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1. La referencia del Apocalipsis
Las primeras páginas de la Biblia ya nos presentan las verdaderas dimensiones del combate en el que estamos envueltos: la lucha entre el Bien y el Mal, entre Dios y el demonio (cf. Gn 3). Ya estaba explicada allí la táctica del enemigo que intenta -y muchas veces consigue- atrapar y destruir al hombre por medio del pecado, proponiéndole el orgullo suicida de hacerse igual a Dios, de poder controlar el bien y el mal y alcanzar con su propia mano la vida que Dios quiere regalarle. Del mismo modo, la modernidad, con su rebeldía orgullosa ante Dios y su relativismo busca adueñarse del bien y del mal y acaba destruyendo al hombre; lo cual no es más que un eco renovado de aquel primer combate del demonio contra Dios, que envuelve a la humanidad.
Aquel viejo relato, que algunos consideran simplemente un cuento o un mito inútil, abre nuestros ojos para que podamos descubrir la batalla más importante de nuestra existencia. Los tiempos en que vivimos llevan hasta el paroxismo el enfrentamiento que obliga a este combate y nos exigen ser conscientes de nuestra situación para tomar claramente partido por el bando vencedor que, paradójicamente, es el que parece ser el perdedor. La Cruz de Cristo, que juzga el mundo, es la muestra de la sabiduría de Dios que consigue la victoria definitiva a través de lo que para el mundo es la derrota definitiva. De modo que, en la Cruz, la muerte y la destrucción se convierten en vida y salvación, y la debilidad de Dios se manifiesta más fuerte que todo el poder del mundo puesto en contra de Dios. Así, pues, sólo la contemplación de la Cruz nos permitirá ponernos del lado vencedor.
En conexión con los primeros capítulos del Génesis, el último libro de la Biblia nos coloca, de nuevo y con toda intensidad, en la perspectiva del combate entre el Bien y el Mal, entre Dios y el demonio, y nos muestra la victoria de la Cruz, que no es sólo la victoria del Cordero degollado, puesto en pie, sino también la victoria de los que lo siguen y se identifican con él1.
¡La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del Cordero! (Ap 7,10; cf. 5,5; 17,14).
Ellos lo vencieron en virtud de la sangre del Cordero y de la palabra del testimonio que habían dado, y no amaron tanto su vida que temieran la muerte (Ap 12,11; cf. 15,2)2.
El libro del Apocalipsis nos ofrece el testimonio de la primera Iglesia perseguida y el anuncio del combate y la victoria final; y, junto con él, la clave de interpretación del tiempo presente y la respuesta que hemos de dar nosotros. Esta respuesta, que ya venimos vislumbrando en el presente trabajo, se hace particularmente clara a la luz de las últimas páginas de la Biblia.
La importancia del Apocalipsis para descubrir la respuesta a la crisis que vivimos es enorme, puesto que es el libro inspirado que trata de responder directamente a este tipo de situaciones. Sin embargo, para nuestra mentalidad occidental actual resulta bastante dificultoso descubrir el verdadero sentido del mensaje del último libro de la Biblia, ya que lo encierra en un lenguaje y estilo de carácter críptico y misterioso. Sin embargo, esto no es excusa para dejar de lado unas orientaciones valiosísimas, sino que debemos animarnos a bucear en el texto sagrado hasta descubrir la luz que intenta transmitirnos. Para logarlo, hemos de evitar a toda costa una serie de peligros que podríamos sintetizar del siguiente modo:
-Un libro sólo para el final de los tiempos
El peligro fundamental que tenemos al acercarnos al Apocalipsis consiste en creer que trata sólo del final de los tiempos, de modo que para aplicárnoslo tenemos que pensar que nos encontramos en el fin del mundo. La peor consecuencia de este error es que, cuando pensamos que no estamos en los momentos finales de la historia, cerramos el libro pensando que nada tiene que decirnos a nosotros. Por el lado contrario, con este presupuesto podemos caer en el error de leerlo simplemente buscando en nuestro tiempo los signos que nos aseguran que todo se acaba: guerras, pestes, catástrofes…. Curiosamente, ambas lecturas erróneas nos llevan al mismo resultado: sentirnos dispensados de dar una respuesta en el combate actual entre el Bien y el Mal del que nos habla el Apocalipsis.
Ciertamente, el Apocalipsis habla del fin de los tiempos, pero no está escrito como una colección de signos para que podamos averiguar la fecha exacta del final o el modo concreto como se realizará. El libro no tiene interés en este tipo de asuntos ni pretende responder a nuestra curiosidad sobre ellos3. El Apocalipsis habla a los primeros cristianos, que se enfrentan a la persecución del poder aparentemente invencible de Roma, y se ven amenazados con ser totalmente destruirlos, y les hace entender que ellos, en ese momento, participan del combate definitivo entre el Bien y el Mal. En consecuencia, deben dar la respuesta definitiva porque tienen que situarse claramente en un lado o en otro, con todas las consecuencias. Es un asunto y un momento decisivos que no permiten medias tintas ni aplazamientos. En esta línea, no es casualidad que el otro libro apocalíptico de la Biblia -el libro de Daniel- se escribiera para la gran persecución que amenazó con eliminar al pueblo de Dios, la de Antíoco IV Epífanes en el tiempo de los Macabeos, con el fin de iluminar a aquellos judíos sobre el combate en que estaban envueltos y el significado del tiempo que estaban viviendo.
Dicho de otro modo: cada generación y cada hombre está en la situación que describe el Apocalipsis, de modo que la Palabra de Dios ilumina la situación que vive y la respuesta que debe dar, estemos o no en el final de los tiempos4. Y nosotros no podremos dar la respuesta necesaria si no abrazamos la enseñanza del Apocalipsis, sin que eso suponga que debamos convertirnos en anunciadores del fin del mundo. Adivinar ese momento es un detalle sin importancia al lado de la tarea que nos impone siempre el Apocalipsis, y que no podemos llevar a cabo si nos entretenemos afirmando o negando que estamos en el fin del mundo.
Compuesto a fines del siglo I, el libro de la Revelación de Jesucristo fue escrito, en efecto, para confortar y animar a las Iglesias primeras, que ya estaban padeciendo los primeros zarpazos de la Bestia imperial romana, y que aún habían de sufrir persecuciones mayores. Ahora bien, siendo así que el mundo perseguirá siempre a la Iglesia, según asegura Jesucristo (Mt 5,11-12; Jn 15,18-21), es claro que el Apocalipsis fue escrito para asistir y orientar en las pruebas de la historia a todas las Iglesias del presente y del futuro, también a las de hoy (+Ap 2,11; 22,16.18) (Iraburu)5.
-Tomar al pie de la letra el lenguaje del Apocalipsis
El otro peligro procede del hecho de que el libro del Apocalipsis utiliza un lenguaje simbólico que no se debe interpretar al pie de la letra. «Simbólico» no significa arbitrario, ni ininteligible; sino que estamos ante un lenguaje cifrado, en parte para que no lo entendieran sus perseguidores, y que sólo se puede descifrar a la luz del Antiguo Testamento y de las formas de hablar y de pensar del género y de la época en que está escrito. Intentar imaginar lo que dice, en vez de descifrar lo que quiere decir, nos lleva, por ejemplo, a los delirantes y hermosos dibujos que ilustran el comentario al Apocalipsis de san Beato de Liébana6.
