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El análisis de la situación de la Iglesia en el momento no resulta nada consolador desde la perspectiva de la fe. Por eso, antes de hacer un diagnóstico y señalar las causas y los efectos de la crisis en la que está nuestra Iglesia, es necesario hacer varias puntualizaciones:

  • -Todo el pecado e infidelidad que descubrimos en la Iglesia, lo descubrimos con dolor, como hijos de la Iglesia. Ni nos agrada ni nos justifica desvelar los pecados de nuestra Madre. Pero lo hacemos convencidos de que sólo el reconocimiento del pecado nos pone en el camino de la conversión y de la purificación. Por tanto, hemos de tener mucho cuidado de hacer esta crítica sin el dolor necesario.
  • -Hemos de reconocer que, de un modo u otro, por acción o por omisión, por colaboración o por silencio, el pecado de la Iglesia es nuestro pecado. No podemos mirarlo, ni mucho menos criticarlo, desde fuera, como si nosotros no hubiéramos contribuido a la situación de la Iglesia. Es verdad que no podemos identificarnos con algunos de los errores que vamos a descubrir, pero eso no quita que tengamos una parte importante de responsabilidad en la situación de la Iglesia por nuestras infidelidades, quizá menos visibles, pero con una repercusión no menos grave.
  • -El análisis que vamos a realizar no debe hacernos olvidar los datos de fe sobre la Iglesia, como Cuerpo de Cristo, asistida por el Espíritu Santo, con la certeza de que las puertas del infierno no prevalecerán sobre ella (cf. Mt 16,18). Pero esos mismos datos de fe tampoco deben hacernos olvidar la posibilidad de infidelidad y de apostasía de una parte importante de la Iglesia, como aparece ya en el Nuevo Testamento
  • -Por último, no debemos perder de vista que, aunque sea necesario analizar el desarrollo histórico de esta crisis y sus causas y efectos, hay un combate eterno que es la causa última de esta situación y que nos obliga a tomar partido

Por otra parte, la certeza de nuestra fe y el vigor de nuestra esperanza sólo se convierten en serios y meritorios en la medida en que empezamos a sospechar la profundidad y el poder del misterio de iniquidad que lucha contra el advenimiento del Reino. Los que reconocen concretamente que el demonio existe y actúa, que siembra a manos llenas la cizaña en el corazón de los fieles y de sus pastores, son los que toman conciencia de la verdadera dimensión del combate espiritual al que somos entregados. No sólo nos las tenemos que ver con los sacerdotes que dudan, los religiosos que flaquean, los teólogos que deliran o los pastores que capitulan, nos las tenemos que ver con un Espíritu que intoxica, turba y adormece, a estos pobres hombres como adormeció a los apóstoles en la hora de la Pasión. Cuando comprendemos esto, quedamos liberados del análisis inacabable de todos estos errores y de todas estas cobardías. Nos volvemos hacia los verdaderos responsables de la situación, los únicos que cuentan: Dios y el diablo (Molinié)1.

Si tuviéramos que hacer un diagnóstico general de la situación de la Iglesia, podríamos acudir a las sorprendentes palabras que el entonces prefecto de la Doctrina de la fe, el cardenal Ratzinger, dirigió el 7 de mayo de 1996 en el Encuentro con las Comisiones doctrinales de América Latina: «Si consideramos la presente situación cultural, acerca de la cual he intentado dar algunas indicaciones, nos debe francamente parecer un milagro que, a pesar de todo, todavía haya fe cristiana».

La crisis que viven el clero, la Iglesia y el mundo es fundamentalmente una crisis espiritual, una crisis de fe (Sarah)2.

La situación no ha mejorado desde entonces. Y el problema no es sólo el ambiente cultural:

La crisis que vive la Iglesia es mucho más profunda: es como un cáncer que va corroyendo el cuerpo por dentro (Sarah)3.

