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Introducción

El testimonio del padre M.-D. Molinié, O.P. (1918-2002) es especialmente luminoso para nosotros a la hora de buscar una respuesta a la situación del mundo y de la Iglesia; y ello por varias razones. La primera, porque, a través de sus Cartas a sus amigos, que abarcan desde 1967 a 2001, analiza reiteradamente la situación de la Iglesia, y no sólo es testigo de la evolución de la crisis de la Iglesia en esos años cruciales (especialmente en Francia), sino que intenta orientar a sus «amigos» a dar la respuesta adecuada. La segunda, porque sus «amigos» no son simplemente cristianos comprometidos o preocupados, sino que tienen una clara orientación a la vida contemplativa en el mundo, tal como aparece ya en la primera de las cartas en la que define lo que es la vida espiritual que él intenta alimentar y orientar en la situación concreta en la que viven sus destinatarios. Baste recordar el primero de los siete puntos que pueden servir de base a una vida espiritual:

La intuición y el tormento de lo que debe ser, o debería ser, el don total a Dios. Digo la intuición o el tormento, para precisar que este don puede estar hecho o no, o en proceso de hacerse o de huir de él. Lo que cuenta es la aceptación leal, radical e intrépida de una lucidez lo más fuerte posible de esta realidad. Reconocer que éste es el gran negocio de la vida, y que todo el resto es secundario o pura literatura. Aceptar ser atormentados por esta llamada durante toda nuestra vida (Molinié [1967])1.

La tercera, y quizá principal razón, de la especial utilidad de estos escritos para nuestra tarea consiste en que en estas cartas encontramos el testimonio de su misma búsqueda personal para dar una respuesta a la situación de la Iglesia, lo que marcó fuertemente su vida y sus decisiones. Él mismo manifiesta los intentos, dificultades y errores a la hora de dar esa respuesta, al mismo tiempo que señala las luces que fue encontrando para orientar sus opciones. De este modo, sus pistas para dar una respuesta van más allá de la teoría y tienen un carácter profundamente contemplativo, en diálogo sincero con la realidad de la Iglesia y la suya propia.

1. Dolor, discernimiento e intercesión

Ya en la primera carta -sólo dos años después del final del Concilio Vaticano II- Molinié propone algunos elementos enormemente valiosos para que podamos configurar nuestra respuesta a la situación en que nos encontramos, que podemos resumir en: dolor, discernimiento e intercesión. Ante la realidad que estamos viendo, es necesario aceptar el sufrimiento por lo que sucede, acompañado de una actitud de discernimiento evangélico. En consecuencia, no podemos dejarnos atrapar por la inconsciencia o la comodidad, sino dejar que nos afecte fuertemente la situación, sin conformarnos con respuestas viscerales, automáticas o prefijadas.

Resulta iluminador lo que dice respecto de este sufrimiento:

Hoy no diré mucho sobre esto [«Problemas de la Iglesia y de la fe»], solamente he querido consolar a aquéllos que sufren por la situación actual. Me parece difícil no sufrir por ello, incluso si uno se regocija del «nuevo Pentecostés surgido del Vaticano II». Confieso que no me gusta demasiado esta expresión. Pentecostés no ha cesado nunca en dos mil años porque coincide con el misterio mismo de la Iglesia. Creo que hay horas de gracia más intensa, pero pienso también que es preciso ser muy prudente antes de decir: es esta hora, o es esta otra. Y esto todavía más cuando toda efusión de gracia provoca un recrudecimiento del misterio de iniquidad, una «reacción de rechazo» del fermento que el hombre viejo, en cada uno de nosotros, no consigue tolerar (en el sentido médico de la palabra).

Hay en la Iglesia de hoy una efusión de santidad indiscutible para quien vislumbra el secreto de los corazones (lo que es una de las gracias del sacerdote), una efusión más visible todavía del deseo de santidad, una santidad creadora de formas nuevas, que inventa audazmente modalidades carismáticas, que pueden recordar a la Iglesia de los corintios. Pero los carismas que se ofrecen a esta Iglesia (y a otras) van acompañados también de una efusión de falsos prodigios, de falsos profetas y de falsos doctores que agotan hasta el final las fuerzas de Pablo y de Juan (Molinié [1967])2.

Es interesante subrayar que el sufrimiento y el desgarro por la situación actual se convierten también en un criterio de discernimiento sobre la acertada o equivocada reacción de los demás:

Yo no puedo tener ninguna confianza en la solución de «equilibrio» que preconiza la jerarquía. Si exceptúo a Pablo VI, pero no solamente porque es el Papa, sino porque no sólo acepta estar desgarrado, sino aparecer desgarrado, y no ofrecer más explicación a las cuestiones agobiantes de los cristianos y de los hombres que ese mismo desgarramiento. Eso no quiere decir que me sienta a gusto con todas las acciones, palabras y silencios del Papa, sino que más allá de todo eso existe este desgarramiento angustioso del que todos reconocen la existencia (ciertamente es uno de los únicos puntos en los que todo el mundo está de acuerdo), y este desgarramiento me parece la palabra misma de Cristo en Pablo VI (Molinié [1969])3.

En cuanto a la necesidad del discernimiento, Molinié afirma con rotundidad que ya no podemos estar en la situación de tranquilidad y seguridad doctrinal que existía hasta entonces (los años 60), con una doctrina bien definida y una autoridad que ejercía claramente su labor de tutela sobre la fidelidad a esa doctrina. Y, aunque entre aquel periodo y el nuestro está el esfuerzo doctrinal de los papas Juan Pablo II y Benedicto XVI, no podemos pensar que la situación actual sea mejor que la que experimentó Molinié en aquellos primeros años de postconcilio. Ya no estamos en la comodidad de una doctrina segura, sino en la virulencia de los primeros siglos del cristianismo, en los que, junto a una vitalidad indiscutible, aparecían graves errores y escisiones, y era necesario discernir y tomar postura, asumiendo riesgos y consecuencias. Debemos ver aquí una llamada a salir de nuestra comodidad y terminar con nuestros lamentos por no tener una situación más clara que nos dispense de pensar, decidir y actuar coherentemente.

No existía en aquel tiempo la autoridad oficial y «tranquilizadora» del Papa, de Roma y del Santo Oficio para definir clara e inmediatamente, frente a toda doctrina un poco atrevida, enseñada en una cátedra cualquiera o publicada en un libro, no sólo lo que es de fe, sino también lo que está prudentemente permitido o prohibido enseñar.

Es evidente que la Iglesia de Vaticano II sacude el yugo de esta tutela que el mismo Papa no se atreve a imponer, lo que efectivamente nos vuelve a llevar en cierto modo a la vitalidad turbulenta y a veces inquietante de la Iglesia primitiva. Si hubiéramos vivido en aquel tiempo con la mentalidad que tenemos hoy, gracias a las enseñanzas de la Iglesia latina, tal vez estaríamos horrorizados de las locuras delirantes y contradictorias enseñadas un poco por todas partes con la insolencia de esos «maestrillos» a los que san Pablo hace alusión a menudo y contra los que tuvo que defender con especial fuerza su autoridad (véase en particular la carta a los Gálatas y las dos cartas a los Corintios, especialmente 2Co 11,21.23).

