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Introducción

En un retiro anterior vimos cómo nuestra realidad personal, en lo que tiene de más negativo, es el campo en el que la gracia nos impulsa a la verdadera santidad. Pero esa misma realidad, que configura nuestra vida, es, a la vez, la mayor dificultad para ser santos. Nuestros apegos afectivos, nuestras necesidades, miedos, complejos, etc. constituyen la gran dificultad para el crecimiento de la gracia, en la medida en la que dejamos que sean más verdaderos y reales que la misma gracia.

Cuando Dios nos ilumina con su luz, no podemos negar su acción sin negarnos a nosotros mismos, y tratamos de responder a una Verdad que reconocemos como ineludible. Pero cuando esa Verdad se enfrenta con nuestras verdades, surge el conflicto interior sustancial que determina lo esencial de nuestra vida y el desarrollo de la gracia. En definitiva es ahí donde nos jugamos realmente la santidad, incluso la salvación.

Todos llegamos a ese punto en el que entran en conflicto las dos grandes fuerzas que operan en nuestro interior. Incluso, muchos parten de él. Se trata de una situación muy simple:

  • a) Dios irrumpe en el alma descubriendo la Verdad de lo que es él y lo que somos nosotros, del sentido de la vida y la meta para la que hemos sido creados. Es la Verdad luminosa que ordena nuestra existencia, nuestros valores y que, lejos de poder ser dominada por nosotros, nos «domina» a nosotros, en el sentido de que orienta y condiciona toda nuestra vida.
  • b) Pero esa Verdad ‑con mayúsculas‑ no anula la verdad más inmediata y sensible de las exigencias que nos impone nuestra psicología, el mundo en el que vivimos, nuestra propia historia, etc.

Son dos mundos, con objetivos y medios muy definidos y coherentes en sí mismos, pero incompatibles entre ambos. Y esa incompatibilidad nos lleva necesariamente a tener que decidirnos realmente por uno de esos dos mundos. Incluso aunque no reflexionemos o no decidamos, estamos tomando una decisión, más o menos consciente, que orienta nuestra vida de un modo o de otro.

No existe alternativa posible más allá de afirmar la verdad que Dios nos ofrece y relativizar nuestra propia verdad o, por el contrario, afirmar lo que sentimos y somos, materialmente hablando, y negar todo lo que supone la acción de Dios en nosotros: la revelación, la gracia y la salvación. De una forma u otra, todo se juega en este punto. Es el «ser o no ser» de la santidad.

La tentación de no elegir entre esas dos realidades: la mediocridad

Y aquí, en este punto crucial, surge el fascinante espejismo de poder encontrar un fácil equilibro que salve todos los beneficios sin tener que pagar ningún precio. Así, establecemos un sistema perfectamente ensamblado que nos permita aspirar a elevados ideales y objetivos a los que, de alguna manera, nos sentimos con derecho; que nos permita disfrutar fácilmente de la gracia con la que Dios nos facilita alcanzar estos objetivos; pero sin que nada de esto influya realmente en la realidad concreta de nuestra vida. De hecho, nuestra vida está inicialmente marcada, no por nuestros pecados o faltas, ni por la gracia, sino por la influencia que tienen sobre nosotros nuestras ataduras y esclavitudes materiales o psicológicas; o, dicho de otro modo, por el modo cómo negamos la contradicción entre la gracia y la atadura.

Esto es, además, especialmente problemático: primero, porque nos blinda ante la gracia y hace imposible que pueda fructificar; pero, sobre todo, porque es contagioso y crea un gran problema de escándalo. Si establecemos una estructura lógica que justifique la falsedad que supone una santidad sin esfuerzo, les damos a los demás la coartada para que, incluso de antemano, puedan justificar su renuncia efectiva a la santidad y a la gracia. Y todo esto está basculando sobre la verdad, que es lo que se juega en el fondo. En esencia es un problema de verdad o mentira. Y exige de nosotros una conciencia muy clara de cuál es la verdad de lo que cada uno es y de lo que es Dios, y la resolución del problema que supone el conflicto entre la gracia y la atadura.

Pero Dios ha resuelto ese conflicto por medio de Jesucristo, que es la luz y la solución al problema. Evidentemente se trata de una solución que tiene un precio. Por eso nosotros preferimos resolverlo a nuestro modo, para evitar tener que pagar el precio. Un modo que es mucho mejor, más fácil, pero que es falso.

Justo en el punto en el que Dios nos llama a la santidad como radicalidad en la verdad y amor a fondo, surge la tentación de la acomodación y la comodidad, lo que nos lleva a la mediocridad. Quien piensa y quiere vivir en el nivel de la comodidad, aun sin negar explícitamente el de la radicalidad, ése es el mediocre. Conviene que veamos en qué consiste esta forma sutil de traicionar, sin que lo notemos, nuestra identidad y nuestra misión.

Cuando hablamos de «radicalidad», el mundo actual se pone en guardia porque entiende que es sinónimo de exageración en algo negativo. Es más, el mundo valora la exageración en aquello que considera importante, pero no lo admite para todo lo demás. Para él es un héroe el que exagera en el derecho de los homosexuales al matrimonio, el derecho de las mujeres a disponer de la vida de sus hijos no-nacidos; y ve admirable exagerar la democracia, la libertad, etc. Pero el que defiende el derecho del no-nacido a la vida es un «radical», al igual que el cristiano que defiende los compromisos básicos de su fe, como la misa dominical, también es un «radical», un exagerado, un peligroso fanático. Por eso, no deberíamos olvidar que la radicalidad no es un valor que pueda definir el mundo en virtud de sus intereses o cálculos, sino que es algo que hace referencia a la verdad de las cosas, porque ser «radical» es ir a la «raíz», a la verdad, a la esencia de la realidad, independientemente de las modas o de las ideologías que imperen en un momento en el mundo.

El mediocre no reconoce las limitaciones

Una de las cosas que más nos cuesta es reconocer nuestras limitaciones y dejar de justificarlas. Pero si no las reconocemos estamos condenándonos a nosotros mismos a vivir dentro de las fronteras de esas limitaciones, esclavizados por ellas de por vida y necesitados de esclavizar a los demás a sus limitaciones para poder justificarnos y, por lo tanto, condenados a la mediocridad. Y eso supone que nos condenamos a nosotros mismos a permanecer inmaduros de por vida, no sólo psicológicamente sino también espiritualmente. Así, a una vida limitada en lo afectivo y relacional, le corresponde la vida espiritual limitada de un niño.