Ya lo había anunciado con palabras igualmente duras el cardenal Wojtyla a los obispos americanos, cuatro años antes de ser elegido papa. Ya entonces señalaba el gran problema de desconocer la magnitud de la lucha:

Estamos ahora ante la confrontación histórica más grande que los siglos jamás han conocido. Estamos ante la lucha final entre la Iglesia y la anti-Iglesia; entre el Evangelio y el anti-Evangelio. No creo que el ancho círculo de la Iglesia estadounidense ni el extenso círculo de la Iglesia universal se den clara cuenta de ello (Cardenal Wojtila)4.

Hay una serie de factores que constituyen, a la vez, elementos de esta situación y causas de esta profunda crisis:

1) Podríamos empezar por el primero y fundamental: la falta de fe. De alguna manera, todos las demás causas y manifestaciones de la crisis de la Iglesia tienen como causa, más o menos cercana, que la fe ya no es el fundamento de la vida de los cristianos, ni el criterio de las decisiones en muchos sectores y situaciones de la Iglesia. El cardenal Sarah recoge dos testimonios muy cualificados, distantes en el tiempo, lo que indica que estamos ante un problema que se ha enquistado en la Iglesia:

«La muerte de Dios» es un proceso totalmente real, que se instala hoy en el mismo corazón de la Iglesia. Dios muere en la cristiandad, así al menos parece (Ratzinger [1970])5.

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El núcleo de la crisis de la Iglesia en Europa es la crisis de fe. Si no encontramos una respuesta para ella […], todas las demás reformas serán ineficaces (Benedicto XVI [21-12-2011])6.

Cuando la Palabra de Dios ya no es el último criterio, cuando ya no se busca la voluntad de Dios, ni se tiene en cuenta su Providencia, cuando no se cree en la realidad del juicio, del cielo o del infierno, cuando la fe de los santos ya no nos parece un modelo…, entonces todo error y todo pecado es posible. Podríamos recoger aquí escándalos más o menos significativos y las experiencias vividas por cada uno de nosotros. Podemos escandalizarnos, criticar o desanimarnos. Pero tenemos que hacer un esfuerzo por descubrir que lo que manifiestan todas esas situaciones dolorosas es la falta de fe7.

2) La Iglesia lleva sufriendo desde hace mucho tiempo la crisis de una teología desvinculada de la fe de la Iglesia y, en muchas ocasiones, contraria a ella. La repercusión de opiniones arriesgadas, escandalosas y directamente falsas de algunos teólogos, han incidido de forma directa y generalizada sobre la predicación, la moral y la catequesis, de manera que lo que pudiera haber sido discutido, y a veces rechazado, en las discusiones teológicas, ha llegado directamente al pueblo de Dios como «nueva» doctrina, que reemplazaba la anterior8.

De hecho, no se puede negar que la vida espiritual atraviesa en muchos cristianos un momento de incertidumbre que afecta no sólo a la vida moral, sino incluso a la oración y a la misma rectitud teologal de la fe. Esta, ya probada por el careo con nuestro tiempo, está a veces desorientada por posturas teológicas erróneas, que se difunden también a causa de la crisis de obediencia al Magisterio de la Iglesia (GS 19) (Juan Pablo II [1994])9.

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Pero ahora viene la fatalidad de que los sabios y entendidos (muy a menudo los teólogos) con su pretendida ciencia, traen la inquietud a los sencillos. Con su recto sentido de la fe estos sienten que hay en ello algo malsano, pero no dan con la respuesta justa. A esto apuntan las terribles palabras de Jesús sobre la rueda de molino que habría que colgar al cuello de quien seduce a uno de estos pequeños, su amenaza a los «guías ciegos» que cierran la puerta del reino de los cielos y ni entran ellos ni dejan entrar a los que quieren (Mt 23,13) […] A fuerza de tanta ciencia se han hecho incapaces de creer en la Trinidad, en la divinidad de Cristo o en su presencia real en la eucaristía. Todo esto les parecen «extravagancias de partido» y a vuestros hijos, padres cristianos, se lo enseñan así hoy en la escuela (Balthasar [1980])10.

