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Contenido
Introducción
Desgraciadamente resulta muy frecuente considerar la situación que vivimos, tanto en la sociedad como en la Iglesia, con una mirada triste y negativa, teñida de queja lastimera y de crítica ácida, difícil de conciliar con la esperanza cristiana y con los datos fundamentales de la fe, que proclama la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, y anuncia la superabundancia de la gracia sobre el pecado. La razón que explica la gran difusión de esta actitud negativa es que posee la aparente ventaja de justificar fácilmente la comodidad y la inacción ante los graves problemas que se critican, apoyándose en el mantra falso que dice que «no se puede hacer nada» y se repite hasta hacerlo parecer verdadero.
Hemos señalado ya las consecuencias nefastas de la terrible actitud, supuestamente optimista, que se niega a ver la gravedad de la situación y sus desastrosos resultados. Curiosamente, el optimismo irracional y ciego tiene la misma aparente ventaja que la mirada negativa: también nos permite, aunque con más tranquilidad, permanecer sin hacer nada, con otro mantra, no menos repetido: «Todo saldrá bien».
La mirada verdadera tiene que ir más allá de la mera consideración de las dificultades que padecemos e incluso de las respuestas que debemos dar, para descubrir que detrás de lo que vivimos hay una verdadera oportunidad que podemos y debemos aprovechar. Una mirada realista, pero que no se olvida de la presencia ni de la providencia de Dios, puede descubrir, no sin esfuerzo, que esta encrucijada en la que vivimos no nos lleva necesariamente a caer en el abismo, sino que nos ofrece la oportunidad -y, seguramente, la necesidad- de dar un salto hacia adelante y hacia arriba. La ventaja real de esta mirada más profunda es que nos mueve a dar una respuesta adecuada, impulsados no por una reacción al mal, sino por el interés en aprovechar un camino que abre ante nosotros el que es Dueño de la historia.
Aunque no es el único que nos ayuda a tener esta visión, vamos a aprovechar los análisis certeros del filósofo cristiano Fabrice Hadjadj, presentados con fuerza en la serie de artículos y conferencias que ha reunido en su libro Puesto que todo está en vías de destrucción.
1. El punto de partida: la verdadera tradición, la verdadera razón
Es una paradoja, de las que tanto gustan a Hadjadj, que sea precisamente la Tradición la que nos permite ver la oportunidad magnífica que nos ofrece la crítica situación en la que vivimos.
A la hora de descubrir esta oportunidad, hemos de tener en cuenta uno de los peligros que ya hemos señalado, que es el del tradicionalismo, entendido como la mentalidad que se aferra de manera acrítica a las formas y fórmulas recibidas, identificándolas monolíticamente con la Tradición. Aunque se pretenden representantes de la misma, no lo pueden ser porque no se identifican con ella, sino que tratan de identificarla con su interpretación de la misma, lo cual les imposibilita para transmitir la Tradición viva al presente y al futuro. Así, paradójicamente, el tradicionalismo, por estar atado a sus tradiciones, se hace incapaz de transmitir la Tradición viva1.
La verdadera Tradición no es simplemente lo antiguo (que a veces procede simplemente del siglo pasado), que debemos recibir y transmitir intacto, sino lo que nos permite tener una relación viva con Dios en sintonía con el sentir multisecular de la Iglesia, que debemos ofrecer a los que vienen detrás de nosotros. La verdadera Tradición, así entendida, supera la crítica y es más moderna que la modernidad, como explica Hadjadj.
La verdadera tradición es relación viva con el misterio, de modo que dicha relación se recibe y se transmite, como la palabra y la vida, por medio de la palabra y la vida, desde el origen. La tradición es, pues, más que crítica porque es vínculo con lo que escapa a la crítica, con lo que nos sobrepasa, con lo que nos cuestiona más de lo que nosotros lo cuestionamos, con lo que nos llama más de lo que nosotros le respondemos. En eso también es más moderna que la modernidad: siempre está avanzando, en la medida en que se fundamenta en la esperanza; no se remite al futuro, sino a lo eterno y, por tanto, a lo que surge incluso después del fin de los tiempos […] Así pues, la tradición no es tanto relación con el pasado como con el origen. No es tanto lo que sobrecarga como lo que despoja, es decir, lo que remite a lo esencial, a lo eterno. En ese sentido, nos dirige más allá del futuro: el Eterno es más joven que el tiempo, es antes del comienzo, es después del fin y, por eso, puede garantizar una modernidad profunda (Hadjadj)2.
La Iglesia tiene como misión conservar y trasmitir de forma viva la verdad revelada, lo que constituye la Tradición, con la que va dando respuesta a las diferentes crisis y retos con los que se encuentra a lo largo de la historia. De modo que esa misma tradición es la que nos permite ahora detectar el problema y descubrir una oportunidad en nuestras circunstancias concretas. Y eso es una ventaja que no debemos desaprovechar.
Para reconocer las tinieblas en tanto que tales, hay que pertenecer todavía a la luz. «Recibir en pleno rostro el haz de tinieblas que proviene de su propia época» presupone que el rostro está, primero, esencialmente bañado por una claridad quizás intemporal. Es imposible notar la maldición si a uno no lo han bendecido antes. Es imposible experimentar la angustia si uno no tiene esperanza […] Sólo hay porvenir intelectual en la profundización de un determinado pasado: leer la Biblia, Homero, Proust… pensar con Platón, Santo Tomás de Aquino, Descartes… (Hadjadj)3.
