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A partir de lo dicho hasta aquí, podemos concluir que en la respuesta de Jesús hay una actitud fundamental, que imitarán los santos después de él y que puede ser especialmente importante para identificar el camino que debemos seguir en el momento actual. Se trata de lo que podríamos denominar «atención a lo esencial». A lo largo de toda su vida, vemos que ningún acontecimiento sorprende o desconcierta al Señor, sino que lo encuentra preparado1. Esta «preparación» es fruto de la contemplación permanente del Padre2; lo cual nos lleva a afirmar que lo que mejor prepara para responder al mal no es contemplar el mal -como solemos hacer- sino contemplar a Dios.

Comparando esta actitud con la nuestra podemos observar que la tendencia generalizada en nuestros días lleva a tratar de evitar los problemas y el sufrimiento, a lo cual nos ayuda muy eficazmente el mundo brindándonos todo tipo de medios para entretenernos y evadirnos de lo fundamental. De este modo, cuando aparece un problema, solemos desconcertarnos y nos centramos en ello, de tal manera que nos agobiamos y tratamos de quitárnoslo de encima lo antes posible y de cualquier manera. Pasamos de contemplar el problema a eludirlo, cerrando los ojos o mirando a otra parte, incluso creando artificialmente otros problemas para justificar nuestra evasión de la realidad, nuestras justificaciones o culpabilidades. Así es como estamos construyendo la postmodernidad, lo que explica que no sólo no resolvemos el problema del mal, sino que lo agravamos.

El camino contrario al del mundo es el de Jesús, que vive orientado permanente hacía lo esencial, que es Dios y la misión que el Padre le ha encomendado3. Cuando la vida contemplativa es verdadera, la contemplación de Cristo ilumina evangélicamente todo lo demás, especialmente la cruz, el sufrimiento y el mal. Pero si empleamos el tiempo de oración para mirarnos a nosotros mismos y contemplar el mal, no sólo no nos acercamos a Dios sino, que perdemos la verdadera perspectiva y, consecuentemente, cualquier problema nos desconcertará y nos moverá a huir del sufrimiento porque no somos capaces de encontrarle sentido.

Podemos ver que esa atención permanente de Jesús a lo esencial le permite acoger todo sin desconcierto, permitiéndole descubrir las verdaderas causas del mal, lo que le hace capaz de afrontarlo con serenidad y paz4. Mientras nosotros perdemos nuestras energías en justificaciones y culpabilizaciones, que nos hunden en complejos psicológicos y conflictos con los demás, Jesús puede identificar la causa del problema y aplicarle la solución más adecuada, que no es otra que su propia misión -de la que siempre es consciente-, adaptada a la situación concreta en la que se encuentra en cualquier circunstancia5.

En el fondo, ésta es, en su asombrosa simplicidad, la respuesta de Jesús al problema del mal: aplicar naturalmente su misión personal a la situación en la que vive en todo momento. Es tan sencillo como ser siempre lo que es y actuar en consecuencia. Entonces, si es algo tan simple, ¿por qué los santos tienen que trabajar tanto para conseguirlo y nosotros quizá ni siquiera lo intentamos? Pues porque resulta doloroso desprendernos de la mirada humana de la que partimos y a la que estamos apegados para entrar en la mirada sobrenatural, que es la propia del Hijo de Dios. Y, en vez de eso, tratamos de compensar esa falta de luz con nuestro complejo juego de razones y justificaciones, que no sirve para nada más que para alejarnos de la meta. La falta de esa mirada lleva a la falta de discernimiento que, a su vez, impide tener una conciencia luminosa de la propia vocación y misión; por lo que, a la hora de aplicarlas a la vida concreta, nos perdemos en teorías y decisiones, más o menos aleatorias, que no sirven para nada.