Desde luego, no vamos a dedicarnos aquí a descifrar cada detalle del Apocalipsis, porque eso desborda nuestra tarea y no es necesario para encontrar lo que buscamos en él. Además, conviene tener en cuenta que muchas de las dificultades de interpretación que encontramos quedan resueltas, porque, tras el lenguaje más o menos críptico que encontramos, el mismo texto nos ofrece su significado; por lo que basta con seguir leyendo para encontrar el sentido verdadero.
Para nosotros, lo importante es captar el mensaje que contiene, que es mucho más concreto de lo que parece a primera vista, con el fin de descubrir la respuesta que hemos de dar en nuestra situación actual.
Aunque no pocos puntos de este libro misterioso tienen difícil interpretación, sus revelaciones fundamentales son muy claras, y sumamente importantes a la hora de situarse en el mundo según la fe, buscando la perfección evangélica. Las resumo: Desde la victoria de la Cruz, hay una oposición permanente y durísima entre Cristo y el Dragón infernal, entre la Iglesia y la Bestia mundana, a la que ha sido dado poder para perseguir en el siglo a la descendencia de la Mujer coronada de doce estrellas. No debe, sin embargo, apoderarse de los cristianos el pánico. La victoria es ciertamente de Cristo y de aquéllos que, en la fe y la paciencia, guardan su testimonio, si es preciso con sangre. Ése es el mensaje del «Apocalipsis de Jesucristo» (1,1) (Iraburu)7.
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Hemos de tener muy presente que el objetivo primordial del Apocalipsis es ampliar la mirada de sus oyentes, para que puedan ver más allá de la situación concreta -y terrible- en la que viven. No olvidemos que «apocalipsis» no significa catástrofe, sino «revelación». El que está perseguido por el poder del mundo manipulado por el demonio tiene la tentación de mirar sólo su situación y caer en la desesperanza y en la apostasía. ¿Qué podían hacer aquellos pocos cristianos, con su mensaje de amor y perdón, ante el implacable poder de Roma que estaba dominando el mundo entero? Es la misma sensación que podemos tener nosotros ante nuestro mundo y ante unos poderes políticos, económicos e ideológicos que parecen controlarlo todo.
A aquellos primeros cristianos, el Apocalipsis les abre los ojos a la realidad completa, los saca de la contemplación del mal y les revela la acción de Dios en la historia y, en consecuencia, les ayuda a descubrir su esperanza y su tarea. Veámoslo detenidamente para aplicárnoslo a nosotros:
-Les hace mirar hacia arriba
Les ofrece una nueva mirada con la que descubrir que, además de lo que sucede en la tierra, está lo que sucede en el cielo8; y que, ambas realidades están relacionadas, de modo que lo que sucede allá arriba, ante el trono de Dios, está en relación con lo que sucede aquí abajo. Por lo tanto, no deben comparar el mal que sufren con su propia debilidad, sino con lo que es Dios, con su poder y con lo que Dios hace y puede hacer. Tampoco nosotros podemos mirar nuestra realidad como si no estuviera Dios en su trono, como si Cristo, el Cordero degollado no hubiera vencido, como si el destino de la historia no estuviera en manos de Dios y Cristo no fuera capaz de revelarlo y llevarlo a cabo.
Vi en la mano derecha del que está sentado en el trono un libro escrito por dentro y por fuera, y sellado con siete sellos. Y vi a un ángel poderoso, que pregonaba en alta voz: «¿Quién es digno de abrir el libro y desatar sus sellos?». Y nadie, ni en el cielo ni en la tierra ni debajo de la tierra, podía abrir el libro ni mirarlo. Yo lloraba mucho, porque no se había encontrado a nadie digno de abrir el libro y de mirarlo. Pero uno de los ancianos me dijo: «Deja de llorar; pues ha vencido el león de la tribu de Judá, el retoño de David, y es capaz de abrir el libro y sus siete sellos» (Ap 5,1-5).
-Les hace mirar hacia adelante
Tengamos en cuenta que lo importante no son las catástrofes terribles que anuncia el Apocalipsis, sino hacia el punto al que se dirige el mensaje fundamental del libro: la derrota definitiva del diablo y de sus instrumentos humanos, la venida del cielo nuevo y la nueva tierra, y la victoria de la Nueva Jerusalén. Les hace mirar adelante con firme esperanza porque la victoria es de nuestro Dios, porque ha vencido el león de la tribu de Judá, y porque el poder y la gloria no es de Roma (o del mundo moderno), sino de nuestro Dios.
Y vi un cielo nuevo y una tierra nueva, pues el primer cielo y la primera tierra desaparecieron, y el mar ya no existe. Y vi la ciudad santa, la nueva Jerusalén que descendía del cielo, de parte de Dios, preparada como una esposa que se ha adornado para su esposo. Y oí una gran voz desde el trono que decía: «He aquí la morada de Dios entre los hombres, y morará entre ellos, y ellos serán su pueblo, y el “Dios con ellos” será su Dios». Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto ni dolor, porque lo primero ha desaparecido. Y dijo el que está sentado en el trono: «Mira, hago nuevas todas las cosas». Y dijo: «Escribe: estas palabras son fieles y verdaderas» (Ap 21,1-5).
-Les hace mirar con profundidad su situación
El mensaje que les ofrece el libro intenta asegurarles que lo importante no es que estén sufriendo la persecución del emperador romano, ni que se estén enfrentando a la muerte, sino que están participando en la batalla definitiva entre el Bien y el Mal, esa misma batalla que continúa hasta nuestros días. Y no lo hacen solos: tienen un modelo, tienen un jefe que ha vencido y les ha hecho partícipes de su victoria. No tienen, por tanto, que evitar esa batalla, ni tienen que ganarla en el terreno humano con las armas, sino que han de ganarla como Cristo, sufriendo la muerte y manteniendo el testimonio de la fe. Y para ello no se precisa fortaleza humana, sino fidelidad a Cristo. Es verdad que su situación puede parecer la de ovejas llevadas al matadero, pero realmente forman ya parte del ejército victorioso del Cordero que ha vencido al mundo. No están esperando simplemente ser destruidos, sino que se complete el número de los que se han mantenido fieles hasta la muerte. Y nosotros, seamos o no los últimos, estamos llamados a completar ese número o a apostatar de Dios de una manera o de otra.
Eres digno de recibir el libro y de abrir sus sellos, porque fuiste degollado, y con tu sangre has adquirido para Dios hombres de toda tribu, lengua, pueblo y nación; y has hecho de ellos para nuestro Dios un reino de sacerdotes, y reinarán sobre la tierra (Ap 5,9-10).
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Estos son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero. Por eso están ante el trono de Dios, dándole culto día y noche en su templo. El que se sienta en el trono acampará entre ellos. Ya no pasarán hambre ni sed, no les hará daño el sol ni el bochorno. Porque el Cordero que está delante del trono los apacentará y los conducirá hacia fuentes de aguas vivas. Y Dios enjugará toda lágrima de sus ojos (Ap 7,14-17).
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Ellos lo vencieron en virtud de la sangre del Cordero y de la palabra del testimonio que habían dado, y no amaron tanto su vida que temieran la muerte […] Y se llenó de ira el dragón contra la mujer, y se fue a hacer la guerra al resto de su descendencia, los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús (Ap 12,11.17).