Necesitamos las certezas que nos ofrece la verdadera Razón para dar una respuesta a la vez nueva y fiel. Sin este fundamento nos enfrentaremos al futuro empapados de la incertidumbre pesimista que empapa al hombre post-moderno.
Lo que nos pone en movimiento es la certeza […] La certeza verdadera es lo contrario de la autosugestión. La certeza verdadera no se basa en un sentimiento interior, en una convicción solamente subjetiva o colectiva, porque, en ese caso, conscientes de que nuestros sentimientos son muy cambiantes, esa certeza se convertiría rápidamente en incertidumbre […] La verdadera certeza sólo se puede basar en una evidencia objetiva. Una evidencia es lo que nosotros no hemos decidido, lo que nosotros no hemos construido, lo que se nos da y salta a nuestra vista […] La certeza es lo que sobrevive al desastre, lo que resiste al hundimiento de nuestras convicciones. Literalmente, es lo que queda tras la crisis (Hadjadj)4.
2. La fe como base de la respuesta
Recordemos que, para descubrir la oportunidad que supone para nosotros la crisis del mundo y la Iglesia actuales, debemos afianzarnos en la fe, como ya dijimos cuando analizábamos la respuesta del cardenal Sarah5. Es preciso superar el desconcierto que nos produce la situación y descubrir que en Dios no hay desconcierto; recordar que, aunque nosotros no tengamos una respuesta, Dios sí la tiene; que lo que para nosotros es una catástrofe no deja de formar parte del tiempo de gracia del Señor; que Dios cuenta con todo esto que acontece y lo convierte en oportunidad.
La certeza del creyente no procede de lo que sabe o de lo que ve, sino de lo que siente y ve Aquel en quien confía. Me fío de Dios por la claridad que hay en Él, y no por la claridad que hay en mí. Puedo estar ciego en lo tocante a la salvación, pero a mi fe no le preocupa, porque se apoya sobre la absoluta sabiduría de Dios […]. De ahí la seguridad, el descanso del corazón y el coraje intelectual que experimenta el creyente. Está seguro de poseer la verdad porque sabe que le da la mano a quien es la verdad misma (Padre Jérôme)6.
En definitiva, se trata de tener en cuenta que la situación que vivimos no escapa a la Providencia de Dios; lo cual no nos da una cómoda tranquilidad, sino que nos plantea un reto:
Estamos ahora ante la confrontación histórica más grande que los siglos jamás han conocido. Estamos ante la lucha final entre la Iglesia y la anti-Iglesia; entre el Evangelio y el anti-Evangelio. No creo que el ancho círculo de la Iglesia estadounidense ni el extenso círculo de la Iglesia universal se den clara cuenta de ello. Pero es una lucha que descansa dentro de los planes de la Divina Providencia, y es un reto que la Iglesia entera tiene que aceptar (Wojtyla [1976])7.
Parte del acto de fe necesario es la certeza de la actuación de Dios, más allá de nuestras previsiones. Sin descartar que las situaciones terribles que provoca el sinsentido post-moderno puedan ser aprovechadas por Dios. Pero para ello es necesario que los hombres post-modernos comprendan su situación y les ayudemos a llegar hasta el final, para que no se conformen con simples tanteos, más o menos acertados, en la espiritualidad o en el mismo cristianismo.
Dicho de otra manera, los principiantes de hoy están amenazados en su misma fe, lo que no sucedía en las generaciones anteriores. Pero pueden presentarse las cosas de otra manera: puede verse más bien la misericordia divina que va a buscar y atraer hacia la oración a una generación muy contaminada en su fe, a punto de perderla o habiéndola perdido ya. Tal milagro debe alimentar al fin y al cabo una inmensa esperanza teologal respecto a estos balbuceos. Estoy profundamente convencido de que el Espíritu Santo no descansa en medio de los drogadictos más que el diablo en medio de los conventos, y que hay que abstenerse de juzgar según las apariencias. Digo solamente que no se hace nada, nada se salva verdaderamente, hasta que no se ha comprendido la necesidad de ir hasta el final en las llamadas del Espíritu Santo: la generación actual y el mundo entero serán salvados por los que hagan su viaje hasta el final, los que busquen a Dios para encontrarlo y no sólo para buscarlo. Ese viaje pasa necesariamente por el redescubrimiento de la humildad ante la doctrina y el sacerdocio eterno de Jesucristo, prolongado lamentable pero infaliblemente (si se tiene fe) por todo sacerdote que ejerce realmente su sacerdocio y todo obispo que ejerce realmente su episcopado. Mientras que nos resistimos a esta verdad, es evidente que la humildad no es perfecta; lo que no es muy grave si comprendemos que no es perfecta, y si aceptamos dejarnos invitar a un anonadamiento más profundo frente a la Palabra de Dios y al mismo Espíritu Santo. En la efervescencia espiritual de hoy veo una reedición de la parábola del sembrador: la semilla es abundante y numerosos los que la reciben con alegría, pero ¿cuántos serán los que no dejen que se pierda y lleguen a producir treinta, sesenta o ciento por uno?