La Iglesia desde hace veinte siglos ha definido numerosas verdades. Esto es algo reconfortante que no tenían los primeros cristianos, pues las palabras solemnes de la Iglesia no pasarán, lo mismo que las de Cristo. Tal vez debemos aceptar que estas verdades no sean fácilmente admitidas y enseñadas por todos tal como eran antiguamente. El Santo Oficio no hace siempre por nosotros el esfuerzo de discernir el buen grano de la cizaña en todo lo que oímos o leemos. Es muy doloroso no tener esta seguridad; claro que, si soñamos con lo que fue la situación de los primeros cristianos, deberemos reconocer que estaban todavía más entregados al instinto del Espíritu Santo para discernir la cizaña del buen grano. Las enseñanzas luminosas no faltaban, pero las enseñanzas pervertidas tampoco, y era por medio del instinto de su corazón como cada uno debía orientarse libremente hacia la Verdad o hacia las «fábulas». Entonces no era suficiente ser dócil para saber dónde estaba la verdad; era necesario que el Amor y las antenas que él nos da para reconocer la sal y las palabras de la Vida eterna, precipitaran hacia esta Verdad a los que tenían hambre y sed del agua viva prometida por Jesús. Ése era «el instinto de la fe» y la voz del pueblo que daba a los cristianos la infalibilidad en el creer (el olfato infalible que «levanta» la herejía por el olor antes de saber en qué es herética, simplemente porque no puede respirar en ella con la respiración de las virtudes teologales), infalibilidad necesaria pero suficiente para no naufragar en medio de este oleaje agitado.

La vuelta a esa situación, después de los siglos tranquilizadores de los que he hablado, da a muchos la impresión de que el suelo se hunde bajo sus pies… y yo les comprendo, pero es una impresión análoga a la que dan, en el plano de la vida interior, las purificaciones de la noche oscura. Hay que pasar por ello. Es tanto más doloroso en la medida que tales purificaciones van acompañadas infaliblemente de un desenfreno de Satanás, que da a nuestro pesimismo la tentación de echarle la culpa: no podemos creer que Dios quiera esas cosas. Y sin embargo… no quiere la cizaña, pero quiere que la suframos y que la discernamos pacientemente del buen grano.

No quiere de ninguna manera que nos dejemos embaucar y que llamemos buen grano, efusión de un nuevo Pentecostés, a lo que es hermosa y buena cizaña: no quiere que se desvirtúe la sal de la doctrina evangélica y que cambie el vino en agua, el vino de la locura en el amor de Cristo por el agua religiosa e insípida de los sabios y de los inteligentes. Nos pide sencillamente un esfuerzo personal, mucho más intenso para llevar a cabo este discernimiento. No es suficiente que nos «remitamos a la Iglesia» con los ojos cerrados; al contrario, es preciso que los abramos bien para discernir a los maestros que merecen ser escuchados de los que merecen que cerremos los oídos. Este esfuerzo será finalmente beneficioso para nosotros, porque nos obliga a amar más para discernir más.

No se trata en absoluto, como lo han creído algunos protestantes, de dejarnos enseñar sólo por la Biblia y el Espíritu Santo. Se trata, como siempre y más que nunca, de ser enseñados por la Iglesia… y yo intento representarla en parte ante vosotros. Pero corresponde a vuestro instinto el deber de discernir en qué medida yo la represento fielmente, en medio de tantas voces de sirena más o menos aprobadas, y nunca formalmente condenadas (Molinié [1967])4.

Antes de seguir adelante es necesario subrayar en este texto, además de la necesidad del discernimiento, que «el instinto del corazón» y «las antenas que nos da el Amor» son instrumentos imprescindibles para conducir a la Verdad a los «que tienen hambre y sed del agua viva». Y es el contemplativo el que, de forma especial, tiene esta hambre y este instinto, y el que, por tanto, tiene que desarrollarlo y ejercerlo. Lo cual no supone ningún rechazo a la Tradición y al Magisterio, todo lo contrario; pero es preciso aceptar el esfuerzo de discernir sobre los «maestros». De nuevo, como veíamos en el tema anterior, esta situación se convierte en una ventaja, en una oportunidad, porque «nos obliga a amar más para discernir más».

A la tarea del discernimiento hay que añadirle la de aceptar un doble sufrimiento: el que provoca la situación de la Iglesia y el que causa la carencia de la seguridad doctrinal (y la comodidad) de la que antes se podía disfrutar. Es imprescindible para ello que dejemos que la situación desgarre nuestro corazón, porque ese dolor es el punto de partida para llevar a cabo la respuesta eficaz que supone la intercesión. Pero ese dolor y esa intercesión no serán verdaderas si no somos capaces de tener en cuenta el verdadero mal.

Santa Mónica amaba a su hijo Agustín, completamente descarriado desde la edad de 17 años, cuando se hizo maniqueo y tomó una amante con la cual vivió catorce años, de la cual tuvo un hijo. Si se hubiese confesado con el Cura de Ars, se habría arriesgado a oír: «¡Usted está condenado!»

Santa Mónica amaba a Dios, y temía el infierno para su hijo. San Ambrosio también creía en el infierno, pero, ante las lágrimas de su madre, no duda en exclamar: «¡El hijo de tales lágrimas no puede condenarse!»

Si todas las madres cuyos hijos toman el camino de Agustín llorasen como ella, la faz del mundo cambiaría rápidamente. Pero ¿qué madre cree todavía en el infierno? El demonio de los teólogos ha hecho bien su trabajo para endurecer el corazón de los sacerdotes en una rebeldía más o menos consciente contra este dogma, rebeldía suficientemente eficaz para que nadie vuelva a tomar en serio las amenazas de Jesús: «Ancho es el camino que conduce a la perdición», etc. A causa de este endurecimiento general, no podemos esperar apenas encontrar hoy día una sola madre llorando como santa Mónica, y obteniendo los milagros de conversión que resultarían de ello.

Yo mismo participé de este endurecimiento: rechazando el dogma del infierno abandoné la práctica cristiana. Hoy en día he vuelto a encontrar la fe, predico la verdad, predico el amor. Pero conservo un corazón de piedra: el de los peregrinos del absoluto, de los cuales siempre he formado parte. Después de mi rebeldía, este corazón alimenta mi predicación, cuya dureza hace llorar a la Virgen…

Cuando Mónica lloraba por su hijo, le daba igual el «camino de la perfección», la Subida al Carmelo… e incluso del camino de la infancia: tenía simplemente el corazón desgarrado. ¿Qué madre de nuestros días, aunque sea una vez, incluso aunque crea más o menos en el infierno, está dispuesta a dejarse conmocionar así por el espectáculo de los jóvenes que se pierden? Yo dije en mi última carta (nº 45) que las lágrimas no son un camino de perfección ni el fruto de una ambición espiritual: basta dejarse tocar…; pero ¿quién se deja tocar? «¡Pueblo insensible!», gemía el Cura de Ars.

Una vez más me acuso el primero de no verter esas lágrimas por las almas que me hacen daño. Denuncio los extravíos, la tibieza, la complicidad con las tinieblas: desgraciadamente pongo ahí la violencia de los peregrinos del absoluto más que las lágrimas de María en la Salette. ¿Quién acepta consolar a Aquél que llora, hacer penitencia con Bernadette o los niños de Fátima? Yo no, ¡lo repito! Pero es la gracia que pido, comprendiendo que la búsqueda de la perfección e incluso las reflexiones sobre el camino de la infancia, se convierten en una trampa contra la simplicidad del corazón.

Naturalmente hay que creer en el infierno, naturalmente hay que amar la luz, odiar las tinieblas… pero todo esto no sirve para nada sin la dulzura y el dolor de un corazón que se deja desgarrar por las heridas infligidas al Amor infinito, a la ternura de Jesús y de María. Yo me acuso de no hacerlo, os sugiero acusaros conmigo: recemos los unos por los otros, pidamos esta gracia sin la cual nuestros esfuerzos serán vanos y destinados a la condenación que amenazaba a san Agustín… (Molinié, Cartas a sus amigos, 46 [2000])5.

