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1. El gemido del Espíritu

El gemido del Espíritu en nuestro mundo

Muchos de quienes aspiramos a la santidad notamos con frecuencia que nos resulta más inalcanzable de lo que debería ser. En el presente retiro trataremos de descubrir algunas de las causas de este problema que genera no pocas inquietudes y frustraciones. Y comenzaremos refiriéndonos a un texto de san Pablo que nos servirá de base para nuestra oración y en el que nos habla de una realidad misteriosa de gran importancia para nuestra vida espiritual:

Hasta hoy toda la creación está gimiendo y sufre dolores de parto. Y no solo eso, sino que también nosotros, que poseemos las primicias del Espíritu, gemimos en nuestro interior, aguardando la adopción filial, la redención de nuestro cuerpo […] Del mismo modo, el Espíritu acude en ayuda de nuestra debilidad, pues nosotros no sabemos pedir como conviene; pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables. Y el que escruta los corazones sabe cuál es el deseo del Espíritu, y que su intercesión por los santos es según Dios (Rm 8,22-23.26-27).

En el corazón de cada ser humano existe -aunque intentemos ignorarlo o ahogarlo- un gemido profundo y sordo que clama por una vida en plenitud, que grita por salir del vacío y del sinsentido en que solemos movernos.

Y también la creación gime por el desorden y destrucción que el pecado del hombre ha introducido en ella, y clama para que la liberación del hombre sea también su liberación:

La creación fue sometida a la frustración, no por su voluntad, sino por aquel que la sometió, con la esperanza de que la creación misma sería liberada de la esclavitud de la corrupción, para entrar en la gloriosa libertad de los hijos de Dios (Rm 8,20-21).

Estos gemidos de la creación y de la humanidad de los que habla el Apóstol resuenan en nuestro mundo, que busca desesperadamente la libertad y el bienestar, pero se encamina al sinsentido y a la autodestrucción porque ha renunciado a la verdad y a la lucha por el bien.

Aunque intentamos ignorar o ahogar este gemido que contiene el anhelo de plenitud de la humanidad, acaba emergiendo cuando se hace el silencio o nos encontramos con el sufrimiento, y aparece abiertamente o incluso toma la forma de un grito de rebeldía contra el mismo Dios. Y el Espíritu Santo, que escruta nuestros corazones, sabe reconocer el verdadero significado de ese gemido, que expresa nuestra radical pobreza y es capaz de conmover el corazón de Dios.

Nosotros, gracias a que tenemos las primicias del Espíritu, podemos reconocer en nuestro corazón tanto el gemido profundo de la humanidad y de la creación como el gemido misterioso del Espíritu que clama por la liberación del hombre. Y en nuestro corazón deben unirse esos gemidos para dirigirlos a Dios, que espera anhelante que lleguen a él para poder derramar su misericordia.

Por esa razón, el Espíritu Santo busca personas en las que pueda sembrar su gemido, y se conviertan en caja de resonancia ‑normalmente dolorosa‑ en la que se modulen y se dirijan a Dios el gemido de los hombres apartados de Dios y el gemido de la creación oprimida por nuestro pecado. Por nuestra parte, lo único que podemos hacer es disponernos a ser llamados, empujados y consagrados por ese impulso del Espíritu hasta que configure nuestra existencia y nos haga capaces de reproducir la imagen de Cristo, que asumió nuestro gemido en Getsemaní («que pase de mi este cáliz»: Mt 26,39) y en la Cruz («tengo sed»: Jn 19,18), y lo convirtió en clamor salvador («pero no se haga como yo quiero, sino como quieres tú»: Mt 26,39; «Padre, a tus manos encomiendo mi espíritu»: Lc 23,46).

Quizá nuestra oración debería consistir, fundamentalmente, en reconocer y acoger en silencio amoroso el gemido del Espíritu, y aceptar ser la caja de resonancia que clama por la Misericordia que desea derramarse en nuestro mundo.