Hay que volver siempre al Niño Jesús y a su obediencia vertiginosa: no sólo al Espíritu Santo, sino a su padre y a su madre. Hasta que la locura del amor no nos haga encontrar esta sabiduría, corre siempre el riesgo de fracasar, perderse en las arenas y secarse como la higuera maldita. Siento y sé que el Espíritu Santo trabaja verdaderamente en esta generación, lo siento con esperanzas ilimitadas que confío a Teresa del Niño Jesús; pero suplico a la Virgen que enseñe verdaderamente a aquellos en que trabaja el Espíritu lo que significa ponerse rostro en tierra, «humillarse bajo la poderosa mano de Dios»… y hacer la experiencia inenarrable de su dulzura que nos levanta y nos resucita (Molinié [1973])8.
3. No plantear la situación como un problema
Uno de los condicionantes que tenemos, incluso en el mismo análisis que estamos haciendo, y que intentamos corregir con este tema, consiste en la inclinación a plantearnos la situación como un problema al que hay que buscar solución. Y el error está en que, a lo mejor, planteado como problema, no tiene solución. Y, como no tenemos una solución, recurrimos enseguida en pesimista eslogan que repetimos incansablemente: «No podemos hacer nada». Recordemos en este sentido lo que decía Molinié a propósito de plantearnos la situación como si tuviéramos que dar una respuesta:
Uno se pregunta qué hacer ante el mundo moderno, uno se hace muchas preguntas. Me dan ganas de responder: no existe solución, existe el Salvador. No hay más que hacer que seguir al Salvador, hacer hoy lo que nos pide hoy, hacer mañana lo que nos pida mañana. Y yo os puedo decir en seguida lo que Él hará en primer lugar: salvaros (Molinié)9.
No se trata, pues, de un problema que haya que resolver ni, mucho menos, que lo tengamos que resolver nosotros. No hemos de inventar nada, sino descubrir lo que ya está inventado. De hecho, lo único que tenemos que hacer es encontrar la respuesta que contiene nuestra condición de cristianos y nuestra vocación concreta. Y, a partir de ahí, aplicarla a la situación en la que tenemos que desarrollar nuestra vida, nuestro seguimiento de Cristo, nuestra santificación, nuestro amor… Por tanto, no tenemos que esperar ni buscar ninguna situación ideal para vivir plenamente nuestra vida cristiana y responder a los retos que nos plantea la realidad concreta en la que nos encontramos. De hecho, Dios nos sale al encuentro ahí, y no en otro sitio.
En lugar de caer presos del pánico o de actuar como si no fuera con ellos, admiten que este nuevo orden no es un problema a resolver, sino una realidad en la que hay que vivir […] Nuestra situación es alarmante, es verdad, pero no nos podemos permitir el lujo de tirarnos de los pelos. Esta crisis esconde una bendición, solo tenemos que abrir bien los ojos […] Puede que la tormenta que se nos echa encima sea el medio que Dios ha elegido para salvarnos (Dreher)10.
4. La situación propicia no tiene por qué ser cómoda o fácil
Quizá estemos más marcados de lo que creemos por el optimismo y la búsqueda de bienestar propios de la modernidad, y pensemos que también la Palabra de Dios y la salvación se van a ir abriendo paso con un avance sin retroceso, con un éxito cada vez mayor, y que tenemos derecho a vivir una situación cómoda en nuestro mundo. Quizá así es como nos hemos planteado la evangelización: como un progreso continuado e imparable del Evangelio, que va empapando el mundo cada vez más, sin posibilidad de fracasos y contracciones. Instalados en la Iglesia del primer mundo, hemos dado por supuesto que, después de veinte siglos de cristianismo, habríamos alcanzado tal grado de expansión que no podríamos ir hacia atrás, que no tendríamos que afrontar los retos que se le plantearon a la primera Iglesia ante el Imperio Romano, a la Iglesia medieval tanto ante los pueblos bárbaros como ante la Evangelización del Nuevo mundo o ante la crisis que provocó el luteranismo al comienzo de la era moderna. Nos olvidamos de la tremenda pérdida que supuso para la Iglesia la invasión islámica, que prácticamente borró del mapa unas iglesias tan importantes como las que había en Asia Menor y en el norte de África. Nos sorprende que, de repente, veamos nuestra civilización en estado terminal, y nuestras iglesias en peligro de desaparecer; y caemos en un pesimismo fatalista que piensa que los momentos de crisis, dificultad o persecución no pueden ser momentos de gracia, oportunidades de crecimiento y de nueva expansión. Nuestra actitud defensiva delata esta falta de fe y de visión evangélica capaces de descubrir que la persecución es la ocasión de dar testimonio y de aceptarla como una bendición11. Olvidamos que lo propio de Dios no es hacer avanzar a la Iglesia cuando el ambiente está a favor y tenemos todos los medios a nuestro alcance, sino todo lo contrario: vencer al filisteo con un muchacho que sólo porta una honda, y transformar el mundo con un pequeño grupo de rudos apóstoles. Ni siquiera necesita Dios de nuestras capacidades y méritos, más bien lo único que necesita es nuestra pobreza.
El hecho de que el mundo no vaya, de que, ante nuestros ojos, corra hacia su perdición, no impide que venga el reino: su gracia no depende de nuestros méritos, presupone, más bien, nuestra condenación (Hadjadj)12.
