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Introducción

La situación de crisis que vive la sociedad y la Iglesia no ha pasado desapercibida a muchas de las personas con mayor sensibilidad humana y espiritual, generando diversas reacciones, la mayoría de ellas equivocadas, como se puede comprobar por el hecho de que la crisis social y eclesial continúa agravándose, en gran medida como consecuencia de esas falsas respuestas. Si queremos encontrar un camino de solución válido a este problema necesitamos conocer y analizar los distintos enfoques, mecanismos, realizaciones y frutos, para poder denunciar, eludir y superar eficazmente esos errores.

Dentro de estas reacciones equivocadas pueden distinguirse dos grupos muy distintos: las que asumen los principios secularizantes, que están en la base del problema, y las que se oponen a esa secularización con la imposición beligerante de una tradición fosilizada.

Resulta significativo comprobar que, aunque algunas de estas reacciones se oponen entre sí -incluso violentamente-, su misma confrontación crea un clima tal de conflictividad que imposibilita una búsqueda eficaz de soluciones; de forma que el único camino posible tiene que comenzar necesariamente por salir de esa batalla y buscar con lucidez un enfoque verdaderamente evangélico y conforme a la Tradición viva de la Iglesia.

1. Mirar para otro lado

Una primera respuesta equivocada consististe en evitar ver el problema. Aunque, realmente no podríamos hablar en este caso de respuesta porque la voluntad de ignorar el problema o su magnitud es una actitud previa que impide cualquier tipo de respuesta. Además, el hecho de no querer ver o hacer nada respecto de un problema es una actitud que no sólo impide que se solucione, sino que suele agravarlo.

«No llamar a las cosas por su nombre añade mal al mundo», decía Albert Camus (Sarah)1.

Cuando los problemas doctrinales, morales, litúrgicos o eclesiales se imponen, algunos no quieren verlos para no tener que reaccionar ante ellos; y otros, en el fondo, están de acuerdo con lo que sucede, y lo que hacen es minimizar la importancia de la situación y sus consecuencias. Este tipo de juicios encaja perfectamente en los valores de la modernidad, que cree en un progreso lineal imparable de la humanidad o de la Iglesia y en la búsqueda del bienestar a cualquier coste, también del bienestar de la Iglesia en el mundo; sin sentirse en la obligación de atenerse a una verdad -o una Revelación- objetivas. Al negar los problemas, quien lo hace puede gozar de la tranquilidad que le ofrece el carecer de conflictos, lo que normalmente le lleva a escudarse en esa tranquilidad como expresión de una superioridad que le permite tachar de exagerados o amargados a quienes sufren esos problemas y tratan de resolverlos.

Tengo que testimoniar mi sufrimiento ante la situación actual. Algunos de vosotros no quieren compartir este sufrimiento. La apertura a los hombres, proclamada por el Vaticano II, les parece que debe alimentar una alegría sin reserva. Ciertamente reconocerán que, en la práctica, puede haber «excesos», pero para ellos son accidentes que no deben afectar a nuestra confianza en el soplo de Pentecostés que anima a la Iglesia después del Concilio.

Sin pretender, una vez más, situarme por encima de la refriega, tengo que decir que comprendo e incluso comparto lo que sienten. A riesgo de alarmar y quizá de apartarme de aquellos a los que la evolución de la Iglesia inquieta e incluso trastorna, debo confesar que me alegré con todo candor con cada constitución del Concilio, a medida que era promulgada.

Pero tengo miedo de que mis oponentes (a los que llamaría optimistas) difícilmente se fiarán ya de mí sobre este punto; o por lo menos algunos de ellos, a los que doy más importancia, pues representan bastante bien la legión de los que no leerán nunca estas cartas y, si las leyeran, se contentarían con apartarlas de un manotazo. Tengo la impresión de que estas personas se han vuelto alérgicas a la mínima manifestación de cualquier inquietud en el plano doctrinal. Un teólogo me dijo francamente: «En todas las afirmaciones actuales, incluso las más aberrantes a primera vista, hay algo profundo y auténtico que hay que saber escuchar, sin inquietarse demasiado por la formulación torpe que quizá envuelve esa intuición». En nombre de este principio e instalados en esta actitud, llegan rápidamente a considerar todo escrúpulo doctrinal o dogmático como el fruto de un espíritu triste y retrógrado. Por eso temo que no van a poder creerme cuando afirmo que me alegro de la apertura a los hombres presentida por Juan XXIII y realizada por el Vaticano II. El único test con el que se acepta hoy reconocer a los que comparten verdaderamente esta alegría, es no sentir por otra parte ningún sufrimiento grave y ninguna inquietud en relación con lo que pasa. Pues es un hecho que los seminarios «se reagrupan», es decir, se vacían; lentamente, pero con seguridad (y por otra parte no tan lentamente). Es un hecho que cada vez más sacerdotes y religiosos ponen en tela de juicio el carácter absoluto y definitivo de su compromiso (especialmente respecto al celibato). Es un hecho que los seminaristas no soportan ya escuchar una doctrina que justifique el don exclusivo a Jesucristo, sólo por amor a Jesucristo, con todas sus fuerzas y todo su corazón. Es un hecho que el impulso místico y verdaderamente loco (con la locura de la Cruz) que constituía a los ojos de la Iglesia «antigua» la esencia misma de la vocación religiosa o sacerdotal, se quiere sustituir con el amor a los hombres como el único criterio de nuestro amor a Dios […] Decir que esta evolución no existe en Francia, realmente es cerrar los ojos ante lo que pasa, o estar muy desinformado. Decir que no es grave, que esto no justifica ningún sufrimiento ni ningún miedo serio, es estar ciego para la apuesta espiritual en juego y para el significado profundo del Evangelio. Y es aquí donde se une el debate doctrinal: decir que todo esto no es grave es, a mi parecer, la más grave de las cegueras, es quitar el sabor a la sal del Evangelio; y el mismo Cristo dijo que eso no tiene remedio (Molinié [1968])2.