Si queremos hacer luz en nuestra situación, nos vendrá bien poner las actitudes del Señor en contraste con las nuestras, al igual que descubrir el modo con el que los santos tratan de identificarse con el estilo propio de la vida del Señor. En ellos podemos observar cómo llevan a cabo el mismo proceso de discernimiento y respuesta de Jesús, pero con un ritmo diferente. Lo que en el Señor es un proceso casi instantáneo, fruto de su unión plena con el Padre y de su absoluta identificación con su voluntad, en los santos la mirada y la respuesta evangélicas son la consecuencia de un proceso, más o menos largo, de discernimiento, elección y ejecución. Pero, aunque exista diferencias en el ritmo, es una gracia poder contar en los santos con personas como nosotros que nos ofrecen ejemplos vivos de la actitud, la mirada y la respuesta que Dios quiere que demos al problema del mal del mundo y a la necesidad de salvación que éste tiene.

Al intentar reproducir las actitudes de Jesús, los santos nos dicen que ése es el único camino que sirve para afrontar el mayor problema que tiene la humanidad, y el único que merece que le dediquemos todas nuestras fuerzas, e incluso nuestra vida: la salvación. Entendida así, la vida cotidiana se convierte en una permanente batalla muy concreta que, ciertamente comporta mucho dolor; pero se trata de un dolor luminoso y redentor, que da sentido a la vida del que lo sufre e ilumina la vida de los demás. Aquí radica la esencia del discernimiento evangélico que orienta con seguridad la vocación y la misión personales a las que Dios llama a cada uno de nosotros. Por el contrario, el intento de evitar el sufrimiento y sus causas cerrando los ojos, mirando a otro lado, quitándole importancia o eludiéndolo con diferentes culpabilizaciones, no hace más que retrasar -muy poco- un sufrimiento mucho mayor, que nos lleva a lo más profundo del desconcierto, que es la oscuridad y la desesperanza, a la vez que nos hunde en la frustración de una vida sin sentido ni fruto.

Sólo hay un problema. Uno solo. Y el problema es éste. Todas las cosas están hechas para conducirnos a Dios. De hecho, la mayor parte de las cosas nos apartan de Él. La única cuestión es hacer que las cosas que nos apartan de Dios se conviertan en medios de conducirnos a Él. Aquí está toda la cuestión. Somos nosotros, por el mal uso que hacemos de las cosas, quienes las transformamos en obstáculos entre Dios y nosotros; y, por tanto, el problema es simplemente transformar esas realidades mismas, que son las de nuestra vida cotidiana, de obstáculos en medios. Toda la vida espiritual consiste precisamente en eso. El itinerario espiritual va del momento en que las cosas son obstáculos hasta el momento en que se convierten de nuevo en medios. Y es entonces cuando, para nosotros, nuestras actividades temporales, nuestras actividades terrestres vienen a ser la materia misma, por así decirlo, del ejercicio de la vida espiritual, medios de ir a Dios […] Es preciso eliminar aquí los falsos problemas y los falsos pretextos. Es preciso remontar el plano de las dificultades puramente intelectuales. Es preciso llegar al fondo mismo de la cuestión. Y ese fondo de las cosas es que nuestros seres están en marcha hacia Dios y deben esforzarse por descifrarlo a través de todas las cosas. Está escondido por doquier en nuestra vida. Somos nosotros quien no sabemos descubrirlo (Daniélou)6.

Recordemos, para terminar, el texto de la parábola del trigo y la cizaña y el análisis que hacíamos en nuestro retiro «El cristiano ante la agonía del mundo»:

