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«Si tu ojo es simple, todo tu cuerpo estará luminoso» (2Co 6,1).
1. Lobos y corderos
Vivimos en un mundo extremadamente complicado, en todos los niveles: cultural, social, político, económico e incluso religioso. Nuestra vida discurre en medio de un constante entrecruzado de valores, criterios, intereses y objetivos tan diversos que se confunden en un contexto de relativismo tal que hace que todo sea opinable y tenga la importancia que le queramos adjudicar en función de los intereses que tengamos en un momento u otro.
Probablemente esta mentalidad explique la impresión que tienen muchos cristianos de que la vida evangélica, el discernimiento o la santidad son muy «difíciles». Y probablemente sean incluso imposibles de alcanzar, porque las cosas de Dios son muy simples y nosotros demasiado complicados. Y mientras proyectemos sobre Dios nuestras complicaciones no saldremos del problema que supone caminar por una senda paralela a la de la gracia.
Sin embargo, nuestro mundo valora la sencillez, al menos teóricamente, quizá porque carece de ella y la echa de menos. Y para conseguirla, aunque sólo sea de vez en cuando, sólo puede recurrir a falsificar las apariencias, negando u ocultando los conflictos y problemas. Nos sucede algo semejante a lo que narra Juan Antonio Vallejo-Nájera que vivió en un viaje a Japón, cuando acudió, con un amigo suyo, a casa de una experta en caligrafía, que le fue presentada como una mujer de gran delicadeza y refinamiento. Su casa, humilde y muy pobre, era una maravilla de perfección y sencillez. Muy pocos elementos decorativos y la simplicidad en los materiales hacían de la estancia y de su dueña un prototipo de perfección casi espiritual. Al hacerse de noche se hizo necesario buscar una luz y la anfitriona fue a buscar una lámpara que tenía en un armario, de puertas correderas, sobrio y elegante. Y al separar las puertas saltaron, a presión, un flexo colorado, una muñeca de peluche, un almohadón de colorines, un transistor, un teléfono, etc. Se había roto el encanto. La perfección humana no dejaba de necesitar una trastienda para ocultar la inevitable imperfección1. Ésa es, quizá, nuestra sencillez: hacemos un ejercicio de sencillez, pero arrinconando la complicación que llevamos puesta. O creemos ser sencillos porque nos olvidamos de complicaciones y problemas mirando para otro lado, pero los vamos acumulando y al final salen todos juntos. También nuestra vida espiritual necesita un trastero para ocultar el lío en que nos movemos.
Este retiro debería ayudarnos a descubrir lo importante que es la simplicidad y aspirar a ella. Y para eso debemos comparar nuestras complicaciones con la simplicidad de Jesús o de los santos. Podemos contemplar la simplicidad de las respuestas de Jesús a las falacias del diablo en el desierto (Mt 4,1-11). Y también podemos comparar nuestra vida actual con el estilo propio de Cristo. Y lo mismo podemos hacer con los ejemplos que nos ofrecen san Francisco de Asís, san Juan de la Cruz, santa Teresa del Niño Jesús, santa Juana Jugan, san Carlos de Foucauld… Todos ellos responden evangélicamente a situaciones complicadas de manera sorprendentemente simple. Su sistema es tan sencillo como renunciar a implicar a Dios en sus enredos para implicarse ellos en la simplicidad de Dios. A diferencia de los santos, cuando nos enfrentamos a un problema que es complicado y queremos vivirlo evangélicamente, lo que hacemos es acudir a Dios y le endosamos a él la complicación del asunto, pidiéndole una solución.
La contemplación debe servir para tener en cuenta que ese problema que yo veo complicado, Dios también lo ve, pero en simplicidad. A la hora de plantearle el problema a él, en vez de intentar que lo vea como lo veo yo y lo resuelva desde mi perspectiva tan complicada, ¿por qué no busco la mirada del Señor para ver el mismo problema con otros ojos? Como veremos, la simplicidad evangélica es una cuestión de mirada. Y el fruto de esa mirada es la paz permanente, la alegría invencible y el gran fruto sobrenatural de su vida. El que ve las cosas con los ojos de Dios no pierde la paz ni la alegría ante los problemas y, aunque no se resuelvan a gusto de todos, su vida tiene sentido y da verdadero fruto. Es muy distinto vivir para resolver los problemas que vivir para responder a Dios en medio de esos problemas, cooperando a la salvación del mundo. En ese sentido, la santidad es muy fácil. Si ser santo consistiera en resolver los problemas a gusto de todos resultaría muy complicado, por no decir imposible. Y mientras intente eso me agobiaré y deprimiré. Pero si miro esa realidad -sin ocultar nada- desde Dios, todo se simplifica, la santidad es posible y recupero la paz y la alegría.
El presente retiro espiritual debería darle un fuerte impulso a nuestra identificación con la simplicidad de Cristo para avanzar en el camino de la santidad. Debemos dejar de intentar convencer a Dios de que tiene que mirar las cosas como las vemos nosotros y resolver lo que a nosotros nos interesa. Eso nunca va a funcionar. Tenemos que adquirir la mirada de Dios para ver qué es lo importante, qué se necesita y, sobre todo, qué nos pide Dios, que no tiene nada que ver con nuestros planteamientos y siempre es posible.
Esto es una apuesta de radicalidad, no una táctica: exige deshacerse de todo, por eso tiene que ver con la pobreza, el espíritu de infancia y la vida contemplativa. Y todo ello para avanzar por el camino de la santidad. Y para ello hemos de contemplar el corazón de Cristo, con el fin de enamorarnos de él y de sus actitudes. Ésa es la finalidad de la oración y no para darle vueltas a nuestros problemas. De ese amor tiene que surgir espontáneamente el deseo de hacer nuestra la simplicidad de Dios, y, para lograrlo, hemos de pedirla, desearla y disponemos a acogerla, como don suyo, hasta hacerla plenamente nuestra. En eso consiste el discernimiento y la dirección espiritual: no en endosar nuestros problemas al director espiritual y desahogarnos, sino en pedir ayuda para mirarlos con los ojos de Dios y encontrar su voluntad de Dios, que es simple, en medio de esos problemas. Se trata, sencillamente, de recuperar la mirada que hemos perdido ante la complicación de la vida.
Y en el marco de esa contemplación del Señor podemos escuchar su mandato: «Sed sencillos como palomas» (Mt 10,16). No basta con un acto de sencillez ni con una pose, es todo un estilo de vida, el propio de Jesús y de los santos. Pero, lo primero que hemos de tener en cuenta, es que la simplicidad evangélica no la construimos nosotros con nuestros criterios y nuestras tácticas humanas. Con esto sólo podemos conseguir una falsa apariencia de sencillez o un simplismo cómodo y egoísta, que le quita importancia a los problemas cuando no le afectan a uno. El mismo Jesús nos pide que los evitemos al decirnos que seamos sagaces a la vez que simples, porque es consciente de que, al igual que él, hemos de vivir la simplicidad en un mundo de complicaciones y lobos: «Mirad que yo os envío como ovejas entre lobos; por eso, sed sagaces como serpientes y sencillos como palomas» (Mt 10,16). La simplicidad evangélica no es la propia del simplón o la del superficial, que no entienden el verdadero valor de las cosas o no les dan importancia. Tampoco basta con poner orden en nuestra complicada vida, cambiando las cosas de sitio para organizarnos mejor. Ni siquiera es suficiente la solución fácil de limitarnos a trabajar sólo lo que podemos controlar, para evitarnos líos. Aunque todo esto pueda llevarnos a una apariencia de simplificación, en el fondo siguen existiendo multitud de complicaciones que nos condicionan completamente.
Ése es el riesgo permanente y nuestra tentación: sustituir la simplicidad evangélica por un sucedáneo. Podemos conseguir con cierta facilidad determinados ámbitos o momentos de sencillez y de simplicidad en nuestra vida exterior e interior. Quizá logramos con esfuerzo eliminar los ruidos cuando vamos a orar o suprimir las interferencias que causa nuestro amor propio en la relación con los demás. Pero si observamos más atentamente, podemos descubrir que también tenemos un armario lleno de cachivaches, en el que se amontonan, a presión, miedos, deseos, apegos, orgullos…, que no tienen nada que ver con la sencillez austera en la que Dios puede habitar y actuar. Y en el momento más inoportuno todo eso sale y rompe el silencio interior, hace que volvamos la atención sobre nosotros mismos y nos saca de la comunión sencilla y amorosa con Dios.
La Sagrada Escritura condena las formas de simplismo humano y las opone a la sabiduría. Por ejemplo, el libro de Job pone en paralelo al simple -en este sentido negativo- y al necio, y señala que su simpleza lo hace vulnerable a las pasiones: «El necio es víctima del despecho, y al simple lo mata la pasión» (Job 5,2)2.
Sin embargo, ser simple en sentido bíblico tiene un significado cercano a la rectitud y a la integridad que caracterizan al justo, al santo:
Ser perfecto es, en el estilo bíblico, caminar por el sendero que lleva a Dios, es decir, en primer lugar, haber elegido a Dios por heredad, no estando apegado con el espíritu y el corazón a cosa distinta de Él; y, por tanto, ser simple, por oposición a los hombres dobles, con el corazón partido; es aún más, no tener otra preocupación que practicar la voluntad de Dios y observar integralmente sus preceptos, y así ser justo; es por consiguiente vivir en la sinceridad y en la verdad absoluta3.