2. Tomar las riendas e inventar nuevas cosas

En el polo opuesto de los que no quieren ver podríamos situar a los que, viendo el problema, buscan soluciones eficaces, pero prescindiendo de la Revelación, de la Tradición y de la misma Providencia de Dios, de tal manera que responden «como si Dios no existiera» o «como si Dios no hubiera hablado». Así, ante la grave apostasía silenciosa que afecta a tantos cristianos, responden proponiendo como solución «imaginativa» la creación de un cristianismo menos exigente, asimilable al «deísmo moral terapéutico»3 tan fácilmente aceptable por un mundo al que no le molesta una fe que no cuestiona su forma de vida, que conlleva cambios en la moral sexual para atraer a la Iglesia a los jóvenes atrapados por la revolución sexual, así como la creación de una nueva liturgia atractiva para la mentalidad moderna o de un sacerdocio femenino y no celibatario. Detrás de este deseo de reforma se oculta la decisión de dejar de lado los planes de Dios y tomar nosotros las riendas porque nos sentimos capaces de hacerlo mejor, tal como acusaba Péguy al mundo moderno.

La perspectiva contemporánea ha determinado nuestra mirada sobre la Iglesia, de tal modo que hoy prácticamente solo vemos la Iglesia desde el punto de vista de la eficacia, preocupados por descubrir qué es lo que podemos hacer con ella. Los prolongados esfuerzos por reformar la Iglesia han hecho olvidar todo lo demás. Para nosotros hoy no es nada más que una organización que se puede transformar y nuestro gran problema es el de determinar cuáles son los cambios que la hagan «más eficaz» para los objetivos particulares que cada uno se propone (Ratzinger [1970])4.

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Reformar de arriba abajo las instituciones alimenta la ilusión de que lo importante es lo que hacemos nosotros, nuestra acción humana, la única que nos parece eficaz. En realidad una reforma así solo traslada el problema (Sarah)5.

Esta reacción tiene como terrible consecuencia añadida el que se trata de iniciativas independientes de la Revelación y la Tradición, que, por tanto, dividen la Iglesia; y no sólo entre los que se aferran a la verdad revelada y los que buscan soluciones liberándose de ella, sino entre los mismos que, una vez que toman las riendas de la Iglesia en su mano, se enfrentarán entre ellos a causa de sus diversas iniciativas personales. Recordemos que esto es lo que sucedió, por ejemplo, en las iglesias de la Reforma después de eliminar la infalibilidad papal, la Tradición y abrazar la libre interpretación de la Escritura. Y no pensemos que alguien puede estar libre de esta tentación, porque incluso la división puede darse también entre los «buenos», que pretenden ser fieles a la Tradición.

¿Qué hacer entonces? No se trata de organizarse y de aplicar estrategias. ¿Alguien cree que seremos capaces de mejorar las cosas nosotros solos? Eso sería como retomar la letal pretensión de Judas. Ante el aluvión de pecados dentro de las filas de la Iglesia, nos sentimos tentados de tomar las riendas. Nos sentimos tentados de purificar la Iglesia con nuestras propias fuerzas. Y sería un error. ¿Qué podríamos hacer? ¿Un partido? ¿Un movimiento? Esa es la tentación más grave: una división tapada con oropeles. Con la excusa de hacer el bien, nos dividimos, nos criticamos, nos destrozamos. Y el demonio se ríe. Ha conseguido tentar a los buenos bajo la apariencia del bien. La Iglesia no se reforma con la división y el odio (Sarah)6.

Todas estas reacciones están emparentadas con la ruptura con la Tradición propia de la modernidad y con el orgullo del hombre moderno, que se cree capaz de construir un mundo mejor que el que Dios ha creado. Y todas ellas están llamadas al fracaso porque ni resultan suficientemente atractivas para el hombre moderno, ni pueden dar respuesta eficaz a la falta de sentido y esperanza del hombre postmoderno; y, sobre todo, porque olvidan la realidad fundamental de la fe cristiana: Dios es el único que puede transformar los corazones, sin Cristo no podemos hacer nada y sin la gracia de Dios estamos condenados a la perdición. Volvemos, pues, a la raíz fundamental de la crisis de la Iglesia: la falta de fe.

¿Quién puede dudar, quién puede creer que el Señor no sigue a nuestro lado en medio de la tormenta? Os lo ruego: no actuemos como si nos hubiera abandonado a nuestro propio criterio (Sarah)7.

