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1. La respuesta de Cristo
a) La respuesta de Cristo en su contexto
A la hora de encontrar la respuesta más eficaz y verdadera al problema del mal en el mundo tenemos que dirigir necesariamente nuestra mirada a Jesucristo y a quienes mejor han entendido e interpretado dicha respuesta a través de la historia: los santos. Sólo ahí podremos encontrar la luz y la fuerza necesarias que necesitamos nosotros para responder a las diferentes manifestaciones del mal en el momento actual. Y para comprender con la mayor claridad la respuesta de Cristo al mal nos puede ayudar el ponerla en el contexto de las diversas respuestas que aparecen en los diferentes grupos sociales y religiosos de su tiempo.
-Los fariseos
Los fariseos son la parte del pueblo de Dios que podríamos considerar más fiel a Dios porque conocen la Ley, oran, ayunan, dan el diezmo y cumplen a conciencia todos los preceptos, a veces en los detalles más ínfimos. Los fariseos son los «separados», los que reaccionan al pecado del pueblo de Dios apartándose de los demás y de todo lo que juzgan impuro. Por eso, miran a los pecadores y al pueblo llano con desprecio, convencidos de que no pueden salvarse.
Por supuesto, los fariseos consideran a los dominadores romanos no sólo como enemigos políticos, sino como enemigos religiosos, puesto que son paganos que mancillan la tierra santa e impiden que se pueda cumplir en ella la ley. Este rechazo de los fariseos a los romanos les acerca a las posturas violentas de los celotas, de manera que no puede sorprendernos que algunos maestros de la ley fariseos apoyaron la revuelta violenta contra los romanos encabezada por los celotas.
En consecuencia, los fariseos esperan un Mesías que expulse a los paganos y a los pecadores de la tierra sagrada que han recibido de Dios y haga que se cumpla plenamente su Ley.
-Los celotas
No son sólo los luchadores contra el imperio invasor, son los celosos de la Ley, que no dudan en emplear la violencia para conseguir que se imponga un reino de Dios que es como los reinos de este mundo, pero organizado según la ley de Moisés. Lógicamente esperaban un Mesías guerrero que expulsara para siempre a los paganos de su tierra.
-Los esenios
Tan celosos de la ley como los fariseos o más, el grupo de los esenios llevan hasta el extremo su voluntad de separarse de la impureza y de la infidelidad del pueblo de Dios, especialmente del templo de Jerusalén porque se ha desvirtuado en él el culto y el sumo sacerdocio. Para ello se aíslan en el desierto, junto al mar Muerto, donde establecen una comunidad de puros, al estilo de los monjes, de modo que puedan vivir sin obstáculos ni contaminaciones las exigencias de la Ley. El Mesías que esperan no sólo es rey, sino también el sacerdote que instaurará el verdadero culto.
-Los saduceos
Podríamos decir que representan el polo opuesto a los fariseos. Pertenecen a las familias sacerdotales que detentan el poder religioso, con sus ramificaciones políticas y económicas. Su fe se ha quedado estancada en las etapas primeras de la revelación y, a la vez, está más «secularizada»: no creen ni en la resurrección de los muertos, ni en los ángeles y sólo aceptan como palabra de Dios los cinco primeros libros del Antiguo Testamento. Sus costumbres se acomodan más fácilmente a los usos de los paganos invasores. Sus intereses les hacen tomar ante los romanos una postura de colaboración y sometimiento, para poder mantener sus privilegios. Defienden el culto del Templo, pero como medio para mantener su estatus social, sus intereses económicos y su poder en el Sanedrín, especialmente el del sumo sacerdote. Prefieren que las cosas se queden como están y ven un peligro para sus privilegios en los celotas y en los fariseos que los sustentan.
-El pueblo de la tierra
Aparte de todos estos partidos estaba la gente sencilla, el «pueblo de la tierra», quizá más ignorante y, ciertamente, más humilde, considerados pecadores por los seguidores más fervientes de la Ley. Lejos de las clases dominantes, sufrían el desprecio de los fariseos, experimentaban también la opresión romana y estaban lejos de las clases sacerdotales. Muchos de los sencillos miraban a los fariseos como maestros, acudían al Templo como buenos israelitas, pero no eran tenidos en cuenta. Dentro de este grupo, los pecadores oficiales, especialmente publicanos y prostitutas, no podían esperar ninguna salvación según la doctrina de los fariseos, ni podían gozar de los privilegios de los saduceos.
Pero, precisamente entre este pueblo sencillo hay un «resto», un grupo minoritario de judíos humildes que esperan con verdadera fe la venida del Mesías y son los únicos capaces de reconocerlo y acogerlo.
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Sin buscar forzados paralelismos, podemos descubrir en estos grupos de judíos contemporáneos de Jesús indicios de nuestras propias respuestas ante el mal del mundo y de la Iglesia: la fidelidad farisaica que lleva a la tranquilidad de sentirse diferente y permite condenar al mundo; la respuesta violenta contra los que se oponen a los planes de Dios; la acomodación al mundo manteniendo los mínimos de la religiosidad sin poner en riesgo los intereses materiales; la tentación de huir del mundo para poder vivir cómodamente la fe…
- -Rechaza frontalmente un legalismo tranquilizador, y se opone al desprecio a los pecadores.
- -Se aleja totalmente de cualquier respuesta violenta y deja claro que su lucha no es contra el imperio romano.
- -No pretende construir una comunidad de puros, apartados del mundo, que excluye a pecadores y paganos, sino que ofrece a todos la conversión para entrar en su reino.
- -Se opone a un culto marcado por los intereses económicos y no acepta ni los recortes en la fe ni la acomodación al mundo.
- -Va a ser esperanza para muchos que ya no esperaban nada de Dios.
Todo esto nos obliga a revisar nuestras actitudes y pone en tela de juicio muchas de nuestras respuestas. Pero para encontrar la luz que necesitamos tenemos que responder a la pregunta fundamental: ¿Cuál es la respuesta específica que da Jesús al mal y que debemos hacer nuestra? No pretendemos descubrir nada nuevo en el Evangelio, pero sí contemplar lo que sabemos de Jesús como «respuesta» a la situación del mundo para poder aplicárnosla a nosotros.
b) Los momentos y elementos de la respuesta de Cristo
-La encarnación
La respuesta del Hijo de Dios comienza precisamente con su encarnación. Lejos de separarse de la humanidad caída y pecadora, al estilo de los fariseos, el Hijo de Dios decide unirse a ella como medio de levantarla, sanarla y transformarla. Ante el mundo marcado por el pecado, lo que hace Dios es enviar a su Hijo al mundo para salvarlo (cf. Jn 3,16-17). Ya desde el mismo comienzo del proceso de la salvación se prevé el camino por el que discurrirá dicha salvación: el Hijo de Dios toma un cuerpo que ofrecer (cf. Heb 10,5-10), su nombre indica su misión: «Salvar al pueblo de sus pecados» (cf. Mt 1,21), su presentación solemne en el Jordán nos muestra el modo en que realizará la salvación: es el Cordero de Dios que, sacrificándose, quita el pecado del mundo (cf. Jn 1,29).
-La vida oculta
Los largos años de crecimiento y de trabajo manual de Jesús, en el ambiente pobre y sencillo del hogar de Nazaret, no son simple espera o preparación para la respuesta que él da a la situación del mundo. Ahí, asumiendo lo humano, lo más sencillo de nuestra vida cotidiana, lo convierte todo en instrumento de salvación1, y con su vida oculta da una respuesta eficaz al mal del mundo, que a veces se instala en la misma Iglesia; un mal que, al contrario de Nazaret, siempre supone ruido, complicación y búsqueda del poder y eficacia. El silencio, la oración, el ofrecimiento de la vida en el anonimato, el trabajo humilde, la austeridad, la aparente ineficacia…, todo ello forma parte de la respuesta de Jesús, que nos ofrece una manera especialmente accesible de responder al mal, con tal de que la vivamos con autenticidad2.