La sencillez evangélica tiene un sentido positivo, y consiste fundamentalmente en ponerlo todo conscientemente en relación con el valor supremo, que es Dios, lo que automáticamente sitúa cada cosa en su sitio, elimina lo superfluo y unifica todo el ser. Pero para que Dios pueda llevar a cabo esa tarea armonizadora debe contar por nuestra parte con un serio trabajo de simplificación de la intención y de la mirada. Para empezar, es preciso comenzar por simplificar la oración. No podemos ser sencillos evangélicamente si nuestra oración no es simple, liberándola de parloteos inútiles y motivaciones espurias para hacerla verdaderamente contemplativa, tal como nos pide el Señor: «Cuando recéis, no uséis muchas palabras» (Mt 6,7), lo cual irá purificando la intención y simplificando la vida. Pero tengamos cuidado de no confundir la oración simple con la oración vacía, que parece oración de «quietud» pero está centrada en la nada o en nosotros mismos. La simplicidad evangélica no es que no haya nada en ella, sino que está sólo Dios. La verdadera oración no es vacío, sino plenitud: hago vacío de mí mismo para que Dios pueda llenar ese espacio que dejo libre.
Evidentemente se trata de una mentalidad y unas actitudes que poco tienen que ver con nuestras inclinaciones y pasiones naturales, pues está por encima del mero cálculo humano. Hace falta una disposición peculiar para entrar en ese conocimiento, porque es una sabiduría que se recibe por revelación, como dice el mismo Jesús en un diálogo con el Padre:
Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y se las has revelado a los pequeños (Mt 11,25).
La consecuencia de esto es que hemos de ejercitar la capacidad de simplicidad por la vía de la pequeñez y de la humildad.
Para explicar la necesidad de esa simplicidad interior, algunos padres de la Iglesia y místicos comparan a la persona humana con una lira. Cuando la lira está afinada, el músico puede pulsarla con plena libertad: con fuerza o con suavidad, con todo un amplio registro de ritmos y melodías, tristes o alegres, rápidas o lentas. Y el instrumento responde adecuadamente haciendo que surja una bella música. Pero si esa lira esta desafinada, por buena que sea la partitura, por mucha suavidad con que se toque, o hábil que sea el músico, del instrumento no sale más que ruido4.
Lo mismo sucede con nosotros: si estamos divididos interiormente, cada toque de la voluntad de Dios en nosotros crea una discusión interior con nosotros mismos, que lleva a la disonancia propia de la resistencia o de la rebeldía. Si nos preocupamos de nosotros mismos, de nuestros sentimientos, deseos y propósitos es imposible que estemos dócilmente disponibles a la melodía que Dios quiere hacer con nuestra vida, y entonces no podemos ser música que glorifica a Dios. Como dirá santa Isabel de la Trinidad:
Un alma que transige con su yo, que se preocupa de su sensibilidad, que se entretiene en pensamientos inútiles, que se deja dominar por sus deseos, es un alma que dispersa sus fuerzas y no está orientada totalmente hacia Dios. Su lira no vibra al unísono y el divino Maestro, al pulsarla, no puede arrancar de ella armonías divinas. Tiene aún demasiadas tendencias humanas. Es una disonancia5.
¡Qué maravilla, sin embargo, cuando nos desprendemos de nosotros mismos y dejamos a Dios que elija la partitura y el ritmo de nuestra vida! Dios saca de nosotros maravillosas melodías de santidad, de caridad, de alegría, como vemos en los santos6 y como debería ser la vida de cualquier cristiano:
Cualquier cosa que hagáis sea sin protestas ni discusiones, así seréis irreprochables y sencillos, hijos de Dios sin tacha, en medio de una generación perversa y depravada, entre la cual brilláis como lumbreras del mundo (Flp 2,14-15).
2. La mirada simple
La intención simple es aquella que mira sólo a Dios y sabe relacionar todo con él, como expresa magistralmente santa Isabel de la Trinidad. Merece la pena que nos detengamos un poco en ello porque es una de las personas que mejor ha profundizado en la simplicidad espiritual:
«Si tu ojo es puro7, todo tu cuerpo estará iluminado» (Mt 6,22). ¿Qué significa esa mirada simple de que nos habla el divino Maestro? Se trata de «la simplicidad de intención» que unifica todas las fuerzas dispersas del alma y une al mismo espíritu con Dios. La simplicidad da a Dios honor y alabanza. Es ella quien le presenta y ofrece las virtudes. Después, penetrando en sí misma y traspasando su ser, penetrando y traspasando el ser de las criaturas, encuentra a Dios en su profundidad. Ella es el principio y el fin de las virtudes, su esplendor y su gloria.
Llamo intención simple a la que, preocupándose solamente de Dios, le ofrece todas las cosas… Es ella quien pone al hombre en presencia de Dios, le ilumina y fortalece, le despoja y libera ahora y en el día del juicio de todo temor. Es ella el impulso interior y el fundamento de la vida espiritual… Pisotea la naturaleza viciada, da la paz e impone silencio a las preocupaciones superficiales que surgen en nuestro interior. Es ella quien aumentará constantemente nuestra semejanza con Dios. Después, superando toda clase de intermediarios, ella nos sumergirá en la profundidad donde Dios mora y nos dará el reposo del abismo.
La simplicidad de intención nos dará la herencia gloriosa que la eternidad nos ha preparado. Toda la vida de los espíritus, toda su virtud consisten juntamente con su semejanza divina en la simplicidad de intención… Su reposo supremo en la altura de la gloria también se realiza en la simplicidad. Cada espíritu posee, según el grado de su amor, una capacidad más o menos profunda de conocer a Dios dentro de su propia profundidad.
El alma simplificada, elevándose a impulsos de su mirada interior, penetra dentro de sí y contempla en su propio abismo el lugar secreto donde se realiza el toque de la Santísima Trinidad. El alma ha penetrado de esta manera en su profundidad consiguiendo llegar hasta su fundamento que es la puerta del cielo8.
Se trata de una mirada que, mantenida fielmente, nos permite alcanzar la sencillez y la unidad. A través de ella vamos simplificándonos en la medida en que una y otra vez buscamos sólo la voluntad de Dios, y no permitimos que en nuestros propósitos o nuestros actos se mezclen criterios distintos a los de Dios. Es una búsqueda de la voluntad de Dios que elimina de nosotros la lucha estéril contra nuestros propios deseos. La sencilla, como costosa y permanente obediencia a Dios, va eliminando esa terrible guerra interior de la que habla san Pablo:
No entiendo mi comportamiento, pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco […] Y si lo que no deseo es precisamente lo que hago, no soy yo el que lo realiza, sino el pecado que habita en mí (Rm 7,15.20).
La mayoría de las decisiones, por complicadas que parezcan, se resuelven o se simplifican enormemente con sólo plantearnos sencillamente: «¿Qué quiere Dios?». Lo que complica muchos de nuestros discernimientos y los hace irresolubles es que pretendemos que hagan coincidir lo que nosotros deseamos con lo que los demás esperan de nosotros, y que todo ello, además, encaje con Dios; en definitiva, que su voluntad coincida con la nuestra. Por esa razón, en lugar de preguntarnos sobre la voluntad de Dios, nos preguntamos: «¿Qué es lo mejor? ¿Qué tiene más ventajas? ¿Qué esperan de mí los demás?». Y, con frecuencia, intentamos que nuestros actos respondan a varias de esas preguntas a la vez.
Por el contrario, una mirada simple busca sólo la voluntad de Dios, y así elimina los apegos y la necesidad apremiante de alcanzar nuestros propios objetivos, que es lo que crea la distorsión en nuestro interior. San Juan de la Cruz lo expresaba con gran claridad, diciendo: «Si tú empleases el apetito y gozo sólo en amar a Dios, no se te daría nada por eso ni por esotro»9.
Cuando nos acostumbramos a poner nuestra mirada en Dios, lo vemos todo a través de él: los acontecimientos, las personas y a nosotros mismos; y todo lo relacionamos con él. Y no sirve hacer pequeños intentos de mirada simple en la oración o en momentos aislados: el cristiano tiene que mirar con los ojos de Dios permanentemente, cueste lo que cueste. Quizá resulte doloroso vivir así, pero es simple. De ese modo se eliminan las envidias y los celos, porque desde Dios vemos que, en el fondo, todo es un don suyo, no porque sea necesariamente bueno sino porque él está presente en todo, amándonos y dándosenos; y espera que, también en todo nosotros nos entreguemos a él como don de amor. Igualmente, desaparecen también los miedos, porque mirando a Dios comprendemos que él orienta todo lo que sucede para nuestro bien, como dice san Pablo: «A los que aman a Dios todo les sirve para el bien» (Rm 8,28). Cuando buscas sólo a Dios, de verdad, todo se simplifica y todo es bueno. Porque, aunque pases por circunstancias dolorosas u oscuras, todo se orienta hacia el bien porque encaja en los planes de Dios.
Así es como crecemos espiritualmente, sean las que sean las circunstancias en las que nos toca vivir. A veces actuamos como si, resolviendo los problemas que tenemos, creciéramos espiritualmente, y nos pasamos la vida resolviendo problemas, pero sin crecer. Y debe debemos elegir necesariamente entre conseguir objetivos tangibles o ser santos.
Cuando tomamos la opción evangélica todo se ordena; ni siquiera el mal ni el sufrimiento -ni siquiera el pecado- nos perjudica ni nos destruye, porque, a la luz de Dios, podemos comprenderlo como un modo efectivo -aunque doloroso- de conversión y purificación. Es la forma de volver a Dios desde la lejanía en la que nos hemos situado por nuestro pecado: «Soportáis la prueba para vuestra corrección, porque Dios os trata como a hijos, pues ¿qué padre no corrige a sus hijos?» (Heb 12,7); y también es la llamada a la participación en los sufrimientos de Cristo: «Completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo, en favor de su cuerpo que es la Iglesia» (Col 1,24).
Cuando nos ponemos, con sencillez, bajo la mirada del amor de Dios, cuando dejamos de fijarnos en el juicio que hacen de nosotros los demás, o en el que hacemos nosotros mismos, se ilumina interiormente que nuestra verdadera identidad consiste en ser amados; y desaparecen los complejos, la falta de aceptación y la necesidad de ser reconocidos por los demás. Y entonces, vivir no es otra cosa que poner en práctica lo que soy, sin necesidad de inventar nada ni tener que agradar a todos, porque tengo claro lo que soy para Dios, y mi meta es aquello para lo que él me ha creado. Y, aunque seguiré experimentando la presión exterior e interior, en la oración contemplo a Dios y me conozco a mí como soy conocido por él, como decía san Agustín10.