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Ningún esfuerzo humano, por inteligente o desinteresado que sea, es capaz de transformar a un alma y de darle la vida de Cristo. Solo la gracia y la cruz de Jesús pueden salvar y santificar a las almas y hacer que crezca la Iglesia. Multiplicar los esfuerzos humanos, creer que los métodos y las estrategias poseen eficacia en sí mismos, supondrá siempre una pérdida de tiempo. Solo Cristo puede conceder su vida a las almas; y la da en la medida en que vive en nosotros y se ha adueñado enteramente de nosotros. Eso es lo que ocurre con los santos (Sarah)8.

Aunque este error se encuentra fácilmente entre los sectores más «avanzados» de la Iglesia, también lo encontramos en quienes tratan de apoyarse en su Tradición, pero confundiéndola con sus gustos, costumbres o manías. Estas reformas basadas en la iniciativa de una persona o de un grupo, tanto si son progresistas como tradicionalistas, no darán fruto y provocarán división porque sustituyen la voluntad de Dios por la propia y no cuentan con la gracia.

Un integrista es un hombre que hace siempre la voluntad de Dios, lo quiera Dios o no lo quiera (André Frossard).

Con este modo orgulloso de tomar las riendas de la vida y del mundo podemos relacionar otras dos reacciones equivocadas, por lo menos del sector más «creativo» de la Iglesia: adaptarse al mundo y rebajar las exigencias.

3. Adaptarse al mundo

No deja de ser significativo que la respuesta autosuficiente de tomar las riendas haciendo algo nuevo va casi siempre en la línea de adaptarse al mundo, a sus gustos y exigencias. Toda la libertad y creatividad que se manifiesta frente a la tradición de la Iglesia, se torna sumisión e imitación de los criterios y valores del mundo moderno.

¿Qué hay que hacer? Me diréis quizá que así avanza el mundo. Me diréis quizá que la Iglesia tiene que adaptarse o morir. Me diréis quizá que, si lo esencial está a salvo, hay que ser flexible con los detalles. Me diréis quizá que la verdad es teórica y se le escapan los casos particulares. ¡Otras tantas afirmaciones que corroboran la gravedad de la enfermedad! (Sarah)9.

Con el pretexto de que la Iglesia está atrasada, muchos intentan que la Iglesia «vaya detrás» del mundo, procurando no perder el tren de los valores de la modernidad (por otra parte, moribunda) y de la postmodernidad. Ya después del Concilio Vaticano II, la reacción mayoritaria contra la Humanae Vitae se basó en la necesidad de acomodarse a un mundo que había aceptado los nuevos criterios de la revolución sexual. Incluso hoy no faltan voces en la Iglesia que exigen la aceptación del antihumanismo que supone el aborto o la fecundación in vitro. Si la ideología de género o el ecologismo se convierten en las ideologías dominantes de este mundo postmoderno -claramente anti-humanas- no faltarán voces dentro de la Iglesia que, incluso con buena intención, se coloquen detrás de esas ideologías e intenten ponerse en sintonía con las preocupaciones de nuestro tiempo.

El mal que provoca este deseo de encajar con el mundo no supone sólo el apoyo a movimientos e ideologías que, en muchos casos tienen una orientación anticristiana y anti-humana, ni sólo que en estos terrenos de defiendan valores difícilmente compatibles con la Revelación, sino que se silencian y ocultan los elementos esenciales de la fe que no encajan con las modas de turno.

Pero, de todas formas, podemos decir: si para la Iglesia abrirse al mundo significa desviarse de la Cruz, ello la conduciría no a una renovación, sino a su fin. Cuando la Iglesia se vuelve hacia el mundo no puede ello significar que suprime el escándalo de la Cruz, sino únicamente que lo hace de nuevo accesible en toda su desnudez, separando los escándalos secundarios que se han introducido para esconderlo y con los que desgraciadamente la locura del egoísmo humano recubre la locura del amor de Dios, dando un falso escándalo que se refugia abusivamente detrás del escándalo del Maestro (Benedicto XVI [12-2005])10.

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Hace falta recordárselo también a algunos progresistas: se trata de la salvación de las personas y no de la realización de un ideal social, de una utopía política, de un todo igualitario (Hadjadj)11.

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En una época en que las ciencias humanas penetran en las zonas inconscientes, zonas que nos han revelado Marx y Freud y en cuyas profundidades nada queda oculto, es extraño ver crecer el silencio sobre lo que es esencial en nuestras sociedades parlanchinas. Me extraño del silencio sobre Dios. Este silencio de Dios se encuentra incluso entre los cristianos […] Un silencio, extraño entre los cristianos, es el silencio sobre el Juicio […] ¡Que extraño es también el silencio de la Iglesia sobre la Iglesia del silencio! (Guitton)12.

Ese seguimiento del mundo nos lleva a ir dando bandazos, porque el mundo moderno, y más aún el postmoderno, no tienen un rumbo fijo. Lo que podemos ver en el seguimiento actual del feminismo, la ideología de género y el ecologismo radical, lo fue la teología de la liberación respecto del marxismo, o pudo ser un cristianismo que apoyaba un planteamiento burgués de la vida en siglos pasados.

Finalmente, no debemos olvidar en nuestra reflexión que esta tendencia a «adaptarse» no se da sólo en las grandes directrices y en las propuestas de voces cualificadas en la Iglesia, sino en decisiones cotidianas de las parroquias, de las familias y de los fieles cristianos. De modo que podemos estar más cerca de esta forma de reaccionar de lo que pensamos.