-La predicación de la verdad
La vida pública de Jesús está especialmente marcada por la predicación del reino de Dios y respaldada por los milagros. Jesús trae la verdad de Dios (cf. Jn 1,14.12) porque él mismo es la Verdad de Dios en persona (cf. Jn 14,6). No sólo la proclama, sino que la realiza, por ejemplo, en el perdón a los pecadores (cf. Mc 1,21-28). Purifica los mandamientos de la Ley de todas sus adherencias y los lleva a plenitud (cf. Mt 5,17). Proclama con valentía que Dios es padre misericordioso, con todas las consecuencias (cf. Lc 15). Se proclama a sí mismo abiertamente como Hijo de Dios igual al Padre (cf. Jn 5,18; Jn 15,61). Anuncia un camino nuevo para alcanzar la felicidad y una forma nueva de amar (cf. Mt 5,3-12; Jn 13,34). Manifiesta valientemente la verdad de Dios, a sabiendas del rechazo que va a suponer para él (cf. Mc 8,31). En definitiva, podemos afirmar que la manifestación valiente y coherente de la verdad por parte de Jesús, hasta las últimas consecuencias, es un elemento imprescindible de su respuesta al mal del mundo.
-La pasión y muerte
La consecuencia de la predicación de Jesús es su pasión y su muerte, con las que nos ofrece la respuesta plena y definitiva al mal del mundo; una respuesta que podemos resumir en la Cruz. En ella se concentra la respuesta que ha ido ofreciendo el Hijo de Dios al hacerse hombre para ser el Cordero de Dios, en ella asume lo más nuestro -sufrimiento y muerte-, en ella proclama de la forma más contundente posible la verdad de Dios y en ella asume el precio que tiene anunciar la verdad.
Por todo esto, hemos de sentirnos llamados a contemplar largamente la Cruz, viendo en ella el modo concreto con el que el Señor responde al problema del mal del mundo, de todo mal, que consiste en cargar todo ese mal sobre sí mismo (cf. 1P 2,24). Él, que es inocente, carga con las consecuencias de todo pecado; de ese modo, con el perdón, con el ofrecimiento y con la oración al Padre, recibe todo el mal del mundo y convierte en amor y gracia todo ese mal que recibe. No hay ningún sufrimiento ni ningún pecado que no haya sido abrazado y asumido por Cristo en la Cruz. En ella, nos muestra que esa forma de amar -seguramente la única verdadera- es invencible, porque, al convertir el dolor y el pecado en amor, produce tanto más amor y más gracia cuanto más mal recibe.
La aceptación consciente de la pasión (cf. Mt 26,36), el sufrimiento paciente del dolor (cf. 1P 2,23), la manifestación valiente de la verdad con la que van a condenarle (cf. Mc 14,61-62), el perdón a los que le están destrozando (cf. Lc 23,34), la ofrenda de su vida al Padre (cf. Lc 23,46)…, todo esto constituye la respuesta perfecta y definitiva al mal y al pecado del mundo; una respuesta que ya ha sido dada por Jesús y que nosotros tenemos la obligación de recordar y actualizar en nuestra vida. Nuestra respuesta, si queremos que sea verdadera, no puede ser otra. Por eso es tan grave que huyamos de la Cruz de Cristo (cf. Flp 3,18-19) y que perdamos el tiempo buscando otras soluciones, cuando sólo se nos pide -como gracia- participar de su respuesta eficaz, abrazando nuestra propia cruz (cf. Mc 8,34).
En la Pasión de Jesús toda la suciedad del mundo entra en contacto con el inmensamente Puro, con el alma de Jesucristo y, así, con el Hijo de Dios mismo. Si lo habitual es que aquello que es impuro contagie y contamine con el contacto lo que es puro, aquí tenemos lo contrario: allí donde el mundo, con toda su injusticia y con sus crueldades que lo contaminan, entra en contacto con el inmensamente Puro, Él, el Puro, se revela al mismo tiempo como el más fuerte. En este contacto la suciedad del mundo es realmente absorbida, anulada, transformada mediante el dolor del amor infinito. Y puesto que en el Hombre Jesús está el bien infinito, ahora está presente y activa en la historia del mundo la fuerza antagonista de toda forma de mal; el bien es siempre infinitamente más grande que toda la masa del mal, por más que ésta sea terrible […] La realidad del mal, de la injusticia que deteriora el mundo y contamina a la vez la imagen de Dios, es una realidad que existe, y por culpa nuestra. No puede ser simplemente ignorada, tiene que ser eliminada. Ahora bien, no es que un Dios cruel exija algo infinito. Es justo lo contrario: Dios mismo se pone como lugar de reconciliación y, en su Hijo, toma el sufrimiento sobre sí. Dios mismo introduce en el mundo como don su infinita pureza. Dios mismo «bebe el cáliz» de todo lo que es terrible, y restablece así el derecho mediante la grandeza de su amor, que a través del sufrimiento transforma la oscuridad (Benedicto XVI)3.
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Cuando él pendía de la cruz, miraba a quienes a su alrededor se ensañaban contra él, soportaba a quienes le insultaban, oraba por sus enemigos. Incluso al morir él, el médico, sanaba con su sangre a los enfermos (San Agustín)4.
-La acción del Resucitado en el mundo
Al mirar hacia atrás para contemplar la respuesta de Jesús al mal del mundo -y de los suyos-, podríamos pensar que esa respuesta es sólo cosa del pasado. Ciertamente ya ha sido realizada en plenitud en el tiempo, cuando se llevó a cabo históricamente. Pero, por ser Dios, todo lo que vive Jesús pervive para siempre, de modo que se hace presente a lo largo de la historia hasta nuestro momento presente. Cristo sigue intercediendo por nosotros al Padre (cf. Heb 7,25), sigue ofreciéndose permanentemente al Padre, especialmente en la Eucaristía, que hace presente su sacrificio salvador. El Resucitado actúa en nuestro mundo, a través del Espíritu que envía desde el Padre, para llamar interiormente a la conversión, tal como vemos en la conversión de Saulo, camino de Damasco (cf. Hch 9,1-6), que es signo de cómo actúa el Señor ante el mal y de cómo sigue actuando hoy en nuestro mundo. A través de su Cuerpo, que es la Iglesia, el Señor sigue proclamando la Verdad y derramando su gracia, a pesar de nuestras deficiencias e infidelidades. Cristo sigue sufriendo, amando y actuando en nuestro mundo; sólo necesitamos ojos para verlo, fe para dejarle actuar y generosidad para colaborar con él.
c) La respuesta de Cristo y la del contemplativo en el mundo
Al contemplar la respuesta de Cristo y plantearnos la respuesta que debemos dar nosotros hoy, no podemos dejar de señalar cómo encaja lo que descubrimos en Cristo y lo que debe ser el contemplativo en el mundo. Nos conformaremos, para ello, con señalar algunos capítulos del libro de los Fundamentos y algún texto especialmente significativo; pero podría leerse todo el libro de los Fundamentos en esta clave porque hay una fuerte coincidencia entre la respuesta que el mundo necesita y lo que el contemplativo secular debe realizar por su ser y su misión. El desarrollo de la materia que tratamos aparece claramente en el apartado «El ser que fundamenta la misión», especialmente en el subapartado C: «Unidos a Cristo mediador». Y, dentro del capítulo «La misión del contemplativo secular», cabría destacar los apartados: «Intercesión», «Martirio» y «Trasparentar a Cristo». Podríamos concretar la coincidencia entre la respuesta de Cristo y el ser-misión del contemplativo en algunas referencias concretas:
- -Lo que nos permite la encarnación del Hijo:
La encarnación del Verbo ha permitido una identificación tal entre Dios y el hombre que, al asumir Dios la vida humana, nos ha hecho partícipes de su misma vida divina. Y lo que constituye el ser del Hijo será ya nuestro ser de hijos-en-el-Hijo; de manera que, al hacernos partícipes de su mismo ser, podemos hacer nuestra su misma forma de glorificar al Padre […] Como consecuencia directa de la encarnación del Verbo, que une para siempre lo humano y lo divino, el contemplativo puede asumir el amor obediencial que lleva al Hijo al sacrificio de su vida para gloria del Padre y salvación de los hombres (Fundamentos)5.
- -Debemos hacer nuestra la vida oculta de Jesús y María:
En este sentido, el llamado a la contemplación percibe una peculiar sintonía con Jesucristo en su vida oculta, descubriendo la luminosidad y grandeza de los valores que él abrazó en esta larga etapa de su historia, que se desarrolló en medio del anonimato, la humildad y el silencio, y que hicieron de su vida y su trabajo escondidos un eficaz instrumento para la salvación de la humanidad. Esto suscita una fuerte necesidad de humildad, anonadamiento y deseo de pasar inadvertido a los ojos del mundo (Fundamentos)6.