Santa Isabel de la Trinidad, comentando las palabras del Evangelio: «Si tu ojo es simple, todo tu cuerpo estará iluminado» (Mt 6,22), nos enseña que esta simplicidad de intención reúne y unifica nuestras fuerzas, que se encuentran dispersas en servir a muchos señores, y así nos hace fuertes11. La santa carmelita también ve esa simplicidad que unifica y fortalece en las palabras del Salmo 119,109, tal como ella lo leía: «Mi alma está siempre en mis manos»12.
Estas palabras estaban resonando constantemente en el alma de mi Maestro. Por eso era siempre el Apacible y el Fuerte en medio de las tribulaciones. Mi alma está siempre en mis manos. ¿Qué significa esta expresión sino el dominio absoluto de sí mismo en presencia del Rey Pacífico? […] Conservar la fortaleza para Dios es, en mi opinión, conseguir la unidad en todo nuestro ser mediante el silencio interior. Es recoger todas nuestras potencias para emplearlas solamente en el ejercicio del amor. Es tener aquella mirada sencilla (Mt 6,22) que permite a la luz de Dios iluminarnos13.
Un autor de nuestro tiempo también ha aplicado estas palabras del salmo a la unificación que se produce en nosotros cuando nuestra mirada es simple y tenemos la vida en nuestras manos, sin dejar que se disperse. Sin esa unificación no hay entrega posible:
Por medio de la unificación que produce en nosotros la mirada simple nos poseemos verdadera y plenamente para podernos entregar, porque nuestra alma no se halla dispersa en mil tareas o buscando objetivos diversos o contrapuestos. Cuando surge el momento de entregarnos, no se nos pasa la ocasión intentando aplicar nuestra atención distraída o poner en juego una voluntad sin riendas o activando una imaginación que no está acostumbrada a ponerse a servicio de los planes de Dios. Cuando nuestra alma está en nuestras manos no necesitamos tanto tiempo para responder a la llamada de Dios. Y si siempre está en nuestras manos, estamos permanentemente dispuestos a entregarnos. Porque la finalidad de esta simplificación no es el «autocontrol», la perfecta posesión de nosotros mismos, sino la entrega, la unión de nuestro espíritu con el de Dios. La intención simple hace que nuestras fuerzas se concentren en lo fundamental: el amor14.
3. Simplicidad y verdad
La clave de la unidad interior que lleva a la simplicidad está, por tanto, en centrarse plena y conscientemente en Dios. En la medida en que permitimos que las realidades de la vida -por importantes que sean- nos descentren de lo fundamental, aunque sea momentáneamente, caemos en la dispersión que va llevando a un corazón dividido. Y el resultado de esta falta de coherencia entre la centralidad de Dios, en la que creemos, y las realidades que nos absorben es el cansancio y la falta de fruto en nuestra vida.
Por el contrario, el ojo sano, limpio y simple, nos proporciona un corazón unificado, que tiene un único amor, del que brota todo lo que busca y desea, que es una sola cosa: Dios. Para llegar ahí es preciso recorrer el camino de la unificación de todo en Dios: un itinerario espiritual que comporta un serio trabajo ascético de vencimiento para reconocer a Dios en todo, distinguirlo de cualquier realidad que no sea él y centrar la mirada y el corazón, con amor exclusivo, en él. El signo de que se avanza por este camino es la paz sobrenatural y el fruto que produce en uno mismo y en los demás.
Todo esto no puede reducirse a un ejercicio circunstancial realizado en algún momento singular, sino que debe conformar el «tono» habitual de nuestra vida ordinaria, la cual sirve de ejercicio permanente para llevar a cabo el discernimiento indispensable para elegir a Dios como lo «único necesario» en cada momento y vivir con toda intensidad sobrenatural el momento presente.
Marta, Marta, andas inquieta y preocupada con muchas cosas; solo una es necesaria. María, pues, ha escogido la parte mejor, y no le será quitada (Lc 10,41-42).
Esto no es un aspecto tangencial de la espiritualidad cristiana, sino un importante elemento de la misma. Así lo pone de manifiesto, por ejemplo, santo Tomás de Aquino explicando la profunda relación que existe entre la simplicidad y la verdad, hasta el punto de llegar a identificarse.
La sencillez, como su nombre indica, es lo opuesto a la doblez, que consiste en pensar una cosa y decir otra. Por tanto, la simplicidad pertenece a la virtud de la veracidad. Y rectifica la intención no directamente, pues esto es propio de toda virtud, sino excluyendo la doblez por desacuerdo entre lo que se intenta y lo que se manifiesta15.
La virtud de la simplicidad y la de la verdad son en realidad lo mismo y difieren únicamente con distinción de razón, pues se llama en un caso verdad por la concordancia de los signos con lo significado, y en otro simplicidad, porque no se propone objetivos diversos, a saber: pretender interiormente una cosa y manifestar externamente otra distinta16.
Si somos capaces de aplicar la verdad a los acontecimientos que nos suceden y a nuestra propia vida interior todo se simplificará inmediatamente. El demonio, padre de la mentira, lo sabe muy bien y lo complica todo enredando verdad y mentira para sacar partido de la confusión y la complicación, que van de la mano.
Ahora bien, para alcanzar la simplicidad hay que ir más allá de la mera veracidad, que evita los engaños y las mentiras. Santo Tomás habla de la «verdad de la vida», distinta a la verdad que consiste en declarar las cosas como son. La vida es verdadera cuando se adecua a su auténtico ser, a lo que Dios tiene pensado para el ser humano y para cada persona. Podemos decir que tenemos una vida «verdadera» en la medida en que es conforme al plan de Dios. Y esta verdad de la vida es equivalente a la simplicidad del corazón. El hombre simple (sencillo, recto e íntegro) primero es lo que tiene que ser y después manifiesta sin engaño lo que es.
Comentando el texto de 2Co 1,12, santo Tomás identifica la rectitud de la conciencia con la simplicidad del corazón: «El motivo de nuestro orgullo es el testimonio de nuestra conciencia: ella nos asegura que procedemos con todo el mundo, y sobre todo con vosotros, con la sinceridad [simplicidad]17 y honradez de Dios, y no por sabiduría carnal, sino por gracia de Dios». Vemos que la simplicidad consiste, al mismo tiempo, en mantener la intención dirigida a Dios con rectitud y realizando, de hecho, lo que en sí es bueno, la sinceridad de la actuación. Todo ello se opone a la sabiduría de la carne, que es lo contrario a la simplicidad18.
Recordemos, en este sentido, que san Pablo recomienda a los siervos la simplicidad del corazón en el servicio a sus señores; una simplicidad que se consigue mirando a Cristo y cumpliendo la voluntad de Dios, y se manifiesta en las obras:
Esclavos, obedeced a vuestros amos de la tierra con respeto y temor, con la sencillez de vuestro corazón, como a Cristo. No por las apariencias, para quedar bien ante los hombres, sino como esclavos de Cristo que hacen, de corazón, lo que Dios quiere, de buena gana, como quien sirve al Señor y no a hombres (Ef 6,5-7).
Así pues, en el caso de los esclavos, la simplicidad de corazón consiste en que no actúen de cara a sus señores, para agradarles con las apariencias, sino como siervos de Cristo, lo que demuestran haciendo la voluntad de Dios. Por eso puede decirnos a todos: «Lo que hacéis, hacedlo con toda el alma, como para servir al Señor, y no a los hombres» (Col 3,23). De este modo, según santo Tomás, la simplicidad aúna la verdad del corazón y la verdad de las obras, de modo que la simplicidad lleva a obedecer la voluntad de Dios con intención recta19.
Comentando la carta a los Filipenses, santo Tomás nos da la razón final de la simplicidad del cristiano, que es que somos hijos de Dios y tenemos que parecernos a él en todo también en su simplicidad: «Cualquier cosa que hagáis sea sin protestas ni discusiones, así seréis irreprochables y sencillos, hijos de Dios sin tacha» (Flp 2,14-15). Esto sólo lo ordena lograr dirigiendo nuestra mirada permanentemente a Dios y manteniendo la intención unificada en el Uno20.
En consecuencia, para ser simples es necesario actuar con rectitud de intención, de modo que lo que realmente queramos y busquemos sea cumplir la voluntad de Dios, dirigiendo conscientemente toda nuestra vida a Dios, y evitando que se nos cuelen otros intereses. Por eso es muy importante que nos esforcemos en «purificar la intención».
4. El camino de la simplificación
Existen tres referencias del Señor en el Evangelio que nos ayudan a entender en qué consiste la simplificación que necesitamos para entrar en el camino de la simplicidad evangélica:
a) El ojo «simple»
La primera expresión la encontramos en el evangelio de san Mateo, que nos habla de la mirada simple que simplifica:
Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón. La lámpara del cuerpo es el ojo. Si tu ojo está sano [literalmente: «es simple»], tu cuerpo entero tendrá luz; pero si tu ojo está enfermo, tu cuerpo entero estará a oscuras. Si, pues, la luz que hay en ti está oscura, ¡cuánta será la oscuridad! Nadie puede servir a dos señores. Porque despreciará a uno y amará al otro; o, al contrario, se dedicará al primero y no hará caso del segundo. No podéis servir a Dios y al dinero (Mt 6,21-24; cf. Lc 11,34-36).
El ojo sano -el ojo simple- es la mirada que busca limpiamente la voluntad de Dios, que se fija sólo en Dios o en Jesucristo, que es la imagen de Dios. Es lo propio del alma que vive en la fe bajo la mirada de Dios, y que tiene el ojo simple que es la pureza de intención que no busca más que mirar a Dios. Esa mirada es lo que permite a Dios que nos ilumine totalmente con su luz. Cuando miro al Señor y soy mirado por él, es decir, cuando se encuentran nuestras miradas, la mirada de Dios me ilumina; pero si yo estoy mirando para otro lado, no me puede iluminar, por eso resulta tan importante el ojo simple.