4. Rebajar las exigencias

La otra reacción ante las dificultades que encuentra la Iglesia en la situación actual se combina perfectamente con la que acabamos de ver, que busca actuar al margen de Dios para adaptarse al mundo, y consiste en rebajar las exigencias de la fe, especialmente las morales, pero también las sacramentales y las propias del mismo contenido de la fe. En el fondo, son dos caras de la misma moneda para subordinar la fe al mundo: adaptarla al mismo y rebajar sus exigencias.

No puede sorprendernos que el pacto con la modernidad conlleve la ruptura con la Tradición, pero hay que afirmar con contundencia que, a lo largo de la historia de la Iglesia, las verdaderas reformas nunca se han conseguido relajando las costumbres y las exigencias de la fe, sino todo lo contrario. Y, de nuevo, en la actualidad vemos la misma reacción que se justifica con una lectura superficial del Evangelio o con razonamientos pseudoteológicos, encaja perfectamente con la tendencia postmoderna a la búsqueda del bienestar a todo precio y con el «deísmo moralista terapéutico»13 que se convierte en la versión rebajada y aceptable del cristianismo para el mundo de hoy.

5. Usar medios no evangélicos para afrontar la crisis

Existe otra forma distorsionada de reaccionar, que tiene que ver con las tendencias anteriores y que afecta especialmente a los que quieren tomar las riendas de la Iglesia, pero también se puede dar entre los más revolucionarios y entre los más tradicionalistas, y que consiste en emplear únicamente los medios humanos más eficaces para luchar contra los problemas en los que se encuentra la Iglesia en nuestro mundo. Así se puede llegar a justificar que, contra esos males, se puedan usar también medios malos, como la mentira, la manipulación o la violencia14.

Por un lado, podemos tener la tentación, claramente antievangélica, de buscar medios más eficaces, especialmente en el terreno de la comunicación, para hacer llegar a nuestro mundo el Evangelio (o las adaptaciones del mismo que inventamos). Aquí pesa mucho la necesidad de competir con el mundo en el terreno del marketing, o de la atracción, lo que lleva a ofrecer lo mismo que ofrece el mundo. Y no olvidemos que en este tipo de elecciones siempre se prefiere el original a la imitación. Con frecuencia se confunde el empleo de los medios de comunicación a nuestro alcance con la confianza en que esos medios nos garanticen el éxito evangélico, pensando que cuántos más medios tengamos a nuestra disposición mejor será el resultado.

El segundo error es aún más grave, porque tiene que ver con la esencia de la palabra. Ese error podría ser denominado: primacía de la comunicación sobre la comunión. Comunicamos cosas. Estamos en comunión con personas. Ahora bien, estamos presuponiendo que la palabra consiste en decir algo de algo, en vez de decirle a alguien de alguien […] Así pues, creer que creer en el Evangelio depende esencialmente del manejo de la información y del poder técnico-mediático es creer que lo esencial de la Palabra Buena está en la propaganda de ideas, más que en un encuentro de personas (Hadjadj)15.

Por otro lado, la indignación, de la que hablaremos enseguida, parece justificarnos para dejarnos dominar por la ira y enfrentarnos con insultos, juicios temerarios y ataques personales a los que consideramos -o realmente son- los «herejes» y enemigos de la Iglesia. Muy acorde con los criterios del mundo, especialmente defendidos por la doctrina marxista, aceptamos que el fin justifica los medios y que el fin supremo de la fe justifica, con más razón, cualquier medio, como presiones, mentiras, manipulaciones, chantajes, injusticias, etc. Y esos medios se usan dentro de una Iglesia dividida, pensando que la descalificación airada del «enemigo» o su injusta exclusión constituyen una respuesta válida al mal de la Iglesia. Sin embargo, lejos de dar una respuesta, se agrava la división y se justifica el uso de unos medios que nunca podrán ser respaldados por Dios porque son pecado.

Estoy convencido de que el combate por la civilización implica no emplear las armas del mal. Hemos de evitar el escarnio. El bien avanza en silencio. Los cristianos y los hombres de buena voluntad no deben entrar en una lógica de lucha por la posesión del espacio mediático. La verdadera lucha se lleva a cabo en los corazones. Una conciencia que respeta en silencio el Misterio de Dios y del hombre se impone eficazmente a los alaridos de las ideologías en los medios (Sarah)16.

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En la situación actual de la Iglesia, la cólera y la indignación me aparecen cada vez más vanas. Llegar hasta el final en la santificación querida por Dios para cada uno de nosotros sigue siendo, hoy como siempre, el único plan serio. Cada uno en su lugar debe mantener el combate apostólico -no «además» y «por otro lado», porque forma parte de nuestra santificación- según los dones que ha recibido. Pero la primera condición de este trabajo apostólico es evidentemente no naufragar uno mismo: naufragio de la confianza, naufragio de la fe, naufragio de la razón y de la salud intelectual. Conservar la cabeza encima de los hombros, conservar el corazón a la vez pacificado y vibrante, es ya un milagro. Soy demasiado consciente de esta situación como para no ayudaros, lo primero, a esa tarea (Molinié, Cartas a sus amigos, 12)17.