Sólo podemos salir de la mediocridad partiendo de un simple acto, que tiene que ser valiente y doloroso, por el que reconocemos nuestras ataduras y lo que significan para nosotros, a la vez que afirmamos a Dios y su gracia como lo único verdaderamente real que tenemos que salvar en nuestra vida.

Por eso, para superar la mediocridad hemos de partir de la realidad: de la realidad de lo que somos, con nuestras ataduras concretas, y de lo que es Dios, con su poder y su gracia. Pero eso no significa que tengamos que partir de dos realidades contrapuestas e iguales en importancia o fuerza. Partir de la realidad significa que somos conscientes de nuestras limitaciones y lo que suponen de obstáculo para la gracia. Contamos con ello; pero nuestro punto de partida no es eso, sino lo que hay de más real y verdadero en nosotros, que es la obra de la gracia. Partimos de nuestra condición de hijos de Dios, del ser nuevo re-creado a imagen de Cristo. Ése es el verdadero realismo cristiano.

El mediocre limita metas y objetivos

En el conflicto entre las incapacidades y los objetivos, en vez de trabajar por alcanzar la meta, el mediocre limita sus aspiraciones reales a lo que puede alcanzar cómodamente. Ahí muere la pasión, la esperanza, la fe, el amor heroico. El mediocre vive como si su principio estuviera en sí mismo y actúa según sus capacidades naturales. Y naturalmente no puede alcanzar sino frutos de naturaleza caída…

Desde toda la eternidad, Dios nos llama al abismo de su amor, de su presencia, su ternura y su salvación. Ése es nuestro verdadero ser, nuestra identidad, nuestra vocación y nuestra meta; de tal manera que sólo podremos realizarnos como personas y ser nosotros mismos en la medida en que nos acerquemos a lo que Dios ha proyectado para cada uno; lo cual es posible porque él nos lo descubre y nos da la gracia para alcanzarlo.

Si no trabajamos por alcanzar la meta a la que Dios nos llama y por el camino por el que nos guía, nuestro ser no dará de sí más que lo que pueda ser materialmente hablando. Nos construiremos o nos destruiremos según la orientación que demos a nuestra vida.

Puesto que Dios nos crea y nos recrea en Cristo, puede llamarnos a un absoluto que es imposible para nosotros naturalmente. Por eso puede pedirnos el heroísmo y la santidad cuando nos dice: «Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48).

Pero, frente a esta gracia, nuestras ataduras humanas nos limitan fuertemente: nublan nuestra visión, haciéndonos ver como más verdadero aquello a lo que nos sentimos apegados; y paralizan nuestra voluntad, orientándola en la dirección de nuestros intereses.

El proceso por el que llegamos a justificar un cambio de rumbo que nos destruye, a nosotros y a los demás, empieza por una excesiva atención a nuestra realidad, hasta ver las propias limitaciones como lo más verdadero, lo auténticamente real; lo que nos obliga a encontrar una forma de limitar la meta de la santidad para no poner en riesgo nuestros apegos y seguridades afectivas o materiales. No es difícil mantener una aceptación teórica de la meta mientras se actúa según la propia conveniencia. En el fondo, el mediocre no reconoce la verdad, al menos en la práctica. No la niega, la oye y la repite, sin dejarse penetrar por ella. Así, el amor heroico para el que Dios nos capacita se transforma en un egoísmo que convierte el microcosmos de sus esclavitudes en el cómodo hogar en el que puede disfrutar del convencimiento de caminar hacia la santidad mientras retrocede cómodamente a lo más primitivo de su ser.

Esto hace del mediocre un ser esencialmente contradictorio. El ser humano alcanza su plenitud cuando armoniza todas sus capacidades, entre ellas y con el plan de Dios para él. Por eso el mediocre no puede alcanzar la plenitud, porque se permite la disociación de sus capacidades. En el santo hay unidad y armonía entre lo que es, lo que siente, lo que vive, lo que hace y lo que dice. El mediocre piensa, actúa o habla de forma contradictoria; y no porque se equivoque, sino porque es su forma de ser: no necesita que lo que piensa concuerde con la verdad sino con sus intereses, ni que lo que diga concuerde con lo que hace sino con las apariencias.

La apariencia de piedad enmascara la mediocridad

A la hora de realizar el discernimiento que nos permita descubrir si somos mediocres hemos de tener en cuenta que la mediocridad es perfectamente compatible con la apariencia de piedad. Un mediocre puede parecer una persona profundamente espiritual, aunque, en el fondo, la fe le sirva para buscar sus propios intereses y no los de Dios.

En esto sentido, un signo claro de mediocridad es la pretensión de hacer las cosas por nosotros mismos, «contando con la ayuda de Dios». Dios es un recurso al que acudimos para que colabore en nuestros planes, no al revés. Eso salva nuestras ataduras del riesgo en que las puede poner la gracia y le da a nuestra vida el necesario barniz de espiritualidad que nos justifique.

De igual modo podemos caer en el extremo contrario de afirmar tan ilusoriamente la acción de Dios que nos sintamos dispensados de poner nuestra parte, y así no poner en riesgo nuestros apegos. Resulta aparentemente muy espiritual una confianza tan absoluta en Dios que nos haga parecer muy piadosos, mientras que la misma confianza nos permite no realizar el trabajo de romper nuestras cadenas, que podemos mantener intactas como nuestro verdadero tesoro.

Más allá de las palabras, los santos nos muestran, con la elocuencia de su vida, la posibilidad y la grandeza del amor heroico. Ellos deberían ser nuestros modelos reales, para animarnos en la esperanza confiada de que podemos ser como ellos. En vez de eso, el mediocre los admira un instante para reconocer inmediatamente después que su vida está fuera de nuestro alcance. El «no tengo madera de santo» que tantas veces oímos sólo se explica si creemos que la extraordinaria obra de la salvación, que le costó la vida al Hijo de Dios, tiene menos fuerza que nuestros miedos y frustraciones. Como si el patrón por el que debe regirse el ser humano fuera permanecer siempre inmaduro y sin desarrollar. Pero, por esa misma lógica, ¿admitiríamos como normal que toda la extraordinaria obra biológica de la génesis de un ser humano no tuviera más fin que traer al mundo unos seres que a lo largo de toda su vida no pasaran de ser recién nacidos?