Resulta significativo que la palabra que aparece en el Evangelio aplicada al ojo sea «simple», en el sentido de «sincero», «íntegro», «puro», «obediente». Se trata, ante todo de la generosidad, pero también de la honradez y la rectitud en la obediencia a Dios». Esa actitud es la que hace que el hombre esté inundado por la luz21. Así lo explica un biblista:
Vivirá impregnado de luz quien dé todos los pasos de su peregrinar humano en línea recta hacia el único centro: Dios, «el Padre que está en los cielos», bajo la guía de un criterio estimativo (el «ojo») educado en la «sencillez» del evangelio22.
Y los místicos lo entienden también de modo semejante:
Un alma que viva de fe, bajo la mirada de Dios, que posea aquel ojo puro23 de que habla Cristo en el evangelio (Mt. 6,22), es decir, esa pureza de intención que sólo ve a Dios en todas las cosas, esa alma vivirá también en humildad y reconocerá los dones que ha recibido porque la humildad es la verdad. El alma nada se apropia. Todo se lo atribuye a Dios como hacía la Santísima Virgen24.
Para santo Tomás de Aquino, el ojo simple afecta a diversas dimensiones del ser humano:
- a) El ojo es la razón; y la razón es simple si se dirige a Dios;
- b) El ojo es la intención; y la intención es simple cuando se dirige a Dios, lo que hace que todas sus operaciones sean buenas;
- c) El ojo es la fe; y la fe simple tiende a Dios sin vacilaciones25.
El ojo interior enferma por mirar a varios sitios a la vez. O también si existen deseos, pecados, miedos que dificultan la visión, que se convierten en la «viga en el ojo» de la que nos habla el Señor en el Evangelio, y que impide el discernimiento propio y ajeno (Mt 7,4).
Podemos comprender, según lo que venimos diciendo, que estas palabras sobre el ojo sano, a las que hemos aludido (Mt 6,21-24), estén enmarcadas en las advertencias del Señor que nos ayudan a la simplicidad interior, descubriéndonos el riesgo de amontonar tesoros en la tierra e invitándonos a ser conscientes de que nuestro corazón acaba estando donde ponemos nuestro deseo y que, al final, sólo podemos servir a un señor: «Donde está tu tesoro, allí estará también tu corazón» (Mt 6,19-21). El «tesoro» es el lugar en el que una persona se encuentra en su centro y lo que más le importa26. Por eso, poner la mirada de nuestra voluntad en Dios nos lleva a él, y esa mirada simple nos impulsa a servirle sólo a él.
b) Lo único necesario
La segunda expresión del Señor que se refiere a la unidad interior aparece en el evangelio de san Lucas, en las palabras a María de Betania en las que reclama la unidad interior:
Respondiendo, le dijo el Señor: «Marta, Marta, andas inquieta y preocupada con muchas cosas; solo una es necesaria. María, pues, ha escogido la parte mejor, y no le será quitada» (Lc 10,41-42).
Marta quería agasajar a Jesús con un espléndido banquete. Anda inquieta y agitada; incluso se molesta con su hermana porque no sigue sus planes. Pero lo que pretende realmente no es satisfacer el gusto del Maestro, sino hacer lo que ella piensa que puede darle gusto, que es, en el fondo, su propio gusto. Y como no lo consigue, se incomoda.
Es un claro ejemplo de lo que nos sucede muchas veces: actuamos con buena voluntad, pero no poseemos una mirada simple, no buscamos sólo lo que el Señor quiere, sino lo que pensamos que quiere, que tiene mucho que ver con lo que nosotros pensamos y queremos. ¡Cuántas errores cometemos en los diversos ámbitos de la Iglesia pensando que es lo que Dios quiere, sin que tengamos ninguna garantía de ello! Y la prueba de que no buscamos limpiamente su voluntad es que nos molesta el fracaso o que no nos comprendan o aplaudan. No nos falta esfuerzo y buena voluntad, pero, al final, si no buscamos la voluntad de Dios con ese ojo simple todo acaba complicándose.
Es lo mismo que sucede cuando alguien es invitado a comer y el anfitrión se empeña en que coma todo aquello que él cree que le va a gustar a su invitado, y al fin lo que consigue es que, el pobre invitado acabe disgustándose porque se ve obligado a engullir una serie de alimentos que no comería por su gusto o en unas cantidades superiores a las que desearía tomar. Y, encima, sin poderse quejar, porque todo se hace ‑supuestamente‑ por agradarle.
La respuesta del Señor a Marta puede parecer trivial. Algunos creen que Jesús calma a Marta diciéndole que «un solo plato es suficiente»; pero se trata de unas palabras mucho más profundas, que expresan que esa única cosa es la mejor parte que no hay que dejarse arrebatar. Ponerse a la escucha del Maestro es lo único necesario, y tiene preferencia sobre cualquier otra preocupación de la vida27. Ésa es la acogida que el Señor quiere de nosotros: que nos dediquemos a escucharle, por encima de cualquier otra ocupación o preocupación. Y es extraordinario que esa elección nadie nos la pueda arrebatar: todo lo demás nos lo pueden quitar -salud, fama, éxito, incluso la vida‑; pero si vemos lo que el Señor ve y elegimos lo que él quiere, lo tendremos a él, y nadie nos lo puede quitar.
Es necesaria, por tanto, una mirada permanente al Señor, de modo que en todo le busque sólo a él. La única pregunta que hay que hacerse es «¿dónde estás tú, Señor?», y no darle todas las vueltas que le damos a los problemas, con las culpabilizaciones que hacemos y le llevamos al Señor. Sólo necesitamos verle en esa situación, por desagradable que sea, para adorarle y ofrecerle lo que somos y lo que tenemos. Y esta mirada, es esencial para todo cristiano, pero para el que busca la santidad, para el contemplativo, es vital, de modo que no puede salir de ella ni un solo instante. Porque si salimos de esa mirada se dispara infaliblemente la alarma de la inquietud, que nos demuestra que estamos fuera del ámbito de Dios. De modo que la elección clara y permanente de esa mirada es vital; no sirve que lo ejercitemos de vez en cuando, porque, o vivimos en el Señor o vivimos en nuestras cosas.
Haga lo que haga, el discípulo de Cristo tiene que estar pendiente de sus labios, sin permitir que nada ni nadie le impida escucharle. Por este camino, cuando el alma está verdaderamente dedicada al Único que es necesario, uno ya no queda atrapado por ninguna ocupación o preocupación. En cada ocasión mira sólo a Dios, en cada acontecimiento escucha su palabra; y todo le sirve para tratar con él. Su vida se simplifica, se libera de toda atadura e incluso de sí misma. Todo se reduce a la unidad de Dios, que es «el único necesario».
Santa Isabel de la Trinidad identifica a María de Betania con la Magdalena y ve en este episodio evangélico un ejemplo claro de la unidad que exige la santidad. No sólo María a los pies del Maestro se identifica con las palabras del Sal 119 y «tiene su vida en sus manos», sino también se identifica con la esposa del Cantar de los Cantares28, que ya no conoce otra cosa que al Amado, y dice «Nescivi» («ya no sé otra cosa»), porque la simplicidad también afecta a nuestra mente.
¡Qué necesaria es esta bella unidad interior para el alma que quiere vivir en la tierra la vida de los Bienaventurados, es decir, de los seres simples, de los espíritus! Me parece que el divino Maestro se refería a ella cuando hablaba a María Magdalena del unum necessarium (Lc 10,41) ¡Qué maravillosamente lo comprendió aquella gran santa! Su inteligencia, iluminada por la luz de la fe, había reconocido a su Dios oculto bajo el velo de la humanidad y escuchaba (Lc 10,39) en el silencio y unidad de sus potencias las palabras que Él la dirigía. Ella podía cantar: Mi alma está siempre en mis manos y pronunciar también esta palabra: Nescivi! Sí, ya no sabía nada que no fuese él. Podrá hacerse ruido o producirse agitación en torno suyo: Nescivi! Se la podrá acusar: Nescivi! Ni su honor, ni las cosas exteriores son capaces de hacerla salir de su sagrado silencio.
El alma que ha penetrado en la fortaleza del santo recogimiento se halla en idéntica situación. Iluminada su inteligencia por la luz de la fe, descubre a su Dios presente y viviendo en ella29.
c) Con todo el corazón
La tercera expresión de Jesús nos habla del descubrimiento de un tesoro escondido que cambia nuestra vida:
El reino de los cielos se parece a un tesoro escondido en el campo: el que lo encuentra, lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo (Mt 13,44).
Encontrar un tesoro lo cambia todo. Si yo encuentro un tesoro que vale más que todo lo que tengo, puedo desprenderme de todo eso y, además, con alegría. Por el contrario, cuando cualquier desprendimiento o pérdida -no sólo lo material- me cuesta tanto y me entristece es señal de que no he encontrado el tesoro o me olvidado de él. Pero todo lo puedo regalar alegremente si tengo algo de un valor infinitamente mayor. La razón por la que uno puede desprenderse de todo con entusiasmo es que ha encontrado un tesoro de muchísimo más valor que lo que posee. Entonces, todo lo demás se relativiza o pierde valor porque se coloca automáticamente en su lugar.
