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Contenido
- 1. Introducción
- 2. La intercesión de Jesús como raíz de nuestra intercesión
- 3. El problema de la acogida de la salvación
- 4. La relación entre la fe y la oración
- 5. Un modelo de intercesión
- 6. Un modelo de falta de fe
- 7. Un ejemplo de búsqueda de la eficacia de la gracia sin intercesión
- 8. El camino de la intercesión del contemplativo
- 9. La intercesión como misión y su eficacia
- 10. Oración eficaz
- 11. Una visión de conjunto: dinámica y precio de la intercesión
- 12. Los límites de la intercesión
1. Introducción
Advertencia: Dada la importancia y extensión del presente retiro no podemos pretender hacerlo en un solo día. si queremos aprovecharlo adecuadamente lo mejor es servirnos de este material como materia de oración para varios días, dedicándole el tiempo que sea necesario, evitando las prisas y el deseo de acabar en breve con toda la materia.
¿Qué pensaríamos de un sacerdote que se negara a confesar a un feligrés que le pide confesión, o que llegara habitualmente tarde a misa y la celebrara de cualquier modo? Probablemente pensaríamos lo mismo de la monja que no para en el monasterio y está tan pegada a la radio o a la televisión que dice que «no tiene tiempo para rezar».
Pues el mismo juicio merecemos los que hemos recibido la gracia de sabernos llamados a la intimidad con el Señor y nos conformamos con rezar porque nos «ayuda», sin consagrarnos a la oración de intercesión de manera asidua como el medio concreto que tenemos para colaborar de forma eficaz en la salvación para los demás. Esto, que llamamos «intercesión», es la tarea (misión) principal del contemplativo, tanto monástico como secular.
En este sentido, podemos afirmar que el primer «ministerio» del contemplativo secular es la misma oración, a la que se siente llamado personalmente por el Señor cuando nos invita a «orar siempre, sin desfallecer» (Lc 18,1). Por consiguiente, no ora por gusto, ni siquiera por una necesidad personal o general, sino por un encargo del Señor. Eso no quiere decir que en ocasiones no encuentre gusto en la oración; pero no es ésa la motivación que le lleva a entregarse a ella, sino el convencimiento profundo de una misión a la que se siente llamado desde el nuevo ser que Dios le ha regalado. De hecho, el tiempo que dedica a la oración y el modo de realizarla deben responder a este sentido de «ministerio» o misión eclesial, con conciencia clara de que, con su oración, está realizando el trabajo que le corresponde en el Cuerpo de Cristo.
La principal motivación que posee el contemplativo para orar es el absoluto convencimiento de que el Señor le encarga personalmente el ministerio de la oración como su cooperación específica a la extensión del reino de Dios. Entendida así, la oración no será nunca una actividad más entre otras o un quehacer que le beneficia principalmente a él, sino la misión fundamental que le encarga el Señor y que sustenta todo lo que hace (Fundamentos, VI,2,A,a: Orar como misión).
¿Cumplimos esa misión de verdad? Quizá no la conocemos o no la valoramos suficientemente. Este retiro tiene que ayudarnos a tomar conciencia de nuestra misión como una tarea fundamental de nuestra vida, a conocerla mejor, a descubrir la gran responsabilidad que tenemos en cumplirla, y a animarnos a llevarla a cabo con generosidad y alegría. Debemos plantearnos si tenemos un sentido de misión. Misión supone que tenemos una vocación, que hemos sido llamados por el Señor a algo. Y la vocación-misión nos lleva a la consagración: sabernos consagrados a Dios y a la oración como tarea ineludible; por supuesto sin necesidad de salir de la familia, del trabajo o de las actividades seculares que nos son propias. Se trata de una consagración que se plasma en una entrega a la oración de intercesión.
