafael… luchar hasta morir; he ahí su destino. Ansias de cielo por un lado, y corazón humano por otro. Total… sufrimiento y cruz.
Pobre hermano Rafael, de corazón demasiado sensible a las cosas de las criaturas… ¿Qué esperas de lo que es miseria y barro? Pon tu ilusión en Dios y deja a la criatura…, en ella no hallarás lo que buscas… Llegaré, Señor, hasta donde Tú quieras, pero dame fuerzas, y el socorro a su debido tiempo…, mira, Señor, lo que soy… Pobre hermano Rafael…, viniste a la Trapa a sufrir…, ¿de qué te quejas?… (Cuaderno: Dios y mi alma, 26 de diciembre de 1937).
La mayor dificultad que conlleva la atadura es su arraigo en nuestra alma, a base de haber pasado toda nuestra vida sin querer reconocerla como un obstáculo y considerando que era algo que debíamos «cuidar». Como nos dice el mismo Jesús: «Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón» (Mt 6,21). Este apego crea una verdadera resistencia a entrar en el terreno de influencia de la atadura (complejos, pasiones compensatorias, etc.) que acaba dando forma a nuestra personalidad humana y cristiana. Esa misma resistencia, en forma de miedos, excusas, justificaciones o culpabilizaciones hacen más difícil de reconocer la atadura y afrontar sus consecuencias. Y ese mismo arraigo hace que la atadura ya no sea algo que tengo, ni algo mío, sino que se convierte en yo mismo: ha llegado a identificarse conmigo de tal manera que no la puedo encontrar cuando la busco entre mis posesiones, porque miro a mi alrededor, cuando es a mí mismo a quien tengo que mirar.
En la medida en que no la reconozco y no la acepto, la atadura va teniendo más fuerza e impunidad para esclavizarme y obligarme a actuar a su favor y a justificar mi actuación. Esto impide abrirme al llamamiento del Señor porque hace imposible el negarme a mí mismo, porque supone liberarme de la atadura, y abrazar la cruz, que es la consecuencia de la misma.
Sólo la aceptación lúcida y amorosa de la purificación necesaria puede permitir a Dios ayudarme a derribar el muro que me permita salir de las tinieblas y la mentira y entrar en la verdad liberadora que me abre al amor y la misericordia de Dios.
6. El verdadero camino a la santidad
Queda claro que el camino al que el Señor nos llama no se recorre con nuestro esfuerzo por hacer trabajos y sacrificios ajenos a nuestra atadura y nuestra cruz. Todo se basa en la fe en su forma más pura y simple, que es la confianza y el abandono.
La clave de todo está en la confianza, que es la certeza del amor por encima de todo. Si soy capaz de confiar, estoy salvado. Pero, precisamente, aquí aparece de nuevo el problema: no puedo confiar de verdad si estoy atado por mis miedos, que son la esclavitud y el lastre de mi yo.
Por eso el abandono tiene que ser la lucha constante por aceptar la crucifixión o martirio que nos proporciona la misma atadura y, desde la experiencia de pobreza y miseria que produce en nosotros la renuncia a lo más nuestro, entregarnos constantemente, una y otra vez, al fuego del amor de Dios, desde el vértigo de saber que nos va a consumir y, sobre todo, va a consumir nuestra atadura, que es nuestro más preciado tesoro. Solamente cuando nos lanzamos confiadamente a ese fuego devorador descubrimos que, no sólo no nos ha destruido, sino que es lo único que nos construye verdaderamente.
Una vez más, el P. Molinié lo expresa con gran hondura y claridad.
Entonces, cuando pretendemos hacernos mejores, inconscientemente hacemos muchos esfuerzos para disimular a base de «buenas acciones», ante todas las miradas y en primer lugar ante la nuestra, cuando nosotros somos «malos», según la expresión de Cristo. El don de ciencia nos sugiere, pues, haciéndonosla saborear delicadamente, con qué ternura Jesús «ama nuestra miseria» según la expresión empleada incansablemente por Josefa Méndez…; y el don de consejo nos invita a «reunirnos» con esta miseria, no con la lucidez despiadada (y, por otra parte, verdadera) que intenta comunicarnos violentamente el demonio, sino con la lucidez más profunda aún que nos ofrece el Espíritu Santo a modo de sabor, y que nos enseña a descubrir con estupor en esta misma miseria el arma absoluta que nos da todo poder en el corazón de Dios, porque es ella la que le seduce en nosotros y no los dones que ya nos ha dado, ni ninguno de los que está dispuesto a verter en avalancha sobre esta miseria que le atrae. Esto se comprende muy a fondo si pensamos que la miseria es la única cosa que Dios no puede encontrar en él, en consecuencia, la única que puede amar fuera de él (Molinié, La visión cara a cara)1.