El gemido del Espíritu, impulso a la santidad

El gemido del universo que suspira por la redención y el gemido del Espíritu en nuestro interior son una realidad verdadera y universal que nos empuja hacia Dios y nos mueve a la verdadera santidad, y lo hace como un impulso interior que nos empuja a buscar la plenitud de la salvación como lo único necesario. Lo cual nos plantea necesariamente como tiene que ser nuestra oración para que nos permita escuchar y acoger esos gemidos, sobre todo el del Espíritu, que es el que crea en nuestro interior la verdadera oración.

Tengamos en cuenta que, por fuerte que sea ese gemido del Espíritu que nos mueve a la santidad, lejos de imponerse, reclama nuestra libertad. Y es ahí donde aparece la dificultad: la Misericordia quiere responder a ese gemido, y el Espíritu clama y lo siembra en nuestros corazones, pero de nosotros depende dejarnos mover por este gemido que nos une a Dios o resistirnos a él.

El Espíritu Santo trata de empujarnos así a la santidad. Y tengamos en cuenta que la santidad la decide y la crea Dios, por lo tanto, no es algo que podamos decidir nosotros según nos parezca, sino aquello a lo que nos lleva el gemido del Espíritu, que es quien tiene la iniciativa y el que nos configura con Cristo.

Si miramos a los santos, podemos comprobar que, mientras ellos se dejan desbordar y arrastrar por este gemido, nosotros, aparentemente tan preocupados por la vida espiritual y la santidad, solemos utilizar los medios de que disponemos y las gracias que Dios nos da para ignorar o domesticar este gemido y evitar así que nos lleve demasiado lejos. Por eso no somos santos y por eso acabamos dándole vueltas en nuestro corazón a nuestros propios gemidos humanos, que poco o nada tienen que ver con el gemido del Espíritu y con el anhelo de la humanidad y de la creación. Pero ese gemido sigue vivo en nuestro interior y clama por lo que realmente necesitamos, que es alcanzar la plenitud para la que hemos sido creados y que consiste en la comunión con Dios y nuestra transformación en Cristo. Esto es, en esencia, la santidad. Y el impulso interior que gime porque seamos santos no se dirige a una voluntad heroica que tenga que hacer cosas extraordinarias, sino a nuestro ser, a lo que somos realmente con nuestras limitaciones, invitándonos a ser en la práctica lo que somos en esencia, a vivir según lo que somos realmente.

Antes sí erais tinieblas, pero ahora, sois luz por el Señor. Vivid como hijos de la luz (Ef 5,8-9).

Una y otra vez escuchamos en la Biblia la fuerte llamada a la santidad que Dios dirige a todos: «Sed santos porque yo, el Señor, vuestro Dios, soy santo» (Lv 19,21; cf. Mt 5,48), lo que significa que, como decía santa Teresa de Calcuta: «La santidad no es un lujo para pocos, sino un simple deber para todos».

Por desgracia, la mayoría de los cristianos se conforman con una vida cristiana de mínimos, acomodada al mundo. Algunos pocos dicen aspirar a la santidad, pero la han convertido en un espiritualismo sentimental, en un ritualismo frío o en un compromiso social acorde con los valores de moda en el mundo. Y, sin embargo, existen otros cristianos que han experimentado la gracia de un fuerte impulso de Dios que les hace desear vivir a fondo el seguimiento de Cristo. Pero con frecuencia se sienten atrapados entre el deseo apasionado de alcanzar la santidad y una mediocridad de la que les parece imposible salir.

Para evitar esta frustración deberíamos tener en cuenta que, aunque el camino de la santidad pueda tener aspectos duros, no puede ser complicado, por la sencilla razón de que no se apoya en nuestras capacidades, sino en el don de Dios, que es el que nos transforma en Cristo. Por eso san Pablo, antes de decirnos que hemos sido elegidos para ser santos, nos recuerda que «hemos sido bendecidos en Cristo con toda clase de bendiciones espirituales en los cielos» (Ef 1,3). Y Jesús recalca que la clave para entrar en el reino es hacernos como niños (cf. Mt 18,3), y que lo que es imposible para nosotros -la santidad- es posible para Dios (cf. Mt 19,26).