Es verdad que valoramos la oración, pero ¿valoramos la intercesión?; ¿conocemos lo que es la intercesión? En principio hay que suponer que nadie la conoce, porque parece que a nadie le interesa. La intercesión es la oración eficaz, según nos dice el Señor: «Si pedís algo al Padre en mi nombre, os lo dará» (Jn 16,23; cf. 15,17). Pero, aunque esto parezca extraordinario, en el fondo a nadie le interesa; nadie se entera de lo que está en juego. Porque si nos enterásemos tendríamos que dedicarnos a la intercesión. Y no nos interesa porque sospechamos que la intercesión tiene un precio, al igual que la redención tiene un precio. Lo fácil es quedarnos con la paz y la seguridad que nos da una oración cómoda, procurando no plantearnos ir más allá por si eso nos complica la vida.
Con este retiro pretendemos tomar conciencia de que tenemos una misión como tarea fundamental de nuestra vida, la intercesión. Y para eso vamos a conocerla, a descubrir que en ella tenemos nuestra gran responsabilidad, y a encontrar el modo de llevarla a cabo con generosidad y con alegría. Esto es importante, porque el gozo es la garantía de que una misión viene de Jesús. La intercesión no puede ser una carga, una obligación o un peso. Jesús no viene a ponernos más cargas, sino a regalarnos la alegría y la plenitud de la salvación. De modo que, si vivimos la gracia y la misión como una carga, eso indica que lo estamos entendiendo mal. Y para hacerlo como una carga es mejor que no lo hagamos.
Y para empezar, lo primero que tenemos que hacer es contemplar al Señor, que nos manda orar ante las dificultades más grandes o «imposibles». Jesús sabe que hay realidades difíciles e incluso imposibles, y nos enfrenta a ellas, pero no diciendo que consigamos medios, dinero o gente para llevarlas a cabo, sino de un modo muy distinto:
Al ver a las muchedumbres, se compadecía de ellas, porque estaban extenuadas y abandonadas, «como ovejas que no tienen pastor». Entonces dice a sus discípulos: «La mies es abundante, pero los trabajadores son pocos; rogad, pues, al Señor de la mies que mande trabajadores a su mies» (Mt 9,36-38).
El Señor ve la necesidad de llevar luz y salvación a la gente que ha perdido el sentido de su vida. Ve que hacen falta personas preparadas, instrumentos suyos que lleguen a aquellos que no le conocen, y les trasmitan fielmente el mensaje de salvación. Y lo que Jesús les dice es «orad». A nosotros nos parece mejor hacer convocatorias, reunir a la gente, hacer propaganda…, emplear medios que garanticen la eficacia humana en la proporción que esperamos.
Y Jesús va más lejos de su invitación a orar: les asegura a los suyos que su oración será siempre escuchada, con un fruto asombroso, a condición de que nazca del Espíritu y se realice «en su nombre»:
En verdad, en verdad os digo: si pedís algo al Padre en mi nombre, os lo dará. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre; pedid, y recibiréis, para que vuestra alegría sea completa (Jn 16,23-24).
No han pedido nada hasta ese momento porque no han sabido hacerlo; y no han podido orar porque todavía no han recibido el Espíritu Santo. No olvidemos que el Espíritu Santo no es una «fuerza» espiritual que proviene de Dios; es una persona que habita en nosotros y es el que ora en nosotros. La oración es eficaz cuando pedimos en el nombre del Señor. La expresión «en el nombre» significa «identificado con», «unido a». Por eso, si puedo decir con san Pablo: «No soy yo el que vive, es Cristo quien vive en mí» (Ga 2,20), entonces es que ya no oro yo, es Cristo el que está orando en mí; y el Padre no puede dejar de responder a esa oración que hace en mí el Hijo por medio del Espíritu. Podemos ya intuir que estamos ante una oración que nada tiene que ver con rezar de carrerilla un padrenuestro o encender una vela a un santo…
Jesús nos dice, además, que cuando pedimos «en el nombre del Señor», nuestra alegría es completa (cf. Jn 16,25) porque experimentamos la maravilla del Dios que actúa en la eficacia de la oración. Se trata de la alegría de Dios que quiere actuar en nosotros y en los demás; y su gracia llena de gozo a los que reciben la salvación, pero también a los que han orado en Cristo y ven cómo se realiza la salvación de Dios. Por eso la intercesión es una responsabilidad, pero también nos proporciona el gozo de saber que podemos colaborar eficazmente al prodigio permanente de la gracia en el mundo, al milagro constante de un Dios que actúa haciendo maravillas ante tantas necesidades que tiene la humanidad. Y eso llena una vida.