De alguna manera, este dolor es lo que realiza la síntesis entre oración y acción que caracteriza especialmente al contemplativo en el mundo.

La acción sola no basta, incluso en la vida terrestre de Jesús no llega a su objetivo. La oración sola no basta, sin cesar nos está remitiendo, en primer lugar a la acción, pero finalmente al tercer elemento, el único que conduce a la apertura: el gran sufrimiento que es como la síntesis de acción y contemplación, que consiste en soportar el pecado insoportable del mundo, que ha cerrado hacia adelante y hacia arriba el acceso a Dios. Es la puerta que se abre en ambas direcciones (Balthasar)6.

2. Comprender el corazón de Dios

Es probable que quienes deseamos resolver evangélicamente la crisis actual nos esforcemos demasiado en comprender la situación en la que vivimos, en analizar causas o proponer soluciones…, pero abandonamos la actitud más importante y elemental del contemplativo, que consiste en comprender el corazón de Dios. Nos debatimos entre si debemos situarnos en el ala derecha de la Iglesia o en la izquierda, o buscamos afanosamente un centro que satisfaga a todos; y, mientras tanto, nos olvidamos de que sólo importa ponernos del lado de Dios, y que para ello hay que comprender el corazón de Dios que, como hemos visto, consiste, en muchas ocasiones, en comprender el dolor del corazón de Dios.

Hace mucho tiempo, en particular, que no os hablo nada de lo que se llama por todas partes la crisis de la Iglesia. Confieso, por otra parte, que me es cada vez más difícil abrir la boca sobre este asunto. La única cosa que cuenta, en efecto, es que comprendamos un poco el corazón de Dios. Si no comprendemos en absoluto el corazón de Dios no importa estar a favor de la tradición o del cambio… ni siquiera realizar un justo equilibrio entre los dos. Todo esto es sólo un medio para ayudarnos a encontrar otra cosa, de la que estoy tentado de decir, a secas, lo que Cristo decía de la Salvación: muy pocos son los que la encuentran… estén a la derecha, a la izquierda o en el centro.

Escribo pues estas Cartas para los que desean comprender el corazón de Dios, por medio de la inteligencia, pero más aún por medio del amor. Desde luego le doy la máxima importancia a los artículos fundamentales de la fe cristiana. Soy profunda y dolorosamente consciente (digan lo que digan los partidarios de la apertura al mundo) de que muchos teólogos se arriesgan a naufragar en la fe y, lo que es peor, a arrastrar en este naufragio a muchos fieles, y especialmente sacerdotes. Mi gratitud profunda hacia aquellos que defienden el depósito de la fe, como centinelas y vigilantes en medio de la tempestad; aunque algunos lleguen a ser injustos con las personas por amor a la Verdad.

Dicho esto, no puedo olvidar las palabras de Teresa del Niño Jesús: pueden recibirse grandes luces sin saber aprovecharse de ellas; parecido a los que mueren de hambre delante de un festín magnífico. Esto corresponde exactamente a lo que dice san Pablo de la fe que mueve montañas, y que no es nada sin la caridad. Y la caridad no consiste sólo en ser benévolo, ni tampoco servicial con los otros («si distribuyo mis bienes a los pobres y no tengo la caridad, no soy nada»), sino en comprender el corazón de Dios […] Repito que me alegro del combate mantenido por los que defienden el depósito de la fe, como de la generosidad de los que se ponen al servicio de los pobres. Pero tanto en unos como en otros no puedo tener confianza y proponer vuestra confianza más que en un pequeño número… los que me da la impresión, precisamente, de que comprenden algo del corazón de Cristo, cuyos pensamientos no son los de los hombres, sino los de Dios (Molinié, [1969])7.

3. Serenidad y combate puramente espiritual

A pesar del carácter apasionado y combativo de Molinié, este dominico hace constantemente una llamada a la serenidad. Nos enseña que no sólo hay que evitar una confrontación personal e ideológica dentro de la Iglesia, sino que, en la batalla contra el mal, además de evitar medios no evangélicos (como hemos visto en algunas falsas reacciones), se deben emplear medios puramente espirituales. Ciertamente es sólo un pequeño resto el que, a la vez, mantiene la percepción de la fe y sostiene un combate puramente espiritual. Este resto, con el que quiere que se identifiquen «sus amigos», puede identificarse también fácilmente con los que quieren vivir contemplativamente en el mundo con los ojos abiertos a la situación en que viven, empleando en esta situación de lucha los medios propios de la vida contemplativa. La fe verdadera, la oración, la intercesión intensa, el testimonio de la verdad, la actitud de humildad dulce y serena, son algunos de los medios puramente espirituales de este combate. Con ellos, Molinié nos ofrece una pista valiosa para encontrar la forma adecuada de responder al reto que nos plantea el actual contexto eclesial.

Mantengo que frente a todo eso debemos mantener la serenidad; que la infalibilidad de la Iglesia es dada tanto al pueblo in credendo como a la Iglesia que enseña in docendo: y que es hoy el pueblo, por lo menos en Francia, el que parece más profundamente asistido por el Espíritu Santo para resistir a las «fábulas» que soplan como tempestad por todas partes. Pero digo también que estas fábulas existen y que por sí mismas son mortales para la fe.

Debo confesar también que, en el pueblo cristiano, hay que dejar de lado la «inteligencia», el mundo cultivado cuya instrucción une a los clérigos y los hace más vulnerables a los venenos que ellos estudian. Naturalmente hablo en general, sin desconocer las numerosas y notables excepciones, que, a pesar de todo, me producen el efecto de un pequeño resto, frente a la importancia cuantitativa de los «sabios e inteligentes». Es a este pequeño resto al que hablo sobre todo para pedirle que no se haga ilusiones sobre lo que pasa, pero también que no se haga ilusiones sobre la eficacia de todo combate que no sea puramente espiritual: rezar, predicar a tiempo y a contratiempo, oralmente y por escrito, pero siempre con la dulzura y serenidad de Cristo, con la actitud del lavatorio de pies, incluso y sobre todo con los que se extravían y que a menudo siguen siendo templo del Espíritu Santo, mientras que nosotros somos los pecadores.

Señalo al terminar que, en el ruido de las discusiones actuales, los retiros en silencio y soledad se convierten prácticamente en el único medio de escuchar en serio la Palabra de Dios y de ponerse ante él. Más que entregarse a discusiones inacabables, es mejor orientar hacia esos retiros… después de haber comprobado su calidad probándolos uno mismo (Molinié [1968])8.

4. Pesimismo y optimismo

El que quiera dar una respuesta adecuada a la situación del mundo y de la Iglesia se encontrará necesariamente con la acusación de pesimismo y sentirá la tentación de abrazar el falso optimismo del que ya hemos hablado anteriormente.

A pesar de lo que puede parecer por los análisis críticos y dolorosos que hace Molinié, junto con otros autores, es posible manifestarse claramente optimista ante la situación de crisis generalizada en la que vivimos; pero se trata de un optimismo muy concreto (o si se quiere de un pesimismo muy concreto), que combina la participación en la agonía de Cristo con la participación en su paz y bienaventuranza. Se trata del optimismo de los santos, que abrazan el misterio del mal y lo convierten, por la fuerza del amor, en germen del verdadero bien. De nuevo es el contemplativo, llamado a la santidad y a participar de la Agonía de Cristo, el que puede resolver el permanente dilema entre un pesimismo y un optimismo ideológicos y meramente humanos, abrazando un optimismo muy superior, que se tiene que mostrar en la realidad concreta de la propia vida, más allá de las palabras o las teorías. Por eso deberíamos examinar nuestra vida real y preguntarnos si nosotros tenemos y manifestamos este optimismo sobrenatural con la misma sinceridad que lo intenta el padre Molinié.