6. La fácil indignación

Siguiendo en esta línea, una de las reacciones más frecuentes a los males del mundo y de la Iglesia consiste en dejarse llevar por la indignación y dar rienda suelta a todo tipo de descalificaciones e insultos. Es lo más fácil e instintivo, y no requiere de ninguna reflexión o toma consciente de postura para actuar; de modo que basta con dejar que la indignación -incluso si es razonable- remueva los sentimientos más primarios e impulse reacciones que no tienen nada de evangélicas; justificándolas con la santidad de la causa que se pretende defender. Y esa misma justificación hace que resulte muy difícil descubrir que detrás no está la caridad, sino la comodidad de una respuesta fácil, que no necesita ni reflexión ni compromiso, y que, en lugar de ayudar a la solución, se convierte en parte del problema.

Pero dicen: «Son muchos los malvados, muchos los males». ¿Y qué quieres tú? ¿Acaso esperas que obre el bien quien es malvado? No busques uvas en las espinas; te está vedado. De la abundancia del corazón habla la lengua. Si algo puedes, si tú personalmente ya no eres malvado, desea que el malvado se convierta en bueno. ¿Por qué te ensañas contra los malvados? «Porque son malvados» -dices-. Te sumas a su número al mostrarte cruel con ellos. Te doy un consejo: ¿Te desagrada el malvado? ¡Que no haya dos! Si se lo echas malamente en cara, te unes a él: aumentas el número de los que condenas. ¿Quieres vencer el mal con el mal? ¿Quieres vencer la maldad con la maldad? Entonces habrá ya dos maldades, que han de ser vencidas ambas. ¿No das oídos al consejo de tu Señor, que te dice por boca del apóstol: No te dejes vencer por el mal, sino vence el mal con el bien? Quizá él es peor; pero, dado que también tú eres malvado, sois ya dos malos. Mi deseo es que al menos uno fuera bueno. Finalmente, se ensaña con él hasta la muerte. ¿Por qué también incluso después de ella, cuando ese castigo ya no afecta en absoluto al malvado, y lo único que se consigue es ejercitar la malicia del otro malo? Esto es propio de un demente, no de uno que quiere hacer justicia […] Hermanos, os lo voy a decir más claramente y, en cuanto me lo conceda el Señor, con libertad: solo los malvados se ensañan con los malvados. Cosa distinta es lo que el ejercicio de la autoridad exige que se haga. En efecto, con frecuencia el juez se ve obligado a desenvainar la espada, pero quisiera no dar muerte. A nivel personal, deseaba que la sentencia permaneciera incruenta; pero quizá no quiso que se quebrantara el orden público. Todo ello correspondió a su profesión, a su autoridad, a lo que le exigía su cargo. ¿A ti qué te corresponde sino pedir a Dios: Líbranos del malo. ¡Oh tú, que dijiste: Líbranos del malo! Que Dios te libre de ti mismo (San Agustín)18.

7. Gastar fuerzas en batallas perdidas

Ciertamente que esta reacción equivocada difícilmente afectará a los que se dejan llevar por la corriente del mundo. Pero los que se oponen a los ataques y errores del mundo y de la Iglesia en los que vivimos, no siempre aciertan con las batallas que merecen la pena y las que no la merecen, las que están perdidas y las que quedan pendientes, las que son nuestras y las que son ajenas.

Evidentemente hay batallas que, aunque parezcan perdidas, no deben dejar nunca de darse, tales como las batallas por la verdad, por la fe y por la vida, por ejemplo; al igual que existen otras que hay que dar, aunque aparentemente se pierdan, como hacen los mártires. Cuando hablamos del error de gastar fuerzas en batallas perdidas no estamos hablando de que haya que guiarse por un cálculo humano de un éxito medido con los criterios de eficacia del mundo; porque eso sería aceptar errores de los que hemos hablado anteriormente.

Pero ciertamente, en estos tiempos de crisis profundas debemos tener cuidado de no afrontar como nuestras las batallas políticas que nada tienen que ver con la fe, como si defendiendo un partido más conservador, con todas sus limitaciones, estuviéramos defendiendo la fe y la Iglesia. O asumiendo batallas a muerte por elementos tangenciales y discutibles de la fe, como sucede con cuestiones como el velo de las mujeres en la Iglesia o la comunión en la boca o en la mano, como si de ello dependiera el futuro de la Iglesia y la salvación del mundo.

La solución es clara para el cristiano: no programas mágicos con los que se querría estampar a Cristo en el mundo ni la fidelidad jurada a formas que la vida ha dejado atrás serán las que traigan la salvación sino solamente la concentración en la única figura que a la par no es ambigua y, sin embargo, lo abraza todo eucarísticamente, la única que está abierta a lo infinito, al amor trinitario divino e igualmente a la creación (Balthasar)19.

En esta actitud, la falta de discernimiento sobre lo que realmente afecta al núcleo de la fe y de la salvación, y por lo que, en consecuencia, hay que luchar, lleva a perder inútilmente las fuerzas que se necesitan para las verdaderas batallas. Hay que saber lo que hay que dar por perdido para luchar por lo que no puede perderse, que en principio es la verdad de Dios y la salvación que nos ofrece y, enseguida, la propia fe y fidelidad a Cristo. En este sentido hay que entender las palabras de Dreher:

¿Y si la mejor manera de plantar cara al diluvio es dejar de plantar le cara? ¿Y si la solución es dejar de apilar sacos de arena y construir un arca en la que podamos refugiarnos hasta que las aguas vuelvan a su cauce y podamos volver a tierra firme? En lugar de gastar recursos y energía en batallas políticas que están perdidas de antemano, lo que deberíamos hacer es construir comunidades, establecer instituciones y organizar una resistencia astuta que pueda perseverar hasta que levanten el estado de sitio (Dreher)20.