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El hecho de tener que vivir en el mundo le facilita extraordinariamente esta identificación y le ayuda a revivir la misma vida de Jesús en él. Así, Nazaret se convierte para el contemplativo secular en la forma de vivir la misma vida del Señor y de identificarse con él; por ello no trata de abrazar una vida de ocultamiento, fracaso, desgaste y humillación por sí misma, sino sólo porque es la vida que abrazó Jesucristo. Y sólo ama la vida oculta como consecuencia directa de su amor al Señor y de la necesidad de vivir, lo más exactamente posible, la vida que vivió él. La vida de Nazaret, con la que se identifica el contemplativo secular, constituye la síntesis más perfecta de la entrega absoluta a Dios y la presencia plena en el mundo (Fundamentos)7.
- -Hemos de proclamar la verdad de forma contemplativa, con valentía y dispuestos a pagar el precio
Antes de llegar a las tareas y quehaceres concretos en los que se desarrolla la misión del contemplativo secular, debemos detenernos en lo esencial de ésta, que consiste fundamentalmente en vivir el amor a Jesucristo y la unión de amor con Dios en la realidad cotidiana, demostrando así que se puede vivir plenamente la vida evangélica en medio del mundo. Esta trasparencia evangélica tiene que empapar todo lo que hace el contemplativo secular, como prueba de que su ministerio es verdadero. De esta forma se convierte, para el mundo, en un elocuente y eficaz testigo de lo invisible. Porque, más allá de la eficacia inmediata y constatable de sus acciones externas, tiene como misión ser testigo del misterio de Dios en medio del mundo, consciente de que la oposición de éste a lo sobrenatural, no sólo no impide su testimonio, sino que le permite darlo más expresivamente (Fundamentos)8.
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En este mundo, oscurecido por tantas mentiras, la verdad de Dios no puede resplandecer a base de palabras; necesita el testimonio incontestable de la entrega de la vida a favor de esa verdad, con independencia de que dicha entrega sea conocida o valorada […] La misión del contemplativo reclama de éste que reconozca la necesidad del martirio ‑incruento, pero no por ello menos doloroso‑ y lo abrace como único modo de unirse de verdad al Crucificado y poder dar «testimonio» veraz de él ante el mundo (Fundamentos)9.
- -Estamos llamados a participar de la Cruz de Cristo:
Del mismo modo que el ejercicio supremo de su mediación lo lleva a cabo el Hijo de Dios por medio de su muerte redentora, el contemplativo participa del ser de Cristo-mediador compartiendo, también con él, el misterio de su Cruz. De hecho, el contemplativo secular vive, en medio del mundo, en permanente y dolorosa tensión entre el Padre y los hermanos, entre la oración y el trabajo, entre esta vida y la eterna, entre las relaciones personales y el silencio. Participa así de la misma realidad que vivió Jesucristo y cuya máxima expresión es la cruz (Fundamentos)10.
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Aceptar ser contemplativo en medio del mundo es un modo extraordinario de abrazar la «locura de la cruz» (cf. 1Co 1,18-25), que consiste en vivir conscientemente y en carne viva la presencia de Dios en medio de un mundo que ignora y rechaza a Dios; en querer vivir apasionadamente el amor y el bien en medio del egoísmo y la violencia, sufriendo misericordiosamente las consecuencias de la fuerte oposición que provoca el enfrentamiento entre unos valores y otros; en apostar la vida por unos valores que no tienen ninguna rentabilidad humana y carecen muchas veces de resultados visibles (Fundamentos, 130)11.
- -Debemos continuar la intercesión de Cristo glorioso:
Éste es el origen de la vocación contemplativa, que hace posible esta unión con Cristo intercesor en el alma y desarrolla en ella la capacidad de participar de la intercesión del Verbo desde el momento de su encarnación, cuando se hace hombre para interceder, como tal, por la salvación del mundo; intercesión que continúa en el cielo después de su ascensión, y que se sigue prolongando en el mundo gracias al ministerio orante de los contemplativos (Fundamentos)12.
Podemos concluir esta mirada a la respuesta que da Jesucristo al mal vista desde la vocación contemplativa en el mundo, recordando que, en el fondo, sólo ha habido un contemplativo en el mundo -que es Jesús-, y que ser contemplativo es seguir sus huellas:
No ha habido nunca más que un solo contemplativo: Jesucristo. Él ha contemplado nuestras tinieblas a la luz de la gloria de Dios, nuestra dureza a la luz de la suavidad de Dios, nuestra miseria a la de la Misericordia… Y ha muerto por ello. Y él nos ha dado en Pentecostés el poder de llegar a ser hijos de Dios, semejantes a él, humanidad para colmo que prolonga su humanidad, plenitud de su Cuerpo místico completando en nuestro cuerpo lo que falta a su Pasión… Por consiguiente, a su contemplación (Molinié)13.
2. La respuesta de los santos
A lo largo de estos temas hemos podido comprobar que la santidad es un elemento fundamental de la respuesta necesaria ante la situación del mundo y de la Iglesia14. No cabe duda de que, en nuestro tiempo, en el que se suman o multiplican las canonizaciones, no falta la santidad en la Iglesia en todos los ámbitos de la vida. Ni siquiera en los campos de concentración o en las situaciones más adversas han faltado santos.
Pero ahora, al terminar esta larga reflexión, nos tenemos que plantear de forma concreta -aunque no podamos resolverlo plenamente- lo que nos preguntábamos en la introducción a estos temas: ¿Cuál es la forma de santidad que da respuesta a la encrucijada histórica en la que nos encontramos? En este tiempo concreto en el que nos ha situado la Providencia, ¿tenemos en los santos recientemente canonizados los modelos claros que nos muestran el camino real de la santidad que necesitamos? ¿Es suficiente con multiplicar canonizaciones de personas que dieron la respuesta adecuada a las situaciones que vivieron? ¿No habría que descubrir y proponer modelos de santidad que sean realmente significativos hoy para la Iglesia y para el mundo?
En cualquier caso, es claro que parte del fracaso de la Iglesia a la hora de dar la respuesta necesaria al problema del mal en la actualidad se debe a la falta de modelos adecuados, y parte importante de esa respuesta consiste en encontrarlos.
La razón de que esta fe parezca superada, ¿depende quizá de la forma como se predicó en la edad moderna la revelación cristiana (sobre la base de una escolástica anquilosada, racionalista) o acaso de la falta de grandes figuras de santos en muchos países? […] ¿En qué dirección habría que mirar para ver el resplandor de una aurora? Allí sin duda, donde en la tradición de la Iglesia se hace visible algo verdaderamente espiritual. Allí donde lo cristiano aparezca no como una doctrina expuesta cansinamente sino como una aventura estimulante. ¿Por qué de repente todo el mundo se fija en el rostro arrugado pero radiante de la albanesa de Calcuta? Lo que hace no es nuevo para los cristianos: Las Casas, Pedro Claver han hecho cosas semejantes. Pero de un golpe el volcán que se creía extinguido ha comenzado de nuevo a despedir fuego. Y nada en esta mujer anciana es progresista, nada tradicionalista. Ella encarna sin cansarse al centro, al Todo. Es comprensible que la generación que viene desconfíe grandemente de la imagen que la Iglesia ofrece comúnmente. Por ello sucumbe el encanto de religiones para jóvenes, que exigen cualquier compromiso estupendo, a menudo incluso absurdo. A pesar de todo hay algunos que buscan, a través de la maleza, penetrar en las auténticas fuentes de lo cristiano. Estos esperan una ayuda. La tarea mayor y más difícil de la Iglesia actual consiste en esto. Una mayoría de las figuras que brillaban antes del Concilio en teología, espiritualidad, pastoral, han desaparecido. La generación media, marcada por las tormentas y la confusión del postconcilio, domina ampliamente el panorama teológico: cátedras, púlpitos, puestos directivos. Los jóvenes que buscan lo auténtico, ¿serán introducidos por esta generación que hoy domina en lo que bulle en su interior? ¿o tendrán que prescindir de ella? De que esto se logre depende en gran medida el que mañana los cristianos recuperen aquellos guías «espirituales» de los que saben cuál debería ser el talante para que se devuelva, a ellos mismos y a toda la Iglesia, su autenticidad. Lo que se requiere es la vigilancia de todos pero más todavía la oración de todos (Balthasar)15.