Entonces, si la santidad es posible para todos, ¿por qué en la práctica nos resulta casi imposible de alcanzar?

2. La decisión de ser santos

Si queremos dejar de mirar la santidad como una meta inalcanzable y cambiar el «me gustaría ser santo» por un decidido «voy a ser santo», debemos identificar los elementos concretos y prácticos que hacen posible la santidad. Y para ello sólo tenemos que mirar a los santos y ver lo que todos ellos tienen en común:

1. Una firme decisión de ser santos, cueste lo que cueste; lo que santa Teresa de Jesús denominaba una «determinada determinación».

2. Una nítida conciencia de la misión a la que Dios les llama.

3. Una decidida voluntad de cumplir esa misión.

4. Un conocimiento claro y una humilde aceptación de su propia pobreza.

Los santos, al igual que nosotros, se encuentran con el hecho de que su pobreza y sus limitaciones hacen prácticamente imposible cumplir la misión que reciben de Dios, a lo que se suman las dificultades ambientales, la poca comprensión de su entorno y la falta de ayuda eficaz para su propósito. Pero nada de esto les impide trabajar por alcanzar la santidad real.

Si he reconocido los rasgos de la santidad concreta a la que Dios me llama y pretendo lograrla de verdad, mi trabajo deberá consistir en mantener esa visión realista de mi pobreza y de mi vocación, y tomar la decisión de responder realmente al llamamiento de Dios a la santidad contando y aprovechando las mismas dificultades ‑interiores y exteriores‑ que inevitablemente aparecen en el camino.

Cómo eludimos la decisión de ser santos

Como hemos visto, lo primero que hace falta para ser santo es quererlo de verdad, y para ello debo reconocer y evitar los sofismas o falsos razonamientos que me llevan a eludir la decisión firme y verdadera de ser santo; especialmente todo lo que me hace creer que la santidad es realmente inalcanzable, y que sólo la pudo alcanzar Jesús, por ser Dios, y unas pocas personas especialmente capacitadas. Incluso, si acepto el llamamiento universal a la santidad, puedo usar mi propia pobreza para justificar que soy la excepción debido a mis especiales limitaciones.

Algunos superan estas justificaciones y quieren ser santos, son capaces de aceptar la llamada personal a la santidad, de reconocer la gracia, de saber cuáles son los pasos que hay que dar…, no niegan nada de todo ello, pero dejan la decisión para más tarde. Se quedan tranquilos porque no niegan nada a Dios y, a la vez, pueden seguir en su comodidad porque no han renunciado a nada.

Otro mecanismo eficaz para evitar la decisión consiste en centrarnos en un problema -real o aparente- que nos parece más urgente que nuestra santidad o nos justifica para no buscarla: «¿Cómo voy a plantearme la santidad si tengo este gran pecado, debo tomar esta importante decisión o tengo que afrontar tal situación extraordinaria?».

También puede aparecer la tentación que lleva a alejarnos de todo lo que nos recuerda que estamos llamados a la santidad: la oración, la Palabra de Dios, la dirección espiritual o el ejemplo de los santos. Hay quien lo hace más drásticamente y lo abandona todo, y quien encuentra modos de orar que impiden escuchar la llamada de Dios, llenándola de palabras o sentimientos, vaciando la mente, o simplemente durmiéndose.

En definitiva, la decisión de ser santos debe partir del firme convencimiento de que la santidad es realmente posible para mí, que debo responder ahora, que no hay circunstancia alguna que me lo impida, y que debo abrazar todo lo que me permita oír esa llamada y seguirla, aunque me incomode.