Por tanto, hay que poner en duda la validez de los esfuerzos por volver a una sociedad pre-moderna o por intentar construir una modernidad cristiana y humana, cuando la modernidad está muriendo.

Las llamadas a un nuevo humanismo no servirán para nada. Como tampoco la nostalgia de un retorno a las tradiciones de los Antiguos. Uno y otro, progresismo renovado y tradicionalismo reencontrado, no son más que oropeles para ocultar miseras (Hadjadj)21.

En el capítulo de batallas perdidas, en el que se gastan inútilmente muchas fuerzas, habría que colocar también cierto «diálogo» interminable que no tiene ni bases comunes, ni deseo de encontrar la verdad y que, por lo tanto, es inútil.

Sea lo que sea, la situación actual se caracteriza por una fuerte polarización en la Iglesia, de modo que un diálogo entre «progresistas» y «tradicionalistas» aportaría pocos resultados (Balthasar)22.

8. Dar marcha atrás

Un intento de oponerse al error de los que tratan de inventar una nueva Iglesia con sus propias ideas y capacidades consiste en reaccionar en contra de la «revolución» intentando forzar la vuelta nostálgica a una Iglesia del pasado. Para ello tratarán de mantener férreamente las antiguas formas exteriores y la sospecha sistemática hacia todo cambio de la Iglesia y del mundo, olvidando la existencia real de una innegable evolución, como si fuera posible «volver atrás». Aunque pretenden oponerse al error de adaptarse al mundo de una forma creativa, comparten con los revolucionarios el convencimiento equivocado de que pueden solucionar la situación de la Iglesia con sus propias ideas y capacidades; por supuesto, yendo hacia atrás, en lugar de ir hacia adelante.

La propuesta no es, por lo tanto, dar marcha atrás a la máquina -lo cual seguiría siendo una maquinación, e incluso, podríamos decir, una maquinación reaccionaria. Se trata de cambiar la situación dada acogiendo el don. Que el porvenir -lo que escapa a nuestro control- llegue a ser de nuevo más importante que el futuro -que lo que tenemos en nuestra mano (Hadjadj)23.

Pero no es posible volver simplemente atrás porque también nosotros somos modernos (y quizá post-modernos), y no podemos olvidar que la cadena de la tradición se ha roto y hay que hacer el esfuerzo de volver a enganchar con una tradición viva, que hemos perdido. Claro que hay que volver a las raíces, pero sabiendo que nos hemos alejado de ellas. Claro que hay que criticar la modernidad, pero sabiendo que lo típico de la modernidad es la crítica, una crítica universal que no se siente obligada a proponer nada válido o permanente. Criticar la modernidad no es enganchar con la tradición. Con esa crítica no volvemos a las raíces.

Aun cuando reanudemos una tradición, aun cuando critiquemos la modernidad, somos primordialmente modernos. De hecho, reanudar una tradición presupone que la tradición ha sido rota: el punto de partida es la ruptura -y, por lo tanto, una situación moderna, en la que la herencia de los Antiguos no aparece ya como un dato inicial […] Tenemos que volver sobre este asunto, pero se entiende lo que quiero decir: preocuparse por la propias «raíces» no le puede ocurrir más que a alguien que las ha perdido, porque un árbol bien plantado, con raíces profundas, no se interesa por sus raíces, sino por sus frutos, por los frutos que ofrece al sol. Del mismo modo, criticar la modernidad es un acto típico de la modernidad (Hadjadj)24.

Para nosotros es imprescindible saber distinguir la Tradición de las tradiciones (cf. Catecismo de la Iglesia Católica, 83), del gusto por lo antiguo, de la añoranza de lo que hemos perdido, y del tradicionalismo, que surge como reacción a los errores postconciliares, pero no es capaz de hacer viva la Tradición que recibe.

Lo más preocupante en la situación de la Iglesia de hoy es sin duda esto: al ala izquierda, bastante caótica pero de una fuerza media se le opone por la derecha un conjunto de formaciones sin duda más celosas pero más o menos cerradas, semejantes a las sectas (Balthasar)25.

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La tradición viviente se distingue radicalmente del tradicionalismo por rechazar el conservadurismo (Hadjadj)26.

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El hombre es un animal tradicional, pero su tradición está viva únicamente porque, en cada ocasión, se hace moderna, es decir, porque no es acogida pasivamente […] Si se acoge pasivamente se convierte en tradicionalismo de los fósiles. Si sólo se activa para rechazarlas, se convierte en el modernismo de los invertebrados (Hadjadj)27.

Será un grave error intentar restaurar la vida de la Iglesia aislándonos de la cultura en que vivimos, sin tenerla en cuenta, sin responder a ella; como si pudiéramos vivir hoy la fe con los modos y las formas que encajaban en la cultura cristiana, que empezó a morir con el final de la edad media, y que mantuvo algunos retazos durante la edad moderna. No se puede volver atrás como si la fe no se tuviera que vivir en un mundo y en una sociedad concretos que nos condicionan necesariamente.