Y no olvidamos que la solución al problema de los santos que se necesitan ahora no es teórica, sino concreta y personal:
Estamos a la espera de los santos que se atrevan a consagrarse a esta reforma interior. ¿Quiénes serán? ¿Papas como san Gregorio VII o san Pío V? ¿Pobres desconocidos como san Francisco de Asís? ¿Padres y madres de familia como los de santa Teresa de Lisieux? Cada uno de nosotros está llamado a comenzar por él mismo (Sarah)16.
a) Algunos ejemplos de santos que nos interpelan
No nos sentimos capacitados para ofrecer un retrato-robot del santo necesario para ser testigo del Dios vivo en la era post-moderna en la que nos adentramos, pero queremos reflexionar sobre la respuesta que dieron algunos santos significativos que pueden iluminar y alentar la santidad que debemos abrazar como respuesta.
-Santa Teresa de Jesús
Al comienzo de su libro Camino de perfección la santa reformadora da las razones por las que sus monasterios han abrazado tanta austeridad:
Al principio que se comenzó este monasterio a fundar (por las causas que en el libro tengo escrito están dichas, con algunas grandezas del Señor, en que dio a entender se había mucho de servir en esta casa), no era mi intención hubiera tanta aspereza en lo exterior ni que fuese sin renta, antes quisiera hubiera posibilidad para que no faltara nada. En fin, como flaca y ruin; aunque algunos buenos intentos llevaba más que mi regalo.
En este tiempo vinieron a mi noticia los daños de Francia y el estrago que habían hecho estos luteranos y cuánto iba en crecimiento esta desventurada secta. Dime gran fatiga, y como si yo pudiera algo o fuera algo, lloraba con el Señor y le suplicaba remediase tanto mal. Parecíame que mil vidas pusiera yo para remedio de un alma de las muchas que allí se perdían. Y como me vi mujer y ruin e imposibilitada de aprovechar en lo que yo quisiera en el ser servicio del Señor, y toda mi ansia era, y aún es, que pues tiene tantos enemigos y tan pocos amigos, que ésos fuesen buenos, determiné a hacer eso poquito que era en mí, que es seguir los consejos evangélicos con toda la perfección que yo pudiese y procurar que estas poquitas que están aquí hiciesen lo mismo, confiada en la gran bondad de Dios, que nunca falta de ayudar a quien por él se determina a dejarlo todo; y que siendo tales cuales yo las pintaba en mis deseos, entre sus virtudes no tendrían fuerza mis faltas, y podría yo contentar en algo al Señor, y que todas ocupadas en oración por los que son defendedores de la Iglesia y predicadores y letrados que la defienden, ayudásemos en lo que pudiésemos a este Señor mío, que tan apretado le traen a los que ha hecho tanto bien, que parece le querrían tornar ahora a la cruz estos traidores y que no tuviese adonde reclinar la cabeza.
¡Oh Redentor mío, que no puede mi corazón llegar aquí sin fatigarse mucho! ¿Qué es esto ahora de los cristianos? ¿Siempre han de ser los que más os deben los que os fatiguen? ¿A los que mejores obras hacéis, a los que escogéis para vuestros amigos, entre los que andáis y os comunicáis por los sacramentos? ¿No están hartos de los tormentos que por ellos habéis pasado? (Santa Teresa de Jesús)17.
La santa es consciente de la situación que vive la Iglesia debido a al cisma creado por Lutero y se siente fuertemente llamada a dar una respuesta. Es significativo que la preocupación de santa Teresa surge, no de una cuestión estadística eclesial de pérdida de fieles, sino de la sintonía con el sufrimiento del Señor. En ella nace el deseo irreprimible de dar una respuesta y, consciente de su debilidad, decide hacer «lo que estaba en ella» con toda perfección. No sólo una intensa oración por la Iglesia, sino vivir con toda perfección la pobreza, la castidad y la obediencia. No iba a solucionar el problema, pero iba a ayudar al Señor.
No dejan de tener actualidad las últimas frases de la santa de Ávila, que asegura que seguimos siendo los cristianos los que hacemos sufrir al Señor.
El conocimiento de la situación del mundo y de la Iglesia, que a nosotros nos lleva a lamentos y queja, le lleva a ella -y nos debe llevar a nosotros- a unirnos al sufrimiento del Señor y a hacer lo poco que esté en nuestra mano, pero con toda perfección.
-San Francisco de Asís
La vida de san Francisco de Asís está envuelta en cierto aire de leyenda y su imagen está teñida de tonos bucólicos e infantiles. Y, sin embargo, el Poverello es un ejemplo de respuesta concreta a la situación de la Iglesia de su tiempo, aquejada por la incultura del pueblo y del clero y el desgarro de las reformas de cátaros y albigenses, que intentaban construir comunidades de «perfectos» y «puros» al margen de la Iglesia jerárquica y de los sacramentos. Estos movimientos querían reaccionar ante el poder y la riqueza de la Iglesia medieval, pero de forma rupturista e incluso violenta.
Fuera de Francia podían también observarse movimientos análogos en muchos lugares; todo parecía anunciar la inminencia de una crisis. Eran como sacudidas sísmicas, precursoras de una erupción volcánica. Si no se llegó a una explosión de incalculables consecuencias, fue gracias a la aparición de providenciales personalidades que supieron canalizar por vías sanas y conformes a la disciplina eclesiástica el nuevo espíritu que había hecho presa en el pueblo (Hertling)18.
Un aspecto esencial del santo de Asís es su pasión por responder adecuadamente a la voluntad de Dios en lo concreto de la vida. Todo comenzó en cierta ocasión, en el camino de Espoleto, donde el mismo Jesús se le aparece a Francisco y le dice: «¿A dónde vas, Francisco?», a lo que responde disponiéndose a hacer lo que Jesús quiera de él. Este acontecimiento obliga a Francisco a replantearse el sentido de su vida y le mueve a darle un giro definitivo a ésta.
Había depositado en las manos de su Señor un cheque en blanco en la noche de Espoleto: ¿qué quieres que yo haga? Pero el cielo no se había manifestado todavía. Sus horizontes estaban cubiertos de noche. No se vislumbraba ningún derrotero, y Francisco se conformaba con vivir en fidelidad día tras día: dedicaba largas horas al Señor, largas horas a los leprosos, sembraba la paz por todas partes. Siempre permanecía en pie como centinela nocturno esperando órdenes, atisbando novedades (Larrañaga)19.
Posteriormente, ya en su nuevo camino, recibirá una nueva palabra del Señor y, aunque en un principio no sea capaz de interpretarla correctamente, su pasión por cumplir la voluntad de Dios le llevará a descubrir en concreto la voluntad de Dios sobre él, que será su modo de responder a lo que necesita la Iglesia y el mundo en ese momento.
Ante el Cristo de la ermita semiderruida de san Damián Francisco batallará denodadamente en la oración hasta encontrar la respuesta adecuada y concreta a su búsqueda.
Elevados y fijos sus ojos en la majestad del Cristo bizantino, decía así:
-¡Glorioso y gran Dios, mi Señor Jesucristo! Tú que eres la luz del mundo, por caridad, te suplico, en los abismos oscuros de mi espíritu. Dame tres regalos: la fe, firme como una espada; la esperanza, ancha como el mundo; el amor, profundo como el mar. Además, mi querido Señor, te pido un favor más: que todas las mañanas, al rayar el alba, amanezca como un sol ante mi vista tu santísima voluntad para que yo camine siempre a su luz. Y ten piedad de mí, Jesús.
Y de pronto, nadie podría decir cómo o de dónde surgió, se oyó claramente una voz que al parecer procedía del Cristo:
-Francisco, ¿no ves que mi casa amenaza ruina? Corre y trata de repararla (Larrañaga)20.
El Hermano de Asís dedicó grandes esfuerzos a reconstruir aquella ermita. Pero la casa de Dios que tenía que reparar era la Iglesia misma, y debía hacerlo, no recogiendo donativos ni poniendo piedras, sino viviendo el Evangelio con toda radicalidad y sinceridad, sin usarlo como arma arrojadiza contra los demás; dedicándose a la pobreza, a la fraternidad y a la predicación. Su radicalidad evangélica no le puso en contra de la Iglesia, de manera que propuso su proyecto directamente al papa Inocencio III para que le diera su aprobación.