Una de las estrategias de esa falsa teología, que luego se convierte en predicación y catequesis, es la ambigüedad calculada (a imagen de la manipulación política), que emplea fórmulas aparentemente verdaderas para expandir opiniones contrarias a la fe.

El liberalismo teológico se ha introducido profundamente en la Iglesia católica. Se le puede reconocer sobre todo en la contestación abierta y cada vez más decidida de las competencias del magisterio que se refieren a la doctrina, mientras que la contestación de las verdades reveladas como tales, la mayor parte de las veces se camufla diplomáticamente. También este juego de escondite con fórmulas aparentemente «ortodoxas» en las que se oculta un sentido liberal, es decir, racionalista ilustrado, es un fenómeno nuevo muy desorientador para los laicos. Viendo las afirmaciones aisladas de un teólogo es casi imposible decidir si se trata de un enunciado creyente o liberal (Balthasar)11.

El problema no atañe sólo al contenido de cierta teología, sino al método12 y la finalidad que asume. Ya no se toma como base la Revelación y la Tradición13, ni se coloca la teología al servicio de la fe, sino que se sitúa por encima, en lugar o directamente en contra del Magisterio14.

Por otra parte, hay que dejar constancia de una crisis del lugar que ocupa la teología dentro de la vida de la Iglesia. Entre los especialistas de la doctrina sagrada asistimos a una reivindicación de autonomía con respecto al magisterio que los lleva a inclinarse hacia doctrinas heterodoxas presentadas como verdades inmutables. Los teólogos pierden de vista su verdadera misión, que no consiste en crear lo revelado, sino en interpretarlo; en profundizar en lo revelado, y no en realzar la propia excelencia (Sarah, 114)15.

3) Además, hay que reconocer que el daño que ha hecho cierta mal llamada teología durante más de medio siglo se ve agravado en los últimos años porque esta falta de fe no sólo afecta a los teólogos, sino al mismo Magisterio. Resulta inevitable la confusión generalizada en el pueblo de Dios, creada por el mismo Magisterio, cuando no cumple su función, y que acaba en desconcierto, división, desánimo y abandono. Es la consecuencia natural de una teología que renuncia a exponer y explicar la fe, y de un Magisterio que no cumple con su función, imprescindible en nuestro tiempo, de garantizar la fidelidad de la enseñanza teológica16.

Hoy la crisis de la Iglesia ha entrado en una nueva fase: la crisis del Magisterio […] Algunos de los que deberían transmitir la verdad divina con una precaución infinita no dudan en mezclarla con las opiniones de moda, incluso con las ideologías del momento (Sarah)17.

Ciertamente, la fe de la Iglesia nos dice que existe una infalibilidad del Magisterio en determinadas situaciones, y no hay que olvidar la infalibilidad del pueblo de Dios para creer (cf. Lumen Gentium, 12), pero nada de eso impide las herejías y cismas que se sucedieron a lo largo de toda la vida de la Iglesia. En cuestiones tan importantes como la realidad divino-humana de Cristo en la crisis arriana, san Jerónimo pudo decir: «Todo el orbe gimió y quedó estupefacto de ser arriano»18. Por tanto, la infalibilidad para enseñar y para creer no impide el error, ni el error grave, ni que éste se extienda ampliamente.

La crisis de Magisterio es tan grave, que en algunos sectores se piensa que el Magisterio, cuya función es velar por la transmisión fiel de la Revelación con la asistencia del Espíritu Santo, puede tener un valor «creador», incluso contra la Tradición.

Hoy existe un serio peligro de pensar que la sagrada tradición podría ser superada por un cambio en el magisterio (Sarah)19.