Desde luego, no fue el ambiente propicio, sino todo lo contrario, lo que movió al Señor a venir al mundo y realizar su misión. Si comprendiéramos la mirada y el impulso de Dios13, descubriríamos que estamos en la situación propicia para la misión…, con la condición de que realmente seamos conscientes de que somos portadores de una alegría que no proviene de nosotros ni de nuestra situación.
«También existían los sufrimientos del tiempo presente bajo el (los) romano(s), en esa culminación de la dominación romana. Pero Jesús no se escondió. No se escabulló. No se refugió tras los sufrimientos del tiempo presente. Había incluso analogías extremadamente chocantes entre el tiempo de los romanos y el nuestro; entre el tiempo romano y el tiempo que ha llegado a ser el tiempo moderno; más que semejanzas, más que analogías singulares; como un mismo movimiento; una misma señal, una misma partida de movimiento […] Las dos culturas anteriores […] han sido, cada una en su género, cada una en su naturaleza y para su grado, fundadas sobre el infortunio; sobre la consideración, sobre la contemplación, sobre la meditación del infortunio. Sobre la apropiación, sobre una especie de apropiación del infortunio» (Péguy) […] El que tiene la alegría no necesita que el siglo se la dé. El infortunio es el lugar mismo de su misión. El sufrimiento del tiempo presente no es un obstáculo, sino una confirmación: la confirmación de que el apóstol ha sido colocado en ese puesto avanzado para comunicar la alegría […] Así, Cristo no espera a que el mundo sea santo para venir a él. Todo lo que le pide es que sea pecador, que esté radicalmente hundido en el pecado, engolfado en el pecado, que esté completamente perdido, es decir, que ni siquiera se dé cuenta de que está perdido, y resulta que, de buenas a primeras, Cristo viene y proclama la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos (Lc 4,18) (Hadjadj)14.
5. Tenemos todo lo que necesitamos
Nuestro «problema», por tanto, no es el mundo y la Iglesia en los que vivimos, sino el hecho de no aceptar plenamente que la gracia se derrama en el pecado, la fuerza se manifiesta en la debilidad y el escándalo de la cruz es más fuerte que la sabiduría del mundo15. Y si vemos el pecado, sentimos la debilidad y experimentamos la cruz, estamos en la mejor de las situaciones para acoger la gracia, la fuerza y el triunfo que Dios nos ofrece en Cristo resucitado.
Ya ven ustedes, por tanto, que tenemos todo lo que nos hace falta. O, mejor dicho, tenemos demasiado, y el esfuerzo no ha de ser para adquirir más, sino para despojarnos (Hadjadj)16.
Notemos que Dios cuenta con nosotros para iluminar este mundo, y por eso nos envía a él; no quiere ofrecernos una solución, sino que nosotros seamos la solución. Y eso desconcierta a nuestra comodidad y a nuestras falsas esperanzas.
El Eterno, en su generosidad, no quiere únicamente ofrecernos un camino, también quiere que nosotros abramos un camino en el callejón sin salida. No quiere solamente que seamos iluminados; también quiere que seamos iluminadores. No quiere solamente darnos la vida; también quiere que nosotros la demos allí donde no parece reinar más que la muerte. Por eso, su bendición puede parecer una maldición. Sólo se necesita un iluminador allí donde no hay bastante luz. Sólo se necesita un abridor de caminos allí donde haya riesgo de dar un paso en el vacío (Hadjadj)17.
Como veremos más adelante con más detalle, la victoria de nuestro Dios, la venida del cielo nuevo y la tierra nueva, se dan en el combate definitivo cuando parece que las fuerzas del mal van a destruir a los fieles18.
Segunda cita, de René Girard: «Hoy estamos verdaderamente ante la nada. En el plano político, en el plano literario, en todos los planos. […] ¿Estamos todavía en un mundo en el que la fuerza puede ceder ante el derecho? De ello es precisamente de lo que yo dudo. El derecho mismo se ha acabado, fracasa en todos los rincones». ¿Nihilismo entonces? No, más bien apocalipsis, según el autor de La violencia y lo sagrado: «El espíritu apocalíptico no tiene nada de nihilista: es el único capaz de comprender el impulso hacia lo peor en el marco de una esperanza muy honda» (Hadjadj)19.
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Precisamente porque el fin del mundo es inminente, hay que comenzar algo en el tiempo, algo que no sea del tiempo. ¿Qué quiere decir apocalipsis? A través del desastre, nos visitará el sol que nace de lo alto. A través de la proliferación de la mala hierba, llegará la cosecha. A través de la muerte temporal, la vida eterna. El apocalipsis anuncia el triunfo de la caridad entre las tribulaciones. Por eso, nos ordena participar de ese triunfo. Al desarraigarnos del mundo, de sus pompas, de sus prestigios, de sus «valores», nos arraiga en el mundo para hacer resplandecer en él la caridad que no pasa (Hadjadj)20.
Por lo tanto, es esta situación la que nos lanza a la esperanza… en Dios. Pero quizá no estamos acostumbrados a la verdadera esperanza.
Solo se llega a la esperanza a través de la verdad y a costa de muchos esfuerzos. Para encontrar la esperanza hay que ir más allá de la desesperanza. Cuando llegamos al final de la noche nos encontramos con un nuevo amanecer (Bernanos)21.
Precisamente, esta imposibilidad de aferrarnos a una esperanza humana es un elemento primordial de esta oportunidad de oro que nos ofrece la situación actual.