Una de las mayores diferencias entre los santos y nosotros quizá sea la reacción ante las dificultades: ellos mantienen su decisión de seguir radicalmente a Cristo a pesar de todo y son capaces de aprovechar las mismas dificultades, como una palanca que los impulsa hacia la santidad; nosotros, por el contrario, aprovechamos las dificultades para justificar que no podemos abrazar una meta aparentemente superior a nuestras fuerzas y queremos contar con todo tipo de ayudas que nos permitan evitar esfuerzos o sufrimientos.

Veamos otros dos mecanismos de huida: Ante el ambiente adverso -del mundo o de la misma Iglesia- en el que nos movemos, algunos se sienten dispensados de buscar la santidad verdadera porque no tienen la ayuda necesaria. Otros, por el contrario, se lanzan a una lucha en solitario para defender algún elemento de la vida cristiana -a veces muy secundario-, que reemplaza la lucha por la santidad. Los primeros no aceptan la lucha en solitario por alcanzar la santidad; los otros luchan en solitario, pero por un objetivo diferente a la voluntad de Dios. Ni unos ni otros se interesan por la santidad objetiva, tal como nos la presenta el Evangelio y que Dios tiene reservada para cada uno.

Así pues, el que quiera ser santo de verdad debe, a imitación de los santos, aceptar la soledad y la ausencia de ayuda a la hora de dar el salto de la fe que nos lleva a la entrega; porque si exigimos ayudas o facilidades, haremos imposible el acto de amor en el que se juega todo.

Para animarnos en nuestro camino nos ayudará contemplar la fidelidad de Jesús a su misión, que lleva a cabo sin contar con la comprensión y el apoyo a los que tendría derecho a disponer, tal como vemos, por ejemplo, en la soledad de Getsemaní (Mt 26,36-44) o ante la burla de los judíos y la tentación de demostrar que es el Hijo de Dios bajando de la cruz (Mt 27,39-43).

3. Santidad y libertad

Si por nuestra parte la clave de la santidad es la decisión de ser santos, la libertad es ciertamente la puerta de esa decisión. Necesitamos ser libres, realmente libres, para ser santos. Porque si no somos libres de verdad, no podemos hacer discernimiento, ni conocer la voluntad de Dios, ni amarle a él o al prójimo, ni dar el salto que constituye y expresa la fe verdadera. En consecuencia, la primera gran tarea del que anhela vivir plenamente la vida cristiana consiste en hacerse libre, puesto que, si somos sinceros, debemos partir de la base de que, mientras no se demuestre lo contrario, no somos libres, y por esa razón debemos trabajar denodadamente para serlo.

Verdadera libertad

Cuando hablamos de libertad, hemos de evitar concebirla como liberación de toda influencia para elegir cualquier cosa que nos venga en gana o, incluso, como capacidad de redefinir la realidad a nuestro gusto: la realidad del ser humano, de la sexualidad, de la familia…, y también la realidad de Dios, del Evangelio o de la misma santidad.

La libertad es sencillamente la facultad de obrar el bien. Es la capacidad que nos ha dado Dios para reconocer el bien y realizarlo, de modo que nos lleve a crecer en perfección humana y sobrenatural. Es cierto que la libertad implica la posibilidad de elegir el mal, pero ésa no es su esencia, sino su perversión.

Bien entendida, la libertad no se opone a la dependencia de Dios ni a la verdad o a la gracia que él nos da. Todo lo contrario, la gracia de Dios nos ayuda a ser realmente libres, porque es lo que mejor nos hace capaces de reconocer y elegir el bien. Por eso, si queremos ser realmente libres, necesitamos que el Espíritu Santo nos revele la verdad y que Jesús nos libere; y, por nuestra parte, debemos dejarnos guiar por la acción del Espíritu:

Si permanecéis en mi palabra, seréis de verdad discípulos míos; conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres (Jn 8,31-32).

Si el Hijo os hace libres, seréis realmente libres (Jn 8,36).

Como sois hijos, Dios envió a nuestros corazones el Espíritu de su Hijo, que clama: «¡Abba, Padre!». Así que ya no eres esclavo, sino hijo; y si eres hijo, eres también heredero por voluntad de Dios (Gal 4,6-7).