Así pues, toda cultura que pierde el sentido de lo religioso se extravía: se transforma en demiurgia, adopta una pose fingida deformadora de una naturaleza que, en sí misma, sería informe. Y a la inversa, una religión que pierde el sentido de la cultura se petrifica: vira hacia el espiritualismo, hacia un fundamentalismo sin fundamento terrestre, pretende honrar al Creador dejando de cuidar a sus criaturas (Hadjadj)28.

Es probable que no nos identifiquemos con ciertas formas institucionalizadas de tradicionalismo, ni nos atraigan especialmente las formas pasadas de una Iglesia de otros tiempos, especialmente cuando priman las formas sobre el contenido. Pero no por eso estamos libres de la tentación de añorar las situaciones del pasado en las que la sociedad o la misma Iglesia hacían que resultase más fácil la vida cristiana, o la tentación de intentar vivir la fe sin tener en cuenta la sociedad en la que nos movemos, aislándonos de ella, como si pudiera existir una forma intemporal o ahistórica de vivir la vida cristiana. Por eso hemos partido del análisis de la situación social y eclesial en la que tenemos que vivir la fe (y la vocación contemplativa en el mundo), aunque no sea en principio especialmente positiva.

Y, a la vez, hemos de reconocer y eliminar la nostalgia de un pasado al que no se puede volver, que es tan utópico como el futuro al que algunos quieren llevar a la Iglesia. Porque ambos nos impiden dar una respuesta real.

Sin embargo, hay otro mundo virtual, que es nostálgico o utópico, digamos que un virtual para papás. Es lo virtual del «antes se estaba mejor -antes de la revolución» o bien lo virtual del «se estará mejor después -después de la revolución»… Muchos cristianos caen en esa trampa: «Estábamos mucho mejor antes del Vaticano II / Estaremos mucho mejor después del Vaticano III». Fantasean sobre una sociedad mejor en la que habrían podido vivir como cristianos de verdad (Hadjadj)29.

9. Fundamentalismo

Ya hemos aludido anteriormente al riesgo del fundamentalismo como una de las derivas que puede tomar la sociedad postmoderna30. No somos nosotros los que vamos a negar la necesidad de la religión en la sociedad y en la cultura, ni los que vamos a defender tal separación de Iglesia y estado que reduzca la religión a algo privado, individual y, prácticamente, oculto. Pero también hemos de tener en cuenta el error contrario -el fundamentalismo-, que supone una vivencia de la fe que desvirtúa no sólo la sociedad y la persona, sino la misma religión. De hecho, tenemos a la vista el fundamentalismo islámico como una clara muestra del poder destructivo de esta forma de entender la religión y lo vemos crecer en el mundo post-moderno como una reacción desproporcionada ante él.

En este sentido, podemos descubrir algunas preocupantes formas fundamentalistas de vivir la fe cristiana, que no podemos dejar de analizar, puesto que suponen la tentación de una reacción falsa para el problema que nos ocupa. Ya sabemos que la etiqueta de «fundamentalista» se aplica con facilidad a todo creyente, por poco que practique su fe, y no debemos dejarnos intimidar por esa etiqueta cuando se nos coloca desde la increencia o desde la mediocridad. Pero somos precisamente nosotros, los creyentes que queremos ser coherentes con nuestra fe en todos los terrenos de la vida, los que podemos tener la tentación de dar una respuesta teñida de fundamentalismo a la situación en que vivimos.

La religión no es mala en sí, claro está. Pero el fundamentalismo, en vez de ver en ella la frustración radical de todo lo que es humano, en lugar de reconocer que la gracia no destruye la naturaleza humana, hace de Dios un ídolo desencarnante y desresponsabilizante. Así pues, el tecnicismo separa el logos de lo divino y lo vuelve contra la carne. El ecologismo separa la carne del logos y reduce lo divino a una naturaleza material e impersonal. El fundamentalismo separa lo divino del logos y de la carne, de modo que lo uno y lo otro deban someterse servilmente en lugar de ser elevados filialmente […] El cristianismo, al predicar el Logos encarnado, predica el acuerdo de la razón y de la fe, de lo natural y lo sobrenatural, de la carne y del espíritu (Hadjadj)31.

El verdadero cristianismo no puede ser fundamentalista y su respuesta no puede aceptar como buena la separación -o la renuncia- entre aspectos que van esencialmente unidos, como son la fe y la razón (típica también del fundamentalismo protestante), lo natural y lo sobrenatural (con cierto desprecio de la naturaleza, lo material, lo corporal que a veces aparece en visiones gnósticas actuales), ni podemos olvidar que tanto la carne como el espíritu del hombre son redimidos y transformados para dar gloria a Dios.

La fe puede suplir en un determinado tema la curación de la inteligencia, no puede reemplazarla de modo absoluto ni a largo plazo, y, todavía menos, colectivamente. La gracia cura la inteligencia para que reconozca, a partir de las verdades naturales, lo bien fundado y la credibilidad del mensaje cristiano; después, bajo la moción de la gracia, da el salto, pero sólo después. Este esquema es saludable, todo lo demás es fideísmo. El fideísmo consiste en dividir el espíritu humano en dos partes: la razón puede ser materialista, agnóstica, todo lo que se quiera; la fe se sitúa en otro plano, sin comunicación entre los dos. Jesucristo se queja de la tibieza de las almas, más grave en cierto sentido que la persecución y los peores horrores, pues si la sal se vuelve sosa… Pero la tibieza sin más se apoya sobre la tibieza doctrinal, y la tibieza doctrinal es el fideísmo. Por tanto, hay que luchar contra la tibieza por medio de la oración (es la vocación de los contemplativos); pero también combatiendo el fideísmo como un virus que disuelve la vida de oración y la caridad fraterna a partir de una mala teología (Molinié)32.