-Les hace comprender los acontecimientos de una forma nueva
La prolongación del tiempo de las persecuciones no es signo de la ausencia de Dios o de su debilidad, sino la muestra de la paciencia de Dios, que tiene que dar oportunidad para la conversión de unos y la fidelidad de otros9. Las terribles catástrofes que suceden no pretenden simplemente la destrucción del malvado, sino ser la oportunidad para que se convierta10. La mirada apocalíptica nada tiene que ver con las «distopías» postapocalípticas que tanto gustan a nuestra cultura postmoderna en la que, después de un apocalipsis sin Dios y sin salvación, sólo queda un mundo inhumano en el que se lucha sin verdadera esperanza por la supervivencia. Una verdadera mirada apocalíptica no es la que ve en las catástrofes la señal de que todo se termina, sino la que descubre en esos acontecimientos la llamada a la fidelidad y a la conversión, porque Dios está por encima y no se le escapan los hilos de la historia. Una mirada apocalíptica nunca olvida, por grandes que sean las catástrofes, ni quién ha vencido, ni cuál es la meta a la que nos dirigimos.
-Les hace comprender el misterio mismo del mal
El dragón acompañado de sus ángeles, que han de ser vencidos en la batalla celestial (Ap 12,7-9), es el que da poder a la bestia (el imperio romano, entonces) (Ap 13,1-2), que se manifiesta en los distintos emperadores, se alía con los reyes de la tierra y a la que sirven los comerciantes. Gracias al poder de la bestia, el mundo la sigue y adora al dragón (Ap 13,3-4). Es la bestia la que persigue a los santos (Ap 13, 7). El dragón y la bestia tienen sus falsos profetas (Ap 13,11-18) a los que el dragón da poder para contrarrestar a los verdaderos enviados (Ap 11,1-14). Nosotros pasamos de no ver la presencia del demonio en el mundo a identificar los poderes del mundo y sus siervos con el demonio en persona, cuando la realidad es que ambos están presentes, ambos se coordinan, y en nuestro combate es preciso reconocer los distintos enemigos, para identificar quiénes son y cómo se combaten.
Por consiguiente, [la Bestia] es todo edificio político como tal, sea quien sea quien lo ejerza –Domiciano o cualquier otro– en la medida en que busca su poder, su autoridad y su trono fuera de Dios» (Charlier, 255). «Más allá de Roma y Domiciano, más allá del siglo I de nuestra era, éste [la Bestia] es cualquiera que haga pesar su autoridad sobre los hombres, pretendiendo guiarlos fuera de los valores del Evangelio» (Charlier, 256), queriendo obligarles a aceptar su marca en la mano derecha o en la frente: esto es, en la conducta o en el pensamiento […] Hoy la Bestia mundana, comparada con sus primeras encarnaciones históricas, es incomparablemente más poderosa y seductora, más inteligente en la persecución de la Iglesia, tiene muchos más cómplices, a veces de altura, entre los cristianos, y está más conscientemente determinada en hacer desaparecer de la faz de la tierra a la descendencia de Cristo (Iraburu)11.
-Les hace mirarse con profundidad a sí mismos
El Apocalipsis invita al descubrimiento de la propia condición de cristianos en función de la batalla en la que viven, porque habiendo recibido la salvación y la verdad, su situación se juzga con una luz nueva. Pueden parecer comunidades florecientes, pero han abandonado el amor primero (Ap 2,4); puede parecer que están vivos, pero están muertos como demuestran sus obras (Ap 3,1); pueden creer que no les falta de nada, pero son pobres, ciegos y están desnudos (Ap 3,17), de tal manera que la mediocridad provoca las náuseas del Señor (Ap 3,16). El Cristo glorioso del Apocalipsis llama con fuerza a los suyos a la conversión, porque sabe que estamos ante la decisión decisiva. Si nos miramos a la luz de la verdadera situación, también ahora muchos de nosotros podremos descubrir que somos tibios, que estamos muertos, que realmente hemos perdido el amor primero y, sobre todo, que necesitamos aprovechar la llamada a la conversión que Dios nos ofrece en este momento decisivo. Él corrige con amor, llama a su intimidad (Ap 3,19-20), pero no nos esconde nuestra situación y sus consecuencias. Y, a la vez, no deja de anunciar graves tribulaciones en las que hemos de ser fieles y pone de manifiesto la fidelidad de aquellos que, aun teniendo poca fuerza, han guardado la palabra del Señor y no han renegado de su nombre (Ap 3,8). En el momento de la prueba definitiva -y cada generación vive la suya-, lo que cuenta es la fidelidad, y lo que se necesita es la luz y la esperanza para aceptar el combate.
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Entonces, ¿cuál es la respuesta que nos ofrece a nosotros el Apocalipsis? Sencillamente, el martirio. La situación de persecución terrible en la que viven o van a vivir sus destinatarios no les deja otra opción, tal como ya venía anunciado en el Evangelio12. Ante la persecución de Roma (o sus equivalentes) no cabe más alternativa que el martirio o la apostasía. Eso era lo que vivían los cristianos de los primeros siglos ante los tribunales paganos. El problema es que nosotros pensamos que podemos eludir el martirio y encontrar un camino de fidelidad sin chocar con el mundo. Y esto es, precisamente, lo que excluye el Apocalipsis. Y tras el martirio de los fieles, anuncia la esperanza firme en la victoria final, porque seguimos al primer mártir, ya victorioso en el cielo. El Apocalipsis recuerda para la historia en su conjunto y para cada generación de cristianos la dinámica pascual, que es el itinerario que llega a la gloria pasando por la cruz; a la victoria pasando por la derrota; a la vida pasando por la muerte. De este modo, el Apocalipsis rompe el funesto dilema entre optimismo y pesimismo, nos anuncia el combate final y la victoria definitiva si somos fieles. Entonces, ¿el Apocalipsis es pesimista u optimista? Es pesimista si sólo en el horizonte se ve cruz, derrota y muerte. Sin embargo, es optimista si sólo se ve gloria, victoria y vida. Pero no es ninguna de las dos cosas. El Apocalipsis es cristiano, es pascual, es exigente y esperanzador porque presenta el martirio como camino necesario para alcanzar la unión con Cristo y asegura la victoria definitiva de los que son fieles.
¿Qué harán, pues, los cristianos fieles en medio de esta apostasía generalizada?… «El que tenga oídos, oiga. El que a la cárcel, a la cárcel ha de ir; el que ha de morir a espada, a espada ha de morir. Aquí se requiere la paciencia y la fe de los santos». Fidelidad y paciencia. Guardar la fe verdadera, sin concesión alguna a la mentira. Participar en la paciencia de la Pasión de Cristo. Abandonarse a las penas que el mundo inflija, sean las que fueren, con un corazón firme en la esperanza: que sea lo que Dios quiera o permita. La victoria es de nuestro Dios y la de su Cristo glorioso (cp.13) (Iraburu)13.
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Todo lo dicho muestra claramente que el libro del Apocalipsis, lejos de ser un libro derrotista, es un libro de consolación, en el que Cristo vence siempre a las Bestias sucesivas que en la historia encarnan el poder del Diablo (Iraburu)14.
Así pues, debemos preguntarnos: ¿Qué hay que hacer mientras llega el martirio? Podríamos apuntar dos respuestas del Apocalipsis, siempre que no pensemos que pueden evitarnos la posibilidad del martirio.