En consecuencia, no tenemos libertad para redefinir a Cristo, su mensaje y su seguimiento, sino sólo para elegir lo que él -único camino que lleva a la vida (cf. Jn 14,6)- nos ofrece. No somos libres para ser mediocres, sino para amar, y no de cualquier manera, sino radicalmente.

Por lo tanto, el cristiano no ejercita la libertad de manera genérica, lejos de toda influencia, como quien se pone por iniciativa propia ante el Evangelio y decide abrazar sus valores o rechazarlos. La decisión libre de optar por la santidad se realiza ante la atracción que ejerce el Espíritu Santo sobre cada persona y ante las otras atracciones que lo apartan de Dios: carne, mundo y demonio. El Espíritu, que actúa interiormente en el creyente, toma la iniciativa y lo atrae a la comunión de amor con Dios; un Dios que es amor y se nos da real y plenamente. Pero, para que se establezca la comunión a la que nos llama, necesita nuestra respuesta de amor, que sólo puede ser fruto de nuestra libertad.

Gracia y libertad

El misterio de la libertad está directamente emparentado con el misterio de la gracia: nuestra libertad real y concreta consiste en responder a la gracia, en responder a Dios que nos ama primero, lo cual le da a nuestra libertad una inimaginable y dramática profundidad, ya que nos lo jugamos todo en nuestra elección, tanto si ejercemos nuestra libertad eligiendo el bien y aceptando la gracia, como si abusamos de la libertad y nos cerramos a la propuesta del amor de Dios. Si aceptamos entregarnos a la invasión de Dios experimentaremos una maravillosa transformación que nos capacitará para el amor divino; pero si no la aceptamos, esa transformación será imposible.

Pero es necesario que comprendamos el nivel de compromiso que comporta nuestra respuesta: Dios nos lo ha dado todo en Cristo, por eso no podemos corresponderle dándole solamente una parte de lo nuestro (en tiempo, esfuerzo, bienes, salud, afectos…), sino que se merece que se lo demos todo. Debemos entregarnos del todo a Aquel que se nos entrega del todo. No vale darle algo de lo nuestro, ni con ir entregándonos poco a poco, ni siquiera con entregarnos cada vez más, sino que debemos darle lo más nuestro, eso que más nos cuesta, que es nuestra pobreza. Eso es algo quizá pequeño, pero por ser lo más nuestro, entregándoselo a Dios nos entregamos del todo a él. Dios no nos pide nuestras virtudes o méritos, sino nuestra pobreza; pero hemos de reconocerla, aceptarla, amarla y ofrecerla. Ése es el reto del amor que debe asumir nuestra libertad, teniendo en cuenta que Dios no nos va a obligar a hacer nada.

En este punto hemos de tener muy en cuenta la gran diferencia que existe entre la libertad que ofrecen y reclaman de nosotros el mundo y Dios. El mundo trata de condicionarnos con falacias y presiones, forzando nuestra libertad. Dios, por el contrario, nos invita con suavidad y respeto, precisamente porque llama a nuestra libertad y espera nuestra respuesta libre, la única que hace posible la comunión entre personas.

Esto lo vemos claramente en el comportamiento de Jesús, que no sólo actúa con gran libertad, sin dejarse influenciar por nadie, sino que ayuda a que los demás sean plenamente libres. Por eso, cuando la mayoría de sus seguidores lo abandonan tras el discurso del pan de vida y quedan sólo los apóstoles, Jesús no sólo no intenta retener a los que se van, sino que se vuelve a los que se han quedado y les ayuda a actuar con libertad, sin presiones, eliminando incluso las que ellos pudieran sentir provenientes del Maestro: «¿También vosotros queréis marcharos?» (Jn 6,67).