San Francisco de Asís da una respuesta a la situación de la Iglesia viviendo él lo que era necesario poner en la Iglesia, obedeciendo a un papa que no encarnaba la reforma necesaria, y sin crear violencias ni divisiones, a pesar de sufrir incomprensiones de sus familiares, vecinos y hermanos de su orden.
Las reformas que han tenido éxito en la Iglesia son las que se hacen en función de las necesidades concretas de las almas, en una perspectiva pastoral, por vía de santidad. El tipo de semejantes reformas se hallará en la acción de un San Bernardo o bien en la de un San Francisco de Asís. Cuando se comparan las cartas de éste, y, por ejemplo, su Carta a todas las autoridades con el llamamiento de Lutero A la nobleza cristiana de la nación alemana se comprende qué es lo que separa a una reforma por vía de santidad, de una reforma -que es más bien una rebelión y una revolución- por vía de crítica (Congar)21.
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El movimiento heterodoxo [cátaro y valdense] sorprende por su aspecto crítico y negativo: una áspera oposición al clero católico. Por el contrario, es sorprendente que en los escritos y en las palabras, relativamente numerosos, que conservamos de San Francisco, no se halla ninguna crítica de la situación o de los hombres de Iglesia; antes bien, expresan un gran respeto hacia el sacerdocio, los sacramentos, las ceremonias de la Iglesia, respecto a las que parecían retraerse decididamente los «Apostólicos» (Congar)22.
En san Francisco no sólo vemos la santidad como respuesta a la situación en la que vive, sino la forma de santidad adecuada para responder a esa situación.
-San Juan de Mata
Nacido a mediados del siglo XII, el fundador de la Orden de la Santísima Trinidad, nos ofrece un ejemplo de respuesta concreta a la situación en la que se encuentra el mundo y la Iglesia en los que vive. San Juan de Mata supo descubrir las necesidades profundas a las que tenía que dar respuesta y lo hizo con una mirada de fe, con creatividad e implicando su vida.
Juan de Mata fue testigo de las incursiones de los sarracenos, del impacto que supuso la caída de Jerusalén en poder de los musulmanes casi después de un siglo de ocupación cristiana (1187) y del ambiente previo a la tercera cruzada (1189-1193). Para comprender el impacto de la pérdida de la ciudad santa puede ayudarnos la descripción que hace de la situación de la Iglesia el papa Gregorio VIII:
Conocida la severidad del terrible juicio que ha llevado a cabo la Jerusalén celestial, Nos, al igual que nuestros hermanos, estamos tan confusos por este gran horror, estamos tan afligidos por estos grandes dolores, que no sabemos qué hacer, a no ser lo que el salmista deplora y dice: «Oh Dios, han invadido tu heredad los gentiles, han profanado tu templo santo, han dejado en ruinas Jerusalén, entregaron los cuerpos de sus santos a las bestias de la tierra, como alimentos a las aves del cielo»23.
Cabe reseñar la lectura que la Iglesia de ese tiempo hacía de este acontecimiento, a través del Papa, lectura que, sin duda, influyó en nuestro santo:
De aquí que todos debemos pensar e incluso hacer que, corrigiendo nuestros pecados con el castigo voluntario, nos convirtamos al Señor nuestro Dios, por la penitencia y las obras de caridad, y que corrijamos, primero en nosotros, el mal que hemos hecho24.
No cabe duda de que la caída de Jerusalén y el intento de recuperación de los santos lugares «en tiempos de Juan de Provenza e Inocencio III era el problema fundamental que de diversas formas atraía la atención de la cristiandad»25. Pero no se trataba sólo de la amenaza «militar» que suponía el Islam para la Cristiandad, ni de la pérdida de la ciudad santa, sino de mantener la verdad del núcleo esencial de la fe cristiana, que es la Trinidad. Ciertamente, la doctrina trinitaria estaba clara después de la terrible situación en que había dejado a la Iglesia la herejía arriana y macedoniana, que negaban la divinidad del Hijo y del Espíritu Santo. Los concilios de Nicea (325) y Calcedonia (381) zanjaron definitivamente la cuestión26. Pero en tiempos del maestro Juan de Mata estaba en cuestión el punto esencial de la fe cristiana, que es la Trinidad, junto a los errores y disputas que surgieron a partir las enseñanzas de Abelardo sobre este misterio. Y además aquí se sitúa la causa principal de discrepancia entre la fe cristiana y la musulmana: la fe en un Dios en el que hay tres personas que participan de una única naturaleza divina frente a un Dios rígidamente unipersonal. El Islam, que puede aceptar a Jesús y sus enseñanzas, no puede aceptar su divinidad y considerará a los cristianos simples «politeístas» por su profesión trinitaria. Lo que se juega, pues, frente al Islam es el núcleo de la fe en Dios, con las graves consecuencias que ello tiene.
[El nombre y la actividad de la Orden de la Santísima Trinidad] Responden a unas circunstancias vividas por el Fundador desde su infancia y la actividad que va a desplegar en un medio o mundo antitrinitario. En su Provenza natal, como hemos visto, vivió una espiritualidad trinitaria en forma cúltica y vivencial. Más tarde, durante su estancia en París, primero como estudiante y luego como maestro teólogo, este misterio es estudiado, impugnado, defendido, definido… Su trato con los victorinos le acentuó el amor a este misterio en la liturgia y en las prácticas devocionales. Por su misión, hubo de introducirse en el mundo musulmán, antitrinitario por esencia27.
En el momento de la caída de Jerusalén, Juan de Mata era maestro teólogo desde 1185 en París, que por aquella época era el centro de estudios eclesiásticos más importante de la cristiandad. Pero todavía no había sido ordenado sacerdote ni había ingresado en ninguna orden religiosa. En esa circunstancia tiene que tomar decisiones personales que van a constituir una respuesta concreta y adecuada a la situación que vive.
Entre las dos opciones: incorporarse a la cruzada de 1190, como pedían a los clérigos con sus personas y sus bienes, o abrazar la vida religiosa, opta por este segunda, pensando «en su propia salvación». Parece que él no compartió la idea de conquistar por las armas la Tierra Santa, uniéndose a una protesta incipiente de algunos clérigos que no veían con buenos ojos su participación con las armas en la cruzada28.
Toma una primera opción valiente, que consiste en «servir a Dios» abandonando tanto su posición privilegiada como maestro en teología como la posibilidad de responder con la espada a la situación del mundo y de la Iglesia de su tiempo. Pero no todo está resuelto con ello; aún no sabe en qué orden profesar y ora insistentemente al Señor para que le indique qué «religión» debe abrazar. Mientras tanto, decide ordenarse sacerdote, antes de elegir la orden en que iría a profesar, lo que le iba a permitir comenzar ya a celebrar la misa y el rezo del oficio divino.
En lugar del aula, Juan de Mata busca el claustro monástico; prefiere el coro a la cátedra, la quietud del monasterio al alboroto de las clases; la recitación pausada del salterio a las discusiones, y «compañías más limpias» en vez de colegas disipados29.
Durante su primera misa, junto al obispo de la ciudad y a su maestro en teología, presenta al Señor su necesidad de discernir en qué orden debía ingresar. La respuesta no pudo ser más contundente:
Al levantar los ojos vio la majestad de Dios y a Dios que asía de sus manos a dos hombres, con cadenas en los tobillos, de los que el uno parecía negro y deforme, y el otro pálido y macilento30.
Su deseo de servir al Señor encuentra la respuesta adecuada: fundar una nueva Orden para rescatar a los cautivos por el Islam, tanto los secuestrados en las incursiones en las costas de Europa, como los apresados en las cruzadas y en las peregrinaciones. Su entrega al Señor para «salvar su alma» y «servirle», le lleva a la renuncia al mundo y a la entrega generosa en la vida religiosa; pero no va a apartarle de las necesidades de su tiempo; y, aunque renuncie a las armas en la lucha contra el Islam, va a acudir a la primera línea de combate para rescatar cautivos, movido por la caridad y por una mirada profunda que descubre el peligro mayor de los cautivos: la apostasía. Cuando por primera vez entra en las mazmorras donde están los cautivos les anuncia: «Soy el hermano Juan. Vengo a sacaros de las prisiones. Vengo por vosotros, para que la fe que habéis prometido… no se pierda». Aquí está la clave de su misión: no sólo quiere liberarlos de la dura cautividad, sino, principalmente, quiere salvar lo más importante de aquellos cruzados, peregrinos y miembros de la Cristiandad: su fe.