Las cosas y las circunstancias, buenas y malas, adquieren su verdadera importancia en relación con el tesoro que he encontrado. Y ese tesoro no es otro que Dios mismo que, al manifestársenos como amor, centra toda nuestra vida. Cuando Dios me sale al encuentro en un momento concreto de mi vida y me dice «te amo», «quiero ser tuyo y, para ello, quiero que seas mío», se me está entregando él mismo, que es el valor máximo que existe, y todo cambia. El problema no está, entonces, en lo que hace falta para convertirme, sino en por qué no me convierto, por qué no soy santo, por qué estoy lleno de problemas siendo así que Dios, que es el mayor tesoro, se me ha entregado amorosa y gratuitamente. Pero si le doy a algo la máxima importancia ‑dinero, fama, tranquilidad, salud-, entonces todo lo demás se relativiza, incluso Dios, y eso se convierte en mi tesoro: lo que me importa, lo que me quita la paz, lo que me preocupa. La tristeza del corazón de Cristo se debe a que nos ofrece ese tesoro que despreciamos mientras estamos tristes y agobiados porque no conseguimos nuestros pequeños objetivos.
En el fondo, estamos ante el primer mandamiento, que Jesús recogerá cuando le pregunten por lo esencial de la multitud de preceptos que componían la religión judía:
Escucha, Israel: El Señor es nuestro Dios, el Señor es uno solo. Amarás, pues, al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas (Dt 6,4-5; cf. Mt 22,37 y par.).
Al único Dios verdadero, que se nos entrega amándonos, sólo se le responde amándole con todo el corazón.
Esto nos obliga a plantearnos cuál es nuestro tesoro real, porque él nos indicará dónde está nuestro corazón: «Donde está tu tesoro, allí estará tu corazón» (Mt 6,21). El vínculo de la simplicidad con el amor a Dios con todo el corazón nos exige profundizar en estas palabras del Señor, a las que estaba ligada la imagen del ojo simple. El tesoro es lo que buscamos de verdad, lo que más nos importa, lo que mueve de hecho nuestra vida30. Unas palabras que exigen que revisemos en serio la verdadera orientación de nuestro corazón, para descubrir lo que realmente ama y busca, porque eso es nuestro tesoro. Quizá nos encontremos con que normalmente nuestro tesoro no es Dios, y en las pocas ocasiones en que podemos afirmar que lo es, aunque sea un tesoro para nosotros, no es nuestro «único tesoro».
Deberíamos pararnos a pensar en los tesoros que de hecho buscamos, y no tanto en los que creemos o nos proponemos buscar; porque eso es lo que indica lo que realmente busca y ama nuestro corazón y, de ese modo, podremos descubrir los apegos de los que necesitamos purificar el corazón para que sólo ame y busque a Dios.
Y aquí se abre un camino de trabajo ascético. Debemos mirar con sinceridad nuestro corazón para descubrir los tesoros que tenemos, a lo que está apegado nuestro corazón, aquello que intentamos defender y conservar a toda costa. Y, desde ahí, predisponernos a pedir, encontrar, y recibir el verdadero tesoro que coloque todo en su sitio. Ciertamente hacer hueco a Dios, renunciar a la propia voluntad para que prime la voluntad de Dios requiere vencimiento propio, abnegación, renuncia, pero no debemos perder la perspectiva del tesoro: renuncio y hago hueco para que Dios pueda entrar en mi vida, y lo hago con alegría, como el que lo vende todo para apropiarse del verdadero tesoro, que es Dios mismo.
Eso es amar y buscar a Dios con todo el corazón y lo que indica que nuestro corazón está realmente en su centro porque ha descubierto su tesoro y, para conseguirlo, ha renunciado a todo lo demás con alegría.
La simplicidad que unifica toda la vida en torno a Dios tiene que ver con el corazón indiviso, es decir, con un corazón que se dedica a amar y a buscar a Dios y sólo a Dios, que ama a Dios con todas las fuerzas31. Esto puede parecer a primera vista exagerado, pero pertenece a la esencia de la fe, y debería ser lo más normal para un cristiano, porque es simplemente parte del primer mandamiento, si nos atrevemos a escucharlo en serio:
Al único Dios verdadero se le responde amándole con todo el corazón, con todas las capacidades y fuerzas humanas, lo cual lleva necesariamente a la unificación y simplificación de todo. No son, pues, las ideas o los propósitos lo que unifica nuestra vida, sino el amor absoluto a un Dios que nos ama infinitamente y nos urge a amarle de la misma manera (cf. 2Co 5,14-15; 1Jn 4,19). Cuando no amamos a Dios con todo el corazón demostramos que andamos «tras otros dioses», que servimos a otros señores (cf. Mt 6,24), que en el fondo no hemos conocido el amor y no hemos creído en él (cf. 1Jn 4,16), porque intentamos amarlo en parte o a ratos, implicando sólo una parte de nuestro corazón, de nuestra alma y de nuestras fuerzas, aunque esa parte sea grande.
La vida se unifica con la búsqueda de Dios como nuestro único propósito; pero se trata de una búsqueda que, para ser sincera y alcanzar su objetivo, debe abarcar a toda la persona: «Buscarás allí al Señor, tu Dios, y lo encontrarás si lo buscas con todo tu corazón y con toda tu alma» (Dt 4,29). De nuevo vemos la necesidad de un corazón que no busca otra cosa, dedicado todo él a buscar sólo a Dios y buscarlo en todas las cosas, lo que simplifica y unifica nuestra vida, y le proporciona el dinamismo y el rumbo necesarios para alcanzar la meta de la unión con Dios.
Nuevamente hay que subrayar que esto, que es verdad para todo cristiano, es especialmente importante e imprescindible para el contemplativo, que se caracteriza por hacer realidad en su vida el primer mandamiento, como respuesta a la seducción de Dios que le impulsa a buscarlo apasionadamente, excluyendo cualquier otro deseo, objetivo o interés:
La vida contemplativa comienza a brotar en el corazón del bautizado por una seducción de Dios: «Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir» (Jr 20,7). Se trata de una seducción que mueve a la persona y la orienta completamente hacia Dios, empapando toda su existencia de la tensión de Dios y haciendo así realidad el espíritu del primer mandamiento: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas» (Dt 6,5).
A partir de aquí, la vida del contemplativo se podría definir fundamentalmente como una búsqueda permanente de Dios, que orienta toda su existencia hacia el encuentro con él32.
5. Silencio, simplicidad y abismo interior
En el proceso de la simplificación evangélica es necesario aludir a la estrecha relación que tiene ésta con el silencio. En el fondo, esa renuncia a apegos, afectos, necesidades, preocupaciones consiste en el ejercicio de silenciar todas las presiones exteriores que me dicen lo que es importante según los demás, y también las presiones interiores que me imponen lo que necesito absolutamente para vivir: afectos, estima, valoración, seguridad o prestigio. De hecho, el silencio es el clima en el que se simplifica la mirada y se unifica el corazón. Pero, para eso no basta con el silencio exterior, en que se acallan las voces y ruidos de alrededor, se necesita especialmente el silencio interior, que consiste en acallar los reclamos y los ruidos que vienen de las pasiones.
Si mis deseos, mis temores, mis alegrías y mis dolores, si todos los movimientos que provienen de estas «cuatro pasiones» no están perfectamente ordenadas a Dios, yo no sería solitaria, habría ruido en mí; es necesario el apaciguamiento, el «sueño de las pasiones», la unidad del ser33.
Es lo mismo que nos enseña san Juan de la Cruz cuando habla de sosegar la casa interior:
De donde, en sosegándose por continua mortificación las cuatro pasiones del alma, que son: gozo, dolor, esperanza y temor, y en durmiéndose en la sensualidad por ordinarias sequedades los apetitos naturales, y en alzando de obra la armonía de los sentidos y potencias interiores, cesando sus operaciones discursivas, como habemos dicho, lo cual es toda la gente y morada de la parte inferior del alma, que es lo que aquí llama su casa, diciendo: Estando ya mi casa sosegada34.
El silencio que necesitamos no puede consistir simplemente callarnos o en huir de los ruidos externos. El silencio verdadero tiene que ver con el descubrimiento del tesoro, porque es el resultado de la atracción de Dios. Si él me sale al encuentro, me ofrece su amor y me llama a él -ésa es la esencia de la vocación cristiana-, me atrae para que yo sea suyo. Y la respuesta primera a esa atracción es la atención prioritaria a él, la escucha; y sólo podemos escuchar si nos callamos. Pero metidos en las complicaciones de la vida y de nuestro interior, no podemos escuchar a Dios. Debemos, entonces, entrar en un proceso por el que todo se va simplificando, precisamente porque se acallan las voces interiores y exteriores que no vienen de Dios y desaparece lo superfluo, de modo que Dios puede empezar a ser realmente Dios en nosotros. Es un itinerario al que Dios nos atrae para hacernos suyos y entrar en una profunda comunión de amor con él; itinerario que se recorre en despojo y abandono, lo cual supone un verdadero descenso al abismo interior en el que todo lo que no es Dios se acalla y, de ese modo, todo se simplifica a fuerza de mirar sólo a Dios y buscar únicamente su voluntad. Este cambio es como la pendiente que nos va haciendo descender hacia el abismo interior donde Dios habita. Es el camino necesario para que se haga realidad nuestra inhabitación en Cristo del mismo modo que él habita en nosotros. Y la intención simple es la que nos va haciendo semejantes a Dios.
La simplicidad de la intención es la que da a las almas el reposo en Dios, como abismo insondable al que deberíamos aspirar, como nos dice la carta a los Hebreos: «Empeñémonos, por tanto, en entrar en aquel descanso» (Heb 4,11).
«La simplicidad comunica al alma el reposo del abismo». Es decir, el descanso en Dios, abismo insondable, preludio y eco de ese reposo eterno de que habla San Pablo: Seremos introducidos en el descanso los que creímos (Hb 4,3)35.
6. Nuestros mejores modelos
Si pretendemos introducirnos por el camino de la simplicidad nos vendrá bien contemplar los principales modelos que mejor han vivido esta realidad y nos permiten asimilar su ejemplo en nuestras vidas de manera concreta y real.