El amor y el acto de libertad

La llamada de Dios a recibir su amor y a responder a él -que es el núcleo de la santidad- es una llamada a nuestra libertad: sin una respuesta libre por nuestra parte no puede haber una verdadera relación de amor con Dios. Eso nos ayuda a entender que, cuando hablamos de santidad, nos situamos en el ámbito del amor y no en el de la perfección moral o material. Por lo tanto, desaparece la excusa de que no podemos alcanzar la santidad porque somos pecadores o imperfectos.

El Señor llama a ser santo al hombre pecador, no al perfecto, como nos demuestra el buen ladrón (Lc 23,39-43), que alcanzó la santidad facilísimamente en un instante, a pesar de ser un notable pecador. Por el contrario, el joven rico (Mc 10,17-22), que era perfecto en el cumplimiento religioso, fue incapaz de dar el salto a la santidad. ¿Cuál es la diferencia esencial que existe entre estos dos hombres? Sencillamente, que uno está dispuesto a centrar su vida en Jesús y el otro no, que uno se dispone a la adoración y el otro se parapeta en sus seguridades, que uno se abre a Dios y el otro se cierra sobre sí mismo, que uno está en la cruz y el otro disfrutando de sus bienes. Y a partir de su decisión se decantan sus vidas de manera decisiva.

Tengamos en cuenta que nuestra entrega al Señor se fundamenta en un acto de libertad, pero quién lo hace no es el santo sino el pecador. Y la fidelidad que exige ese acto no consiste en que ese pecador realice el milagro de convertirse en perfecto e impecable, sino en que se tome en serio el mantenerse permanentemente en la disposición de entregarse completamente al Amor tal como es, ratificando humildemente esa entrega cada vez que se pone de manifiesto su limitación y su pecado. Dios no necesita nuestras «perfecciones», pues las tiene todas, sino nuestro amor, que se muestra en el ofrecimiento de nuestra pobreza.

Es lo que vemos claramente en el interrogatorio al que somete Jesús resucitado a Pedro (Jn 21,15-19), y que tiene como objeto situar al discípulo en la actitud de pobreza, hecha adoración, que le abre a la Misericordia. Con sus tres preguntas, Jesús quiere romper cualquier atisbo de autosuficiencia que pudiera tener su apóstol. Por eso, después de la primera respuesta («¡Por supuesto que te quiero más que los demás!»), Jesús repite la pregunta, como si la contestación de Pedro fuera insuficiente o inválida. Y nuevamente, tras la segunda respuesta («¡Claro que te quiero!»), Jesús vuelve a preguntar por tercera vez, hasta romper la coraza del discípulo, que acaba reconociendo humildemente: «Señor, sabes que soy un pobre pecador, capaz de traicionarte y abandonarte. No puedo presumir de haberte sido fiel; pero tú, que lo sabes todo, sabes que, en el fondo y a pesar de mi miseria, te amo con todas mis fuerzas». Y aquí acaba el escrutinio. Pedro ha encontrado su verdadero sitio y en él encuentra su misión, no la que merece por ser «perfecto», sino la que puede recibir siendo pecador: «Apacienta mis ovejas y sígueme». Y ya todo está ya en paz: Pedro ha hecho el acto de libertad por el que se entrega humildemente a Jesús y éste lo transforma y le da una misión según su voluntad.

El acto de libertad y el salto de la fe

La clave de la santidad está en el punto donde se unen la verdad, la fe y el amor en un acto; un simple acto que es, precisamente, el acto de la más pura libertad. El momento en el que, consciente del amor de Dios y de mi pobreza, de su llamada y de mis ataduras, acepto el riesgo de abandonar las falsas seguridades, me deshago de las ataduras, y me lanzo a los brazos de Dios, abandonándome a su acción transformadora. En ese momento, gracias al ejercicio de la libertad y de la fe, supero el ámbito de los cálculos y las capacidades humanas -que no tienen en cuenta a Dios- y me abro a la acción de Dios, que cuenta con lo humano, pero lo transciende.