-No adorar a la Bestia
El último libro de la Biblia previene con dureza sobre las consecuencias de adorar a la Bestia15, y exhorta a adorar a Dios16, a la vez que anuncia que los que no adoraron a la Bestia reinarán con Cristo17. Pero los que no adoren a la Bestia están abocados al martirio (Ap 13,15).
Ante esta situación, el vidente del Apocalipsis, con apostólica solicitud y por encargo del mismo Señor, pone en guardia a los cristianos, a los de su tiempo y a los del nuestro. «Escribe lo que has visto, lo que ya es y lo que va a suceder más tarde» (Ap 1,19). «Éstas son palabras ciertas y verdaderas de Dios» (19,9; 21,5; 22,6)… ¡Cuidado! ¡Reconoced a la Bestia, daos cuenta de que todo su poder lo ha recibido del Dragón infernal! (13,2). ¡No sucumbáis a su fascinación ni le deis culto! ¡No os fieis de sus palabras ni promesas, que el Padre de la Mentira es su alma! ¡No temáis por lo que habéis de sufrir! (2,10). Estad seguros de que Dios tiene medido el tiempo de esta Bestia, pues solamente «se le dio poder de actuar durante cuarenta y dos meses» (13,5). ¡Que nadie se rinda y ceda, que todos guarden fielmente la Palabra divina y el testimonio de Jesús! Y si alguno ha de ir a la cárcel o a morir a espada, no dude en ir a la cárcel o a la muerte. Ahí es donde se manifestará la paciencia y la fe de los santos (13,10) (Iraburu)18.
-Salir de la ciudad
Ante la inminente destrucción de la ciudad pecadora (que no es distinta de la Bestia), el Apocalipsis exhorta a salir de ella.
Y oí otra voz del cielo que decía: «Pueblo mío, salid de ella, para que no os hagáis cómplices de sus pecados y para que no os alcancen sus plagas; porque sus pecados se han amontonado hasta el cielo, y Dios se ha acordado de sus crímenes (Ap 18,4-5).
Volvemos al dilema que planteábamos al hablar de la opción benedictina: ¿Salir del mundo o quedarse en él? Sin duda se trata de salir, pero no tanto del mundo material sino, fundamentalmente, de lo que supone el mundo pecador y cualquier participación en la apostasía y rebeldía del mundo.
Esta «llamada a salir de la ciudad -entiende Charlier (II,92)- es apremiante, como lo era ya en Is 48,20; 52,11, y sobre todo en Jer 58,8 y 51,6.45. En la ciudad, difícilmente cohabitan Satanás, el Evangelio y sus respectivos fieles (+Ap 2,13). Llega un momento en que la conciudadanía ya no es posible, a menos que se llegue a ciertos compromisos. El Pueblo de Dios ha vivido desde siempre esta situación conflictiva, poniéndole al final un término penoso, mediante una opción decisiva. Lot tuvo que salir de Sodoma, cuyo pecado rebasaba los límites (Gén 19,12-14), prefigurando así la epopeya de Israel, que tuvo que salir del país de Egipto. La incomodidad del éxodo en relación con la seguridad opulenta de la ciudad es grande, pero ésta es la ley de los creyentes para el día en que el pecado de la ciudad amenace demasiado la fe en el Evangelio. El pueblo debe salir para no trocar su comunión con Dios por la comunión con el pecado (sygkoinônêo). Tiene que elegir la copa en la que quiere beber, y esta elección impone rupturas con los espejismos idolátricos, que son el poder, el dinero y la cultura» (Iraburu)19.
Todo esto no significa necesariamente que haya que salir físicamente del mundo ni desentenderse de su salvación. Hay que descubrir la forma personal en la que cada uno tiene que «salir» del mundo, evitando la ingenuidad de pretender permanecer tranquilamente instalado en él. En este sentido, el contemplativo que vive en el mundo no debe olvidar su tarea de encontrar su desierto en el mundo20.
Hoy más que nunca, el cristiano debe tener conciencia de pertenecer a una minoría y de estar enfrentado con lo que aparece como bueno, evidente y lógico a los ojos del «espíritu del mundo», como lo llama el Nuevo Testamento. Entre los deberes más urgentes del cristiano está la capacidad de oponerse a muchas tendencias de la cultura ambiente, renunciando a una demasiado eufórica solidaridad posconciliar (Ratzinger)21.
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No es extraño que muchos de los autores que nos han acompañado en estos temas también hagan referencia al Apocalipsis y a su mensaje a la hora de mostrarnos una respuesta a la situación de la Iglesia y el mundo.
La actitud religiosa del futuro presentará, a mi modo de ver, estos caracteres escatológicos. Con ello no tratamos de hacer un pronóstico barato sobre el fin del mundo: nadie puede decir que se acerca el fin, cuando Cristo mismo hizo saber que las cosas del fin sólo las conoce el Padre (Mateo, 24, 36). Por consiguiente, si hemos hablado aquí de una proximidad del fin, esto no ha de entenderse en sentido cronológico, sino en sentido esencial: significa que nuestra existencia está entrando en las fronteras de la opción absoluta y de sus consecuencias; de que se aproxima a una zona tanto de las máximas posibilidades como de los riesgos supremos (Guardini [1950])22.
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Estamos en una situación apocalíptica, propia del tiempo posterior a Jesucristo, lo que se hace cada vez más evidente para los que tienen ojos para ver. Esto debería tranquilizarnos, si lo vemos a la luz de Dios, en lugar de darnos miedo… o, más bien, la misma luz de Dios nos tranquiliza más allá de toda seguridad humana y sin que nosotros podamos comprender por qué: nos pone en pie sin que sepamos cómo, nos quita la angustia sin que sepamos lo que ha pasado. Pues permanecemos tan débiles y despojados como antes (Molinié [1972])23.
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Segunda cita, de René Girard: «Hoy estamos verdaderamente ante la nada. En el plano político, en el plano literario, en todos los planos. […] ¿Estamos todavía en un mundo en el que la fuerza puede ceder ante el derecho? De ello es precisamente de lo que yo dudo. El derecho mismo se ha acabado, fracasa en todos los rincones». ¿Nihilismo entonces? No, más bien apocalipsis, según el autor de La violencia y lo sagrado: «El espíritu apocalíptico no tiene nada de nihilista: es el único capaz de comprender el impulso hacia lo peor en el marco de una esperanza muy honda» (Hadjadj)24.
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Según Girard, ya es imposible fundamentar lúcidamente la cultura -la duración humana- en una esperanza mundana, por eso ya no queda más camino que recurrir a la esperanza teologal, de la cual fueron parodias y sucedáneos las esperanzas mundanas. Todo esto remite a la palabra «apocalipsis», que significa a la vez desastre y revelación. Ése es también, por otro lado, el sentido de la palabra «crisis», que quiere decir simultáneamente precipitación y discernimiento. De hecho, todo cuestionamiento radical nos empuja a remontarnos hasta las causas primeras. La crisis ahonda en nosotros hasta los huesos, hasta el alma, hasta el Otro… (Hadjadj)25.