Dios, nuestro primer modelo
El primer modelo, no cabe duda, es el mismo Dios. De hecho, hemos de aspirar a la simplicidad y la unidad para hacernos semejantes a él, que «es amor» (1Jn 4,8.16). Sus múltiples manifestaciones y acciones nacen y terminan en el amor, que es su identidad profunda, de forma que podemos decir que amar es el ser de Dios y también su única actividad. Él puede hacer muchas cosas, pero en todas ellas no hace más que amar, lo cual explica su simplicidad y nos muestra el camino para encontrar la nuestra. Dios es enormemente simple. Todas sus manifestaciones y acciones son absolutamente simples. De modo que todo lo que no es simple no es de Dios. Aquí tenemos otra alarma que nos ayuda a descubrir que nos salimos de la mirada de Dios: la complicación. Las cosas de Dios pueden ser duras o dolorosas, pero nunca complicadas.
Dios no es complicado, como nosotros. Si nos cuesta encontrarlo, no es porque nuestra pobre mente no sea capaz de captar la complejidad de Dios, sino todo lo contrario, porque nuestra complicación y división no puede penetrar su simplicidad. El que busca su propia unidad en el amor a Dios se hace semejante a él y se hace capaz de conocerlo profundamente. Si buscamos a Dios a través del silencio y de la mirada limpia, lo encontraremos. Y, a la vez, ese contacto con él es lo que nos unifica36. Ayuda mucho, ante cualquier problema de la vida, levantar la mirada a Dios y descubrir que para Dios esa situación no es problema, no es complicado, ni tiene la importancia que yo le doy. Hay otra forma de ver esa situación, que es la forma que tiene él de vera; y ésa es la verdadera.
Jesús, imagen perfecta de Dios
Jesús es el modelo perfecto de la simplicidad de intención y sus frutos, cuya necesidad podemos entender contemplando su humanidad, que tuvo siempre la mirada simple. Él es el que, del modo más admirable, ha buscado en todo la voluntad del Padre y, por eso, el que puede decir con absoluta verdad: «Mi alma está siempre en mis manos» (Sal 119,109)37.
La actitud de Jesús es clara y constante en este sentido, y merece que la contemplemos detenidamente en la oración a partir de sus mismas palabras. Para Jesús todo se simplifica en la voluntad de Dios:
Mi alimento es hacer la voluntad del que me envió y llevar a término su obra (Jn 4,34).
Podemos contemplar especialmente la reacción de Jesús ante los ataques de los judíos y lo complicado de sus razonamientos: Jesús no se inmuta, responde con claridad, serenidad y lucidez asombrosas, que son propias de la simplicidad. Él es consciente de su identidad y de su misión y no está dispuesto a ponerlo en duda, ni a negociar con ello.
Yo no puedo hacer nada por mí mismo; según le oigo, juzgo, y mi juicio es justo, porque no busco mi voluntad, sino la voluntad del que me envió (Jn 5,30).
He bajado del cielo no para hacer mi voluntad, sino la voluntad del que me ha enviado (Jn 6,38).
Esa búsqueda permanente de la voluntad de Dios es lo que hace que Jesús pueda andar siempre por la vida con paso firme y decidido, con seguridad y claridad. Incluso eso es lo que le permite ser fuerte en las dificultades y mantenerse en calma frente a la cruz38. La oración en el huerto nos muestra un momento privilegiado de su vida en el que podemos contemplar esa intención simple en el Señor (Mt 26,42; Lc 22,42). Cuando llega el momento en que el conflicto llega a su máxima expresión y todo se une en contra suya, Jesús no busca soluciones, sino que hace silencio y se coloca ante el Padre, al que no ve, para tomar su vida en sus manos, hacerse dueño de su vida y abrazarlo todo, para poderlo ofrecer, porque sabe y mantiene que su alimento es hacer la voluntad del Padre.
En el momento de la entrega total, ante la necesidad de aceptar la cruz, Jesús puede sentir miedo y angustia, experimenta el rechazo a la cruz, pero sabe qué es lo que tiene que buscar: «No mi voluntad sino la tuya». El Señor no hace sino poner en acto, en el momento crucial de su vida, la actitud que le guio siempre, y en ese instante puede recoger toda su vida y todas sus fuerzas para entregárselas al Padre. La paz, la firmeza y la decisión que muestra en la pasión es el fruto de esa mirada simple que sólo busca y encuentra la voluntad de Dios. En ese momento, Jesús es consciente de que el Padre se lo ha dado todo, de que él es su tesoro, lo único que no puede perder, aunque pierda todo lo demás, aunque duela, porque sólo le importa el Padre y su voluntad.
Cuando nos llegue ese momento vamos a necesitar tener claro que Dios es nuestro tesoro, que sólo importa cumplir la voluntad del Padre, para poder entregarlo todo, en medio del miedo y la oscuridad. Y no se nos va a regalar ese convencimiento simple y fuerte de que lo único que importa es cumplir la voluntad del Padre. Es ahora, cargando con la cruz de cada día, buscando la voluntad de Dios, aunque duela, cuando nos preparamos para poder decir «hágase tu voluntad» en el momento decisivo de la entrega, con claridad, firmeza y paz. ¡Cuánto sufrimos sin luz y sin paz por no aceptar el sufrimiento que supone la búsqueda de la voluntad de Dios!
María, el mejor modelo cercano
También la Virgen María es modelo eminente de simplicidad, de alma unificada. Sólo la simplicidad propia de quien tiene ese ojo simple, esa mirada de Dios, propia de un alma purificada, permite vivir en la actitud que puede acoger todo como venido de Dios. En María no existe la división que crea el pecado, porque busca siempre la voluntad del Padre, sin que se mezcle ningún otro interés. Por eso en la Anunciación Dios irrumpe en la vida de María, con todo lo que supone, y nada se complica, nada se rompe: hay una acogida peculiar porque está mirando a Dios.
A nosotros nos desconciertan las cosas de Dios -y las circunstancias de la vida- porque estamos mirando a otra parte, y cada acontecimiento nos inquieta, nos llena de dudas e incertidumbres, y cuando acudimos a Dios, necesitamos desliar algo que nosotros mismos hemos complicado con nuestras dudas, miedos e intereses. No vemos eso en María. Todas las cosas de Dios pueden encajar perfectamente en ella porque siempre está mirando a Dios. Aunque no entienda del todo, sabe que todo encaja, y Dios puede entrar, puede decir y hacer, porque ella le ha hecho hueco.
Nosotros, por el contrario, aunque tengamos gracias extraordinarias, aunque Dios nos explique las cosas una y otra vez, no nos enteramos de nada, seguimos en nuestros intereses y complicaciones. Ignoramos lo que significan las gracias -a veces extraordinarias- que Dios nos ha regalado y nos negamos a traducirlas en lo concreto de nuestra vida. Sólo tener una mirada sencilla me ayudará a concretar lo que quiere Dios de mí a partir de las gracias que me da. Y, digamos de paso, que a eso es a lo que tiene que ayudar la dirección espiritual, ése es su fin principal.
María es el ejemplo perfecto, meramente humano, de la predisposición a la gracia. Por eso, el «sí» de María es de una sola pieza, firme y fiel. La mirada simple de María coincide con la meditación constante ‑en su corazón‑ de los acontecimientos que vive, para encontrar en ellos la voluntad y la presencia de Dios (cf. Lc 2,19.51).
Al igual que su Hijo, ella tiene también su vida en sus manos para entregarla a Dios. Por eso, la Anunciación no la sorprende desprevenida o dispersa: está preparada para poner su vida entera en manos de Dios. La intención pura de buscar en todo el plan de Dios le permite a la Virgen encontrar su sitio en el misterio de la pasión de su Hijo. Sin dudas ni miedos, con paz y firmeza, María está al pie de la cruz, alcanzando lo que el corazón dividido, miedoso y disperso de los discípulos no pudo lograr.
Después de Jesucristo -aunque salvando la distancia que existe entre lo finito e infinito- hay ciertamente una criatura que fue también la gran alabanza de gloria de la Santísima Trinidad. Ella respondió plenamente a la elección divina de que habla el Apóstol. Fue siempre pura, inmaculada e irreprensible a los ojos de Dios tres veces santo.
Su alma es tan sencilla y sus movimientos son tan íntimos que es imposible comprenderlos. Parece reproducir en la tierra la vida del Ser divino, del Ser simple.
Es también tan transparente, tan luminosa, que produce la impresión de ser la luz misma. Sin embargo es solamente el «espejo del Sol de justicia»: Speculum justitiae.
La Virgen conservaba todas estas cosas en su corazón (Lc 2,51). Toda su historia puede sintetizarse en esas breves palabras. La Virgen vivió siempre en la intimidad de su corazón, con tanta profundidad, que ninguna mirada humana puede comprenderla.
Cuando leo en el Evangelio que María atravesó presurosa las montañas de Judea para cumplir un deber de caridad con su prima Isabel, la veo caminar tan bella, tan serena, tan majestuosa, tan recogida dentro de sí, llevando al Verbo de Dios…
Su oración como la de él fue siempre ésta: Ecce, Heme aquí39.
Esta simplicidad es lo que hace posible que María ‑y nosotros‑ realicemos ahora en la tierra lo que será la ocupación de los santos en el cielo y aquello para lo que fue creado el hombre y podía realizar en el estado original: amar puramente a Dios, salir a su encuentro y encontrarle, mirarle y poder verle. En el cielo la única tarea será amar, de esa manera simple, entera y unificada que ahora necesitamos conseguir paso a paso y con lucha. Entonces se cumplirá en todos lo anunciado por san Pablo: «Conoceré como he sido conocido por Dios» (1Co 13,12), con la experiencia inmediata y simple, con el conocimiento intuitivo y profundo que concede el amor cuando no hay ya barreras40.