Según Girard, ya es imposible fundamentar lúcidamente la cultura -la duración humana- en una esperanza mundana, por eso ya no queda más camino que recurrir a la esperanza teologal, de la cual fueron parodias y sucedáneos las esperanzas mundanas. Todo esto remite a la palabra «apocalipsis», que significa a la vez desastre y revelación. Ése es también, por otro lado, el sentido de la palabra «crisis», que quiere decir simultáneamente precipitación y discernimiento. De hecho, todo cuestionamiento radical nos empuja a remontarnos hasta las causas primeras. La crisis ahonda en nosotros hasta los huesos, hasta el alma, hasta el Otro… (Hadjadj)22.
En consecuencia, constituye una auténtica ventaja para nosotros el poder constatar por fin que el camino que seguíamos, tanto el mundo como la Iglesia, no tiene salida. Estamos realmente atrapados. De hecho, el fracaso de las utopías humanas nos lleva al transhumanismo, pero deja claro que no podemos pretender construir un mundo a la medida del hombre, con las solas fuerzas del hombre, liberados de todo condicionamiento, porque los frutos de la modernidad han demostrado su incapacidad para lograrlo. De modo que, cuando no podemos caminar hacia delante, debemos mirar hacia arriba.
Los horizontes bloqueados son ocasión de una conciencia más vertical. Es la única forma que tenemos de darnos cuenta de que no se nos debe nada, pero ¿qué quiere decir eso? Una de dos: que todo es nada o que todo es gracia (Hadjadj)23.
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Nuestra modernidad ha llegado, por lo tanto, a esta situación extrema porque ahora tenemos la posibilidad de realizar concretamente el transhumanismo en términos técnicos y de considerar a los hombres que somos como artilugios arcaicos y obsoletos. Pero este carácter extremo es asimismo una gracia. Nos permite, como contraste, acoger mejor aquello que constituye nuestra humanidad: no un desarrollo horizontal de nuestro poder, sino una irrupción vertical de nuestra palabra (Hadjadj)24.
Es más, la muerte de Dios que la modernidad ha buscado -y en parte conseguido-, con el derrumbe de los valores que conlleva, no deja de ser una oportunidad para que dejemos que mueran tantas imágenes falsas de Dios, purifiquemos los valores que buscamos, y aprovechemos para buscar al Dios verdadero, que no puede morir.
Es cierto que los valores naturales están a punto de naufragar: pero eso prueba, justamente, que no bastan. Hay períodos en que Dios permite que todo se venga abajo, para que se vea bien que por sí mismo nada se tiene en pie. Eso no debería desconcertarnos. Nietzsche proclamó que Dios había muerto, lo cual tiene al menos la ventaja de ser una afirmación radical. Frente a ello, no se puede hacer más que una cosa: ser cristiano.
¿Ha muerto Dios? En parte es verdad. El espíritu de esta anotación es profundamente diferente del de los teólogos de la muerte de Dios, como lo prueba lo siguiente. El que muere es el Dios «valor supremo» de los que no desean tener nada que ver con El y llegar a ser místicos, aquellos cuya práctica religiosa sin amor grita, mucho más eficazmente que la blasfemia torturada de Jacques Prévert: Padre nuestro que estás en los cielos, quédate allí… Hay un Dios que los cristianos dicen ser su Dios, que no es Padre más que en sentido amplio, y viene a coronar desde muy arriba (lo más lejos posible) una vida fundada sobre los valores humanos. Este Dios ha muerto, no el Viernes Santo, sino la tarde de la caída. Sólo el Dios Salvador no ha muerto, sólo el Padre en sentido estricto responde, y cuando no nos responde es porque no queremos dirigirnos a Él (Molinié)25.
6. Una visión más profunda de la realidad
Quizá puede parecer que la situación de olvido de Dios y menosprecio de la Iglesia, y la misma pérdida de su influencia en la sociedad y en la cultura, constituyen un obstáculo insalvable para que la Iglesia en su conjunto -y los cristianos en particular- realice la misión que el Señor le encomienda.
Es evidente que el arrinconamiento al que somete a la Iglesia el mundo secularizado supone una cierta dificultad para el desarrollo de la vida cristiana. Sin embargo, podemos descubrir paradójicamente en esta situación de debilidad e indigencia de la Iglesia una extraordinaria oportunidad para vivir un cristianismo más auténtico y liberarnos paulatinamente de la mundanización que se ha introducido en la Iglesia y que parece irreversible.
Así, podemos afirmar que la actual coyuntura nos está obligando, afortunadamente, a buscar sólo a Dios, porque ya no queda otra opción, tal como rezaba el título del libro del cardenal Sarah: «Dios o nada»26.
Se ha hablado mucho de «secularización». En realidad, desde el punto de vista cristiano, estamos en plena «des-secularización». Ayer, el cristianismo estaba secularizado. La cristiandad tenía la tendencia a reducir el cristianismo a una institución mundana. Se hacía carrera del sacerdocio. Se obtenían «beneficios». Se construían basílicas gracias al tráfico de indulgencias. El cura era un personaje. Y la monja de clausura podía ser jefa de una empresa. En resumen, se creía que era posible arreglárselas con algunas buenas palabras y algunos actos externos de piedad. Gracias a Dios, esa época ha pasado […] Lo más maravilloso de este mundo sin Jesús es que nos impide contentarnos con bonitos sermones y pequeñas devociones, como en la época de la cristiandad: este mundo exige de nosotros un testimonio total, un testimonio de amor hasta la muerte, una verdad que invada el alma y el cuerpo. Este mundo nos pide que seamos otros cristos para nuestro prójimo. La modernidad es nuestra aliada, y la posmodernidad no es un obstáculo. Cuanto más sin Jesús está el mundo, más debe realizarse la Encarnación en ese mundo. Cuanto más de los pecadores sea el mundo, más de la Redención debe ser ese mundo (Hadjadj)27.