La inmadurez propia del mediocre hace que, aunque reconozca teóricamente la existencia de Dios, su amor providente, la propia condición de hijo de Dios, etc., sea incapaz de vivir esas realidades. A la hora de la verdad no experimentará el amor providente de Dios, ni podrá actuar con la libertad de los hijos de Dios; incluso tendrá que vivir enmascarando continuamente la verdad y el bien para justificar sus inclinaciones más elementales.

El mediocre no puede madurar si no sale de la mediocridad. Podrá disimularlo, pero siempre será un inmaduro. Hay que alimentarlo con biberón y, al no conocer otra cosa, él alimentará a los demás (hijos, fieles, alumnos, etc.) también con biberón.

Tampoco yo, hermanos, pude hablaros como a espirituales, sino como a carnales, como a niños en Cristo. Por eso, en vez de alimento sólido, os di a beber leche, pues todavía no estabais para más. Aunque tampoco lo estáis ahora, pues seguís siendo carnales. En efecto, mientras haya entre vosotros envidias y contiendas, ¿no es que seguís siendo carnales y que os comportáis al modo humano? (1Co 3,1-3).

Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡lo somos! Queridos, ahora somos hijos de Dios, y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es (1Jn 3,1a.2).

Al inmaduro le angustia la responsabilidad, tener que tomar cualquier decisión; por eso huye a lo superficial, a lo sensible y a lo teórico. Y por eso, al mediocre, aunque hable de ella, le aterra la santidad porque exige radicalidad.

La inmadurez hace al mediocre frágil y violento

La consecuencia de la inmadurez es la fragilidad. Por eso, el mediocre es fuerte y grande sólo en los pensamientos, los ideales y las palabras; y es extraordinariamente frágil en la realidad. Necesita del ambiente favorable, del compromiso del grupo para dejarse llevar por la inercia de los demás. No se plantea ponerse delante del carro y arrastrarlo él, para que otros se apoyen en su esfuerzo. En vez de eso, espera que los demás arrastren el carro, para que él pueda avanzar sin ningún esfuerzo.

El mediocre es frágil: se rompe a la menor dificultad, del tipo que sea; incluso ante la verdad, porque le incomoda. Por eso, al mediocre hay que tratarlo con sumo cuidado, respetando sus sentimientos y aceptando sus incongruencias; de lo contrario se sentirá incomprendido, atacado o herido y tendrá la justificación perfecta para desanimarse y abandonar, por culpa de quien tenía que haberle «animado» a su gusto.

Y entonces, esa persona que tanto proclama la bondad, la comprensión y la misericordia, se vuelve dura e irascible. Y lo peor no está en que caiga en unos comportamientos contrarios a sus ideales teóricos, sino en que se justifica sin ningún rubor. No se da cuenta de la injusticia que supone justificar su falta de amor real a los demás precisamente porque éstos no le dan, según cree, el amor que merece. El otro tiene que amarle, comprenderle, aceptarle, no enfadarse con él, etc., pero él se permite vivir todos estos valores en la pura teoría, de modo que si se siente agredido le parece normal contradecirlos en la práctica. Y, además, nuevamente, espera que Dios acepte esta injusticia y le premie. La realidad es justamente la contraria, porque ante esa situación Dios le dice al mediocre:

Conozco tus obras: no eres ni frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero porque eres tibio, ni frío ni caliente, estoy a punto de vomitarte de mi boca. Porque dices: «Yo soy rico, me he enriquecido, y no tengo necesidad de nada»; y no sabes que tú eres desgraciado, digno de lástima, pobre, ciego y desnudo (Ap 3,15-17).

De nuevo hay que insistir en la gravedad del estado de mediocridad, que no está en que el mediocre, como humano que es, caiga, se equivoque o peque en alguna ocasión, sino en que vive en una situación de pecado como si fuera lo normal y, además, lo justifica. Eso es lo que hace sumamente difícil la conversión para el mediocre; y explica que el Señor nos diga que «es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja, que un rico entre en el reino de los cielos» (Mt 19,24).

El mediocre daña gravemente a los demás

Por otra parte, el mediocre supone un grave problema para los demás. ¿Qué diríamos de un cirujano que, sin saber nada de medicina, se metiera en un quirófano a realizar una operación de riesgo; o de alguien que sin capacidad quisiera diseñar un gran rascacielos? ¿No eso mismo lo que hacen los padres, los profesores, los sacerdotes, los psicólogos, los catequistas, los políticos, todos los que tienen en sus manos las vidas de otros y no pueden hacer otra cosa que proyectar sobre ellos su propia mediocridad? Si esto se admite como normal, no sólo renunciamos a la excelencia en todos los campos, sino que colocamos la mediocridad, la inmadurez como norma, de modo que todo el que se sale de ella queda descalificado. Por esa razón los santos son rechazados por todos, empezando por los más cercanos. Y, como mucho, sólo se admitirán como una excepción a lo normal, como una patología; de modo que la santidad es la patología y la mediocridad es lo adecuado, la norma y el objetivo.

Y eso nos plantea si cabe esperar que una Iglesia de este tipo sea la sal de la tierra, como nos dice el Señor. ¿Qué podemos hacer si el problema se hace endémico? ¿Nos quedaríamos de brazos cruzados si le dieran el título de cirujano a cualquier persona sin ninguna preparación por el hecho de que le guste «salvar vidas»? ¿No deberíamos exigir una adecuada capacitación en todas las profesiones y responsabilidades? Pero quizá tendríamos que empezar por nosotros mismos. ¿Podríamos quejarnos de tener que ser intervenidos por un cirujano incompetente cuando somos igual de incompetentes en nuestras profesiones? Del mismo modo, el mundo y la Iglesia de hoy necesitan santos, personas de fe que se levanten por encima de la mediocridad y apuesten por la radicalidad. Y eso no como una excepción, sino como lo normal; porque la santidad no es una opción excepcional para unos pocos, sino la esencia misma de la fe. Todo cristiano está llamado a ser santo, a vivir el heroísmo propio de la vida de la gracia. Por eso decimos que la Iglesia es santa, porque está santificada por Cristo y constituye un verdadero ejército de santos que continúan librando la batalla de la redención que llevó a cabo Jesús en la cruz. ¿Podemos admitir como normal que ese ejército esté compuesto mayoritariamente por cobardes y desertores?