Pero no era únicamente el mal físico el que le preocupaba. Había ido allí llevado por otros criterios que para él eran los básicos. «Muchos y mayores y más grandes de llorar son las miserias del alma que padecen los cautivos». «Lo que más le aflige es verlos enlazados en tan fuertes nudos de los nervios de Leviatán, que, si no es con el martirio, dificultosísimo acto para pechos tan flacos, es dificultoso vivir en estado de gracia, si no se les trae a tierra de cristianos»31.
Juan de Mata funda una orden religiosa, vive a fondo la vida religiosa, busca la aprobación del papa, recoge donativos, viaja a tierra de musulmanes, funda monasterios con «hospitales» para atender a los pobres y a los cautivos rescatados…, todo ello para servir a Dios y salvar la fe de los defensores de la fe.
Y lo hace abiertamente, sin esconder lo que es: en su hábito hay una gran cruz roja y azul que lo identifica como cristiano y religioso cuando va a negociar la libertad de los cautivos; la orden que funda manifiesta no sólo lo fundamental de la fe cristiana, sino que proclama la verdad que en ese momento es especialmente necesario anunciar, y por eso la llama, Orden de la Santísima Trinidad.
Juan de Mata, maestro teólogo, no ignoraba que los almohades confesaban como su verdad capital la unicidad de Dios y rechazaban la Trinidad de la fe cristiana. Y como aquellos querían afirmar su fe hasta con el nombre de «unitarios», de la misma forma Juan quería hacer otro tanto con su Orden llamando a los hermanos «trinitarios»32.
Sin duda, nuestras circunstancias históricas son muy diferentes y nuestra respuesta no puede consistir en «copiar» la suya. Pero resulta luminoso y alentador descubrir cómo, ante los graves problemas, los santos se plantean la responsabilidad que tienen en la situación en la que se encuentran. En este caso, Juan de Mata, es consciente de que son los pecados de la Cristiandad los que la han llevado a esta situación, por eso experimenta la necesidad de conversión y entrega a Dios. Y para ello se entrega a una oración intensa que le descubra la voluntad divina para poder dar la respuesta adecuada a la necesidad profunda que tienen los cautivos, que es salvar su fe que está en peligro. Aquellos santos de antaño conjugaban perfectamente la renuncia al mundo y a los privilegios en la misma Iglesia con la dedicación plena a Dios y la entrega generosa a los hermanos, inventando soluciones nuevas a los problemas que les planteaba su tiempo. De otra forma, también nosotros tenemos que entregarnos plenamente a Dios, manifestar valientemente lo fundamental de nuestra fe, que se pone en duda, e intentar salvar en los que nos rodean lo que más necesitan: la fe.
-Santa Teresa del Niño Jesús
Esta joven religiosa, que muere el 30 de septiembre de 1897, a los 24 años de edad, entre los muros del carmelo de Lisieux, se convirtió enseguida en «auténtica maestra de la fe y de la vida cristiana»33 por su doctrina de la confianza en la misericordia de Dios y del «caminito» que hace accesible a todos la santidad. La que fue proclamada doctora de la Iglesia a los cien años de su muerte, también había sido declarada por Pío X «la santa más grande de los tiempos modernos». Además de su ejemplo de santidad accesible y confianza en la misericordia de Dios, nos dejó también una respuesta tanto al jansenismo que invadía la Iglesia de su tiempo como a la modernidad que la rodeaba, aunque viviese en el silencio y la clausura del monasterio.
En tiempos de santa Teresa de Lisieux, la espiritualidad jansenista todavía tenía una gran influencia en Francia y en el mismo carmelo en el que ella vivía. Esta espiritualidad subraya la grandeza y la trascendencia de Dios, mientras mantiene un sentido pesimista de la naturaleza humana, caracterizándose por una piedad excesivamente austera y una moral muy rigorista. Presenta a Dios como un juez severo y subraya la necesidad de satisfacer la justicia de Dios, basándose más en el temor que en el amor. El jansenismo sospecha de la comunión frecuente y considera el purgatorio, en el mejor de los casos, como algo inevitable. Subraya la predestinación, mientras limita enormemente el papel de la libertad humana, promoviendo una suerte de elitismo espiritual no exento de orgullo. En consecuencia, provoca una vivencia religiosa triste, paralizante y un tanto desesperanzada.
La espiritualidad del siglo XIX, continuadora de una tradición que se remonta al menos al siglo XVII y a la influencia del jansenismo, tenía un agudo sentido de la trascendencia de Dios y de las exigencias implacables de la justicia: según el cura de Ars, los mismos santos no eran fácilmente dispensados del purgatorio […] La familia Martin vivió en ese ambiente, mientras que su confianza, sin embargo, huía de las rigideces y estrecheces de un jansenismo del que la hermana de la señora Martin (la «santa niña») tal vez no estaba exenta. Lo cierto es que los esposos Martin conocieron un ambiente doctrinal en el que los derechos de la justicia son afirmados solemnemente, de suerte que Celia, durante su enfermedad, únicamente esperaba pasar «una parte de su purgatorio». Sólo esto permite comprender la extremada fuerza y la originalidad de las intuiciones de Teresa: ella no habría permitido a su madre temer el purgatorio. Creo que ésta la habría escuchado con gusto, a diferencia de la madre Febronia, que oponía a esta doctrina una resistencia obstinada… y a la que Teresa vio en el purgatorio, porque no la había creído (Molinie)34.
En este marco podemos comprender la novedad que supone Teresa que, con su vida y su doctrina, da una respuesta adecuada a la doctrina paralizante que imperaba en aquel momento. Ella, sin entrar en polémica con el jansenismo, da un giro a la espiritualidad católica, de manera que conquista realidades que, aunque ahora nos parecen normales, resultaban chocantes entre sus mismas hermanas carmelitas. Profundizando en la vida evangélica, dio la respuesta adecuada al grave problema que suponía para la Iglesia la espiritualidad jansenista35. Veamos algunos ejemplos en sus escritos:
Pensaba en las almas que se ofrecen como víctimas a la justicia de Dios para desviar y atraer sobre sí mismas los castigos reservados a los culpables. Esta ofrenda me parecía grande y generosa, pero yo estaba lejos de sentirme inclinada a hacerla. «Dios mío, exclamé desde el fondo de mi corazón, ¿sólo tu justicia aceptará almas que se inmolen como víctimas…? ¿No tendrá también necesidad de ellas tu amor misericordioso…? En todas partes es desconocido y rechazado. Los corazones a los que tú deseas prodigárselo se vuelven hacia las criaturas, mendigándoles a ellas con su miserable afecto la felicidad, en vez de arrojarse en tus brazos y aceptar tu amor infinito… ¡Oh, Dios mío!, tu amor despreciado ¿tendrá que quedarse encerrado en tu corazón? Creo que si encontraras almas que se ofreciesen como víctimas de holocausto a tu amor, las consumirías rápidamente. Creo que te sentirías feliz si no tuvieses que reprimir las oleadas de infinita ternura que hay en ti… Si a tu justicia, que sólo se extiende a la tierra, le gusta descargarse, ¡cuánto más deseará abrasar a las almas tu amor misericordioso, pues tu misericordia se eleva hasta el cielo…! «¡Jesús mío!, que sea yo esa víctima dichosa. ¡Consume tu holocausto con el fuego de tu divino amor…!»36.
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No comprendo, hermano, cómo puede usted dudar de su entrada inmediata en el cielo si los infieles le quitasen la vida. Yo sé que hay que estar muy puros para comparecer ante el Dios de toda santidad, pero sé también que el Señor es infinitamente justo. Y esta justicia, que asusta a tantas almas, es precisamente lo que constituye el motivo de mi alegría y de mi confianza. Ser justo no es sólo ejercer la severidad para castigar a los culpables, es también reconocer las intenciones rectas y recompensar la virtud. Yo espero tanto de la justicia de Dios como de su misericordia. Precisamente porque es justo, «es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia. Pues él conoce nuestra masa, se acuerda de que somos barro. Como un padre siente ternura por sus hijos, siente el Señor ternura por sus fieles…». Al escuchar, hermano, estas hermosas y consoladoras palabras del profeta rey, ¿cómo dudar de que Dios pueda abrir las puertas de su reino a esos hijos suyos que lo han amado hasta sacrificarlo todo por él, que no sólo han dejado su familia y su patria para darle a conocer y hacerlo amar, sino que incluso desean entregar su vida por el que aman…? ¡Jesús tenía mucha razón cuando decía que no hay amor más grande que ése!