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Pero tras la prueba de estas divisiones surgirá, de una Iglesia interiorizada y simplificada, una gran fuerza, porque los seres humanos serán indeciblemente solitarios en un mundo plenamente planificado. Experimentarán, cuando Dios haya desaparecido totalmente para ellos, su absoluta y horrible pobreza. Y entonces descubrirán la pequeña comunidad de los creyentes como algo totalmente nuevo. Como una esperanza importante para ellos, como una respuesta que siempre han buscado a tientas. A mí me parece seguro que a la Iglesia le aguardan tiempos muy difíciles. Su verdadera crisis apenas ha comenzado todavía. Hay que contar con fuertes sacudidas. Pero yo estoy también totalmente seguro de lo que permanecerá al final: no la Iglesia del culto político, que fracasó ya en Gobel, sino la Iglesia de la fe. Ciertamente ya no será nunca más la fuerza dominante en la sociedad en la medida en que lo era hasta hace poco tiempo. Pero florecerá de nuevo y se hará visible a los seres humanos como la patria que les da vida y esperanza más allá de la muerte (Ratzinger [1970])28.
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Ahora bien, la fe cristiana tendrá que adquirir un carácter de decisión totalmente nuevo. También ella ha de escapar a las secularizaciones, semejanzas, imperfecciones y confusionismos. Y aquí sí que podemos permitirnos, a mi parecer, una firme confianza. Al cristiano siempre le ha resultado singularmente difícil entenderse con la Edad Moderna […] En el mismo sentido actuará también la disminución de la energía religiosa directa, al igual que de la capacidad de experiencia y de creación religiosas de que hemos hablado. La omnipresencia de la religión ayuda a creer; pero también puede oscurecer y secularizar el contenido de la fe. Si esa omnipresencia disminuye, la fe se hará más rara, pero en cambio más pura y vigorosa. Adquiere una mayor capacidad para percibir lo que existe realmente, y su centro de gravedad se aloja más hondamente en la esfera de lo personal: en la opción, en la sinceridad y en la abnegación. Lo que hemos dicho antes sobre la situación de riesgo vale también aquí respecto de la actitud cristiana, que habrá de tener un sello especial de confianza y fortaleza. Con frecuencia se ha hecho al cristianismo el reproche de que en él el hombre encuentra un abrigo contra el peligro de la situación moderna. En esto hay mucho de verdad, y no sólo porque el Dogma con su objetividad crea un sólido sistema de pensamiento y de vida, sino también porque en la Iglesia vive aún un acervo de tradiciones culturales que fuera de ella han muerto. En el futuro el reproche tendrá cada vez menos fundamento […] También existe una confianza que es posible solamente en esta esfera de la actitud cristiana; no una confianza en un orden racional del universo o en un principio optimista de buena intención, sino en Dios, que existe realmente y es un ser activo; más aún, que obra y actúa. […] Aunque parezca extraño, lo cierto es que en pleno incremento del poder del mundo brota un indicio de santas posibilidades. Esta relación entre lo absoluto y la personalidad, entre la necesidad y la libertad, permitirá al creyente mantenerse firme en el vacío y en el desamparo, y así orientarse; le permitirá entrar en relación directa con Dios en medio de todas las situaciones de opresión y de peligro, y conservar su carácter de persona viviente en medio de la creciente soledad del mundo futuro, soledad precisamente en medio de las masas y dentro de las organizaciones (Guardini [1950])29.
En esta misma línea, no debemos pasar por alto la correspondencia que existe entre la situación de nuestro mundo y la purificación a la que nos empuja la crisis de la Iglesia. El mundo post-moderno se precipita a la soledad y a la desesperanza, y es la Iglesia -una Iglesia más pobre y más auténtica- la única que puede ofrecer algo distinto, realmente nuevo, que pueda responder a las necesidades humanas, que no dejarán de salir a la luz en un mundo cada vez menos humano. Pero para poder proclamar eficazmente el mensaje de la vida eterna que supera toda la destrucción a la que estamos abocados, la Iglesia tiene que despojarse de todo poder y esperanza humanos y mantener la fe y la esperanza exclusivamente en Dios. Sólo así podrá dar al mundo la respuesta necesaria y aceptable por los hombres del siglo venidero. De modo que, si no aprovechamos la oportunidad y seguimos buscando las facilidades del pasado o queremos ofrecer un cristianismo secularizado que ofrece al mundo lo que ya tiene, ni viviremos la fe ni seremos portadores de esperanza para el mundo que se avecina.