El problema no es nuevo. Ya en los primeros siglos de la Iglesia se consideraban a los mártires como los verdaderos cristianos. Y cuando hizo su aparición la mediocridad, muchos sintieron la necesidad de huir al desierto para mantener el heroísmo como forma de vivir la fe. Hoy son los cuantiosos mártires de nuestro tiempo los que nos recuerdan cuál es la respuesta al problema de la mediocridad.

También los monjes y los contemplativos en el mundo sólo tienen razón de ser como expresión y recordatorio de que la fe sólo es verdadera si es radical; es decir, si va a la raíz. Pero si los contemplativos, que han recibido la luz de Dios para ver la realidad con los ojos de Dios, se acomodan al mundo, entonces ¿qué podemos esperar? Ahí quedan las palabras del Señor:

Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte. Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa. Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos (Mt 5,13-16).

El mediocre no ama

El drama y el daño del mediocre es que no ama. Se refugia en sucedáneos del amor, que le permiten creer que ama o parecer que lo hace, cuando realmente le garantizan que no se consumirá nunca en el amor de Dios, en el fuego del Espíritu Santo.

El mediocre no negará los grandes sufrimientos de la Iglesia y de la humanidad, incluso rezará por ellos, se indignará contra los que crean divisiones entre los cristianos, distorsiones en la fe o hambre e injusticias en el mundo. Pero no se sentirá responsable de ello, lo suficientemente responsable como para llevar a cabo un cambio real de vida, una auténtica conversión.

Y al igual que carece del fuego del amor de Dios, tampoco se dejará consumir por la llama del amor al hermano. Se quejará del mundo tan inhóspito en el que vivimos, pero no dejará que su amor traspase los límites de los sentimientos y las ideas; todo menos llegar al compromiso real que cambia la vida.

Disfrutará de los sentimientos de compasión, amor y comprensión hacia los demás, siempre que no le afecten a él. Y en nombre de la bondad tratará de evitar conflictos y justificará elocuentemente su huida de cualquier situación que le pueda herir o comprometer. Poco a poco tendrá que ir haciéndose más insensible ante los sufrimientos de los demás, y se volverá más irascible ante todo lo que le incomode. Aunque parezca cordial y cercano, estará realmente aislado de los demás.

Y nuevamente estamos ante el reto de la fe. No podemos decir que creemos en Cristo y justificar lo contrario de lo que él dice y vive. Él no vive un amor limitado, ni hacia el Padre ni hacia los demás. ¡En cuántas ocasiones el Evangelio nos recuerda que el amor al prójimo no tiene otra medida que el amor del Señor! Si amamos de otro modo, cometemos la grave injusticia de pretender de Dios lo que nosotros negamos a los demás. Se trata de una injusticia que el Señor jamás aceptará: no perdonará al que no perdona (cf: Mt 6,15; Mt 18,21-35), ni dará al que no dé (cf. Lc 6,38). Y esto no es algo opcional que podemos elegir como expresión de una especial generosidad, sino algo que le debemos en justicia al que nos ha dado la luz y la capacidad para amar de verdad, al estilo de Cristo.

Por eso, todo lo que tenemos más que Jesús nos impide ser realmente pobres, y todo lo que amamos menos que él nos impide amar de verdad… Y en este débito que tenemos con Dios y con el prójimo hemos de meter tanto lo material como lo espiritual: el dinero o los bienes materiales que tenemos de más se los sustraemos a los que no tienen nada; así como el testimonio, la intercesión o el amor del que carecen muchos porque no se los damos o se los damos mal; al igual que la redención, que no les llega a los que la necesitan porque no queremos sufrir.

El contrapunto de los santos: la radicalidad

En el fondo se trata de una cuestión de fe: el mediocre es el que cree en sus límites más que en la gracia. Encierra la gracia en sus límites y la hace estéril. Y él se queda incompleto e inmaduro.

Sin embargo, cuando contemplamos la vida de la Virgen María o de los santos, vemos que todos poseen en común la radicalidad. Tienen circunstancias diferentes, como diferentes son también sus cualidades o defectos, sus vocaciones o misiones. Pero todos coinciden en una misma meta y en el mismo empeño por alcanzarla. Todos saben que no pueden perderse en negociaciones para diluir su respuesta, su entrega o su decisión; y están dispuestos generosamente a pagar el precio de «renunciar a sí mismos» para poder seguir al Señor (cf. Lc 9,3-25). Para lograrlo, centran su voluntad en lanzarse a la consecución de la meta a la que se saben llamados; sin cálculos, excusas o dilaciones1. Y aceptan, para lograrlo, el tener que vivir rescatando constantemente la conciencia de la motivación por la que viven, que es el ser que Dios les ofrece, y negándose a ser aquello a lo que la naturaleza, marcada por el pecado, trata de arrastrarlos.

Y precisamente lo contrario de la radicalidad y el heroísmo es la mediocridad, que supone la renuncia consentida a esa radicalidad que determina la verdadera santidad cristiana. Por esta razón no se puede pretender ser cristiano de verdad aspirando a los mínimos, sino reconociendo que sólo es cristiano pleno el santo y, por lo tanto, ser cristiano obliga a buscar apasionadamente y a llevar a la práctica los elevados objetivos que conforman la fe. Y este impulso real hacia la santidad no se puede realizar si no se sale de la mediocridad; y esto, no tanto porque el esfuerzo sea el que lleva a la santidad, sino porque la abnegación permite que la gracia de Dios, que es la artífice de la santidad, pueda desarrollarse plenamente y dar fruto. Por eso podemos afirmar que el instrumento más adecuado para superar la mediocridad y lanzarse a la santidad es la ascesis.