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El término «apocalipsis» ha llegado a significar «catástrofe». Pero, etimológicamente, significa «revelación», Ahora bien, así es justamente la certeza desnuda, la certeza que reaparece después de la desaparición de las falsas esperanzas y de la superación de las verdaderas desesperanzas, la certeza que se descubre una vez que nuestra vida se deshace de los oropeles de todas las «innovaciones inmaduras», se despoja de las certezas ideológicas de la modernidad, así como de las incertidumbres mortales de la posmodernidad. Sólo nos queda una cosa, y es mucho más grande que nuestros bonitos sueños rotos: una inmensa e inevitable certeza de apocalipsis, es decir, la necesidad de una esperanza que atraviese la noche oscura, la exigencia de una vida llamada a darse más fuertemente que la muerte, la novedad de una existencia fecunda, que abre caminos en el callejón sin salida, que manifiesta la gloria a través de la Cruz, que lleva una revelación en el corazón del desastre (Hadjadj)26.
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Precisamente porque el fin del mundo es inminente, hay que comenzar algo en el tiempo, algo que no sea del tiempo. ¿Qué quiere decir apocalipsis? A través del desastre, nos visitará el sol que nace de lo alto. A través de la proliferación de la mala hierba, llegará la cosecha. A través de la muerte temporal, la vida eterna. El apocalipsis anuncia el triunfo de la caridad entre las tribulaciones. Por eso, nos ordena participar de ese triunfo. Al desarraigarnos del mundo, de sus pompas, de sus prestigios, de sus «valores», nos arraiga en el mundo para hacer resplandecer en él la caridad que no pasa (Hadjadj)27.
2. El cristiano y el martirio
El rápido análisis que hemos hecho del libro del Apocalipsis nos ha llevado al martirio como la respuesta adecuada a la lucha profunda en la que está envuelta la humanidad desde el principio. Merece la pena que caigamos en la cuenta de la actualidad que tiene esta respuesta martirial en nuestra situación.
La perfecta actualidad, sin embargo, del libro del Apocalipsis es hoy indiscutible. El mundo ha perseguido, persigue y perseguirá siempre a Cristo y quienes guarden el testimonio de Cristo fielmente. El Maestro lo anunció y lo aseguró (Mt 5,11-12; Jn 15,18-21) […] Ahora bien, como el mundo entero yace bajo el poder del Maligno, Padre de la Mentira (1Jn 5,19; Jn 8,44), nada es tan peligroso en el mundo como afirmar la verdad, sobre todo si se afirma en el nombre de Dios, es decir, con infinita autoridad. Por esto muere Cristo, por dar testimonio de la verdad, como «Testigo fiel y veraz», y por esto mueren muchos de sus discípulos. Jesucristo es, pues, para siempre el prototipo del mártir cristiano: Él es el testigo que muere a causa de la fe y de la fidelidad; el testigo fiel que es muerto por dar en el mundo el testimonio de la verdad. Él mismo es «la verdad» (Jn 14,6), y por eso «dar testimonio de la verdad» (5,33; 18,37), es igual a dar testimonio de él (3,26; 5,32), como único «Salvador del mundo» enviado por Dios (4,42; 1Jn 4,14) […] El libro del Apocalipsis da un fundamento muy patente a la condición martirial de la Iglesia en el mundo a lo largo de todos los siglos. La historia de la humanidad se acelera inmensamente con la encarnación del Hijo de Dios. Con ella se introduce en el mundo un infinito Poder de salvación: la verdad de Dios. Pero eso mismo produce espasmos de horror y de ira en el Padre de la Mentira, «la Serpiente antigua, el llamado Diablo o Satanás, el que engaña al mundo entero», que frustrado en su intento de devorar a Cristo, resucitado de la muerte y ascendido al cielo, «se va a hacer la guerra contra su descendencia, los que guardan los mandamientos de Dios y mantienen el testimonio de Jesús» (Ap 12,9.17). En efecto, a lo largo de toda la historia de la Iglesia, el Dragón infernal dará poder a Bestias sucesivas, que reciben de él un poder muy grande en el mundo […] Prepárense, pues, los discípulos de Cristo, y conozcan bien, según lo enseñado por Dios en este Libro de la Revelación, que dar en este mundo testimonio de la verdad y testimonio de Cristo muy fácilmente podrá llevarles a la muerte social o incluso física (Iraburu)28.
Al igual que para los destinatarios del Apocalipsis, también ante nosotros se abre el dilema fundamental: martirio o apostasía. Dicho de otro modo: el martirio, con todo lo que tiene de testimonio y de unión con Cristo, forma parte esencial de la respuesta ante la situación que vivimos en el mundo y en la Iglesia.
Hemos de aceptar necesariamente que el martirio está en el horizonte normal de la verdadera vida cristiana, lo cual exige ya una auténtica conversión de nuestras expectativas; y, además, el convencimiento de que el cristiano tiene que estar preparado para el martirio pleno, aunque no todos lo vayan a padecer. En este sentido, santo Tomás afirma que «la perfección no requiere necesariamente el cumplimiento de estas cosas […] La perfección consiste en que el hombre tenga el ánimo dispuesto a cumplir estas cosas siempre que sea necesario»29.
San Lorenzo y los primeros cristianos, al recibir el bautismo, sabían que se exponían al martirio. Viviendo en la perspectiva del martirio, daban toda su fuerza a la expresión «servirse de este mundo como si no nos sirviésemos de él». No vivir en la perspectiva del martirio, es aceptar las máximas del mundo, y así es imposible que la luz permanezca en nosotros (Molinié)30.
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En la Iglesia primitiva, estar dispuesto a sufrir por Cristo, incluso hasta el punto de entregar la vida, se veía como el testimonio más vigoroso de la verdad de Cristo. Las Iglesias de hoy no estarán preparadas si no tenemos esto en cuenta y vivimos siempre dispuestos a sobrellevar cualquier dificultad, e incluso morir, por nuestra fe (Dreher)31.
A la hora de plantearnos a nosotros mismos y a los demás el martirio, como horizonte de toda vida cristiana, hay que tener en cuenta que una de las manifestaciones de la misma crisis de la Iglesia consiste en el rechazo del martirio, considerándolo como algo innecesario e, incluso, contraproducente para la Iglesia y un obstáculo para la evangelización. Por eso, en el momento actual, nuestra respuesta martirial tendrá que superar la incomprensión y el rechazo del testimonio supremo que supone el martirio, incluso dentro de la Iglesia.
Comprendo muy bien que uno no se sienta con talla para el martirio, otro tanto me ocurre a mí. Pero yo pido al menos a aquellos a quienes aterroriza esta perspectiva -y es la primera cosa, estoy seguro de ello, que Dios les pide- que no escandalicen (en el sentido evangélico: no hacer caer) a sus hermanos propagando una doctrina, que se dice evangélica, pero que procede de que ya no se vive en la perspectiva del martirio. «La gente del mundo -decía Teresa- es hábil en el arte de conciliar las satisfacciones de aquí abajo con las exigencias de Dios.» Hoy son, a veces, los teólogos quienes tienen esta habilidad, y mucho mayor de lo que fue la de la gente del mundo. Lo que ellos proponen es un cristianismo sin martirio, es decir, sin cruz (Molinié)32.