Una reacción contraria -y equivocada- a la cómoda instalación en el mundo, y que se acerca al fundamentalismo, es el intento de vivir la fe desentendiéndose del mundo, algo que resulta muy importante para valorar y concretar la «opción benedictina», a la que dedicaremos el próximo tema.

La fe en Dios, esta fe que nos inculca el cristianismo en una trascendencia siempre presente y siempre exigente, no tiene por finalidad el instalarnos cómodamente en nuestra existencia terrestre para adormecernos en ella […] Menos aún tiende esto a apartar a los cristianos, hombre y miembros de la ciudad, como sus hermanos, de buscar la solución, de acuerdo con los principios de la fe, de los problemas de la ciudad: por el contrario, se encuentran obligados por una necesidad más. Pero saben al mismo tiempo que el destino del hombre, que es eterno, no encontrará aquí abajo la paz. La tierra, que sin Dios no dejaría de ser un caos, para convertirse además en una prisión, es en realidad el campo magnífico y doloroso donde se elabora nuestro ser eterno (De Lubac)33.


NOTAS

  1. Sarah, Se hace tarde y anochece, 13. Sobre pesimismo y optimismo véanse las reflexiones de Molinié en el tema 8, apartado 4, Pesimismo y optimismo.
  2. Molinié, Cartas a sus amigos, 2 (M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis, 1, 41-44). La cursiva es nuestra.
  3. Cf. Dreher, La opción benedictina, 32-33, que lo define como «un “cristianismo” sin fuerza ni vida a consecuencia de la solapada invasión del secularismo», que se limita a afirmar que: 1) existe un Dios creador que vela por la vida del hombre; 2) Dios quiere que la gente sea buena, amable y justa; 3) el objetivo principal de la vida es ser feliz y sentirse bien con uno mismo; 4) basta con acudir a Dios cuando tenemos un problema, y no el resto del tiempo; 5) la gente buena va al cielo cuando muere. Y concluye: «Aunque tenga un barniz de cristianismo, el DMT es la religión natural de una cultura que venera al yo y al bienestar material».
  4. Ratzinger, Por qué permanezco en la Iglesia (1970), citado en Sarah, Se hace tarde y anochece, 134.
  5. Sarah, Se hace tarde y anochece, 128.
  6. Sarah, Se hace tarde y anochece, 13; cf. 16 y el texto de Ratzinger en p. 135.
  7. Sarah, Se hace tarde y anochece, 92.
  8. Sarah, Se hace tarde y anochece, 31.
  9. Sarah, Se hace tarde y anochece, 414.
  10. Citado en Sarah, Se hace tarde y anochece, 38.
  11. Hadjadj, Puesto que todo está en vías de destrucción, 180.
  12. Guitton, Silencio sobre lo esencial, 10-11.
  13. Cf. lo dicho sobre el deísmo moral terapéutico en n. 3 de este mismo tema.
  14. Cf. el peligro de un «cristianismo de fuerza» señalado por De Lubac, El drama del humanismo ateo, 119.
  15. Hadjadj, Puesto que todo está en vías de destrucción, 169.
  16. Sarah, Se hace tarde y anochece, 262.
  17. Molinié, Cartas a sus amigos, 8 (M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis, 1, 223-224). Cf. también el testimonio de van Straaten que recoge Molinié, Cartas a sus amigos, 21 (M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis, 2, 107-109).
  18. San Agustín, Sermón 302, 10.16.
  19. Balthasar, A los creyentes desconcertados, 90.
  20. Dreher, La opción benedictina, 35.
  21. Hadjadj, Puesto que todo está en vías de destrucción, 109.
  22. Balthasar, A los creyentes desconcertados, 12.
  23. Hadjadj, Puesto que todo está en vías de destrucción, 23.
  24. Hadjadj, Puesto que todo está en vías de destrucción, 72-73.
  25. Balthasar, A los creyentes desconcertados, 79.
  26. Hadjadj, Puesto que todo está en vías de destrucción, 87.
  27. Hadjadj, Puesto que todo está en vías de destrucción, 141.
  28. Hadjadj, Puesto que todo está en vías de destrucción, 58.
  29. Hadjadj, Puesto que todo está en vías de destrucción, 75. Véanse más reflexiones de este autor sobre el tradicionalismo en el tema 7, apartado1, El punto de partida: la verdadera tradición, la verdadera razón.
  30. Cf. el texto de Hadjadj citado en la n. 37 del tema 2.
  31. Hadjadj, Puesto que todo está en vías de destrucción, 113.112; cf. 161.
  32. Molinié, Reflexiones para un catecismo, apartado «La Apologética» (M.-D. Molinié, Un feu sur la terre. Réflexions sur la théologie des saints, I, Une divine blessure, Paris 2001 (Téqui), 163).
  33. De Lubac, El drama del humanismo ateo, 20.