La ascesis del monje y del contemplativo secular

Tradicionalmente la vida contemplativa se ha identificado con la vida monástica, y ésta con la ascesis y la mortificación. De hecho, los padres del desierto se retiraban a la soledad para hacer penitencia como forma de vivir un cristianismo heroico. Luego fueron los monjes los que, retirados en los monasterios, trataron de continuar este estilo de vida por medio de las renuncias físicas y espirituales. Y todo ello desde el convencimiento de que los atletas de la fe se imponen privaciones, al igual que los deportistas.

¿No sabéis que en el estadio todos los corredores cubren la carrera, aunque uno solo se lleva el premio? Pues corred así: para ganar. Pero un atleta se impone toda clase de privaciones; ellos para ganar una corona que se marchita; nosotros, en cambio, una que no se marchita. Por eso corro yo, pero no al azar; lucho, pero no contra el aire; sino que golpeo mi cuerpo y lo someto, no sea que, habiendo predicado a otros, quede yo descalificado (1Co 9,24-26).

Evidentemente, al igual que la vida monástica, la vida contemplativa en el mundo exige renuncias para poder ser una vida cristiana radical. Pero son renuncias distintas a las que se exigen en los monasterios. La misma vida secular provee al contemplativo del arsenal de renuncias que necesita, en la medida en que trata de hacerle imposible la radicalidad de su vida.

Las dificultades que pone el mundo al contemplativo son, paradójicamente, los ámbitos más adecuados para ejercitar las mejores renuncias. Sin embargo, esas mismas dificultades conllevan una fuerte tentación que le mueve a tratar de eludir la lucha y el sufrimiento que le exige la oposición del mundo, lo cual puede conseguir fácilmente refugiándose en una forma meramente «espiritual» de vivir su vocación contemplativa, convirtiéndola en un confortable refugio frente a los ataques del mundo. Eso supone una traición a su vocación, al igual que sería una traición ir a un monasterio para liberarse de las preocupaciones del mundo. La vida contemplativa sólo se puede vivir si se paga el precio de la radicalidad y el heroísmo que son propios del santo como peregrino en tierra extraña:

Queridos míos, como a extranjeros y peregrinos, os hago una llamada a que os apartéis de esos bajos deseos que combaten contra el alma (1Pe 1,11).

La mortificación es necesaria porque estamos en guerra

Vivimos en un mundo cómodo, amorfo y flojo; en medio del cual el contemplativo tiene que vivir una fe realmente exigente y recia, como corresponde a la reciedumbre y disciplina de los soldados, pues estamos en medio de una guerra, la guerra más dura que existe, que es la guerra entre la luz y las tinieblas, el Bien y el Mal, la verdad y la mentira, Dios y el mundo; y es imposible encontrar un punto medio entre ambos contendientes sin traicionar la causa por la que Cristo dio su vida en la cruz.

Combate el buen combate de la fe, conquista la vida eterna, a la que fuiste llamado y que tú profesaste noblemente delante de muchos testigos. Delante de Dios, que da vida a todas las cosas, y de Cristo Jesús, que proclamó tan noble profesión de fe ante Poncio Pilato, te ordeno que guardes el mandamiento sin mancha ni reproche hasta la manifestación de nuestro Señor Jesucristo (1Tm 6,12).

No deja de ser un desertor el que se sirve de los medios que ha recibido para luchar precisamente para evitar esa misma lucha. Y el análisis de nuestras quejas y la resistencia ante el sufrimiento que comporta la autenticidad evangélica revelan el nivel de nuestra mediocridad y, por tanto, de nuestra traición.

No podemos dejar de experimentar en nosotros mismos las dos fuerzas antagónicas que luchan en nuestro interior: Por un lado, la presión de nuestras pasiones que gritan con fuerza y, por otro, el impulso de la gracia, que susurra suavemente. La fuerza que hacen es proporcionalmente inversa a su importancia. Por eso hemos de acallar el clamor de nuestras pasiones para prestar la atención que se merece al susurro de Dios. Y esto sólo se puede lograr con un notable esfuerzo de vencimiento propio; un esfuerzo que exige lucha, sacrificio y sufrimiento.

Este esfuerzo, si es verdadero, nunca carga contra los demás, sino que empieza por uno mismo. La reciedumbre que se precisa para disponerse a la gracia no puede dirigirse hacia el exterior, del que no somos directamente responsables, sino que empieza por nosotros mismos, que somos responsables de nuestra vida y nuestra conversión. No puede ser santo el que espera la conversión del prójimo para convertirse él, sino el que se lanza a realizar su propia conversión con el convencimiento de que así contribuye al cambio de los demás. Evidentemente el cristiano recio tiene una función profética de denuncia; pero no es evangélica la denuncia que no empieza por uno mismo; de hecho, una forma de fariseísmo solapado consiste en creer que somos recios porque exigimos mucho a los demás sin esperar a tratar de cumplir lo que exigimos a otros.

El trabajo ascético necesario para acoger la gracia

Hemos de tener en cuenta que la mortificación forma parte del esfuerzo personal para acercarnos a Dios, porque es un elemento fundamental de nuestra disposición a acoger la gracia de la transformación que Dios realiza en nosotros. No podemos decir «sí» a Dios si no decimos «no» a nosotros mismos; o, dicho de otro modo, si no decimos «no» a la parte de nosotros mismos que se opone a la gracia de Dios.

Por eso es muy importante establecer un trabajo sistemático que adecúe la mortificación a la realidad de nuestras ataduras y al plan al que Dios nos llama. Esto supone que debemos encontrar caminos concretos de ascesis que respondan a nuestra vida en el mundo y a nuestra vocación contemplativa.

Para ello es fundamental que partamos del hecho de que el ser humano está constituido por materia y espíritu, lo cual establece que su vida se desarrolle en dos niveles: el material y el espiritual. Ahora bien, cada uno de estos dos niveles tienen su distinta importancia, su prioridad, su inercia y su fuerza, como nos dice Jesús: «Velad y orar para no caer en la tentación. El espíritu está preparado, pero la carne es débil» (Mt 26,41). La materia de la que estamos hechos y el nivel material en el que vivimos conforma nuestra parte más superficial y externa, mientras que lo más profundo e importante hace relación a lo espiritual, donde está el pensamiento, la conciencia y la voluntad.