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El gran crecimiento del pelagianismo y del semipelagianismo entre los católicos actuales ha dado a éstos una aparente «justificación» doctrinal y moral para evitar el martirio. Esta justificación ideológica del antimartirio es relativamente nueva en la historia de la Iglesia, y por eso habremos de estudiarla con particular atención. En otros siglos, la negación del martirio era captada normalmente como un gran pecado de traición a Cristo y de abandono de la Iglesia. Hoy, por el contrario, el deber principal del cristiano y de la Iglesia es, al parecer, evitar el martirio. Y antes, por supuesto, evitar la misma persecución. Que ésta no se dé (Iraburu)33.
Rechazar la necesidad de la persecución es renunciar a un aspecto esencial del mensaje de Jesús. Baste recordar las bienaventuranzas34:
Bienaventurados vosotros cuando os odien los hombres, y os excluyan, y os insulten y proscriban vuestro nombre como infame, por causa del Hijo del hombre. Alegraos ese día y saltad de gozo, porque vuestra recompensa será grande en el cielo. Eso es lo que hacían vuestros padres con los profetas […] ¡Ay si todo el mundo habla bien de vosotros! Eso es lo que vuestros padres hacían con los falsos profetas (Lc 6,22-23.26).
Tal importancia tiene la disposición al martirio, que nos puede servir de criterio para evaluar la situación de nuestra fe.
El sacerdote ortodoxo Gheorge Calciu y el pastor luterano Richard Wurmbrand sobrevivieron a la más inenarrable tortura en la Rumanía comunista. Sus testimonios tras ser liberados de la cárcel y su exilio nos atestiguan, no solo su valor para mantenerse en la verdad a pesar del miedo del arresto y la firmeza de su resistencia en prisión, sino también -y esto es aún más portentoso- su capacidad para amar a sus torturadores. Tras su liberación, Wurmbrand escribió que hay dos tipos de cristianos: «los que creen sinceramente en Dios y los que, con la misma sinceridad, creen que creen. Se les puede distinguir por cómo actúan en los momentos decisivos» (Dreher)35.
Además del martirio cruento, al que hemos de estar dispuestos, tenemos que asumir como normal padecer el martirio oculto en la vida ordinaria, que aparece necesariamente cuando mantenemos un mínimo de fidelidad al Evangelio. Este martirio cotidiano, que es la preparación necesaria para abrazar la muerte martirial si llegara el caso, es algo conocido en la Iglesia desde sus comienzos.
Todos los que quieran vivir piadosamente en Cristo Jesús serán perseguidos (2Tm 3,12).
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Pero, aunque haya tiempos de paz y tiempos de persecución, ¿ha faltado en alguna época la persecución oculta? Nunca falta; aquel león y dragón ni siempre se ensaña, ni siempre tiende asechanzas, pero siempre persigue. Cuando su ferocidad se manifiesta abiertamente, no son ocultas sus asechanzas, y cuando son ocultas éstas, no es manifiesta aquella; es decir, cuando ruge como un león, no se arrastra sigilosamente como un dragón, y cuando como dragón se arrastra, no ruge como león; no obstante, sea como león, sea como dragón, siempre persigue. Cuando cesa su rugido, guárdate de sus emboscadas; cuando las emboscadas son evidentes, huye del león que ruge. Se evita tanto al león como al dragón si se mantiene siempre en Cristo el corazón (San Agustín)36.
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Tercer punto, por último; el más importante para nosotros en este momento. Si existe una persecución sangrienta a la que somos insensibles en extremo mientras que no nos concierne, existe también una persecución no sangrienta a la que estamos sometidos desde ahora, y que corre el riesgo de ser, al final, mucho más peligrosa porque nos ciega. La obra asombrosa de Georges Orwell: 1984, describe una persecución que no se contenta ya con una apostasía verbal, sino que pretende conseguir una verdadera conversión, para hacernos quemar lo que hemos adorado (el amor humano en el libro de Orwell, la caridad en el caso de los cristianos) y adorar lo que hemos quemado (el perseguidor en el libro de Orwell, la Bestia del Apocalipsis en el caso de los cristianos) (Molinié, Cartas a sus amigos, 19)37.
Tengamos en cuenta que, en el actual mundo occidental el martirio ha tomado las nuevas formas propias de una sociedad postcristiana y antihumanista. En numerosos lugares de África y Asia sigue existiendo en la actualidad una persecución «religiosa» a los cristianos, que los lleva a la muerte y al destierro. Sin embargo, para muchos cristianos de occidente la persecución intenta llevarlos al ostracismo social, al arrinconamiento económico y al desprecio por parte de la opinión común; y la causa ya no es el testimonio de la fe sino un elemental aspecto de la misma, como la simple coherencia con la verdad de la persona humana. Ya no será la confesión explícita de la fe en Dios o en Cristo lo que provocará el escándalo y la persecución por parte de ateos o creyentes de otras religiones, sino la manifestación de que existe una verdad objetiva, unos valores irrenunciables, una naturaleza humana no manipulable, o la defensa del derecho a educar a los hijos según las propias creencias. Y ante este panorama, el que intente evitar este martirio sin sangre -pero no menos eficaz-, terminará apostatando de las consecuencias y de los fundamentos de su fe, aunque mantenga ciertas formas o ritos cristianos, al modo del «deísmo moralista terapéutico» que describe Dreher.
¿Qué sentido tiene, pues, que un padre de familia, o un obispo, o el director de un colegio católico, o un periodista o político, renuncie a ciertas acciones cristianas, y calle el testimonio de la verdad de Cristo, o ponga en duda su oportunidad, porque prevé que a causa de esas acciones y palabras se le habría de venir encima la persecución del mundo? ¿Acaso no la espera? ¿O es que estima que puede ser fiel a Cristo evitando la persecución, es decir, el martirio? Hablando y obrando cristianamente ¿esperaba quizá del mundo –incluso de los hombres de Iglesia mundanizados, que son tantos– otra reacción distinta, acogedora y favorable? ¿Cómo se explica, pues, que ponga en duda la calidad evangélica de sus propias acciones a causa de la persecución que ellas le ocasionan o pueden ocasionarle, si precisamente la persecución del mundo es el sello de garantía de cualquier acción evangélica? (Iraburu)38.
Lo que afirma el cardenal Sarah del cristiano que quiera serlo en el terreno de la política, puede ampliarse a todos los campos, desgraciadamente también en el seno de la misma Iglesia:
Muchas veces están llamados a una resistencia espiritual. Frente a un Estado que exige una cooperación al mal o que impone el mal, los cristianos están llamados por su conciencia al martirio, que es la cima del testimonio político cristiano. «La injusticia solo se puede vencer en última instancia por medio del sufrimiento: del sufrimiento voluntario de quienes permanecen fieles a su conciencia, siendo testigos auténticos, con su sufrimiento y con toda su vida, del fin de todo poder», escribía el cardenal Ratzinger en su obra Iglesia, ecumenismo y política. Es muy importante negarse a dejarse comprar o corromper por dinero. Cristo y los apóstoles no poseyeron absolutamente nada para llevar a cabo su misión. Muchos creen que el dinero acrecienta y hace progresar la misión de la Iglesia. Que abran los ojos y contemplen las ricas iglesias de Occidente. Han sido más prósperas, más misioneras, más fervorosas, más fieles y más dinámicas en el testimonio evangélico cuando estaban sostenidas por la fe en Cristo y disponían de menos medios económicos. Si ponemos el acento en los aspectos y medios materiales y les damos prioridad, asfixiamos a la Iglesia. En Estados Unidos algunos prefirieron perderlo todo antes que colaborar en la destrucción del orden natural, llevada a cabo por la administración Obama. La resistencia espiritual es el mejor servicio que pueden prestar los cristianos a la sociedad política. Creo que en una sociedad humana el cristiano siempre será, en mayor o menor medida, un disidente. A veces lo encarcelarán con tal de hacerlo callar. Pero normalmente se le descalificará empleando una ironía conforme con los tiempos o el linchamiento mediático (Sarah)39.