A partir de esta disposición, ya puede uno mantener el esfuerzo ascético y espiritual que requiere la santidad. No faltarán dificultades, incertidumbres, miserias ni pecados. Pero no caeremos en la frustración y la desesperanza a las que lleva el añadir siempre más de lo mismo al estéril esfuerzo que supone luchar por alcanzar a Dios con nuestras fuerzas.
No pretenderemos, como suele hacerse, alcanzar la santidad «con la ayuda de Dios», sino que nos abriremos a la gracia de Dios, que ya poseemos y que nos hace santos, sabiendo que somos nosotros los que tenemos que ayudar al verdadero artífice de nuestra santificación; y eso sin otro trabajo que dejarnos hacer por Dios, lo que, en concreto, se reduce a aceptar la demolición de nuestro muro que realiza el mismo Dios.
Este trabajo permanente de lucidez exige la revisión permanente de los criterios de discernimiento que nos mueve a buscar permanentemente nuestra atadura y nuestra cruz, para construir con ellas el vínculo de amor que permite a Dios mantener el trasvase de su vida a la nuestra. Esos criterios de discernimiento exigen que nos preguntemos: «¿Qué es lo que no acepto de mí? ¿Qué es lo que no acepto en mi vida? ¿Qué me hiere? ¿Qué me enfada? ¿Qué me hunde? ¿Qué es aquello de lo que pienso: “Sin esto podría ser santo”, o “si me pudiera liberar de tal cosa podría seguir al Señor de verdad?» Por ahí van los apegos, las cadenas que me atan a mí. Esa mirada hay que renovarla constantemente y mantenerla para que la atadura no arraigue en nuestra alma.
Complementariamente a este trabajo, hemos de aceptar la purificación pasiva que Dios quiere hacer en nosotros para liberarnos. A pesar de nuestra mejor disposición a desprendernos de nuestras cadenas, somos incapaces de hacerlo por nosotros mismos. Es una dificultad parecida a la que tiene aquel al que han de amputarle un miembro para que no muera: él puede aceptar perder el miembro y acceder a que se lo amputen; eso puede ser muy duro; pero lo verdaderamente duro, casi imposible, sería que él mismo tuviera que realizar la amputación. Podemos dejar que nos corten una pierna, pero no podemos cortárnosla nosotros. Podemos dejar que Dios nos desgarre para arrancarnos la atadura; pero no podemos liberarnos de ella por nosotros mismos.
Ésta es la razón por la que Dios busca realizar en nosotros esa purificación que hemos de aceptar «pasivamente». Por eso, cuando el Señor irrumpe en nuestra vida con su gracia, la misma invitación a entrar en la comunión de vida con él comporta la petición para que aceptemos libremente que realice en nosotros el despojo necesario para liberarnos de la atadura que nos impide volar a la santidad. Si aceptamos podemos comprobar que Dios se sirve de nuestra misma atadura, así como de las dificultades propias de la vida, para «machacarnos» sin aparente misericordia y sin pausa hasta que consiga arrancar de nosotros las cadenas.
Esta obra concienzuda de purificación puede entenderse como una agresión por parte de Dios y podemos negarnos a ella. Su respeto por nuestra libertad hará que deje de purificarnos; pero caeremos en el abismo de nuestro yo, consumidos por nuestro amor propio.
A la vez, la aceptación de la demolición que Dios nos ofrece constituye la única manera de entrar en el verdadero acto de abandono del que se alimenta la fe y expresa el verdadero amor que nos hace capaces de entrar en la comunión de amor de la Trinidad. Si mantenemos esta mirada, que es la mirada de Dios, sobre nosotros, y sobre su acción, sabremos reconocer la mano misericordiosa de Dios en el momento de la cruz, aceptaremos su acción y entraremos en el único camino de la libertad y la salvación.
Esto no es difícil, aunque sí resulta duro y desgarrador. El mismo Jesús tuvo que pasar por esta experiencia en Getsemaní, convirtiéndose para nosotros en modelo y consuelo; porque al sumergirse en el desgarro de la purificación nos ofrece el modelo perfecto de cómo hemos de vivir el abandono en Dios y, a la vez, nos regala el consuelo de saber que, por duro que sea este camino, es el único que nos conduce con seguridad a la gloria y que, pase lo que pase, él nos acompaña siempre, porque en su Getsemaní, Jesús se hizo para siempre hermano de todos aquellos que acepten entrar en su Getsemaní para poder ser verdaderamente fieles a Dios, libres de la falsedad y el egoísmo al que nos empuja nuestro amor propio.
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