En este sentido, lo primero que aparece, tanto en nuestro mundo como en nuestra propia alma, es la gran importancia que le damos a todo lo material. Estamos inmersos en un mar de materialismo y consumismo que hace que nos parezca irrenunciable el mantener lo que hemos dado en llamar «calidad de vida», sin la cual la vida no tiene sentido. Los bienes materiales y de consumo, las comodidades, la comida placentera, las diversiones, etc. son tan importantes que llegamos a depender de ellos; de tal manera que el mundo actual está estructurado para proporcionarnos todos esos bienes, sin los cuales creemos que no estamos «realizados», cuando, en realidad no buscamos la verdadera realización personal, sino la satisfacción de nuestros sentidos por medio del placer sensible que nos proporcionan los medios materiales.

Esta dependencia de lo material hace que acabemos siendo sus esclavos y cayendo en la idolatría: dejamos de vivir para Dios y vivimos para satisfacer nuestros sentidos. Por eso, desde la atadura del mundo «material» es imposible iniciar el seguimiento de Cristo y, consiguientemente, entrar en el reino de los cielos. Por eso resulta extremadamente importante y urgente que venzamos nuestro ser material y empecemos a ser espirituales o, en la terminología paulina, nos despojemos del hombre viejo para estrenar el hombre nuevo creado a imagen de Cristo (cf. Ef 4,22). Sabiendo que para decir «sí» a lo que exige esa nueva condición, debemos decir «no» a la antigua. De ahí se desprende la necesaria aceptación de una vida de espiritualidad frente al materialismo y de austeridad real frente al consumismo.

La renuncia manifiesta la madurez de nuestras elecciones

Esto tiene una raíz antropológica muy importante: el ser humano no se define por lo que piensa ni por lo que decide, sino por lo que hace, porque lo que hace es la mejor expresión de lo que es, tal como decía santo Tomás: «operari sequitur esse» (la acción sigue al ser). Y lo que mejor expresa el valor de lo que hacemos es en la aceptación de las renuncias que conllevan nuestras decisiones. Esto es, justamente, lo opuesto a la inmadurez y el signo más claro de la madurez. Por eso es importante que nos ejercitemos en las renuncias, como forma de madurar humana y cristianamente. La ascesis cristiana nos enriquece, de modo que, más allá de renunciar a algo o perderlo, ganamos mucho más: perdemos esclavitudes y ganamos libertad, creciendo y madurando como personas.

Ésta es la razón que justifica el que renunciemos libremente a realidades buenas en sí mismas. La mortificación cristiana no consiste en hacer morir (de ahí el término «mortificación») lo que haya de malo o pecaminoso en nosotros. Eso se da por descontado. Se trata de ordenar nuestro comportamiento para que nuestro ser y nuestra vida se adecúen a la importancia y la primacía que tiene lo espiritual sobre lo material. Teniendo en cuenta la inversión de este orden en el mundo y en nuestra propia vida, este trabajo de armonización va más allá de lo meramente religioso: debemos establecer el orden entre lo material y lo espiritual para poder ser verdaderamente personas.

Cristo orienta nuestra ascesis

En perfecta sintonía con esta exigencia antropológica elemental, Jesucristo nos revela que la plenitud de ese «orden» humano está en él, que es el modelo perfecto de hombre. De modo que su vida y su predicación nos ayudan a dar forma concreta a nuestras renuncias, a la vez que nos ofrece la motivación para trabajar y la fuerza para hacerlo con garantías de éxito.

Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga (Mt 16,24).

El que no carga con su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí, la encontrará (Mt 10,38-39).

Mirando al Señor y contemplándolo en sus opciones concretas descubrimos el estilo de vida y los valores por los que hemos de apostar claramente y por los que hemos de renunciar a todo lo que trate de alejarnos de ellos. Esto exige un compromiso recio de vida que se concrete en el trabajo eficaz para ser capaces de abrirnos a lo «espiritual» y poder sintonizar con el Cristo real y sus valores, lo que pasa por hacernos libres frente a las esclavitudes materiales.

Niveles del trabajo ascético

Este «hacernos» libres supone que la libertad de los hijos de Dios no es algo de lo que partimos, sino una tarea permanente que define nuestra vida cristiana en su componente ascético. Se trata de un trabajo que tiene varios niveles:

1. El nivel más básico e imprescindible consiste en la renuncia voluntaria al mal que nos aparta de Dios. Sin una decisión firme de renunciar al pecado, incluso y especialmente a los pecados veniales o faltas leves, no se puede dar el primer paso en el seguimiento de Cristo.

2. A partir de ahí hemos de imponernos el trabajo que supone mantener la coherencia básica con lo que somos. No empieza la mortificación por grandes o altos objetivos, quizá fuera de nuestro alcance. Hemos de empezar por lo más verdadero e importante, que es la coherencia más elemental. Ésa es la primera renuncia y el primer acto de amor que hemos de hacer: lanzarnos apasionadamente a realizar la mortificación que exige el vivir a fondo aquello que vemos. Ahí está la coherencia básica y la primera fidelidad.

Y en este sentido, lejos de abrazar grandes renuncias, hemos de comenzar por hacer lo que tenemos que hacer. Así de simple. El cumplimiento del deber es el primer campo de ascesis; pero no de cualquier manera, la regla sería: hacer bien lo que tenemos que hacer.

3. En tercer lugar hemos de aceptar de buen grado el desprendimiento de los bienes de los que nos despoja la vida, tanto en lo material como en lo espiritual. Aquí hemos de ejercitar el sentido de la providencia, que nos enseña que Dios no quiere el mal, pero está detrás de todos los acontecimientos, amándonos y atrayéndonos a él2.

El hecho de que la vida nos despoje violentamente de algo no quiere decir que Dios nos mande directamente ese acontecimiento; pero él no es indiferente al modo como lo vivamos y, por eso, nos dará la gracia para que lo aprovechemos para alcanzar la libertad que necesitamos sobre los bienes materiales, las personas y sobre nosotros mismos.