Así que no todo es tan malo en esta época de desaparición anunciada. La hora es trágica, sin duda, pero la tragedia despierta nuestra dignidad más alta, la de un desgarro de abajo arriba, que interpela al Cielo, y la de una caridad sobrenatural, fuerte como la muerte […] La destrucción de las esperanzas mundanas es ocasión de atravesar la desesperanza y de abrirse más a fondo a la esperanza teologal. No se trata de una huida hacia una trascendencia que desprecia la tierra, como pasa en el fundamentalismo. Se trata de la misión de iluminar la tierra, no partiendo de un porvenir utópico, sino partiendo del Eterno […] La Cruz se alza en el horizonte para decirnos que nunca alcanzaremos la felicidad, que nosotros no estamos hechos para el bienestar, sino para el ser bueno, no para la comodidad del contentamiento, sino para la alegría desgarradora de la ofrenda […] La Redención no consiste en la vuelta a una situación previa, a algún paraíso terrestre, anterior a la muerte y al pecado. Exige la travesía del pecado y de la muerte, hacia una alegría más elevada (Hadjadj)30.
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El término «apocalipsis» ha llegado a significar «catástrofe». Pero, etimológicamente, significa «revelación», Ahora bien, así es justamente la certeza desnuda, la certeza que reaparece después de la desaparición de las falsas esperanzas y de la superación de las verdaderas desesperanzas, la certeza que se descubre una vez que nuestra vida se deshace de los oropeles de todas las «innovaciones inmaduras», se despoja de las certezas ideológicas de la modernidad, así como de las incertidumbres mortales de la posmodernidad. Sólo nos queda una cosa, y es mucho más grande que nuestros bonitos sueños rotos: una inmensa e inevitable certeza de apocalipsis, es decir, la necesidad de una esperanza que atraviese la noche oscura, la exigencia de una vida llamada a darse más fuertemente que la muerte, la novedad de una existencia fecunda, que abre caminos en el callejón sin salida, que manifiesta la gloria a través de la Cruz, que lleva una revelación en el corazón del desastre (Hadjadj)31.
Hasta tal punto la situación que vivimos se convierte en una ocasión privilegiada para testimoniar la fe, que es precisamente el pesimismo y el vacío de la sociedad postmoderna los que ofrecen la mejor oportunidad para que la respuesta cristiana sea aceptada como necesaria. La plenitud humana y la esperanza firme que posee nuestra fe, responden perfectamente al vacío al que conduce el anti-humanismo y la desesperanza de la postmodernidad. Con la inestimable ventaja de que son una plenitud y una esperanza verdaderas, frente a las que ofrecían la modernidad, y han demostrado fracaso.
La verdad es que dicho pesimismo debía ser fomentado y orientado hacia la única opción verdadera […] Las posibilidades que ofrece dicha opción son las siguientes: o el hundimiento en una destrucción tanto interna como externa, o bien un mundo nuevo donde viva una humanidad consciente de su sentido y con capacidad para el futuro (Guardini)32.
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Ante todo, tendrá gran importancia lo que hemos indicado últimamente: la manifestación violenta de la existencia no cristiana. Cuanto mayor sea la decisión con que el incrédulo niegue la Revelación, y cuanto más consecuente sea en la práctica de esa negación, tanto mayor será la claridad con que se verá qué es lo cristiano (Guardini)33.
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Si consideramos la presente situación cultural, nos debe francamente parecer un milagro que, a pesar de todo, todavía haya fe cristiana. ¿Por qué tiene la fe, en suma, todavía una oportunidad? Yo diría lo siguiente: porque está de acuerdo con lo que el hombre es. En el hombre anida un anhelo inextinguible hacia lo infinito. Ninguna de las respuestas intentadas es suficiente; sólo el Dios que se hizo Él mismo finito para abrir nuestra finitud y conducirnos a la amplitud de su infinitud, responde a la pregunta de nuestro ser. Por eso, también hoy la fe cristiana encontrará al hombre. Nuestra tarea (la de todo cristiano) es servirla con ánimo humilde y con todas las fuerzas de nuestro corazón y de nuestro entendimiento (Ratzinger)34.
De tal manera que, si somos conscientes de lo que tenemos y de lo que el mundo necesita, podremos atrevernos a afirmar que nuestra situación es ciertamente envidiable.
Así pues, encaro con confianza este siglo XXI; envidio incluso a la generación ascendente. La envidio porque esta generación tendrá la tarea más grande que pueda proponerse a seres libres: de una parte, entablar un combate decisivo; y, de otra, la de estar segura, absolutamente segura, de no ser vencida. No veo crisis alguna en la historia que sea comparable a la que a va conocer el siglo XXI. Avanzamos hacia transformaciones mayores, hacia acontecimientos imprevisibles, de una importancia inaudita. Como Newman a finales del siglo XIX, pero aún más, preveo yo una confrontación última entre las posiciones extremas de la afirmación y de la negación. Vamos a ver esfumarse las posiciones intermedias, prudentes, «burguesas» y presentarse cara a cara, dialéctica contra dialéctica: ateísmo y cristianismo, un «humanismo ateo», un catolicismo auténtico. Los periódicos, las televisiones nos condenan a la apariencia, callándose sobre lo esencial. Los discursos de los jefes se modulan para dejar espacio a las dos posibilidades. Bajo estas apariencias y con estas prudencias, avanzamos hacia el porvenir. Los conflictos diplomáticos, estratégicos o políticos velan un conflicto fundamental, que es de orden metafísico, de orden religioso. Tal como dijo Malraux, el siglo XXI será religioso o no será. En lo que a mí respecta, estoy convencido, no por la fe sino por un examen razonable de las convergencias, de que el porvenir es favorable al catolicismo. No veo sobre la faz de este planeta otra religión más universal, más apta para ser propuesta tanto a las élites como a las masas, para recapitular el pasado, para preparar el futuro, para conducir a los seres libres del tiempo a la eternidad. En el momento confuso que llamamos «tiempo presente», nadie puede saber lo que es ceniza y lo que es esencia, lo que es polvo y lo que es germen. El catolicismo bien comprendido (rejuvenecido tal como ha hecho el último concilio) presenta a la era nuclear la única posibilidad real de unir las soledades y las multitudes, de reunir (como esperaba Marthe Robin) a la humanidad entera, «en el eterno amor y en la unidad» (Guitton)35.