4) Con la falta de fe de fondo y en estrecha relación con la deformación de la teología está la crisis del sacerdocio. Sin caer en cierto clericalismo al analizar el problema, hay que afirmar claramente que la crisis de fe de la Iglesia está esencialmente relacionada y directamente proporcionada a la crisis de fe y de identidad de los sacerdotes. Péguy lo decía con rotundidad: «No hay malos tiempos. Hay malos clérigos […] La descristianización vino del clero»20. El dato no es despreciable a la hora de buscar una solución, y también al valorar las soluciones alternativas a la falta de sacerdotes, que prescinden de las auténticas causas y proponen soluciones que destruyen más la identidad sacerdotal y acaban agravando la crisis. Podemos resumir la influencia de esta crisis de la siguiente manera:

Se puede decir sin temor que la intranquilidad desatada a raíz del Concilio ha partido sobre todo del clero y de los religiosos. La salida masiva de su estado y la secularización de su teología, catequesis y predicación mostraron bien a las claras que habían malentendido por completo la «apertura de la Iglesia al mundo» de que hablaba el Concilio […] La confusión se aumentó cuando reformas conciliares totalmente normales, como, por ejemplo, la de la liturgia, se entremezclaron enseguida con otra serie de innovaciones ininteligibles para los laicos. Tales novedades se revelaron pronto como contrarias a la Iglesia al llevarse a las expresiones de fe, al catecismo, a la predicación y a la praxis eclesial. Los fundadores de tales desórdenes los cimentaron por todos los lados, presentándoles como legítimamente justificados, en la teoría y en la práctica. De esta suerte, las llamadas al orden de las autoridades superiores, allí donde se dieron, fueron totalmente inoperantes […] Las reformas conciliares trajeron ciertas mitigaciones, como, por ejemplo, la abolición de la abstinencia del viernes y en gran parte del ayuno, y también determinadas simplificaciones en la liturgia. Pero el clero secularizante (incluido un buen número de religiosos) introdujo otras «mitigaciones» absolutamente distintas en la práctica -por ejemplo, el abandono casi total del sacramento de la confesión- y especialmente en la doctrina de la fe, en la que casi a cada artículo del credo se le colocó un pequeño o gran signo de interrogación (Balthasar)21.

Esta crisis del sacerdocio trajo las siguientes consecuencias claramente destructivas para la Iglesia: 1) el abandono silencioso de la Iglesia por parte de muchos católicos que no podían aguantar esa doctrina extraña; 2) la búsqueda de refugio en posiciones tradicionalistas en oposición al Concilio y en ruptura con la Iglesia; 3) la búsqueda de ayuda y guía espiritual fuera de la Iglesia, especialmente en la religiosidad oriental22, y la fuerza que adquieren las sectas de todo tipo23.

Esta crisis del sacerdocio del postconcilio se ha ido haciendo más profunda en la situación actual. Al margen del terrible cáncer de los abusos sexuales por una proporción inaceptable del clero24, existe un deterioro general en la vida y ministerio de la mayoría los pastores, en los que la pérdida de fe les hace abandonar su identidad y misión para buscar otras funciones aceptables para el mundo o para una mayoría de fieles que busca en el sacerdote cosas distintas a las que éste puede dar.

La luz del sacerdocio se ha apagado […] Creo que los obispos tenemos una grave responsabilidad […] Muchas veces las diócesis, que deberían funcionar como grandes familias, se convierten en estructuras administrativas (Sarah)25.

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La crisis sacerdotal es muy profunda y deriva directamente de la crisis de fe que ha quebrado la confianza de los hombres de Iglesia en su propia identidad, hasta el punto de dudar de la importancia y la especificidad de su papel […] Ya no tienen una idea precisa de la función trascendental del sacerdote (Sarah)26.

5) Todo el deterioro de la liturgia, con la importancia que tiene como expresión y alimento de la fe, que tiene mucho que ver con la crisis del sacerdocio y de la teología27.