Por lo tanto, si queremos dar una respuesta adecuada a la situación de nuestra sociedad y de nuestra Iglesia, hemos de prepararnos para el martirio. Y, para ello, deberíamos empezar con una oración humilde y concreta:
La segunda obligación es prepararse a la persecución, no imaginándola o intentando entrenarse en el heroísmo (lo que sería meterse a crear, diría Teresa del Niño Jesús), sino pidiendo incansablemente la gracia de no apostatar. Nuestra confianza en la Misericordia debe ser infinita: Jesús habría perdonado a Judas su traición, como perdonó a Pedro su negación, si Judas hubiera sabido pedírselo. Pero sería una extraña confianza, o mejor dicho una parodia de confianza, aceptar por adelantado la idea de apostatar, esperando que Dios nos perdone. La verdadera confianza sólo espera el perdón después de haber pecado; y sabe esperar la gracia, más preciosa aún, de no pecar: si hace falta un milagro, pide ese milagro. Apoyarse en la Misericordia para aceptar la idea del pecado –de la apostasía– no es esperar en la Misericordia sino burlarse de la Misericordia… y nadie se burla de Dios, dice san Pablo (Molinié)40.
Y luego, deberíamos seguir abrazando una espiritualidad martirial que nos vaya fortaleciendo. El padre Iraburu, señala una serie de «notas propias de la espiritualidad martirial» extraídas de las Actas de los mártires, que tienen su raíz en el Nuevo Testamento, y que bien pueden ser una orientación para nuestra propia espiritualidad y como examen de41 conciencia.
- -El mártir experimenta la alegría por padecer en nombre del Señor.
- -El martirio es vivido como una nueva victoria de Cristo glorioso.
- -En el martirio se lucha y se vence al Diablo.
- –El mártir se prepara al combate con la oración, el ayuno, la comunión eucarística y la mutua exhortación.
- -Con frecuencia, el mártir es fortalecido con la visión y la esperanza del cielo.
- -El mártir se apoyan y manifiesta la esperanza en la resurrección.
- -El martirio sirve a algunos como bautismo y expiación de sus pecados.
- -El mártir agradece su condena como un don porque le permite participar en la Cruz de Cristo.
- -El mártir ora por sus enemigos.
- -El mártir experimenta el don de la fortaleza.
- -El mártir abandona los bienes temporales, que no suponen ningún apego que le impida el martirio.
- -La Iglesia asiste a sus mártires de forma material y espiritual.
- -El martirio tiene una enorme fuerza evangelizadora.
El contemplativo en el mundo no debe olvidar, por tanto, que el martirio forma parte de su misión, y tiene que ser capaz, no sólo de estar dispuesto al martirio, sino de aprovechar las circunstancias que ya le están permitiendo el martirio cotidiano.
El contemplativo secular ha de brillar como luz del mundo; pero éste empleará todas sus fuerzas contra quien esté decidido a vivir la misma vida del Crucificado, intentando arrastrarlo a una vida distinta o contraria a la que ha sido llamado. Sin embargo, esta misma oposición que sufre el discípulo de Cristo es lo que le permite ofrecer el testimonio incontestable de su fe en forma de martirio. De hecho, mártir significa «testigo».
La oposición de unos, la incomprensión de los cercanos, la rebeldía interior del propio yo y sus pasiones, la presión del ambiente y de la familia, los obstáculos provenientes de algunos miembros de la Iglesia, etc., lejos de impedir el cumplimiento de la misión que Dios encomienda al contemplativo secular, le ayudan a llevarla a cabo con mayor realismo y eficacia; porque sólo a través de una verdadera identificación con Cristo crucificado es como el cristiano se convierte en mártir (testigo) de la verdad de Dios en el mundo.
Vivimos en un tiempo marcado por el paganismo, la falta de valores sólidos, el relativismo, el hedonismo, la crisis de autoridad en el mundo y en la Iglesia, el deterioro o la pérdida de los valores evangélicos por parte de muchos cristianos, el rechazo del mundo a la Iglesia y a cuanto ella significa, la proliferación de todo tipo de conflictos y violencias entre naciones, culturas, pueblos o familias. Todo esto, y lo que ello supone de manifestación del poder del mal en el mundo, sólo puede tener como respuesta eficaz el martirio del cristiano, que es la inmolación libre y amorosa de la propia vida como expresión y defensa de la verdad de Dios. Porque en este mundo, oscurecido por tantas mentiras, la verdad de Dios no puede resplandecer a base de palabras; necesita el testimonio incontestable de la entrega de la vida a favor de esa verdad, con independencia de que dicha entrega sea conocida o valorada.
El valor testimonial del martirio no está en el mero hecho de la muerte física del mártir, sino en el amor que le empuja a seguir a Cristo hasta la muerte, puesto que lo que fundamenta el martirio cristiano no es el hecho material de morir, sino estar dispuesto a dar la vida por amor a Cristo (Fundamentos)42.
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Para terminar, recordemos los frutos del martirio. Aunque parezca que lleva al fracaso del perseguido y el triunfo del perseguidor, sin embargo, supone para éste su verdadero fracaso porque se le impone el testimonio indiscutible y victorioso del mártir y no puede impedir la eficacia espiritual que tiene la entrega de la vida que la persecución ha hecho posible.
En realidad, [al fundamentalismo] nada le da más miedo que el verdadero martirio y la verdadera fe. Porque «martirio» quiere decir «testimonio», es decir, no tener más armas que las de la caridad ni más argumentos que los de la verdad -una palabra de salvación en un cuerpo vulnerable; y «fe» significa creer en un Dios creador y, por tanto, amar como él hace a todas sus criaturas, amar también la carne y el tiempo histórico, que no son enemigos del Eterno, puesto que son obra suya (Hadjadj)43.
NOTAS
- Es recomendable la lectura de José María Iraburu, De Cristo o del mundo, Pamplona 2001 (Fundación GRATIS DATAE, 2ª ed.), Parte VII, «Apocalipsis de Jesucristo», apartado 1, «Tiempo de Apocalipsis», 84-88, que ayuda a encajar el mensaje del último libro de la Biblia en la situación actual.
- Es significativo que al final de cada una de las cartas a las siete iglesias haya una promesa al que salga «vencedor» (2,7.11.17.26; 3,3.12.21). La perspectiva para las iglesias (y para nosotros) es una lucha en la que podemos y debemos alcanzar la victoria.
- Téngase en cuenta lo que dice el resto del Nuevo Testamento respecto a esta curiosidad: «En cuanto al día y la hora, nadie lo conoce, ni los ángeles de los cielos ni el Hijo, sino solo el Padre» (Mt 24,35); «el día y la hora que menos se lo espera, llegará el amo » (Mt 24,50; cf. Mc 13-33-37; Lc 17,26-27); «en lo referente al tiempo y a las circunstancias no necesitáis que os escriba, pues vosotros sabéis perfectamente que el Día del Señor llegará como un ladrón en la noche. Cuando estén diciendo: “paz y seguridad”, entonces, de improviso, les sobrevendrá la ruina, como los dolores de parto a la que está encinta, y no podrán escapar» (1Tes 5,1-3).