Quizá algunos me considerarán pesimista, y eso me da la oportunidad de presentar otra observación. Cuando se trata de optimismo o de pesimismo, no puede separarse la doctrina de la persona que enseña esta doctrina. Ésta es la razón por la que tantos debates son inacabables. A menudo, lo que se rechaza en el interlocutor es mucho menos lo que dice que lo que no dice: lo que vive y lo que es en el fondo. Por otra parte, tenemos toda la razón de actuar así, a condición de ser conscientes de ello. Como el Evangelio es una doctrina de vida, un teólogo en estado de pecado mortal puede ofrecernos sólo las migajas; no serán nunca más que osamentas secas, y no la plenitud de la Luz de la que tenemos necesidad para vivir y para amar.

Esta plenitud, al fin y al cabo, sólo nos la ofrecen los santos: por eso estoy obligado a confesar mi culpa delante de los que me encuentran pesimista, en la medida en que es mi persona, y no mi doctrina, lo que ellos encuentran pesimista. Eso quiere decir que el amor y la paz de Cristo no rezuman suficientemente de mi corazón a través de mis palabras; y de eso debo pedir perdón, porque ciertamente es verdad.

Por el lado contrario, solicitaré permiso a los «optimistas» para disentir, nueve de diez veces, no con su doctrina, sino con su alma. El único optimismo que me fascina es el de los santos; porque, a su lado, enseguida sentimos que han medido y miden cada día en su carne el peso del misterio de la iniquidad. Al fin y al cabo, solo Dios conoce perfectamente el horror del Mal. Satanás no lo comprende del todo, pues lo comprende al revés (es el Bien lo que le provoca horror). El único que participó de lo que Dios siente ante al Mal fue Jesucristo en su humanidad; sobre todo en el momento de su Agonía. Los santos, a su vez, participan más o menos, según su gracia y según los momentos, en este misterio de la Agonía de Cristo. Pero no hay optimismo cristiano sin alguna forma de participación en esta Agonía. Tampoco hay pesimismo cristiano sin participación en la paz y en la bienaventuranza que siguen actuando en el corazón mismo de la Agonía de Cristo (Molinié [1969])9.

Como podemos ir viendo, según avanzamos en estos temas se va abriendo paso, cada vez con más claridad, la certeza de que la respuesta adecuada a la situación del mundo y de la Iglesia -que puede ser a la vez eficaz, serena y optimista- pasa por la comunión con la Cruz de Cristo. ¿Y no es esto un elemento esencial de la vida contemplativa, también cuando se desarrolla en medio del mundo?

Así pues, más allá de optimismos, pesimismos y críticas, lo que hay que hacer es «contemplar» el rostro de Cristo.

Lo primero que hay que hacer frente a este caos y a esta decadencia, no es ciertamente tranquilizarse a toda costa, cultivar el optimismo para «conservar la moral». No es tampoco -espero que los lectores de estas cartas lo tengan siempre presente- dejarse llevar por la angustia o el desaliento, y menos aún por la acritud o la satisfacción morbosa de denunciar los extravíos.

No. Esta situación solamente nos obliga a tomar una conciencia más profunda del verdadero motivo de nuestra adhesión a Jesucristo: el amor a su Rostro, a la Santa Faz desfigurada por los escupitajos y por la sangre. Este rostro humano, único en el mundo, arrebata a los que el Espíritu ilumina, a la contemplación anhelada del Rostro desconocido de Dios, el que no se parece a nada y cuya paz sobrepasa todo lo que se puede sentir: «Si alguien tiene sed (de este Rostro, de esta Paz y de esta Misericordia), que venga a mí y beba». Entonces ninguna prueba podrá desarraigarlo, pues ha construido sobre la roca: «¿Quién podrá separarnos del amor de Cristo?» (Molinié, Cartas a sus amigos, 10 [1970])10.

O, dicho de otro modo, más allá de optimismos y pesimismos, lo fundamental es tener sed de Dios.

Más allá de las querellas entre los que corrompen la fe y los que se agarran a ella sin ver más allá que una piedad tradicional, hay una sed de Dios que se apoya en la verdadera fe a la vez que la supera, pues tiende a la unión transformante y a la Visión cara a cara a través de la Nube del no saber. Y esto no es orgullo ni refinamiento intelectual porque no se trata de conocimiento, sino de no saber; y esta fuente está escondida a los sabios y a los inteligentes. Y esto no es egoísmo espiritual, pues no tenemos nada que ofrecer a los otros, especialmente a los desesperados y a los rebeldes que son la gran pobreza de Occidente, si no bebemos de la fuente. Ya que esta sed raramente es satisfecha hoy, es a ella a la que deseo responder cuanto esté en mi poder… (Molinié [1977])11.

5. Una respuesta diferente

Parece que hay un momento clave en la vida de Molinié, en el que, sin dejar de ver el problema, lo asume de otra manera, no porque encuentre una respuesta, sino porque se deja «arrasar» o «aplastar» por la gloria de Dios:

Me parece entrever lo que faltaba a mi «música» para ofrecer a mis oyentes o lectores todo el consuelo (la consolación en el mejor sentido de la palabra, el del Paráclito) que podían esperar. Si comprendo esto, es evidentemente que he mejorado un poco; al menos eso espero. Es muy difícil explicar en qué consiste este cambio; y, por otra parte, no es necesario: si es verdadero, lo notaréis claramente vosotros mismos. Sólo os debo una explicación por mi silencio; y no veo otra que la preparación, más o menos inconsciente y a veces dolorosa –en todo caso paralizante–, de este cambio. También debo intentar deciros en esta carta de qué manera mi mirada sobre la Iglesia, y el progreso de lo que el Cardenal Daniélou llama con justicia una decadencia, no es en absoluto la misma. La evidencia de las tinieblas no es menor en mi espíritu, incluso es más fuerte que nunca: por ese lado no tenéis que temer o que esperar que eche agua en mi vino; sino, más bien, como decía un día uno de mis hermanos, que ponga más vino… sólo que un vino de otra naturaleza, del que siento que supera mejor las reacciones humanas. El optimismo tranquilizador con el que se engañan numerosos cristianos y con el que nos engañan numerosos pastores sigue siendo una enfermedad muy peligrosa contra la que hay que luchar abriendo los ojos sobre los estragos realizados por el lobo en el aprisco y en los mismos pastores. Entre tal tranquilización que nos acecha en cada página de la mayoría de las publicaciones llamadas cristianas y la angustia más aguda -yo diría también, la más mortal- no hace falta dudar en elegir la angustia, porque está ciertamente más cerca de la verdad, a pesar de sus evidentes peligros.

Los que se tranquilizan, los que escuchan y repiten discursos tranquilizadores, son semejantes a los que denunciaba el Cura de Ars: son como un pobre hombre que los gendarmes entretienen y distraen hasta la llegada del coche celular. En el pensamiento del Cura de Ars, Satanás es el gendarme.