4. Luego viene la ascesis que supone reconocer y aceptar nuestra realidad concreta en lo que tiene de más doloroso o nos condiciona más negativamente, nuestra miseria personal, nuestra historia, los defectos y pecados dominantes o las limitaciones que más nos molestan. Esta forma de ascesis exige mantener la verdad de estas limitaciones, sin eludirlas o justificarlas. Sin este paso ascético no se puede entrar en la verdadera mortificación (como «hacer morir») del hombre viejo para que nazca en nosotros el hombre nuevo a imagen de Cristo.

5. A partir de la aceptación de nuestras negatividades y esclavitudes, que experimentamos como destructivas y de las que solemos huir, sigue el trabajo ascético que supone reconocer la cruz en nuestras limitaciones y condicionantes y, a la vez, verlas como el mejor trampolín para la santidad. No basta con aceptar eso negativo, hay que descubrirlo como lo que me une al Señor y lo que me permite el salto a la santidad. Es más, descubrir que, para mí, no hay otro camino de santidad. Y una forma concreta de la ascesis en este momento es eliminar de forma consciente y sistemática: a) las quejas inútiles por mi situación (que niegan mi realidad como punto de partida); b) las huidas o evasiones de esa realidad (activismo, espiritualismo, hobbies, falsos problemas…); c) las compensaciones más o menos conscientes.

6. Y desde la aceptación, hay que pasar al ofrecimiento. La única forma de entrar en la dinámica del amor incondicional de Dios es ofrecerle nuestra pobreza o, por mejor decir, ofrecernos con nuestra pobreza. Para entender mejor esto quizá podría servirnos de ejemplo la relación que se establece entre la madre y su bebé. Si le preguntamos a una mujer que ha sido madre si le da asco cambiar los pañales de un niño, probablemente nos dirá que no le agrada; pero que si se trata de su hijo confesará que no sólo no le repugna sino que lo hace son gusto. Este hecho encaja a la perfección con la psicología del bebé, tal como ha puesto de relieve el psicoanálisis3. De hecho, el niño no considera sus heces sucias y despreciables, sino como una parte de su cuerpo, algo valioso de su propiedad, de lo que se desprende por amor a la persona a la que ama, renunciando a reservárselo de manera narcisista.

7. El siguiente paso consiste en encontrar y empezar la lucha concreta contra nuestras miserias o ataduras específicas; porque no basta con aceptarlas ni ofrecerlas si nos conformamos con ellas y justificamos nuestra falta de lucha diciendo que «somos así». Y esa lucha hace que tengamos que aceptar nuevos elementos de la ascesis:

  • a) Es necesario el examen preciso de las manifestaciones de esa miseria, deficiencia, pecado o situación para, a continuación, descubrir cómo podemos liberarnos de la esclavitud a la que nos someten… e intentarlo con todas nuestras fuerzas. Cuando decimos examen de conciencia no decimos mera reflexión o introspección, sino dejarnos iluminar por Dios para que él nos diga cómo estamos, qué somos, dónde nos quiere llevar y por qué camino. Y en el examen entrarán también los intentos que hagamos en esa lucha concreta (para dar gracias, aprender, corregir, animarnos…). Y en este punto no debemos olvidar que la dirección espiritual es necesaria para iluminar este ámbito de la ascesis que intenta descubrir la lucha concreta que reclama nuestra situación.
  • b) También hay que realizar el trabajo necesario para contrarrestar eficazmente la presión que la parte más negativa de nuestra realidad personal ejerce sobre nosotros hasta dominarnos. En esto no podemos ser ingenuos y tenemos que saber, y ejercitar, las renuncias concretas que hace necesaria nuestra situación; tal como sucedería, por ejemplo, con las renuncias y estrategias que debería tener un alcohólico para liberarse de su dependencia; empezando por las situaciones de las que debemos huir.
  • c) En esta lucha también cabe la reparación de los efectos negativos que han producido nuestras limitaciones, pecados y deficiencias.

En este momento es muy importante saber conjugar nuestra parte en la lucha y la gracia de Dios. No debemos intentar todo esto para cambiar pensando que podemos cambiarnos a nosotros mismos. Si lo hacemos así, fracasaremos y el desánimo está asegurado, porque se cierra la trampa pensando: ¡es imposible, ya lo he intentado! Desde luego que hay que pedir constantemente la ayuda de Dios en esta lucha, pero no es suficiente luchar con la ayuda de Dios. El encaje de estas dos realidades está en la doctrina del «piececito» de santa Teresita.

Usted me hace pensar, decía Teresa del Niño Jesús a una novicia, en un niño pequeño que empiezan a tenerse en pie, pero no sabe andar todavía. Quiere a toda costa llegar a lo alto de una escalera para encontrar a su mamá y levanta su piececito para subir el primer escalón. ¡Esfuerzo inútil! Se cae siempre sin poder avanzar. Pues bien, sea usted ese niño pequeño; por medio de la práctica de todas las virtudes, levante siempre su piececito para subir la escalera de la santidad, y ¡no se imagine que podrá subir siquiera el primer escalón! No. Pero Dios sólo le pide la buena voluntad. Desde lo alto de esa escalera, él la mira con amor. Pronto, vencido por sus esfuerzos inútiles, bajará él mismo, y, tomándola en sus brazos, la llevará a su Reino para siempre, donde no le dejará ya. Pero, si usted deja de levantar su piececito, la dejará mucho tiempo sobre la tierra4.

Hemos de hacer todo esto con conciencia de nuestra impotencia, para mostrarle a Dios el deseo sincero de cambiar; para que él vea nuestra fe, nuestra incapacidad, nuestra humildad y se conmueva. Éste es el momento clave de la ascesis porque nuestra lucha tiene que pasar la prueba de la humildad y de la fe: estar dispuesto a esa lucha gratuitamente, esperando sólo de Dios la transformación necesaria.