Santa Teresa del Niño Jesús
Aunque santa Isabel de la Trinidad es la gran maestra de la simplicidad, también podemos acudir a otra carmelita francesa, santa Teresa del Niño Jesús, para comprender la relación de la simplicidad con la pobreza y con la infancia espiritual. El reino de Dios es de los pobres y los niños y sólo de ellos (cf. Mt 5,3; Mc 10,14-15). El niño, por definición, no es complicado, y si lo fuera, sería porque empieza a dejar de ser niño; razón por la cual, cuando tenemos con Dios la relación sincera y confiada de un niño con su padre, todo se simplifica. Resulta significativo que el Señor vincula nuestra pertenencia al Reino de los cielos a nuestra conversión en niños:
Se acercaron los discípulos a Jesús y le preguntaron: «¿Quién es el mayor en el reino de los cielos?». Él llamó a un niño, lo puso en medio y dijo: «En verdad os digo que, si no os convertís y os hacéis como niños, no entraréis en el reino de los cielos. Por tanto, el que se haga pequeño como este niño, ese es el más grande en el reino de los cielos» (Mt 18,1-4).
Resulta significativo ver a la que seguramente ha sabido vivir mejor la simplicidad de la infancia espiritual y la pobreza, entrar conscientemente en un entorno conflictivo como era aquel Carmelo, partiendo, además, de una psicología complicada, y todo con el fin de hacer el ejercicio de renuncia absoluta a sí misma y poder entregarse plenamente al Señor. Ésa es su pobreza y ella la asume. Estamos, quizá, ante la esencia de la vida cristiana; algo que nuestra carmelita intuyó con claridad y vivió apasionadamente:
Por la noche, durante Maitines, le pregunté [Sor Inés] qué entendía ella por «ser siempre una niñita delante de Dios». Me respondió [Santa Teresita]: «Es reconocer la propia nada y esperarlo todo de Dios, como un niñito lo espera todo de su padre; es no preocuparse por nada, ni siquiera por ganar dinero»41.
Santa Teresa del Niño Jesús era un alma sencilla, como descubrió aquella anciana carmelita que también nos ofrece una importante lección para nosotros:
Su bondad [la de la maestra de novicias] para conmigo no tenía límites, y, sin embargo, mi alma no lograba expansionarse con ella… Me suponía un gran esfuerzo hacer con ella la conferencia espiritual. Como no estaba acostumbrada a hablar de mi alma, no sabía cómo expresar lo que sucedía en mi interior. Una Madre ya mayor intuyó un día lo que me pasaba y me dijo, sonriendo, en la recreación: -«Hijita, me parece que tú no debes de tener gran cosa que decir a las superioras». -«¿Por qué dice eso, Madre…?» -«Porque tu alma es extremadamente sencilla ; y cuando seas perfecta, serás más sencilla todavía, pues cuanto uno más se acerca a Dios, más se simplifica».
Aquella anciana Madre tenía razón. No obstante, la dificultad que yo tenía para abrir mi alma, aun cuando proviniese de mi sencillez, era un auténtico problema para mí. Lo reconozco hoy que, sin dejar de ser sencilla, expreso con gran facilidad lo que pienso42.
Con la infancia espiritual se simplifica también la misión, como vemos en la misma santa Teresita, que no se inquieta cuando le encomiendan la difícil tarea de ejercer de maestra de novicias, siendo muy joven, y sin la capacidad, prestigio y experiencia necesarias, porque no se sale de la relación confiada y amorosa con el Señor:
Cuando me fue dado penetrar en el santuario de las almas, vi enseguida que la tarea [de maestra de novicias] era superior a mis fuerzas. Entonces me eché en los brazos de Dios como un niñito, y, escondiendo mi rostro entre sus cabellos, le dije: Señor, yo soy demasiado pequeña para dar de comer a tus hijas. Si tú quieres darle a cada una, por medio de mí, lo que necesita, llena tú mi mano; y entonces, sin separarme de tus brazos y sin volver siquiera la cabeza, yo entregaré tus tesoros al alma que venga a pedirme su alimento. Si lo encuentra de su gusto, sabré que no me lo debe a mí, sino a ti; si, por el contrario, se queja y encuentra amargo lo que le ofrezco, no perderé la paz, intentaré convencerla de que ese alimento viene de ti y me guardaré muy bien de buscarle otro43.
Esa confianza que acepta la voluntad de Dios y la propia pobreza nace del amor a Cristo, que es la respuesta a la atracción que él mismo suscita. Ella reconoce que Jesús está buscándola, que Jesús tira de ella, y su respuesta consiste en dejarse atraer, en entregarse. Por eso cuando se plantea cómo debe ayudar a sus novicias lo hace con toda sencillez y desde su propia respuesta:
Las almas sencillas no necesitan usar medios complicados. Y como yo soy una de ellas, una mañana, durante la acción de gracias, Jesús me inspiró un medio muy sencillo de cumplir mi misión. Me hizo comprender estas palabras del Cantar de los Cantares: «Atráeme, y correremos tras el olor de tus perfumes» [cf. Cant 1,4].
¡Oh, Jesús!, ni siquiera es, pues, necesario decir: Al atraerme a mí, atrae también a las almas que amo. Esta simple palabra, «Atráeme», basta.
Lo entiendo, Señor. Cuando un alma se ha dejado fascinar por el perfume embriagador de tus perfumes, ya no puede correr sola, todas las almas que ama se ven arrastradas tras de ella. Y eso se hace sin tensiones, sin esfuerzos, como una consecuencia natural de su propia atracción hacia ti. Como un torrente que se lanza impetuosamente hacia el océano arrastrando tras de sí todo lo que encuentra a su paso, así, Jesús mío, el alma que se hunde en el océano sin riberas de tu amor atrae tras de sí todos los tesoros que posee…44.
Y lo que podría ser el complicado problema de ser maestra de novicias, siendo tan joven, sin especiales medios y capacidades, en un contexto conflictivo como era aquel Carmelo, se convierte en algo muy simple: «Si tú me atraes y me dices que corra a ti, eso basta: no tengo otra cosa que hacer que correr tras de ti». No tendrá que convencer a nadie, porque bastará con que corra tras Jesús para que las demás busquen también al Señor. Si realmente he encontrado el tesoro, si me ven correr hacia él, todos me seguirán. Pero ¿ven los demás en nosotros, los cristianos, ese ansia por encontrar el tesoro cuando comulgamos, cuando oramos…? Dejémonos atraer y corramos hacia Cristo, y despreocupémonos de los problemas y de las soluciones al realizar nuestra misión. Nuestra misión será la consecuencia natural de vivir de manera concreta ese amor a Aquél que me atrae hacia sí, y eso, que es enormemente simple, simplifica todo.
Igualmente, vemos cómo la oración del alma sencilla es también enormemente simple:
Fuera del Oficio divino, que tan indigna soy de recitar, no me siento con fuerzas para sujetarme a buscar en los libros hermosas oraciones; me produce dolor de cabeza, ¡hay tantas…, y cada cual más hermosa…! No podría rezarlas todas, y, al no saber cuál escoger, hago como los niños que no saben leer: le digo a Dios simplemente lo que quiero decirle, sin componer frases hermosas, y él siempre me entiende…
Para mí, la oración es un impulso del corazón, una simple mirada lanzada hacia el cielo, un grito de gratitud y de amor, tanto en medio del sufrimiento como en medio de la alegría45.
Se simplifica, incluso, la misma experiencia del pecado:
Sí, estoy segura de que, aunque tuviera sobre la conciencia todos los pecados que pueden cometerse, iría, con el corazón roto de arrepentimiento, a echarme en brazos de Jesús, pues sé cómo ama al hijo pródigo que vuelve a él46.
No nos puede sorprender que la pobreza evangélica nos lleve a la simplificación de toda nuestra vida porque nos hace desprendernos de cualquier apoyo, tesoro o apego y poner toda nuestra esperanza en Dios, según la luminosa definición de santa Juana Jugan: «Ser pobre es no tener nada y esperarlo todo de Dios». Al final, la simplicidad culmina en este «todo y nada»: se ama y se busca a Dios con todo el corazón, se espera todo de él, y todo lo demás no vale nada, no importa nada y no nos complica nada en absoluto. Los pobres son bienaventurados porque sólo buscan el reino de Dios y su justicia y, sin duda, lo alcanzarán (cf. Mt 6,33; 5,3).
La misma santa Isabel de la Trinidad proclama que las almas que se liberan de todo lo superfluo son capaces de seguir «en este mundo» al Cordero como aquellas almas privilegiadas que le siguen en el cielo a donde quiera que vaya (Ap 14,4):
Siguen también al Cordero adondequiera que va, no sólo por las rutas anchas y de fácil recorrido sino también por los senderos cubiertos de espinas, abriéndose paso por entre los zarzales del camino. Obran así porque esas almas son vírgenes, es decir, libres, desprendidas y despojadas de todas las cosas. Libres de todo menos de su amor. Desprendidas de todo, principalmente de sí mismas. Despojadas de todas las cosas tanto naturales como sobrenaturales. ¡Qué renuncia de sí mismo supone esto! ¡Qué muerte! Digámoslo con San Pablo: Quotidie morior (1Cor 15,31)47.
· · ·
Para terminar, recordemos las palabras de santa Isabel de la Trinidad que citábamos al principio y que ahora podemos entender mejor, en las que veíamos cómo la simplicidad nos transforma en Dios y nos une a él (fijémonos especialmente en el texto en cursiva).
Es ella [la intención simple] quien pone al hombre en presencia de Dios, le ilumina y fortalece, le despoja y libera ahora y en el día del juicio de todo temor. Es ella el impulso interior y el fundamento de la vida espiritual… Pisotea la naturaleza viciada, da la paz e impone silencio a las preocupaciones superficiales que surgen en nuestro interior. Es ella quien aumentará constantemente nuestra semejanza con Dios. Después, superando toda clase de intermediarios, ella nos sumergirá en la profundidad donde Dios mora y nos dará el reposo del abismo […]
El alma simplificada, elevándose a impulsos de su mirada interior, penetra dentro de sí y contempla en su propio abismo el lugar secreto donde se realiza el toque de la Santísima Trinidad. El alma ha penetrado de esta manera en su profundidad consiguiendo llegar hasta su fundamento que es la puerta del cielo48.