En consecuencia, ahora menos que nunca, no esperéis de mí palabras tranquilizadoras. Creo que sería mejor golpearme la boca antes de hacerme cantar la antífona de rigor: «Soy optimista». No, no soy optimista porque esta palabra no es del ser sino de la nada, no es de la vida sino del sueño: es el consuelo del hombre que se cae del piso catorce, y cuando va por el séptimo dice: «Después de todo, hasta aquí no se pasa demasiado mal». Hay más ser y vida en la angustia que en el optimismo. ¿No sería vida pedir socorro o buscar un poco de oxígeno, un poco de alivio, un poco de luz…? Mientras que el optimista no busca la Verdad, por lo menos con esa violencia que le haría daño, que es la única que arranca de Dios la respuesta ofrecida a Job.

No soy optimista, pero sucede que ya no estoy en absoluto en la misma angustia; que, en todo caso, no estoy igual. Y esto sucede precisamente porque no estoy ya en el punto que he descubierto que estaba, en el punto en el que durante cuatro años hemos sido sacudidos todos por una tormenta extremadamente profunda. No comprendo, y no comprenderé nunca en este mundo, de qué manera la paz de Dios supera los sentimientos humanos, pero me parece presentir que esto sucede… y, en la medida en que lo presiento, veo mejor que no lo comprendía bastante, que nunca lo comprendemos bastante: en esto consiste el vino que debe sustituir al vino de la ansiedad y que es más fuerte que él… no aguado en el optimismo, pero irresistible y abrumador como la gloria de Dios, cuya palabra en hebreo significa el peso, la densidad de una presencia que expulsa toda angustia como el viento Mistral limpia la región de la Camarga con el poder temible de su soplo. La gloria de Dios es una apisonadora que aplasta literalmente nuestros sentimientos humanos («aplastaos, dice san Pedro, bajo la poderosa mano de Dios»); y cuando esta gloria se abate sobre nosotros en la oscuridad de la fe, se llama Paz: aquella que Jesús nos da, a su manera, que no es la del mundo y que no consiste en transigir con el mundo o con el optimismo o con la angustia, sino arrasar todo a su paso, limpiar las agitaciones humanas y engullirlas con el poder de las grandes aguas del Apocalipsis.

Estamos en una situación apocalíptica, propia del tiempo posterior a Jesucristo, lo que se hace cada vez más evidente para los que tienen ojos para ver. Esto debería tranquilizarnos, si lo vemos a la luz de Dios, en lugar de darnos miedo… o, más bien, la misma luz de Dios nos tranquiliza más allá de toda seguridad humana y sin que nosotros podamos comprender por qué: nos pone en pie sin que sepamos cómo, nos quita la angustia sin que sepamos lo que ha pasado. Pues permanecemos tan débiles y despojados como antes (Molinié [1972])12.

¿Se podría llamar «adoración» a esta forma de dejarse arrasar por la gloria de Dios, sin dejar de ver el mal en el mundo y la propia pobreza e impotencia? ¿No es esa paz y fortaleza la que necesitamos para ponernos en pie sin angustia ante las luchas que debemos afrontar? ¿No es el contemplativo el que puede llegar a esa experiencia de Dios que fortalece y da paz sin negar el mal ni la pobreza?

Dicho de otra manera: vosotros que no hacéis oración, no sabéis nada… pues es en la oración donde nos dejamos drogar por esta Sabiduría que nos reconcilia, no con el Mal, sino con permitir el Mal. Para no volverse contra ella, el primer medio (además del que consiste en hacer el avestruz y esconder la cabeza, distraerse del espectáculo insoportable de los horrores que pueblan el planeta) es pues hacer oración, y ser poseído así por la locura divina que permite el Mal; para conseguir sin duda un mayor bien, pero esta idea no bastará nunca para apagar nuestra rebeldía si el Espíritu de Dios, es decir la locura de la que hablo, no viene a su vez a poseernos.

Esto no quiere decir que comprendamos el misterio del Mal cuando estamos poseídos por esta locura o esta Sabiduría. Lo comprendemos menos que nunca, estamos tentado de sublevarnos más que nunca, también contra Dios («aquel que no ha sido tentado no sabe nada»). Sólo queda «un fuego abrasador, encerrado en mis huesos» (Jr 20,9) que ya no me permite escapar a la adoración, que me clava al suelo, la cara contra tierra, y me hace repetir las palabras de Job: «Yo te conocía sólo de oídas, pero ahora te han visto mis ojos. Por eso rompo a llorar, y me arrepiento en el polvo y la ceniza» (42,5-6).

Esto no quiere decir tampoco, y menos todavía, que recibamos la mínima fuerza para soportar el sufrimiento. Experimentamos al contrario nuestra incapacidad absoluta para soportar la picadura de un alfiler, descubrimos no sólo la debilidad de la carne como Cristo la conoció, si no la debilidad pecaminosa, el egoísmo fundamental que resiste a la gracia y huye del sufrimiento con una violencia inaudita, y no queremos ver su implacable dureza mientras nuestros ojos permanecen ciegos.

Dejándonos poseer a pesar de todo por el Espíritu de Dios, esta Luz nos da el deseo «desesperado» de seguir a Jesucristo hasta la Cruz, de llevar por lo menos nuestra cruz cada día como él lo pide, porque saboreamos por adelantado el sabor inexplicable de la Sabiduría que preside el misterio de la Cruz, por tanto, el misterio del Mal.

Entonces, dice Taulero, nos convertimos en los más desgraciados de los hombres, según las palabras del San Pablo: «¡Pobre de mí! ¿Quién me librará de este cuerpo de muerte?» (Rm 7,24). No haciendo más trampas con la contradicción abrumadora entre nuestros deseos y nuestra impotencia absoluta, nos convertimos por fin en los pobres a los que Jesús ha prometido el Reino, aceptando rezar sin cesar «con gemidos inefables» para escapar del infierno cuya amenaza comprendemos; como Teresa de Ávila tuvo que comprenderlo para recibir las gracias que Dios quería darle a manos llenas.

Ésa es la única respuesta cristiana al problema del Mal… y el resto es literatura (Molinié [2000])13.

6. Aceptar ser místicos, no evitar la santidad

Realmente, la respuesta a la situación en que vivimos la tiene Dios, y ya nos la ha ofrecido. El problema es que no nos gusta, porque supone perder el control y entregarnos del todo. Buscamos, incluso nosotros con estos temas, una respuesta al mundo como si la tuviéramos que inventar. Nos planteamos los problemas de la Iglesia como si fueran ajenos a nosotros, cuando la realidad es que tenemos la respuesta: «sed santos». La única respuesta verdadera no es otra que la vida mística y la santidad. Por eso, no deberíamos olvidar jamás que la gran responsabilidad del problema eclesial recae especialmente en los que han recibido el don de la vida mística y la llamada a la santidad y tienen los medios para descubrirla y alcanzarla; es decir, nosotros.

Frente a este mundo donde todos los valores se derrumban, si buscáis con pasión e inquietud lo que hay que hacer, no habéis comprendido que Dios quiere ser el único en salvarnos: esto se sigue de su gloria. Cuando nos apoyamos en la acción o en los valores naturales, atacamos la gloria de Dios.

Dicho de otro modo, debemos aceptar ser místicos, en el sentido verdadero de la palabra, es decir, seres que han penetrado en un secreto, el secreto de nuestro amigo, de nuestro salvador: este secreto es la vida trinitaria, y para introducirnos en ella debemos aceptar llevar una vida en la que perdamos pie… esto es la única sal de la vida mística.