6) Toda esta crisis de fe en el Magisterio, obispos, teólogos, sacerdotes y religiosos produce, como resultado, que la Iglesia ya no sea un lugar seguro para la fe:

Ni siquiera las Iglesias son un refugio seguro. Porque, ¿qué pasa si estamos rodeados de gente que no comparte nuestra moral? Podemos pensar que aún nos queda la opción de preservar nuestra fe y nuestra doctrina entre las cuatro paredes de nuestros templos, pero eso sería un ejercicio de confianza injustificada en la salud de nuestras instituciones religiosas. Los cambios que han agitado Occidente en la modernidad han revolucionado todo, y la Iglesia no ha sido una excepción. Ya no se preocupa de la formación de las almas, sino que ha montado un catering espiritual. Como dijo el teólogo conservador anglicano Ephraim Radner, «a los cristianos no nos queda ni un solo lugar seguro en la tierra, ni siquiera nuestras Iglesias lo son. Es una nueva era» (Dreher)28.

7) Pero la crisis de la Iglesia no es sólo la crisis del clero (y de los religiosos). El abandono de la fe por parte de muchos cristianos da idea de la profundidad de la crisis a la que está sometida la Iglesia. Esto se puede comprobar, no solo en el abandono de la apostasía beligerante, ni sólo la caída del número de bautizos y matrimonios por la Iglesia y el descenso de asistencia a la misa, en lo que puede llamarse la «apostasía silenciosa»29, sino especialmente en la forma peculiar de falta de fe que poseen buena parte de los bautizados, que han hecho del catolicismo una «religión a la carta».

El síntoma más alarmante es, sin duda, el modo en que los hombres y las mujeres que se declaran católicos eligen las verdades del Credo (Sarah)30.

Se trata de esa fe aguada que se ha descrito como «deísmo moralizante terapéutico», que es la religión de la mayoría de los que todavía se afirman creyentes y que es lo que se enseña en muchas homilías y catequesis31. Una fe de la que se puede prescindir fácilmente, que ya no tiene como referencia la Revelación y que no precisa de ninguna relación con la Iglesia.

No se trata de la negación de una verdad o de un sacramento, sino de una actitud frente a la verdad de la fe, de manera que se niega que exista realmente una verdad de ese tipo, de modo que ya no se siente la obligación de defender o atacar cualquier verdad trascendente, ni la necesidad de aceptar las consecuencias de ese tipo de verdades.

Pero el mal que alcanza a estos cristianos y a sus pastores es más radical y más universal que un error dirigido a un dogma preciso; aunque sean tan importantes como la Encarnación y la Resurrección. Si se les pudiera obligar a elegir entre las fórmulas de Calcedonia y las tendencias modernas, arreglarían el asunto con rapidez. Pero no les obligaréis a elegir… y eso es todavía más grave que cualquier error […] Los hombres de este tiempo se vuelven psicológicamente incapaces, no sólo de abrazar firmemente una profesión de fe cualquiera, sino también de rechazarla firmemente (Molinié)32.

Esta situación de apostasía silenciosa es tan grave que algunos la describen como un «ateísmo líquido» que se introduce fácilmente en el pensamiento y en la actuación de muchos porque su fe ya no tiene solidez:

El ateísmo fluido, que nunca se profesa como tal, se mezcla sin armar revuelo con otras filosofías, con nuestros problemas personales, con nuestra religión. Es capaz de impregnar sin que nos demos cuenta nuestro criterio cristiano. En cualquiera de nosotros pueden darse infiltraciones del ateísmo fluido en todos los rincones que no estén ocupados por la fe teologal y la gracia […]. Nos creemos indemnes y, sin embargo, aplaudimos neciamente toda suerte de hipótesis, postulados, eslóganes y tomas de conciencia que socavan nuestras creencias. Divulgamos ideas sin fijarnos en su denominación de origen. Lo peor es que esas ideas materialistas pueden instalarse en nuestro espíritu sin chocar violentamente con las ideas cristianas que deberían encontrarse en él; lo que da a entender que nuestras convicciones cristianas no cuentan con una sólida consistencia. Ese es el comienzo de la derrota: el materialismo fluido linda en nuestro espíritu con nuestro cristianismo, probablemente igual de fluido (Padre Jérôme)33.