¿Cómo, pues, se va a dejar vencer él en generosidad? ¿Cómo va a purificar en las llamas del purgatorio a unas almas que viven consumidas por el fuego del amor divino? Es cierto que ninguna vida humana está exenta de faltas, que sólo la Virgen Inmaculada se presenta absolutamente pura delante de la Majestad divina. ¡Y qué alegría pensar que esta Virgen es nuestra Madre! Puesto que ella nos ama y conoce nuestra debilidad, ¿qué podemos temer?37.
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Te suplico que hagas descender tu mirada divina sobre un gran número de almas pequeñas… ¡Te suplico que escojas una legión de pequeñas víctimas dignas de tu AMOR…!38.
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Sí, estoy segura de que, aunque tuviera sobre la conciencia todos los pecados que pueden cometerse, iría, con el corazón roto de arrepentimiento, a echarme en brazos de Jesús, pues sé cómo ama al hijo pródigo que vuelve a él39.
Pero la «insignificante» sor Teresa del Niño Jesús, como ella firma el Manuscrito B, no sólo ofrece una respuesta a la situación de la Iglesia, sino también a la situación de la modernidad, que ya empieza a manifestarse con sus más crudas consecuencias. Cuando muere Teresa, a punto de iniciar el siglo XX, Feuerbach ya había proclamado que para revelar al hombre su esencia y darle la fe en sí mismo era necesario derribar a Dios de la conciencia cristiana y no había que buscar ya nada en el más allá; Nietzsche ya había defendido que la religión envilece al hombre porque es un caso de alteración de la personalidad, por lo que es necesario matar a Dios; Comte había profetizado que antes del año 1860 predicaría el positivismo en Notre-Dame como la única religión verdadera y completa, una religión que sustituiría a Dios por la Humanidad; y Marx había propuesto ir más allá de un ateísmo teórico y pasar a la lucha contra la religión y contra el mundo que tiene en la religión su aroma espiritual40.
Ciertamente, nuestra carmelita no había leído a estos autores, ni pretendía oponerse a ellos; pero tampoco era ajena a la realidad del ateísmo del tiempo en que vivía, aunque le costara comprenderlo:
Yo gozaba por entonces de una fe tan viva y tan clara, que el pensamiento del cielo constituía toda mi felicidad. No me cabía en la cabeza que hubiese incrédulos que no tuviesen fe. Me parecía que hablaban por hablar cuando negaban la existencia del cielo, de ese hermoso cielo donde el mismo Dios quería ser su eterna recompensa. Durante los días tan gozosos del tiempo pascual, Jesús me hizo conocer por experiencia que realmente hay almas que no tienen fe, y otras que, por abusar de la gracia, pierden ese precioso tesoro, fuente de las única alegrías puras y verdaderas41.
La respuesta de santa Teresa del Niño Jesús no es teórica, sino real: participa de la oscuridad de los «pobres pecadores», que son los ateos, experimentando con fuerza en su interior el mensaje de la increencia propio de su tiempo.
Permitió que mi alma se viese invadida por las más densas tinieblas, y que el pensamiento del cielo, tan dulce para mí, sólo fuese en adelante motivo de lucha y de tormento…42
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Me parece que las tinieblas, adoptando la voz de los pecadores, me dicen burlándose de mí: «Sueñas con la luz, con una patria aromada con los más suaves perfumes; sueñas con la posesión eterna del Creador de todas esas maravillas; crees que un día saldrás de las nieblas que te rodean. ¡Adelante, adelante! Alégrate de la muerte, que te dará, no lo que tú esperas, sino una noche más profunda todavía, la noche de la nada»43.
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En efecto, si usted juzga por los sentimientos que expreso en las humildes poesías que he compuesto durante este año, debo de parecerle un alma llena de consuelos, para quien casi se ha rasgado ya el velo de la fe. Y sin embargo, no es ya un velo para mí, es un muro que se alza hasta los cielos y que cubre el firmamento estrellado…44
Pero no estamos ante una simple tentación contra la fe, ni ante la noche oscura del alma45, sino ante la verdadera respuesta al drama del humanismo ateo. Teresa acepta padecer el terrible sufrimiento que comporta la oscuridad propia de los pecadores como una misión y, desde esa oscuridad sin esperanza, da la respuesta que los increyentes deben dar y no pueden: la de la confianza, la fe y el amor. De alguna manera, hace, en nombre de aquellos «pobres pecadores», el «acto de confianza y de ofrenda como víctima a la misericordia», que es propio de su caminito y que deberían hacer y no pueden. Ofrece, así pues, la respuesta de la verdadera intercesión.
Pero tu hija, Señor, ha comprendido tu divina luz y te pide perdón para sus hermanos. Acepta comer el pan del dolor todo el tiempo que tú quieras, y no quiere levantarse de esta mesa repleta de amargura, donde comen los pobres pecadores, hasta que llegue el día que tú tienes señalado… ¿Y no podrá también decir en nombre de ellos, en nombre de sus hermanos: Ten compasión de nosotros, Señor, porque somos pecadores…? ¡Haz, Señor, que volvamos justificados…! Que todos los que no viven iluminados por la antorcha luminosa de la fe la vean, por fin, brillar… ¡Oh, Jesús!, si es necesario que un alma que te ama purifique la mesa que ellos han manchado, yo acepto comer sola en ella el pan de la tribulación hasta que tengas a bien introducirme en tu reino luminoso… La única gracia que te pido es la de no ofenderte jamás…46
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Que Jesús me perdone si le he disgustado. Pero él sabe muy bien que, aunque yo no goce de la alegría de la fe, al menos trato de realizar sus obras. Creo que he hecho más actos de fe de un año a esta parte que durante toda mi vida. Cada vez que se presenta el combate, cuando los enemigos vienen a provocarme, me porto valientemente: sabiendo que batirse en duelo es una cobardía, vuelvo la espalda a mis adversarios sin dignarme siquiera mirarlos a la cara, corro hacia mi Jesús y le digo que estoy dispuesta a derramar hasta la última gota de mi sangre por confesar que existe un cielo; le digo que me alegro de no gozar de ese hermoso cielo aquí en la tierra para que él lo abra a los pobres incrédulos por toda la eternidad […] Pero si, por un imposible, ni tú mismo llegases a conocer mi sufrimiento, yo aún me sentiría feliz de padecerlo si con él pudiese impedir o reparar un solo pecado contra la fe…47
De este modo, Teresa da respuesta a la situación concreta de su siglo:
No sabemos cómo salvaba Dios a los bárbaros, en especial antes de su evangelización. No sabemos cómo se desarrollaba en ellos el combate entre el orgullo y la humildad. Su orgullo era tan grosero como su fe: sin decir que no era grave, no alcanzaba sin duda la dimensión espiritual que el desarrollo de la inteligencia y de la cultura permitió que los hombres, a partir del siglo XVIII francés, se opusieran al ofrecimiento de lo divino por la Iglesia, y esto colectivamente. No se trata ya de una barbarización del derecho lo que nos invade, es una apostasía de la cultura en la que estamos inmersos (con o sin barbarie, pero esta nos acecha en todo momento, lo sabemos muy bien).
Sin embargo, es en las tinieblas de la apostasía, y no en las de los tiempos bárbaros, en las que Teresa consintió verse sumergida en el paso al siglo XX. Tinieblas angélicas a fin de cuentas: no se trata del horror, sino de un más allá del horror, el misterio del Mal en su dimensión satánica, infligido a un alma sumergida desde siempre en el presentimiento del Cielo. Y repito que ella lo sabía claramente, sintiendo en los momentos más crueles que tenía que habérselas con el demonio mediante los «razonamientos de los peores materialistas» (Molinié)48.