Este acto de libertad constituye el impulso del verdadero salto, que es el acto de fe en forma de adoración, por el que nos abandonamos plenamente en Dios asumiendo nuestra pobreza -con nuestras esclavitudes- para ofrecérsela a Dios con todo lo que somos, con el fin de que él la consuma en el fuego de su misericordia y nos transforme en espejos de su gloria e instrumentos de su amor.

Es muy importante que el acto de libertad sea concreto y real, y no se quede en un sentimiento o en una disposición meramente interior. Además, no se trata de un acto cualquiera, sino del que responde a nuestra verdadera pobreza, está movido exclusivamente por el amor más apasionado a Dios y tiene como objeto permitir el salto preciso de la fe al que Dios nos llama.

Esto es, justamente, lo que vemos en las decisiones radicales de la mayoría de los santos, que eligen un acontecimiento significativo para hacer un ejercicio riguroso de libertad por el que toman una decisión drástica que compromete definitivamente su vida y expresa su fe y su amor a Dios de forma clara y fehaciente. Es lo que hace santa Teresa del Niño Jesús en el momento de su conversión en la Navidad de 1886. Es también lo que hizo Abrahán al dejar su casa y ponerse en camino a lo desconocido; y, más adelante, disponiéndose a sacrificar a su hijo (cf. Gn 12,1-4; 22,1-18). Igualmente, María hace este acto cuando abandona su pueblo para atender a Isabel sin hablar con José o con sus padres (Lc 1,39-40).

Se trata siempre de un acto concreto por el que aceptamos la pobreza, la humillación, el llanto o la persecución, según el espíritu de las Bienaventuranzas. Éste es el punto en el que hay que elegir entre Dios y el mundo, entre las Bienaventuranzas y nuestras ataduras; es el momento concreto en el que debemos decidir libremente, el instante clave en el que todo se decanta.

Es el momento donde apostamos por el amor infinito de Dios que da consistencia a todo. Dios respeta absolutamente nuestra libertad, por eso, lejos de presionarnos, espera humildemente a que nos decantemos a favor o en contra de la locura de amor que nos ofrece y espera, sin forzarnos de ningún modo, ni siquiera con la amenaza de la condenación. Y ahí es donde aparece la tentación de la mediocridad, que nos dice que «no pasa nada» si evitamos llevar hasta el final la locura de un amor excesivo o exagerado que, por otra parte, nos va a traer la incomprensión y el desprecio del mundo.

Para entender bien este proceso y crecer en la libertad, deberíamos dedicar tiempo a contemplar a Jesús eligiendo la voluntad del Padre de forma consciente, libre y a veces dolorosa en contra de lo que el mundo comprende o acepta, especialmente en los momentos en los que tiene que ejercitar su libertad llevando su amor hasta el límite: en la encarnación, en su vida oculta, en las tentaciones en el desierto, en Getsemaní y a lo largo de su pasión.

Padre, si es posible que pase de mí este cáliz. Pero no se haga como yo quiero, sino como quieres tú (Mt 26,39).

Jesús tiene que sobreponerse a la angustia y al miedo para ser libre, de la misma forma dolorosa con la que nosotros tenemos que ejercitar nuestra libertad para decir que sí a Dios desde nuestras ataduras.

Mirando al Señor debemos plantearnos si estamos dispuestos a dar ese salto en cada momento de nuestra vida, para demostrar que nuestra fe es verdadera y real. Quizá pueda parecernos evidente que queremos hacer la renuncia que supone dicho salto, pero el mismo interés que manifestamos pidiendo constantemente a Dios que nos libre de las dificultades y del sufrimiento demuestra que, en el fondo, creemos que la fe tiene que servirnos para eludir el sufrimiento porque desdice de la bondad de Dios. El verdadero salto de la fe, impulsado por la libertad, nos lleva a lo contrario: a disponernos a la cruz, a abrazar un sufrimiento que quizá podríamos evitar, porque vemos en él la sombra del Crucificado y porque descubrimos ahí la mejor manera de expresarle a él nuestro amor.

