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Partiendo de esta relación entre dirección espiritual y aspiración a la santidad podemos extraer unas consecuencias importantes para identificar al cristiano que necesita de este instrumento:

En primer lugar podemos afirmar que la dirección espiritual no es necesaria (ni conveniente) para todo el mundo. De hecho, no necesita la dirección espiritual el que no quiere «complicaciones» y se conforma con una vida cristiana común, sin grandes aspiraciones:

No conviene imponer a todos la dirección, o concebirla de un modo uniforme. Algunos corren el riesgo de no encontrar en ella sino complicaciones inútiles. El recuerdo de los mandamientos, la enseñanza recibida con todos, la plegaria común, los consejos del confesor, la fidelidad a los ejercicios fijos bastan para sostener en ellos la vida cristiana. ¿Por qué exigirles un modo de proceder cuya necesidad no sienten? Les será inútil, o al menos prematura (Laplace, La dirección de conciencia, 32).

Sin embargo, la dirección espiritual es prácticamente imprescindible para el que quiere progresar en su vida cristiana y alcanzar la santidad. Además, no se debe ignorar que hay cristianos (en todas las edades y estados de vida) que salen de ese mínimo común y tienen otra meta y otras necesidades más allá de las «comunes»1:

Por lo tanto, para que pueda darse una verdadera dirección espiritual hace falta que la persona que acude al director espiritual tenga un serio propósito de santidad. El que sólo busca un consejo en lo humano, o sólo quiere desahogarse… no debe acudir a la dirección espiritual.

Finalmente hemos de afirmar que el que desea ser contemplativo, tanto en la vida monástica como en la secular, necesita de un director espiritual, puesto que la vocación contemplativa comporta la conciencia del llamamiento personal a la santidad y la decisión de llevar la gracia bautismal hasta las últimas consecuencias.


NOTAS

  1. Cf. Laplace, La dirección de conciencia, 33.