NOTAS
- Juan Antonio Vallejo-Nágera, Vallejo y Yo, Barcelona 1998 (Planeta), 135.
- En este mismo sentido, la Biblia de Cantera-Iglesias traduce así Pro 9,4-6: «“¡Quien sea simple lléguese acá!” Al carente de seso le dice [la Sabiduría]: “Venid a comer de mi pan y beber del vino que he mezclado; dejad la simpleza y viviréis, e id derechos por el camino de la inteligencia”» (cf. la edición de la Biblia de Jerusalén del año 1975).
- C. Spicq, La vertu de simplicité dans l`Ancien et le Nouveau Testament, en RSPT 22 (1933) 14.
- Cf. por ejemplo, san Atanasio, Sermón contra los gentiles, nn. 42-43 (PG 25,83-87).
- Santa Isabel de la Trinidad, Últimos ejercicios, día segundo. Continúa más adelante: «El alma que aún se reserva algo para sí en su reino interior que no tiene sus potencias recogidas en Dios, no puede ser una perfecta Alabanza de gloria. No está capacitada para cantar permanentemente el Canticum magnum de que habla San [Juan] porque la unidad no reina en ella. En vez de proseguir con sencillez su himno de alabanza a través de todas las cosas, tiene que reunir constantemente las cuerdas de su instrumento dispersas por todas partes».
- «El cántico nuevo que mejor puede complacer y cautivar a mi Dios, lo constituye un alma desasida y despreocupada de sí misma» (Santa Isabel de la Trinidad, Últimos ejercicios, día decimotercero).
- Así traduce la editorial Monte Carmelo en su quinta edición de las Obras completas de sor Isabel de la Trinidad (Burgos 1985), pero en la edición crítica de las Oeuvres complètes editadas por Éditions du Cerf (Paris 1991) el texto francés dice claramente «simple»: «Si ton oeil est simple» (cf. Le Ciel dans la foi, 20).
- Santa Isabel de la Trinidad, El cielo en la tierra, día sexto, en el que cita con pocas modificaciones un texto de Ruisbroeck.
- San Juan de la Cruz, Subida del Monte Carmelo, Libro III, cap. 35, 8.
- San Agustín, Confesiones, 38,62.
- Cf. el texto citado más arriba: Santa Isabel de la Trinidad, El cielo en la tierra, día sexto.
- Tanto la traducción del salmo de la Liturgia de las Horas como la de la Biblia de la Conferencia Episcopal española traduce: «Está siempre en peligro». Pero Santa Isabel de la Trinidad, Últimos ejercicios, día segundo, que probablemente sigue la traducción de la Vulgata: «Anima mea in manibus meis semper», saca una interesante enseñanza de la traducción: «Mi alma está siempre en mis manos».
- Santa Isabel de la Trinidad, Últimos ejercicios, día segundo.
- Henri J. M. Nouwen, Diario de Genesee. Reportaje desde un monasterio trapense, Buenos Aires 1985 (Ed. Guadalupe).
- Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, q. 109, a. 2.
- Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica, II-II, q. 111, a. 3.
- El texto griego dice ἁπλότητι, como Mt 6,22, y la Vulgata en latín traduce simplicitate.
- Cf. Santo Tomás de Aquino, In II ad Corinthios, cap. 1, lect. 4, n. 32, citado por Pablo Martí, La simplicidad moral en el hombre (https://mercaba.org/FICHAS/VyV/lsmeeh.pdf).
- Santo Tomás de Aquino, In ad Ephesios, cap. 6, lect. 2, 344-348. En In ad Colossenses, cap. 3, lect. 4, n. 178, se refiere a un texto similar: «Esclavos, obedeced en todo a vuestros amos humanos, no por servilismo o respetos humanos, sino con sencillez (ἁπλότητι / simplicitate) y temor del Señor» (Col 3,22), en el que relaciona la simplicidad con el temor de Dios.
- Santo Tomás de Aquino, In ad Philipenses, cap. 2, lect. 4, n. 81.
- Cf. U. Luz, El evangelio según san Mateo, Salamanca 1993 (Sígueme), I, 505-506.
- I. Gomá, El evangelio según San Mateo, Barcelona 1980 (Facultad de Teología de Barcelona), I, 378-379).
- Así traduce a sor Isabel de la Trinidad la editorial Monte Carmelo, en su quinta edición de sus Obras completas (Burgos 1985), pero en la edición critica de las Oeuvres complètes editadas por Éditions du Cerf (Paris 1991) el texto francés dice claramente «oeil simple» (cf. Santa Isabel de la Trinidad, La grandeur de notre vocation, 4. Lettres, 310).
- Santa Isabel de la Trinidad, Cartas, 276. Ya hemos hecho referencia a las reflexiones sobre el ojo simple de Santa Isabel de la Trinidad, Últimos ejercicios, día segundo y día sexto. Conviene recordar también El cielo en la tierra, día sexto: «El alma que contempla fijamente a su divino Maestro con aquella mirada sencilla que hace luminoso todo el cuerpo (Mt 6,22), se ve preservada del fondo de iniquidad que existe en ella y del que se lamentaba el Profeta (Sal 17,24). El Señor la introduce en aquel lugar espacioso (Sal 17,20) que es él mismo. Allí todo es pureza, todo es santidad».
- Cf. Pablo Martí, La simplicidad moral en el hombre, 26-27, que cita a santo Tomás de Aquino, In Mattheum, cap. 6, lect. 5.
- Cf. Luz, Mateo, I, 503.
- Cf. J. A. Fitzmyer, El evangelio según Lucas, Madrid 1987 (Cristiandad), III, 294.
- Se refiere a Cant 6,11 según la versión latina, que también glosa san Juan de la Cruz: «Y así, se queda el alma como ignorante de todas las cosas, porque solamente sabe a Dios sin saber cómo. De donde la Esposa declara en los Cantares (6,11), entre los efectos que en ella hizo este su sueño olvido, este no saber, cuando dice que descendió a él, diciendo: Nescivi, esto es: no supe» (San Juan de la Cruz, Subida del Monte Carmelo, Libro II, cap. 14, 11).
- Santa Isabel de la Trinidad, Últimos ejercicios, día segundo. También se refiere a este mismo episodio en Cartas, 276: «Para conseguir el ideal del alma es necesario vivir la vida sobrenatural. Es decir, no debemos obrar nunca naturalmente. Hay que ser conscientes de que Dios mora en nuestro interior y que hay que realizar con él todas las cosas. Dejamos de ser entonces superficiales, incluso en nuestras acciones más ordinarias, porque nuestra vida ya no está inmersa en ellas. Las supera. Un alma sobrenatural no trata nunca con las causas segundas sino solamente con Dios. Entonces, su vida se simplifica, se asemeja a la de los Bienaventurados, se libera de sí misma y de todas las cosas. Para ella todo se reduce a la unidad, a ese único necesario de que hablaba el divino Maestro a la Magdalena (Lc. 10,42). Es un alma realmente grande y libre porque tiene su voluntad inmersa en la voluntad divina». La santa carmelita también cita este texto en Cartas, 111; 141; Composiciones poéticas, 82.
- Como ya hemos indicado más arriba, «la palabra “tesoro” indica dónde se halla una persona en su “centro” y lo que más le importa» (Luz, Mateo, I, 503).
- Gomá, Mateo, I, 379, piensa que «por el contexto en que el evangelista ha colocado esta reflexión de Jesús, la “salud” o la “enfermedad” del “ojo interior” coinciden con el iluminado o tenebroso criterio práctico que rige la actitud del discípulo ante la elección de su “tesoro”»; anteriormente (p. 328), había sugerido que aquí se da una mezcla entre dos metáforas que quieren significar una misma realidad: el «ojo sano» y el «corazón simple», que se convierten en el «ojo simple».
- Hermandad de Contemplativos en el Mundo, Fundamentos para vivir contemplativamente en el mundo, Madrid 2019 (2ª ed. corregida), 99.
- Santa Isabel de la Trinidad, Últimos ejercicios, día décimo.
- San Juan de la Cruz, Noche Oscura, Libro I, cap. 13, 15.
- Santa Isabel de la Trinidad, Últimos ejercicios, día tercero, que comenta una frase de Ruisbroeck.
- Como afirma santa Isabel de la Trinidad en los Últimos ejercicios, día tercero: «Es el contacto del Ser divino el que me hará “inmaculada y santa” a sus ojos. Yo concedo esta misma eficacia a la bella virtud de la simplicidad».
- «“Mi alma está siempre en mis manos” (Sal 118,109). Estas palabras estaban resonando constantemente en el alma de mi Maestro. Por eso era siempre el Apacible y el Fuerte en medio de las tribulaciones» (Santa Isabel de la Trinidad, Últimos ejercicios, día segundo).
- Recuérdese la cita de la nota anterior.
- Santa Isabel de la Trinidad, Últimos ejercicios, día decimoquinto.
- «Los Bienaventurados poseen ya ese reposo del abismo porque contemplan a Dios en la simplicidad de su Esencia. Ellos le conocen -dice también San Pablo- como son conocidos de Él (2Cor 3,18). Es decir, por visión intuitiva, con mirada simple» (Santa Isabel de la Trinidad, Últimos ejercicios, día tercero). «¡Qué necesaria es esta bella unidad interior para el alma que quiere vivir en la tierra la vida de los Bienaventurados, es decir, de los seres simples, de los espíritus!» (Santa Isabel de la Trinidad, Últimos ejercicios, día segundo).
- Santa Teresa del Niño Jesús, Cuaderno amarillo, 6.8.8.
- Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrito A, 70vº-71rº.
- Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrito C, 22rº-22vº.
- Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrito C, 33vº-34rº.
- Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrito C, 25rº.
- Santa Teresa del Niño Jesús, Manuscrito C, 36vº.
- Santa Isabel de la Trinidad, Últimos ejercicios, día sexto.
- Santa Isabel de la Trinidad, El cielo en la tierra, día sexto, en el que cita con pocas modificaciones un texto de Ruisbroeck.