Hasta tal punto es grave la situación general de la Iglesia que, por dura que sea la oposición que puede experimentar la Iglesia por el ambiente social y que describimos en el tema anterior, la verdadera oposición viene de dentro. Si no fuera así, no sería preocupante la situación de la sociedad ni el reto que nos plantea.

La Iglesia sufre, ha sido deshonrada y sus enemigos están dentro de ella (Sarah)34.

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Bernadette, cuando en 1870 se le preguntaba si tenía miedo de los prusianos [decía]: «Yo solamente tengo miedo de los malos católicos». Toda la fuerza de las herejías y de los ataques del demonio se apoya en efecto sobre la libertad de los cristianos cuando estos no son fieles al mensaje evangélico y a las inspiraciones de la gracia. Frente a esta amenaza es preciso, y con ello basta, ser católico…, lo que no es fácil, no solamente en nuestras costumbres, sino también en nuestro pensamiento […] Y yo digo con Bernadette: todo el peligro viene, a fin de cuentas, de los malos católicos que somos todos, en la medida en la que tenemos miedo de chocar con la mentalidad de las tinieblas que rechaza con violencia el absoluto moral proclamado por Cristo (Molinié)35.

No debemos lamentarnos de los males de nuestra Iglesia actual, sin reconocer antes las tibiezas y deformaciones que la han hecho posible.

Santo Tomás dice en alguna parte que la mayoría de los cristianos viven aún bajo la Ley del temor: desorden lamentable, que sin embargo está de acuerdo con la miseria humana y su debilidad, que da marcha atrás ante la locura de la predicación evangélica. Pero la predicación que respalda este retroceso presentándolo como la verdadera vida cristiana (porque está libre de prohibiciones) es un mal abominable. Entonces no lloréis por las convulsiones de la Iglesia actual: llorad por sus causas desde el final de la Edad Media, y quizá desde Constantino. ¿Lutero habría sido Lutero si la predicación cristiana no hubiera caído tan masivamente en el fariseísmo, que se encontraba cómodo con una Ley de condenación que, supuestamente, no condenaba? (Molinié)36.

8) No podemos terminar este recorrido por la situación de crisis de la Iglesia sin mencionar un último síntoma que puede parecer residual, pero afecta al corazón de la Iglesia, y es muestra de la profundidad de la crisis. Se trata de la incomprensión y el ataque que experimenta la vida contemplativa, que pone de manifiesto que lo está en juego no es sólo la doctrina, la moral o la liturgia, sino, más allá de todo eso, la posibilidad de la locura del amor a Cristo.

No sé si esta parte de mi carta será bien comprendida. De todos modos, necesitamos el Espíritu Santo, pero de forma especial para comprender que no me preocupo por la doctrina y la tradición en sí mismas. Estoy equivocado o tengo razón al creer que la locura del amor a Cristo está en peligro entre los sacerdotes y los cristianos cultivados. Pero se trata de esto, y otorgo al resto, a la derecha o a la izquierda, el mismo peso que le daba san Pablo: si no el de la basura, por lo menos el de un estorbo (detrimentum); pues la figura de este mundo pasa… (Molinié)37.