Esta obligación de perder pie puede ser la causa de un verdadero drama. Una anécdota verdadera os lo hará entender. Una mamá tenía dos niños, uno de cuatro años y otro de siete. Jugaba a menudo a hacerles girar alrededor de ella a toda velocidad agarrándolos por las muñecas. Un día les dice: «Hace mucho tiempo que no hemos jugado a girar. ¿Vale?» El más pequeño contestó enseguida: «¡Sí, sí!»… pero el mayor dice: «De acuerdo, pero no vayas más rápido de lo que yo quiera». El más pequeño era todavía un místico; el mayor no; había «superado» el espíritu de infancia, quería ser «mayor y responsable».

Debemos aceptar ser llevados en un movimiento que estamos seguros que nos va a desbordar, a hacer perder pie. Pues, quizá me equivoco, pero tengo la impresión de que las llamadas del Corazón de Cristo y las apariciones de la Virgen manifiestan claramente lo que, por mi parte, siento a veces (hasta ponerme enfermo): que los mismos cristianos rechazan dejarse llevarse más allá. Quieren correr mucho, pero no quieren volar… Pues hace falta cerrar los ojos, volar, salir a la aventura, «perder su alma», dejarlo todo para seguir a Jesucristo.

Sentimos que hay algo que no va. Decimos: «Después…», como los invitados al banquete. El banquete no puede ser otra cosa que la vida eterna. Pues los servidores dicen que todo está listo ahora, es ahora cuando hay que ir… y nuestro juicio gira en torno a esta decisión.

Si no lo queréis, no comulguéis. Todo es posible al amor de Dios, pero no le dejamos actuar. Sí, soy vehemente, y lo soy porque creo que Dios es todavía más vehemente que yo. Pío XII, en el Congreso Eucarístico, dijo que había una sola respuesta al desconcierto del mundo actual: la Eucaristía, es decir, el banquete del cielo en la tierra. Si buscamos otra respuesta es que no hemos comprendido a Dios. La llama de la vida divina, si los cristianos quisieran realmente dejarla «salir», sería bastante violenta para llevárselo todo: «¿He venido a arrojar un fuego sobre la tierra, y ¿cuál es mi deseo sino que prenda?»

Éste es el juicio que sufriremos, y es mejor sufrirlo desde ahora. ¿Aceptáis que llegue hasta el fuego? Queremos amar mucho a Dios, a condición de que eso no vaya demasiado rápido, ni demasiado fuerte, ni demasiado desconcertante… demasiado «no como queremos».

Actuando así, resistimos al aguijón, y finalmente nos hacemos la vida muy difícil, muy dura: hacemos proezas agotadoras para evitar ser santos. Por lo menos sería más simple hacer lo que Dios nos pide. Desdichadamente, nuestra resistencia es solapada, se agazapa en el fondo de nuestra alma, evitando cuidadosamente aparecer en plena luz: teme, sobre todo, la luz (Molinié, [1968])14.

· · ·

La tempestad actual es tan violenta, y a la vez tan oculta, que los que otras veces pensaban poder apoyar el cristianismo sobre fundamentos menos místicos y sobre el apego a los valores humanos más conservadores, todos ellos verán derrumbarse sus esperanzas bajo el empuje del entusiasmo de los «jóvenes» por los valores revolucionarios y enloquecidos. Su misma fe amenazará con ensombrecerse ante la tormenta, si no saben agarrarse a otra cosa que no sean estos valores (aunque sean auténticos) y no a un hombre, uno solo: el único que merece nuestro amor y puede salvarnos (Molinié [1970])15.

En los temas dedicados al análisis de la situación actual y sus causas hemos podido ver el derrumbe de un cristianismo y de una sociedad que se fundamentan en «valores» que ya no tienen ninguna relación con Dios, incluso en una tradición que ha dejado apagar el fuego vivo que tiene que transmitir. Cualquier intento de sustentar una respuesta que no sea «mística» está destinado al mismo fracaso que ya vemos a nuestro alrededor.

7. Predicar, pero pidiendo el milagro

Los que vivimos en un mundo sin Cristo después de Cristo hemos de ser conscientes de que las doctrinas anticristianas no son fáciles de rebatir porque se han creado no sólo contra la fe, sino teniendo en cuenta la fe y para eludir la crítica que puede hacerse desde la fe. ¿Hay que dejar de predicar entonces? No. Pero hay que predicar sin ingenuidad, ni falso optimismo; apoyados en la posibilidad de un milagro que hay que pedir. Esta forma de predicación unida a la intercesión encaja en el contemplativo, que es consciente de la situación del mundo y su gravedad.

Es absurdo esperar que disminuiremos el prestigio de estas doctrinas haciendo conocer mejor el mensaje cristiano; porque precisamente las que merecen el nombre de apostasía fueron elaboradas con pleno conocimiento del problema de la fe y han decidido resolverlo de forma negativa.

Ciertamente debemos predicar para iluminar a los simples, salvar a los que duermen y se dejan seducir: pero esto no puede disminuir en nada el prestigio intrínseco de estas doctrinas que reposan, a fin de cuentas, sobre el rechazo mismo que oponen al yugo de la fe, y dan al espíritu una libertad que, por ser falsa, no deja de ser para un espíritu creado el más seductor de los bienes falsos. No podemos arrancar al mal la seducción, sin la cual no sería una tentación; seducción que saca su fuerza de la complicidad del corazón humano: «La caridad de muchos se enfría, ¿el Hijo del Hombre encontrará fe cuando vuelva a la tierra?»

En consecuencia, debemos esperar la gracia tanto como debemos temer la situación visible y el prestigio de estas doctrinas, capaces de seducir, si fuera posible, a los mismos elegidos: esto no es posible a causa del milagro de la gracia, pero solamente a causa de este milagro. Debemos predicar al servicio de este milagro reconocido como tal; y no como si nuestra predicación lograra cualquier cosa por sí misma. Somos optimistas porque miramos lo que no se ve y nuestra mirada no se detiene en lo que se ve. Pero los que no miran lo invisible y permanecen optimistas no comprenden ni siquiera lo que se ve, lo cual es terrible. Como no saben ver la ayuda invisible de Dios («Haz que vea», «y él vio»), no tienen fuerza para mirar el peligro y llaman confianza en Dios a no querer comprender que tenemos necesidad de ser salvados por un milagro; un milagro que Dios quiere darnos, pero que también quiere que se lo pidamos…; y el que no quiere reconocerse enfermo, ¿cómo pedirá una curación milagrosa? (Molinié [¿año de la fe 1967-68?])16.

8. La llamada a la respuesta contemplativa en otros autores

Sería un error pensar que Molinié es el único que propone una respuesta a la situación social y eclesial que encaja en la vida contemplativa y, más aún, la exige.

No olvidemos que el nervio de la opción benedictina, más que la respuesta exterior que ofreció y puede ofrecer un monasterio, consiste en la eficacia que tiene la búsqueda radical de Dios para la Iglesia y para el mundo. La opción benedictina señala, aunque se puede ir más allá, la necesidad de reproducir en el mundo la vida contemplativa de los monasterios. Para nosotros resulta todavía más claro el hecho de que se puede vivir con toda intensidad la vida contemplativa en el mundo simplemente extrayendo todas las consecuencias de la gracia bautismal.

La respuesta que propone el cardenal Sarah, llamando a la santidad personal, nos lleva de nuevo al núcleo de la vida contemplativa, que quiere responder consciente y sinceramente a la llamada a la santidad que contiene el don del bautismo.