El que cree en mí, también él hará las obras que yo hago, y aun mayores, porque yo me voy al Padre. Y lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si me pedís algo en mi nombre, yo lo haré (Jn 14,12-14).
Cuando Jesús va al Padre y nos envía el Espíritu Santo, nosotros podemos hacer obras más grandes que las que ha hecho Jesús. El Padre y el Hijo tienen un gran interés en que se realice la obra extraordinaria de la salvación. Y esa obra glorifica al Padre en el Hijo. Por eso puedo decir con toda razón que en la oración me asimilo a Cristo y lo «re-presento» (lo hago presente) en su relación con el Padre; de modo que, a través de mí, Cristo da gloria al Padre. Yo no puedo dar gloria al Padre porque él es el único que puede glorificar al Padre; pero he recibido el Espíritu Santo que me identifica con el Hijo y me llena del amor de Dios-Trinidad; y ese amor se derrama en los demás, a través de mí, por medio de la intercesión. Ésa es la maravilla que vemos en los santos y que tendría que ser lo normal en nosotros… si creyéramos de verdad en el Espíritu Santo y en que, por su acción, «re-presentamos» a Cristo; y si, como fruto de esa fe, dejáramos que el Espíritu Santo viviera y actuara con total libertad en nosotros…
La promesa que hace Jesús sobre la eficacia de la oración es tan extraordinaria que si la creyéramos de verdad no nos costaría aceptar que la oración sea para el contemplativo secular no un mero quehacer opcional, ni mucho menos una obligación, «sino la realidad que empapa toda su vida; de modo que pueda decir en verdad: “La oración es mi vida porque se confunde con mi propia existencia; es como la respiración de mi alma: vivo para orar y oro para vivir”» (Fundamentos, VI,2,A,a: Orar como misión). Y todo esto, sin necesidad de apartarse del mundo o asumir una vida distinta a la vida secular a la que Dios nos llama para ser santos.
2. La intercesión de Jesús como raíz de nuestra intercesión
El modelo y la raíz de nuestra intercesión es Jesucristo. Al contemplarlo, vemos que llama a sus discípulos y los convierte en sus apóstoles, dándoles la gracia, el poder, la responsabilidad y la luz para cumplir su misión. Sin embargo, el Señor es plenamente consciente de la dificultad que supone sembrar su palabra en un mundo que se empeña en correr en sentido contrario a esa palabra. Hace falta que haya muchos y buenos testigos de Cristo en medio de un mundo hostil. Y ante esa necesidad universal y ante la dificultad que supone llevar esa gracia a ese mundo, el Señor no les da consejos de marketing para «vender» mejor el producto, sino que les pide que oren, como veíamos antes (cf. Mt 9,36-38). Hemos de suponer que, cuando el Señor pide que se rece ante el reto más importante que él mismo tiene, que es la obra de la salvación, no se refiere a cualquier modo de oración, sino a una manera de orar que resulte verdaderamente «eficaz» ante las dificultades y los problemas más importantes, y ante el problema «insoluble» de la salvación. Y eso lo podemos aplicar también a los problemas más graves, o incluso imposibles, que nos encontramos en el camino de la vida.
Eso nos lleva a contemplar al mismo Jesús, que es el modelo de nuestra oración y el único cauce por el que podemos entrar en la verdadera oración «eficaz». Para eso vamos a fijarnos en la carta a los Hebreos, que nos ofrece la clave de la oración eficaz:
Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, siendo escuchado por su piedad filial (Heb 5,7).