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Solamente hay que ir hasta el final y reconocer entonces que todo el mundo está en peligro de dejar que la fe se diluya, empezando por el mismo obispo. A partir de ahí, puede perderse el sabor de la sal, y de hecho se pierde en estos «miembros principales» de la Iglesia, que son los contemplativos y las contemplativas. En la medida en que este supremo bastión de la fe es atacado, afirmo que estos son los últimos combates de nuestra cristiandad antes de su extinción. Naturalmente todo puede empezar de cero, como en tiempo de los bárbaros… Pero será después de la desaparición de nuestra cristiandad. Si no queremos esperar a que se produzca esta desaparición, es preciso esperar que al menos los contemplativos permanezcan. No hablo hoy de los contemplativos laicos (muy numerosos a mis ojos, por la misericordia gratuita del Espíritu Santo; quizá vuelva a hablar de esto y, de todas formas, estas Cartas les están destinadas). Pero, paradójicamente, hay comunidades menos protegidas que los laicos, porque están más expuestas al veneno de las teologías modernas. Confieso que pienso especialmente en las carmelitas, en parte porque las conozco mejor, en parte porque doy una importancia muy especial a su existencia. Si se corrompen, será una catástrofe irreparable y, como ya he dicho, el hundimiento de uno de los últimos bastiones de la fe (Molinié)38.

Sin olvidar el daño que hace a la vida contemplativa el deterioro de la teología y el silencio del Magisterio.

Lo esencial no es el hacernos caer en errores precisos, sino, por el contrario, dejarnos en la vaguedad, sumergir la Verdad en la vaguedad. Es imposible jugarse la vida por ideas vagas, y, por consiguiente, ser santo en esas condiciones: su fin está alcanzado, no habrá plenitud en la vida mística. Es tarea nuestra comprender el juego para no dejarnos engañar (Molinié)39.

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Por duro que sea todo este recorrido, no debe desanimarnos, ni justificarnos con el regusto farisaico de la crítica de los demás. Si hemos hecho este análisis ha sido para poder encontrar una respuesta, y, en concreto la que debemos dar cada uno de nosotros.

No reaccionaremos mientras no seamos conscientes de la gravedad de nuestro deterioro (Sarah, 129)40.