«Jesús les propuso otra parábola: “El reino de los cielos se parece a un hombre que sembró buena semilla en su campo; pero, mientras los hombres dormían, un enemigo fue y sembró cizaña en medio del trigo y se marchó. Cuando empezaba a verdear y se formaba la espiga apareció también la cizaña. Entonces fueron los criados a decirle al amo: ‘Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿De dónde sale la cizaña?’. Él les dijo: ‘Un enemigo lo ha hecho’. Los criados le preguntan: ‘¿Quieres que vayamos a arrancarla?’. Pero él les respondió: ‘No, que al recoger la cizaña podéis arrancar también el trigo. Dejadlos crecer juntos hasta la siega y cuando llegue la siega diré a los segadores: Arrancad primero la cizaña y atadla en gavillas para quemarla, y el trigo almacenadlo en mi granero’” […] Luego dejó a la gente y se fue a casa. Los discípulos se le acercaron a decirle: “Explícanos la parábola de la cizaña en el campo”. Él les contestó: “El que siembra la buena semilla es el Hijo del hombre; el campo es el mundo; la buena semilla son los ciudadanos del reino; la cizaña son los partidarios del Maligno; el enemigo que la siembra es el diablo; la cosecha es el final de los tiempos y los segadores los ángeles. Lo mismo que se arranca la cizaña y se echa al fuego, así será al final de los tiempos: el Hijo del hombre enviará a sus ángeles y arrancarán de su reino todos los escándalos y a todos los que obran iniquidad, y los arrojarán al horno de fuego; allí será el llanto y el rechinar de dientes. Entonces los justos brillarán como el sol en el reino de su Padre. El que tenga oídos, que oiga”» (Mt 13,24-30.36-43).

-Lo primero que vemos aquí es el desconcierto -siempre actual- frente a la existencia del mal: ¿De dónde viene la cizaña? Ante la sorpresa de ver crecer la cizaña entre el trigo, los siervos se dirigen al amo a pedirle explicaciones: «¿No sembraste buena semilla?». Y el amo les hace ver, con claridad, que además de él y su semilla, hay un enemigo y otra semilla. Y que la separación definitiva de los frutos buenos y malos sólo se dará al final.

-Del mismo modo que estos personajes de la parábola, también nosotros, en nuestra ingenuidad, nos volvemos a Dios cuando descubrimos el mal en el mundo y le preguntamos si su siembra ha sido buena, si no será él quien se ha equivocado y ha fallado su plan. No podemos olvidar, como dice el Señor en la interpretación de la parábola, que el enemigo que siembra la cizaña es el diablo, y que esa semilla son los partidarios del Maligno.

-La parábola nos da también una orientación de enorme importancia para comprender nuestra respuesta y nuestra responsabilidad: «La buena semilla son los ciudadanos del reino», que es lo que siembra el Hijo del hombre. No podemos limitarnos a quejarnos del mal, pensando que no tiene solución: nosotros somos la respuesta de Dios al mal en el mundo. «¿Qué hace Dios ante tanto mal?», decimos. La respuesta somos nosotros: a cada uno de nosotros nos ha puesto Dios ahí como respuesta al mal del mundo. Jesucristo no ha muerto en la cruz para darnos una ideología más, entre tantas como existen, sino para crear personas renovadas capaces de «sembrarse» en el mundo y transformarlo según la voluntad de Dios. «Hacen falta santos, hay que pedir a Dios que mande santos», decimos. Casi nos quejamos a Dios preguntando: «¿dónde están los santos?», «¿por qué Dios no envía santos?». Precisamente la parábola hace que esas preguntas se vuelvan contra nosotros y nos obliguen a plantearnos qué estamos haciendo nosotros, qué somos en realidad, porque tendríamos que ser la buena semilla que Dios ha sembrado en el mundo en que vivimos.


NOTAS

  1. Cf. Mc, 8,31; Jn 12,27-28; Mt 26,46.
  2. Cf. Lc 6,12; 9,28; 11,1; Mc 14,32.
  3. Cf. Jn 4,34; 5,30; 6,38.
  4. Cf. Jn 12,27-28; Lc 23,44.
  5. Véanse también los textos evangélicos que muestran el discernimiento de Jesús en nuestro retiro «Discernimiento y oración».
  6. Danielou, Escándalo de la Verdad, 217-218.