4. Hacernos libres

Como hemos ido viendo, la libertad es clave en el proceso de la santidad, por eso resulta imprescindible que emprendamos la tarea de hacernos libres, descubriendo y practicando aquellos medios concretos que nos van haciendo libres para ser santos:

1. Libertad y verdad

La primera tarea para ser libres consiste en instalarnos en la verdad, partiendo de la verdad de quienes somos realmente y la verdad de quién es Dios, tal como nos lo muestra Jesucristo. Fuera de esos dos aspectos de la verdad no hay libertad ni santidad, sino engaño y esclavitud a la mentira. El que reconoce y acepta su pobreza con sinceridad es libre para ofrecerla a Dios en acto de amor, mientras que el que la esconde o disimula será esclavo de la mentira.

2. Fidelidad en el momento presente

No basta el acto de libertad en el momento clave de la entrega de la pobreza por amor, en el que ejercitamos la suprema libertad en el acto de fe que cambia nuestra vida. Es necesario mantener fielmente la libertad de ese momento repitiéndolo en las pequeñas y grandes decisiones de nuestra vida. Se trata de ejercitar la fidelidad en el amor en el momento presente, el único en el que podemos actuar; sin preocuparnos por el futuro, ni dejarnos paralizar por los errores pasados. Así seremos realmente libres.

3. Aceptar las consecuencias y los medios de nuestra elección libre

La determinación en la libre elección del camino debe ratificarse permanentemente en la libre elección de todos y cada uno de los elementos que conforman ese camino. No basta con elegir un estado de vida, la vocación contemplativa o una renuncia concreta que nos lleva a la santidad. Para que esa elección sea verdadera y plenamente libre hay que elegir también y ratificar cada uno de los medios y las consecuencias de esa elección.

4. Ejercitarnos en la libertad

La libertad se mantiene y desarrolla por medio del ejercicio de la misma libertad; no en el aprendizaje teórico ni en renuncias que, por exigentes que parezcan, no ponen en juego una libertad que sólo puede crecer eligiendo el bien, la verdad, el amor, en contra de las presiones exteriores y los condicionantes interiores.

Además, hemos de tener en cuenta que para que la libertad crezca no basta con ejercitarla en lo que nos resulta fácil o cómodo, sino llevándola hasta el límite, haciendo libre elección de aquello que nos parece -o es- prácticamente imposible.

5. Purificar la intención

Junto con el ejercicio de la libertad misma, es imprescindible cribar los motivos verdaderos de nuestras elecciones, de modo que no nos conformemos con obrar externamente el bien, sino que actuemos con buena intención, realizando lo que se llama «purificar la intención».

6. Libertad y cruz

Para ser realmente libres necesitamos ser despojados de todas las ataduras que nos impiden elegir realmente a Dios. Ese despojo se realiza en nosotros por medio de la cruz. Aunque parezca lo contrario, la cruz es lo que nos hace libres; pero no de cualquier manera, sino de un modo determinado: allí donde nuestras miserias, limitaciones, pecados y condicionantes nos llevan al límite de la esperanza, nos arrebatan las fuerzas y la ilusión, allí mismo es donde podemos abrazar lo que somos y decir «sí» a Dios de verdad, permitiendo que actúe en lo que es más nuestro y realizando el único acto que está a nuestro alcance para lograr la verdadera libertad, que consiste en ofrecerle nuestra miseria.

7. Libertad, cruz y muerte

Este proceso de crecimiento en la libertad, que pasa por la cruz, culmina con la muerte, que es el momento en el que Dios nos llama a entregarnos absolutamente a él. Y cuando se realiza esa entrega por amor, aceptando libremente el sufrimiento en cruz como salto definitivo de la fe, entonces el proceso de libertad, fe y amor, que se va realizando a lo largo de la vida, madura y culmina en la muerte. Por esta razón es tan importante que nos vayamos entrenando para la muerte aceptando los fracasos, enfermedades, limitaciones o pérdidas que nos presenta la vida como unas muertes «parciales» que nos disponen a la última y definitiva muerte con la que culminará nuestra existencia terrena.