NOTAS

  1. Molinié, Cartas a sus amigos, 8 (M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis, 1, 158).
  2. Sarah, Se hace tarde y anochece, 9; cf. 40.
  3. Sarah, Se hace tarde y anochece, 103.
  4. Citado en Sarah, Se hace tarde y anochece, 162.
  5. Citado en Sarah, Se hace tarde y anochece, 105.
  6. Citado en Sarah, Se hace tarde y anochece, 34.
  7. «¿Se trata simplemente de predicar una visión del mundo que nos es simpática, o verdaderamente tenemos el derecho y el deber de afirmar a todo hombre, cualquiera que sea, que un día será juzgado por Jesucristo y que esto constituye la única, la última instancia de toda existencia humana? ¿Tenemos el derecho y el deber de decir a un camarada marxista: “Porque te quiero bien, estoy obligado a decirte que un día serás juzgado por Jesucristo”? Porque eso es “creer”. Es decir, que el cristianismo no es una filosofía al lado de otras filosofías, sino la verdad última del destino del hombre. ¿Es eso para nosotros el cristianismo? Y la debilidad de nuestro testimonio, ¿no obedece a que en realidad hayamos perdido la fe? Así, antes de pensar en la fe de los otros, hemos de preguntarnos si la tenemos nosotros. Ahora bien, es cierto que el modo de comportarse de la mayoría de nosotros da la impresión a los demás de que no tenemos fe» (Danielou, Escándalo de la Verdad, 113-114).
  8. Cf. Sarah, Se hace tarde y anochece, 115.
  9. Juan Pablo II, Tertio milenio adveniente, 36.
  10. Balthasar, A los creyentes desconcertados, 7.
  11. Balthasar, A los creyentes desconcertados, 29; cf. 43.
  12. Cf. Balthasar, A los creyentes desconcertados, 38.
  13. Cf. Sarah, Se hace tarde y anochece, 115-116.
  14. Es muy interesante la reflexión de Balthasar, A los creyentes desconcertados, 9-10, sobre el daño añadido por ciertos «teólogos laicos».
  15. Sarah, Se hace tarde y anochece, 114; cf. el texto de Juan Pablo II, en p. 124; y el de Garrone, en p. 165.
  16. Sarah, Se hace tarde y anochece, 163, afirma que esa fue la función de los papas en los últimos decenios.
  17. Sarah, Se hace tarde y anochece, 107.
  18. San Jerónimo, Ad luciferianos, 19.
  19. Sarah, Se hace tarde y anochece, 117.
  20. Citado en Sarah, Se hace tarde y anochece, 69.
  21. Balthasar, A los creyentes desconcertados, 9-10; cf. el lamento del papa san Pío, X, en el año 1914, citado en Sarah, Se hace tarde y anochece, 70, que se podría aplicar perfectamente a la situación actual.
  22. Cf. Balthasar, A los creyentes desconcertados, 10-11. Molinié, Cartas a sus amigos, 28 (M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis, 2, 181), describe la dificultad de los cristianos sencillos de encontrar una predicación adecuada, hasta el punto de afirmar que es más difícil encontrarla en Occidente que en la Rusia comunista.
  23. En este sentido puede leerse el amplio documento que publicaron el Consejo pontificio de la cultura y el Consejo pontificio para el diálogo interreligioso sobre la «Nueva Era», en el año 2003, titulado Jesucristo portador del agua de la vida;y Molinié, Cartas a sus amigos, 38 (M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis, 3, 13-17).
  24. Recuérdese el luminoso análisis del papa emérito, Benedicto XVI, titulado «La Iglesia y el escándalo de los abusos sexuales», publicado el 11 de abril de 2019 (y la reacción de rechazo que provocó), y que junto a causas de orden social apuntaba a la crisis de la moral, de la disciplina eclesiástica y de la formación sacerdotal como lo que propició en la Iglesia una «crisis de fe y de la Iglesia, una crisis palpable en todo el mundo». En este documento afirmaba con claridad: «¿Cómo ha podido la pedofilia adquirir tal dimensión? En último término, la razón se halla en la ausencia de Dios. Tampoco nosotros cristianos y sacerdotes hablamos de buen grado acerca de Dios, porque este discurso no parece práctico».
  25. Sarah, Se hace tarde y anochece, 62.
  26. Sarah, Se hace tarde y anochece, 176.177.
  27. Cf. Guitton, Silencio sobre lo esencial, 37; Sarah, Se hace tarde y anochece, 167-168.
  28. Dreher, La opción benedictina, 31-32. Véase la misma idea en Balthasar, A los creyentes desconcertados, 90.
  29. Véase el lúcido análisis de Molinié, Cartas a sus amigos, Apéndice 2 (M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis, 3, 253-268).
  30. Sarah, Se hace tarde y anochece, 103. Véase en esa misma página la interesante afirmación de Ratzinger en 1970.
  31. Cf. Dreher, La opción benedictina, 33.
  32. Molinié, Cartas a sus amigos, 12 (M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis, 1, 226-227).
  33. Citado en Sarah, Se hace tarde y anochece, 412-413.
  34. Sarah, Se hace tarde y anochece, 13.
  35. Molinié, Cartas a sus amigos, 38 (M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis, 3, 14.16).
  36. Molinié, La irrupción de la gloria. IV,4, apartado «La traición de los clérigos» (M.-D. Molinié, Un feu sur la terre. Réflexions sur la théologie des saints, IX, L’irruption de la gloire, Paris 2001 (Téqui), 222).
  37. Molinié, Cartas a sus amigos, 2 (M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis, 1, 45).
  38. Molinié, Cartas a sus amigos, 11 (M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis, 1, 218-219).
  39. Molinié, El coraje de tener miedo, 167. La cursiva es del autor.
  40. Sarah, Se hace tarde y anochece, 129. Cf. también Dreher, La opción benedictina, 131.