De algún modo, en la mente de los que ven el problema está la intuición de que la respuesta tiene que venir por medio de una vida cristiana más auténtica y más intensa, marcada especialmente por la oración, el silencio y el desierto como forma de estar en el mundo. Lo que lleva a un modo de vida cristiana, por lo menos, muy cercano a la vida contemplativa secular. Nuestro verdadero drama consiste en que, teniendo claramente definido cómo se puede vivir contemplativamente en el mundo y dándole un testimonio y una respuesta eficaz, no somos conscientes de la situación en la que nos encontramos, así como del don y de la responsabilidad que tenemos, y, como resultado, buscamos una respuesta que tenemos como si no la tuviéramos.

a) Frente a la crisis de fe: oración y silencio contemplativos

Cómo hemos visto, la base fundamental del problema eclesial y su repercusión en el mundo es la falta de fe. Por lo tanto, la respuesta tiene que ser una vida intensa de fe, lo que encaja en la vida contemplativa y seguramente la exige.

La fe se acrecienta con una intensa vida de piedad y de silencio contemplativo. Se alimenta y se consolida en un cara a cara diario con Dios y en una actitud de adoración y de contemplación silenciosa. Se confiesa en el Credo, se celebra en la liturgia, se vive en la práctica de los mandamientos. Crece gracias a una vida hacia adentro de adoración y oración. La fe se alimenta de la liturgia, de la doctrina católica y del conjunto de la tradición de la Iglesia. Sus principales fuentes son la Sagrada Escritura, los Padres de la Iglesia y el magisterio (Sarah)17.

b) La santidad que nace de la contemplación

No debería extrañarnos que la respuesta no esté en el hacer algo nuevo u original, sino en el ser que define al cristiano. Y ese ser, que es al que estamos llamados, es la santidad, como identificación plena con Cristo. El contemplativo, si lo es de verdad, sabe esto y busca hacerlo realidad; y el que lo sabe y lo busca es contemplativo, aunque viva en el mundo o no sea consciente de que es contemplativo. La santidad, por tanto, nos hace capaces de dar la respuesta de la verdad y del amor.

El principal afán de cualquier discípulo de Jesús debe ser la santificación. La prioridad de su vida tiene que ser la oración, la contemplación silenciosa y la Eucaristía, sin las cuales todo lo demás no sería más que un ajetreo inútil. Los santos aman y viven en la verdad y su afán es guiar a los pecadores a la verdad de Cristo. No son capaces de silenciar esa verdad ni de mostrar la más mínima indulgencia hacia el pecado y el error. El amor a los pecadores y a quienes persisten en el error exige que combatamos sin piedad sus pecados y sus errores (Sarah)18.

Es importante considerar que la Iglesia no ofrece al mundo el ejemplo de los santos como modelos ideales inimitables, llamados a ser contemplados de lejos y admirados, sino como ejemplos cercanos de personas de carne y hueso que, en medio de las dificultades comunes a cualquier ser humano, se han tomado en serio el seguimiento de Cristo, entregándose sincera y humildemente a luchar por la santidad. A partir de la contemplación de estos modelos deberíamos sentirnos animados a trabajar por ser santos, a pesar de las dificultades que ello conlleve o las debilidades que nos limiten19.

Los santos son hombres que luchan con Dios toda la noche, hasta que amanece. Esa lucha nos engrandece, nos hace alcanzar nuestra verdadera estatura de hombres y de hijos de Dios (Sarah)20.

c) La adoración como respuesta

La única respuesta eficaz a la grave situación del mundo -y de la Iglesia- respecto a Dios es la adoración, que no sólo es una tarea propia del contemplativo, sino lo que expresa y alimenta su ser. En relación con esto vemos que el hombre moderno no quiere adorar, y que al hombre post-moderno ni siquiera se le ocurre pensar en ello. Por eso, lo que faltan hoy son adoradores; y nuestro problema no es el mundo, ni la crisis de la Iglesia, sino que no adoramos.

La pérdida del sentido de Dios constituye la matriz de todas las crisis. La adoración es un acto de amor, de respetuosa reverencia, de abandono filial y de humildad ante la estremecedora majestad y santidad de Dios […] La adoración es el principal gesto de la nobleza del hombre. Es un reconocimiento de la bondadosa cercanía de Dios y la expresión humana de la asombrosa intimidad del hombre con Él. El hombre permanece postrado, literalmente aplastado por el inmenso amor que Dios le tiene. Adorar es dejarse abrasar por el amor divino. Estamos siempre de rodillas ante el amor. Solo el Padre puede mostrarnos la manera de adorar y de presentarnos ante el amor […] Pero nos faltan adoradores. Para que el pueblo de Dios adore, es preciso que los sacerdotes y los obispos sean los primeros adoradores. Ellos están llamados a permanecer constantemente delante de Dios. Su existencia se halla destinada a convertirse en una oración incesante y perseverante, en una liturgia permanente. Son la cabeza de cordada. La adoración es un acto personal, un cara a cara con Dios que tenemos que aprender (Sarah)21.

· · ·

Dios nos ha elegido para que le adoremos y el hombre no quiere arrodillarse. La adoración consiste en ponerse ante Dios con una actitud de humildad y de amor. No se trata de una acción puramente ritual, sino de un gesto de reconocimiento de la majestad divina que expresa una gratitud filial. No deberíamos pedir nada. Vivir en el agradecimiento es algo fundamental (Sarah)22.

Si comprendiéramos realmente lo que es la adoración, descubriríamos la responsabilidad que tenemos:

No son los gobiernos, ni los genios, ni los hombres de acción los que sostienen la humanidad: son los adoradores. ¿Qué les pide Dios? Poca cosa: creer en El. Si ellos rehúsan un poco creer en El, de ahí se sigue todo lo demás: los gérmenes de los pecados ya no encuentran obstáculos y se desarrollan (Molinié [1975])23.

Por otra parte, lo que importa en este sentido no es el número de contemplativos que se reconozcan como tales, sino su autenticidad; no es necesario que se vean, sino que «sean».

Es ciertamente doloroso para el corazón de Dios que haya tan pocos contemplativos cristianos… Doloroso, pero en absoluto alarmante desde el punto de vista de su victoria, que es de orden apocalíptico y no tiene nada que ver con nuestras estadísticas. En realidad, hay muchos más contemplativos de lo que se cree, pero es esencial para su contemplación permanecer ocultos o crucificados, en todo caso incomprendidos y despreciados, incluso desapercibidos (Molinié [1975])24.

Así pues, la existencia de contemplativos o su eliminación forma parte del «combate final» entre el Bien y el Mal.

A partir de ahí, puede perderse el sabor de la sal, y de hecho se pierde en estos «miembros principales» de la Iglesia, que son los contemplativos y las contemplativas. En la medida en que este supremo bastión de la fe es atacado, afirmo que estos son los últimos combates de nuestra cristiandad antes de su extinción. Naturalmente todo puede empezar de cero, como en tiempo de los bárbaros… Pero será después de la desaparición de nuestra cristiandad. Si no queremos esperar a que se produzca esta desaparición, es preciso esperar que al menos los contemplativos permanezcan. No hablo hoy de los contemplativos laicos (muy numerosos a mis ojos, por la misericordia gratuita del Espíritu Santo; quizá vuelva a hablar de esto y, de todas formas, estas Cartas les están destinadas) (Molinié [1971])25.

d) La vida contemplativa: una posibilidad más allá de los monasterios

Tanto Sarah como Dreher señalan a los monasterios como referencias para todos, de modo que cada uno pueda dar la respuesta necesaria al reto que nos impone nuestra situación. Pero es preciso ir más allá del «uso» que se suele hacer de los monasterios, limitándonos a aprovechar esporádicamente el ambiente monástico o a intentar imitar las virtudes de del Regla de san Benito.