8. Muy relacionado con esto último está el siguiente nivel de ascesis, que no tiene ya tanto que ver con el esfuerzo de hacer, sino con el de dejarse hacer. Se trata de suscitar y mantener la docilidad para dejarme llevar allí donde Dios quiere llevarme. No es sólo creer en la transformación que Dios puede hacer, más allá de lo que puedo calcular e imaginar5, sino consentir a ella. Porque muchas veces no salgo de la mediocridad, no por falta de lucha, sino que resisto a la transformación que Dios quiere hacer… y a sus consecuencias. He de vencer el vértigo de la gracia que me lleva a perder mis seguridades, a hacer lo que me parece imposible o a perder el control de mi vida. Se trata, en definitiva, de consentir que Dios me lleve al «opuesto por el diámetro» de lo que soy; algo que no puede hacer sin mi consentimiento consciente. Para ello he de dejarme llevar; pero no en general, sino hacia el cambio radical de ese aspecto concreto del que he partido y que me parece imposible superar. Aquí es donde ayuda enormemente trabajar la invocación al Espíritu Santo y la docilidad a sus inspiraciones.

9. Y, finalmente, tenemos la ascesis en general, por la que hemos de renunciar a aquellos bienes de los que hemos de desprendernos para ejercitar habitualmente nuestra voluntad y capacitarnos así para liberarnos de las esclavitudes propias que impiden nuestra santidad.

Ejemplos de esta ascesis en los santos

De nuevo hemos de acudir al ejemplo de santa Teresa del Niño Jesús, que conoce su debilidad y eso mismo le permite pasar del escrúpulo enfermizo a la confianza plena, de la sensibilidad excesiva a la reciedumbre de una Juana de Arco. En ella se armonizan perfectamente la consciencia, la lucha específica y la confianza plena. Encuentra el camino concreto para llevar a cabo una transformación plena evitando a la vez el voluntarismo pelagiano y el abandono iluminista.

En la misma línea encontramos a santa Teresa de Jesús que nos ofrece el ejemplo de este tipo lucidez, cuando descubre la importancia de la oración y del recogimiento necesario y es capaz de buscar y luchar largos años hasta empezar a orar de verdad y aceptar las consecuencias concretas que conlleva encontrar el ambiente propicio para la verdadera oración. Aunque eso mismo le lleve después a salir por los caminos para que los demás puedan buscar el recogimiento necesario para el encuentro con Dios. Lo mismo puede decirse del ambiente en el que vive, tanto en el monasterio, como en la Iglesia en general: hay una aceptación lúcida y una lucha concreta, que luego Dios respalda.

¿Y no es san Francisco de Sales el que, teniendo un terrible carácter, pasa por ejemplo de humildad y dulzura?

Santos como Bakita o el padre Kolbe son capaces de convertir un ambiente en el que es «imposible» el amor, en la ocasión de imitar a Cristo, amar, dar testimonio… Y lo hacen porque aceptan, creen y encuentran la forma concreta de luchar y responder a esa situación.

Todos ellos encuentran su camino concreto de ascesis, en el que no falta la lucha ni la gracia de Dios, y en el que podemos ver las maravillas de Dios, que van a más allá de los cálculos o del fruto humano de esa ascesis.

La ascesis debe vivirse con fe y amor

Por supuesto ninguna de estas tareas deben realizarse al margen de la fe, sin la cual nos convertiríamos en simples estoicos. Todo el trabajo ascético tiene que hacerse como signo de amor a Dios, como expresión de nuestro deseo de identificarnos con Cristo y como manera de unirnos a su obra redentora ofreciéndolos como expiación de los pecados propios y ajenos. En definitiva, lo esencial de la ascesis es que nos hace participar libremente de la pasión salvadora de Cristo y nos lleva a la identificación con él.

Y los que son de Cristo Jesús han crucificado la carne con las pasiones y los deseos. Si vivimos por el Espíritu, marchemos tras el Espíritu (Ga 5,24-25).

En este sentido podemos afirmar que la mortificación es una manera extraordinaria, no sólo de morir a nosotros mismos, sino, sobre todo, de convertirnos en miembros de Cristo e instrumentos eficaces de salvación para nuestros hermanos:

Acercándoos al Señor, la piedra viva desechada por los hombres, pero escogida y preciosa ante Dios, también vosotros, como piedras vivas, entráis en la construcción del templo del Espíritu, formando un sacerdocio sagrado, para ofrecer sacrificios espirituales que Dios acepta por Jesucristo (1P 2,4-5).

Finalmente hemos de tener en cuenta que la mortificación cristiana no es un apéndice en el proceso de la santidad, sino un elemento esencial de la misma, porque constituye el motor que mantiene al discípulo de Cristo en la permanente tensión que exige reconocer sus limitaciones esenciales sin renunciar un ápice al heroísmo que supone la santidad; una tensión que se convierte en la pasión interior que va consumiendo al que la vive y que le identifica con Cristo Crucificado para hacerle capaz de identificarlo también con Cristo Glorificado en el cielo. Y no olvidemos que esta tensión es tan importante como la meta. Con frecuencia nos fijamos tanto en la meta que relativizamos el camino; pero en la vida cristiana el camino es la meta, tal como decía san Bernardo: «Un celo incansable de avanzar y una lucha continua en pos de la perfección6.


NOTAS

  1. Recordemos en este sentido las palabras de san Pablo «No es que ya lo haya conseguido o que ya sea perfecto: yo lo persigo, a ver si lo alcanzo como yo he sido alcanzado por Cristo. Hermanos, yo no pienso haber conseguido el premio. Solo busco una cosa: olvidándome de lo que queda atrás y lanzándome hacia lo que está por delante, corro hacia la meta, hacia el premio, al cual me llama Dios desde arriba en Cristo Jesús. Todos nosotros, los maduros, debemos sentir así. Y, si en algo sentís de otro modo, también eso os lo revelará Dios» (Flp 3,12-15).
  2. Cf. Rm 8,28: «Sabemos que a los que aman a Dios todo les sirve para el bien».
  3. Cf. S. Freud, Tres ensayos para una teoría sexual.
  4. Testimonio recogido en el Cuaderno Rojo de sor María de la Trinidad: Soeur Marie de la Trinité, Une novice de sainte Thérèse (Souvenirs et témoignages présentés par Pierre Descouvemont), Paris 1985, (Cerf), 110-111.
  5. Recordemos que san Pablo nos dice que Dios «puede hacer mucho más sin comparación de lo que pedimos o concebimos, con ese poder que actúa entre nosotros» (Ef 3,20).
  6. San Bernardo de Claraval, Carta 254 al abad Guarino.