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Maravilloso es el tiempo que nos plantea como un ultimátum la más bella exigencia (Hadjadj)36.
NOTAS
- Cf. el apartado 8, Dar marcha atrás del tema 4: «Diversas reacciones equivocadas» y los textos que allí se recogen.
- Hadjadj, Puesto que todo está en vías de destrucción, 89.
- Hadjadj, Puesto que todo está en vías de destrucción, 26.
- Hadjadj, Puesto que todo está en vías de destrucción, 98-99. Sobre lo que constituye la certeza última que podemos tener véanse las p. 117-118.
- Cf. en el tema 6: «Conversión y santidad» el apartado 1,b Esperanza basada en la fe.
- Citado en Sarah, Se hace tarde y anochece, 415-416.
- Citado en Sarah, Se hace tarde y anochece, 162. La cursiva es nuestra.
- Molinié, Cartas a sus amigos, 16 (M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis, 2, 21-22).
- Molinié, El coraje de tener miedo, 35 (ya citado en la n. 2 del tema 1).
- Dreher, La opción benedictina, 42.
- Lc 21,12-13: «Pero antes de todo eso os echarán mano, os perseguirán, entregándoos a las sinagogas y a las cárceles, y haciéndoos comparecer ante reyes y gobernadores, por causa de mi nombre. Esto os servirá de ocasión para dar testimonio»; Mt 5,11-12: «Bienaventurados vosotros cuando os insulten y os persigan y os calumnien de cualquier modo por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo, que de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros».
- Hadjadj, Puesto que todo está en vías de destrucción, 20.
- Puede ayudar en este sentido ver la descripción de san Ignacio de Loyola, Ejercicios espirituales, 102.106-108.
- Hadjadj, Puesto que todo está en vías de destrucción, 76-77.
- Cf. Rm 5,20; 2Co 12,9; 1Co 1,22-25.
- Ésta es la conclusión que saca Hadjadj, Puesto que todo está en vías de destrucción, 184, después de describir la «pobreza quíntuple» de los discípulos (p. 182-184): pobres por su envío, que ha de mantenerse siempre en dependencia de Otro, en permanente súplica; pobres en su defensa, porque son enviados como ovejas entre lobos, dispuestos a dar la vida; pobreza del equipamiento, renunciando a los medios temporales; pobreza del mensaje que se ve afectado por el mensajero y por el que lo recibe; pobreza de un mensaje que se tiene que encarnar en una comunidad.
- Hadjadj, Puesto que todo está en vías de destrucción, 123.
- Cf. el tema 9: «El Apocalipsis y el martirio».
- Hadjadj, Puesto que todo está en vías de destrucción, 33-34.
- Hadjadj, Puesto que todo está en vías de destrucción, 152.
- Citado en Sarah, Se hace tarde y anochece, 258.
- Hadjadj, Puesto que todo está en vías de destrucción, 34.
- Hadjadj, Puesto que todo está en vías de destrucción, 37.
- Hadjadj, Puesto que todo está en vías de destrucción, 46.
- Molinié, El coraje de tener miedo, 41.
- Cardenal Robert Sarah, Dios o nada, Madrid 2015 (Palabra).
- Hadjadj, Puesto que todo está en vías de destrucción, 91.
- Ratzinger, Fe y futuro.
- Guardini, El ocaso de la edad moderna, 138-143. «Nos hallamos ahora en uno de esos virajes históricos, en uno de esos momentos en que hay fuerzas nuevas que hasta el presente se habían constituido en gran parte fuera de la órbita del Evangelio, pero de las que nada dice que no pueden ser marcadas con el signo de la cruz. Debemos buscar los caminos por los que este mundo de la técnica deje de constituir un obstáculo para la adoración, y se convierta por el contrario en un mundo que a su vez lleve a la adoración» (Danielou, Escándalo de la Verdad, 179).
- Hadjadj, Puesto que todo está en vías de destrucción, 114-115.
- Hadjadj, Puesto que todo está en vías de destrucción, 126.
- Guardini, El ocaso de la edad moderna, 123.
- Guardini, El ocaso de la edad moderna, 135-136.
- Joseph Ratzinger, Communio. Un programa teológico y eclesial, Madrid 2016 (Encuentro), 230.
- Guitton, Silencio sobre lo esencial, 97-98.
- Hadjadj, Puesto que todo está en vías de destrucción, 155. El autor introduce esta conclusión con palabras de Benedicto XVI [2012]: «Los testigos auténticos, y no los simples dispensadores de reglas o informaciones, son más necesarios que nunca; testigos que sepan ver más lejos que los demás, porque su vida abarca espacios más amplios. El testigo es el primero en vivir el camino que propone».