La clave no es el monasterio, que sin duda sigue siendo necesario que exista, sino lo que fundamenta la vida contemplativa para todos, que es la búsqueda apasionada de Dios, la entrega plena a él, la adoración y la intercesión. Por eso, de poco servirá visitar o imitar la vida monástica si no encontramos la fuente de la vida contemplativa y nos consagramos a vivir de esa fuente allí donde estamos cada uno de nosotros26. Subrayamos, pues, lo nuclear de la vida contemplativa, que es tan importante que ha de vivirse también fuera del monasterio, porque pertenece a la esencia de la vida cristiana.

Hay otro espacio en el que podemos hacer la experiencia de Dios que se entrega a la Iglesia, y son los monasterios. En ellos encontramos una realización concreta de lo que debería ser toda la Iglesia. Lo he dicho muchas veces y no me da ningún reparo repetirlo. La renovación vendrá de los monasterios. Invito a todos los cristianos a compartir durante unos días la experiencia de la vida en un monasterio. En ellos harán una experiencia «en formato pequeño» de lo que es la Iglesia «en formato grande». En los monasterios experimentarán la prioridad concedida a la contemplación de Dios. ¡Volved a los monasterios! Frente a un mundo de fealdad y tristeza, estos lugares sagrados son auténticos oasis de belleza, de sencillez, de humildad y de alegría. En las abadías podrán comprender los cristianos que es posible poner a Dios en el centro de su vida. Esta primacía de la contemplación fue proclamada por el propio Cristo cuando afirmó que «una sola cosa es necesaria» y que «María ha escogido la mejor parte, que no le será arrebatada» (Lc 10, 42); y aún más cuando Jesús se dirige a Dios, Padre suyo: «Esta es la vida eterna: que te conozcan a Ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien Tú has enviado» (Jn 17, 3). La contemplación es el corazón del cristianismo. Así se ha proclamado en los monasterios ayer, hoy y siempre, y no se extinguirá jamás. Hemos de proteger esos valiosos espacios de contemplación. Son el presente y el futuro de la Iglesia. En ellos habita Dios, llenando el corazón de los monjes y las monjas con su presencia silenciosa (Sarah)27.

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Estamos a la espera de los santos que se atrevan a consagrarse a esta reforma interior. ¿Quiénes serán? ¿Papas como san Gregorio VII o san Pío V? ¿Pobres desconocidos como san Francisco de Asís? ¿Padres y madres de familia como los de santa Teresa de Lisieux? Cada uno de nosotros está llamado a comenzar por él mismo. Hemos de apoyarnos en toda iniciativa respaldada por la experiencia que nos permita volver a poner a Dios en el centro. Y no son pocas (Sarah, 136)28.

Podemos terminar este tema recordando la doctrina clásica, tan bien expresada por san Juan de la Cruz (Cántico B, 29,2-3), sobre la eficacia que tiene la vida del que es capaz de avanzar por el camino de la unión con Dios y, como contrapartida, lo que supone de fracaso para la obra de la gracia la deserción de los contemplativos de su misión. Escuchemos la llamada de santa Teresa de Jesús a dejar la cordura de la mediocridad para poder lanzarnos a la locura de la unión con Dios:

Yo os digo, hijas, que he conocido a personas muy encumbradas, y llegar a este estado y con la gran sutileza y ardid del demonio, tornarlas a ganar para sí; porque debe de juntarse todo el infierno para ello, porque, como muchas veces digo, no pierden un alma sola, sino gran multitud. Ya él tiene experiencia en este caso; porque, si miramos la multitud de almas que por medio de una trae Dios a sí, es para alabarle mucho los millares que convertían los mártires: ¡una doncella como Santa Úrsula! Pues ¡las que habrá perdido el demonio por Santo Domingo y San Francisco y otros fundadores de Ordenes, y pierde ahora por el Padre Ignacio, el que fundó la Compañía!, que todos está claro como lo leemos recibían mercedes semejantes de Dios. ¿Qué fue esto, sino que se esforzaron a no perder por su culpa tan divino desposorio? ¡Oh hijas mías!, que tan aparejado está este Señor a hacernos merced ahora como entonces, y aun en parte más necesitado de que las queramos recibir, porque hay pocos que miren por su honra, como entonces había. Querémonos mucho; hay muy mucha cordura para no perder de nuestro derecho. ¡Oh, qué engaño tan grande! El Señor nos dé luz para no caer en semejantes tinieblas, por su misericordia (Santa Teresa de Jesús, Quintas Moradas, 4,6).


NOTAS

  1. Molinié, Cartas a sus amigos, 1 (M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis, 1, 29).
  2. Molinié, Cartas a sus amigos, 1 (M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis, 1, 25-26). La cursiva es nuestra.
  3. Molinié, Cartas a sus amigos, 7 (M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis, 1, 135, n. 43).
  4. Molinié, Cartas a sus amigos, 1 (M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis, 1, 26-28). La cursiva es nuestra.
  5. Molinié, Cartas a sus amigos, 46 (M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis, 3, 199-201).
  6. Balthasar, A los creyentes desconcertados, 18.
  7. Molinié, Cartas a sus amigos, 7 (M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis, 1, 131-132). La cursiva es nuestra.
  8. Molinié, Cartas a sus amigos, 2 (M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis, 1, 44-45). La cursiva es nuestra.
  9. Molinié, Cartas a sus amigos, 8 (M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis, 1, 159-160). La cursiva es nuestra.
  10. Molinié, Cartas a sus amigos, 10 (M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis, 1, 203-204).
  11. Molinié, Cartas a sus amigos, 24 (M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis, 2, 142-143).
  12. Molinié, Cartas a sus amigos, 13 (M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis, 1, 239-241). La cursiva es nuestra.
  13. Molinié, El cara a cara en la noche, III, apartado La locura de Dios (M.-D. Molinié, La face à face dans la nuit. Méditation sur le mystère du mal, Paris 2000 (Téqui), 80-81). La cursiva es nuestra.
  14. Molinié, Cartas a sus amigos, 5 (M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis, 1, 102-104). La cursiva es nuestra. cf. Molinié, El coraje de tener miedo, 42-44.
  15. Molinié, Cartas a sus amigos, 10 (M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis, 1, 204).
  16. Molinié, Cartas a sus amigos, Apéndice 2, titulado «Apostasía y funambulismo» (M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis, 3, 260-261).
  17. Sarah, Se hace tarde y anochece, 27.
  18. Sarah, Se hace tarde y anochece, 32.
  19. Sarah, Se hace tarde y anochece, 33.34, señala que el cristiano, que debe encarnar la santidad, debe conocer las armas propias de la luz, que señala especialmente san Pablo.
  20. Sarah, Se hace tarde y anochece, 34.
  21. Sarah, Se hace tarde y anochece, 40-41. La cursiva es nuestra.
  22. Sarah, Se hace tarde y anochece, 34. La cursiva es nuestra.
  23. Molinié, El coraje de tener miedo, 42. La cursiva es nuestra.
  24. Molinié, El coraje de tener miedo, 172-173.
  25. Molinié, Cartas a sus amigos, 11 (M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis, 1, 218).
  26. Cf. Contemplativos en el Mundo, Fundamentos, 19-20 (Introducción); 87 (Contemplativos y monjes).
  27. Sarah, Se hace tarde y anochece, 132-133. La cursiva es nuestra.
  28. Sarah, Se hace tarde y anochece, 136. La cursiva es nuestra.