- Sin negar que el Apocalipsis hace mención a lo que está viviendo la Iglesia perseguida del siglo I, y que hace referencia a los acontecimientos finales, no hay que olvidar lo que algunos autores llaman «escatología cualitativa»: «Los hechos que describen al Apocalipsis recapitulan los acontecimientos esenciales de la iglesia en cada época» (Ugo Vanni, Apocalipsis. Una asamblea litúrgica interpreta la historia, Estella 1994 (Verbo divino, 5ª ed.), 19.
- Iraburu, De Cristo o del mundo, 84.
- Sirva de ejemplo lo que resultaría de imaginar al Cristo glorioso con los atributos físicos de Ap 1,13-16, que habría que combinar con 5,6 y 19,11-15. Y, sin embargo, cada uno de esos rasgos tiene un mensaje importante sobre la identidad de Cristo.
- Iraburu, De Cristo o del mundo, 85.
- Después de la vocación del vidente y del mensaje a las Iglesias, el Apocalipsis comienza su revelación mostrando lo que sucede en el cielo (cap. 4-5), que es lo que va a dar respuesta a lo que sucede en la tierra.
- «Cuando abrió el quinto sello, vi debajo del altar las almas de los degollados por causa de la Palabra de Dios y del testimonio que mantenían. Y gritaban con voz potente: “¿Hasta cuándo, Dueño santo y veraz, vas a estar sin hacer justicia y sin vengar nuestra sangre de los habitantes de la tierra?”. A cada uno de ellos se le dio una túnica blanca, y se les dijo que tuvieran paciencia todavía un poco, hasta que se completase el número de sus compañeros y hermanos que iban a ser martirizados igual que ellos» (Ap 6,9-11).
- «El resto de los hombres, los que no murieron por estas plagas, tampoco se arrepintieron de las obras de sus manos, no dejaron de adorar a los demonios y a los ídolos de oro y plata, bronce, piedra y madera, que no ven ni oyen ni andan. No se arrepintieron tampoco de sus homicidios ni de sus hechicerías ni de su fornicación ni de sus robos» (Ap 9,20-21; cf. 16,8-11). «Los septenarios apocalípticos de las cartas, los sellos, las trompetas, el de las copas de la ira, igual que el último de las visiones, afirman siempre con imágenes sobrecogedoras el poder invencible del Cordero degollado, que está junto al trono de Dios. Pero estas victorias del Cristo glorioso más que ahogar en sangre a los hombres rebeldes, destruyen a la Bestia que les engaña y esclaviza, o incendian la Gran Babilonia, es decir, reducen a cenizas la prepotencia de un orden mundano perverso, liberando así a los que se veían oprimidos por él» (Iraburu, De Cristo o del mundo, 87).
- Iraburu, De Cristo o del mundo, 84-85.
- No podemos pensar que el mensaje fundamental del Apocalipsis no aparece ya en el Evangelio, empezando por la última de las Bienaventuranzas Mt 5,10-12 (cf. Lc 6,22-23.26). Cf. también Mc 8,34-38; Lc 14,25-27; Jn 12,25-26; Mt 10,24-25; Lc 23,28-20; Mt 10,16-22; Jn 15,18-21; 16,1-4; 2Tm 3,12.
- Iraburu, De Cristo o del mundo, 85.
- Iraburu, El martirio, 34.
- Ap 13,8-1; 14,9-11; 16,2; 19,20-21.
- Ap 14,7,19,10; 22,8. A imagen de la adoración que Dios recibe en el cielo: Ap 4,10; 5,14; 7,11; 11,16.
- Ap 22,8.
- Iraburu, De Cristo o del mundo, 86.
- Iraburu, De Cristo o del mundo, 88.
- Puede ser luminoso en este punto nuestro retiro «Contemplativos y desierto en el mundo».
- Ratzinger, Informe sobre la fe, 125-126. Es interesante la reflexión que aparece inmediatamente después de estas páginas sobre la necesidad de recuperar los elementos positivos la espiritualidad de huida del mundo reflejada en la Imitación de Cristo.
- Guardini, El ocaso de la edad moderna, 144-145.
- Molinié, Cartas a sus amigos, 13 (M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis, 1, 241). Citado ya en el tema 8.
- Hadjadj, Puesto que todo está en vías de destrucción, 33-34. Citado ya en el tema 7.
- Hadjadj, Puesto que todo está en vías de destrucción, 34. Citado ya en el tema 7.
- Hadjadj, Puesto que todo está en vías de destrucción, 126. Citado ya en el tema 7.
- Hadjadj, Puesto que todo está en vías de destrucción, 152. Citado ya en el tema 7.
- Iraburu, El martirio, 33.34.
- Santo Tomás de Aquino, Sobre la perfección de la vida espiritual, 21. Cf. San Ignacio de Antioquía, Carta a los Magnesios, V: «Y si no estamos dispuestos a morir por él, para imitar su pasión, tampoco tendremos su vida en nosotros».
- Molinié, El coraje de tener miedo, 160.
- Dreher, La opción benedictina, 154.
- Molinié, El coraje de tener miedo, 160.
- Iraburu, El martirio, 51.
- Cf. también Mc 8,34-38; Mt 10,16-22.24-25; Jn 15,18-21; 16,1-4.
- Dreher, La opción benedictina, 154-155.
- San Agustín, Sermón 305A,2 (traducción de Pío de Luis Vizcaíno, o.s.a.).
- Molinié, Cartas a sus amigos, 19 (M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis, 2, 68). «Sin embargo, lo que importa aquí es considerar el papel determinante de la “segunda Bestia”: hay una persecución distinta a la persecución sangrante ejercida por el poder político; una persecución tanto más peligrosa en la medida en que merece llamarse seducción (“capaz de seducir, si fuera posible, a los elegidos…” (Mc 13,22)) y rechaza enérgicamente la menor apariencia de persecución, contando así con innumerables cómplices inconscientes en el interior de la misma Iglesia. A partir del momento en que un cristiano, y más aún un pastor católico, niega la existencia o la gravedad apocalíptica de esta seducción en el interior de la Iglesia, este cristiano o este pastor se convierte en cómplice inconsciente pero “objetivo” de la segunda Bestia, más eficaz para destruir la fe que la primera: porque la primera Bestia no puede ocultarse ni realizar sus estragos tan profundamente como la segunda cuando ésta logra convencer por el solo efecto de la persuasión de los discursos tenebrosos predichos por san Pablo (1Tm 4,1)» (Molinié, La irrupción de la gloria, V,1, apartado «La noción de “últimos tiempos”». (M.-D. Molinié, L’irruption de la gloire, 240).
- Iraburu, El martirio, 41.
- Sarah, Se hace tarde y anochece, 363-364.
- Molinié, Cartas a sus amigos, 19 (M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis, 2, 67).
- Iraburu, El martirio, 36-38.
- Contemplativos en el Mundo, Fundamentos, 205-206. La cursiva es nuestra.
- Hadjadj, Puesto que todo está en vías de destrucción, 32.