NOTAS
- Catecismo de la Iglesia Católica, 517: «Toda la vida de Cristo es misterio de Redención. La Redención nos viene ante todo por la sangre de la cruz (cf. Ef 1, 7; Col 1, 13-14; 1 P 1, 18-19), pero este misterio está actuando en toda la vida de Cristo: ya en su Encarnación porque haciéndose pobre nos enriquece con su pobreza (cf. 2 Co 8, 9); en su vida oculta donde repara nuestra insumisión mediante su sometimiento (cf. Lc 2, 51); en su palabra que purifica a sus oyentes (cf. Jn 15,3); en sus curaciones y en sus exorcismos, por las cuales «él tomó nuestras flaquezas y cargó con nuestras enfermedades» (Mt 8, 17; cf. Is 53, 4); en su Resurrección, por medio de la cual nos justifica (cf. Rm 4, 25)».
- Catecismo de la Iglesia Católica, 533: «La vida oculta de Nazaret permite a todos entrar en comunión con Jesús a través de los caminos más ordinarios de la vida humana».
- Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, II. Desde la Entrada en Jerusalén hasta la Resurrección, Madrid 2012 (Encuentro), 218.219.
- San Agustín, Sermón 302, 3.
- Contemplativos en el Mundo, Fundamentos, 120.123. La cursiva es nuestra.
- Contemplativos en el Mundo, Fundamentos, 29.
- Contemplativos en el Mundo, Fundamentos, 208-209.
- Contemplativos en el Mundo, Fundamentos, 166.
- Contemplativos en el Mundo, Fundamentos, 205-207.
- Contemplativos en el Mundo, Fundamentos, 128-129.
- Contemplativos en el Mundo, Fundamentos, 130.
- Contemplativos en el Mundo, Fundamentos, 158.
- Molinié, El coraje de tener miedo, 171.
- Ya Dreher, La opción benedictina, 81, afirmaba que «nuestra propuesta consiste en intentar construir un modo de vida cristiano que sea una isla de santidad y estabilidad en medio de las aguas agitadas de la modernidad líquida». El cardenal Sarah presentaba repetidamente la necesidad de la santidad como única forma de afrontar adecuadamente la situación, p. ej., Sarah, Se hace tarde y anochece, 135: «Yo, por mi parte, creo que son los santos quienes cambian las cosas y hacen que la historia avance. Las instituciones van por detrás: no hacen sino prolongar la acción de los santos». El mismo Molinié llevaba hasta el extremo la necesidad de la santidad afirmando que «debemos aceptar ser místicos, en el sentido verdadero de la palabra» (Molinié, Cartas a sus amigos, 5).
- Balthasar, A los creyentes desconcertados, 12-13.
- Sarah, Se hace tarde y anochece, 136.
- Santa Teresa de Jesús, Camino de perfección, 1,1-3.
- Ludwig Hertling, Historia de la Iglesia, Barcelona 1979 (Herder, 6ª ed. ampliada), 212.
- Ignacio Larrañaga, El hermano de Asís, Madrid 1984 (Paulinas, 8ª ed.). 61.
- Larrañaga, El hermano de Asís, 63.
- Yves M.-J. Congar, Falsas y verdaderas reformas en la Iglesia, Madrid 1953 (Instituto de estudios políticos), 184.
- Congar, Falsas y verdaderas reformas, 407.
- Gregorio VIII, Audita tremendi (29-10-1187), texto citado en Germán Llona Rementería, Fundador y redentor, Juan de Mata, Salamanca 1994 (Secretariado Trinitario), 80-81.
- Gregorio VIII, Audita tremendi, citada en Llona, Fundador y redentor, Juan de Mata, 87.
- Llona, Fundador y redentor, Juan de Mata, 86.
- Para una sencilla introducción en «La revelación de Dios como Trinidad» y «La Santísima Trinidad en la doctrina de la fe» pueden leerse los números 238-256 del Catecismo de la Iglesia Católica.
- Llona, Fundador y redentor, Juan de Mata, 143-144.
- Llona, Fundador y redentor, Juan de Mata, 95.
- Llona, Fundador y redentor, Juan de Mata, 101.
- Les origines, 120, citado en Llona, Fundador y redentor, Juan de Mata, 101. No deja de ser sorprendente y significativo que en la visión de san Juan de Mata, que él mismo mandó reproducir en la fachada de la Casa de la Santísima Trinidad de Roma (Santo Tomás in Formis), el Redentor no libere sólo al cristiano que está cautivo, sino al no-cristiano (musulmán), esclavo de sí mismo (atado a sí mismo), que no conoce aún a Cristo (por lo que no mira al Señor).
- Llona, Fundador y redentor, Juan de Mata, 191, que cita a J. Gracián de la M. de Dios, Tractado de la redempción de captivos, Roma 1597, 18.
- Llona, Fundador y redentor, Juan de Mata, 148. Es significativo que «la primera orden que especifica su nombre con un determinado misterio es el de la Santísima Trinidad» (S. Giner, El problema de la identidad en la historia de la vida religiosa: Confer 16 (1977) 605, citado en Llona, Fundador y redentor, Juan de Mata, 143).
- Juan Pablo II, Carta Apostólica Divini amoris scientia (19 de octubre de 1997), en la que se declara doctora de la Iglesia universal a Santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz.
- Molinie, Lo elijo todo, 3, apartado El noviciado. Introducción (M.-D. Molinié, Je choisis tout. La vie et le message de Thérèse de Lisieux, Chambray-lès-Tours 1992 (CLD), 65-66).
- Cabe reseñar que gran parte del laxismo y de la rebeldía ante Dios de los tiempos modernos son también una reacción a las exageraciones de la espiritualidad jansenista: «Si alguien ha sido asfixiado, del modo que sea, es normal que la liberación en absoluto tenga a sus ojos los colores de la humildad, sino más bien los de la rebeldía. La situación actual es muy compleja porque sucede a una época de jansenismo y puritanismo, herejías contaminadas, incluso ellas, por la fantástica rebelión contra Dios de los tiempos modernos: quiero decir que creyéndose piadosas, estas herejías eran heréticas precisamente porque participaban inconscientemente, por su endurecimiento, de la rebelión metafísica que creían combatir. Al liberarse de estas herejías de un modo explosivo, la generación actual está amenazada con prolongar, menos inconscientemente, la misma rebelión metafísica» (Molinié, Cartas a sus amigos, 16 (M.-D. Molinié, Lettres du Père Molinié à ses amis, 2, 18)).
- Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrito A, 84rº. Cf. también Oración 6. Acto de Ofrenda al Amor Misericordioso: «A fin de vivir en un acto de perfecto amor, yo me ofrezco como víctima de holocausto a tu Amor misericordioso, y te suplico que me consumas sin cesar, haciendo que se desborden sobre mi alma las olas de ternura infinita que se encierran en ti, y que de esa manera llegue yo a ser mártir de tu amor, Dios mío…».
- Santa Teresa del Niño Jesús, Cartas, 226 (9 de mayo de 1897 al padre Rouland).
- Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrito B, 5vº.
- Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrito C, 36vº.
- Para estas afirmaciones puede verse De Lubac, El drama del humanismo ateo, 37.47.51.138.161.43.
- Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrito C, 5rº-5vº.
- Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrito C, 5vº.
- Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrito C, 6vº.
- Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrito C, 7vº.
- «No debemos confundir lo que Teresa llama su gran prueba (que parece una prueba contra la fe), con la prueba de la fe: la prueba de la fe supone una indeterminación y una imperfección de la libertad que todavía no ha elegido plenamente la fidelidad perfecta, pero se encamina con mayor o menor rapidez a ella. El combate sin prueba, incluso en la oscuridad de la fe como le sucede a la Virgen, se sitúa después del matrimonio espiritual, y constituye ya una corona o una recompensa de los que han penado para alcanzar ese estado. Sin duda puede conllevar tentaciones, (terribles en Teresa), pero ese combate no es una prueba de fe: es un combate contra las tentaciones respecto a la fe, contra las tinieblas exteriores que van a perseguir la igualdad de amor. Son el equivalente, en la oscuridad de la fe, del combate de Jesús contra el demonio, en el desierto, en la agonía, en la misma Cruz, y a lo largo de su vida. No nos debe engañar el vocabulario: la gran prueba de Teresa corresponde a la corona del martirio, que san Pablo espera como una recompensa» (Molinié, Lo elijo todo, 6, apartado La gran prueba. El texto (M.-D. Molinié, Je choisis tout, 157-158)).
- Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrito C, 6rº.
- Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrito C, 7rº.
- Molinié, Lo elijo todo, 6, apartado La gran prueba. Introducción (M.-D. Molinié, Je choisis tout, 154-155)).