Cristo en Getsemaní, a gritos y con lágrimas, con sudor de sangre, ora al Padre. Y la carta a los Hebreos, al decirnos que «fue escuchado», nos está diciendo que su oración fue realmente eficaz; eso nos pone en la pista para entender lo que es la intercesión. Quizá pueda parecer que su oración no obtuvo resultados, puesto que pedía ser liberado de la muerte y no se le evitó la cruz. Él pedía: «Si es posible, que pase este cáliz» (Mt 26,39). Y el cáliz no pasó. Pero, ¿de qué cáliz estamos hablando? Porque parece que hay una contradicción: en el Huerto Jesús reza, pide algo y no se le concede; y la carta a los Hebreos nos dice que el Padre escuchó la súplica del Hijo. Pero no podemos pensar que la mayor preocupación de Jesús en ese momento fuera el sufrimiento ante la pasión que se le venía encima. ¡Cuántas personas, con fe o sin ella, han afrontado a lo largo de la historia una muerte cruel con más temple que el que encontramos en el Jesús abatido de Getsemaní!
Resulta inimaginable que no podamos encontrar en el Señor la serenidad y la dignidad que vemos en otras personas en circunstancias parecidas, las cuales, incluso, carecen de fe. Hemos de reconocer que tiene que existir otro motivo, muy importante y profundo, que explique el dolor, la angustia y el desgarro del Hijo de Dios, aparte del mero sufrimiento que supone su martirio inminente.
En la contemplación del Señor tenemos que descubrir qué le preocupa a Jesús, por qué reza, qué pide, qué necesita… Tengamos en cuenta que la gran preocupación del Señor era la salvación de la humanidad, y en ese momento estaba experimentando la tentación, la prueba interior, la lejanía del Padre, el abandono de los suyos… todo lo cual le lleva a la tentación del convencimiento de que es imposible salvar al mundo. Está solo, abandonado, fracasado. Su obra de formar a unos hombres que continúen su misión se ha malogrado, porque los discípulos no le han comprendido, están dormidos a pesar de haberles pedido que le acompañen en su oración, nadie se ha dado por aludido de su mensaje, va a morir y con él van a morir todas las esperanzas de salvación y de luz, su obra va a desaparecer, su vida no tiene sentido…
En Getsemaní vemos el momento álgido de la historia, en el que el hombre por antonomasia se enfrenta al mayor reto que existe, que es mantener la misión de salvar al mundo ante la evidencia de que esa obra extraordinaria resulta ya imposible. Humanamente hablando lo que él siente es la lejanía del Padre y el fracaso de su misión. Se va a perder todo aquello por lo que ha dado la vida.
Quizá pueda ayudarnos la contemplación serena de los detalles del sufrimiento del Señor, si nos apoyamos en la «Contemplación litánica de Getsemaní», que nos detalla lo que este misterio muestra:
- -La impotencia ante la misión,
- -la angustia frente el futuro,
- -el abandono de todos,
- -la indiferencia de los cercanos,
- -la oscura traición del amigo,
- -la lejanía de Dios,
- -la oscuridad absoluta,
- -la soledad total,
- -la falta de fuerzas,
- -la tentación oscura y amenazante,
- -el corazón inundado de tristeza y angustia,
- -la mirada lúcida a la verdad,
- -la mirada que descubre el pecado,
- -descubrir todos los pecados del mundo,
- -la tristeza infinita por el mal,
- -aceptar llevar todo este peso,
- -el sentimiento de fracaso total,
- -la angustia ante la inutilidad de la pasión,
- -aceptar morir como el grano de trigo para dar fruto,
- -sufrir anticipadamente la cruz,
- -experimentar el abandono de Dios,
- -la aceptación mantenida del dolor,
- -el alma llena de mortal aflicción,
- -caer por tierra, destrozado,
- -sufrir hasta sudar sangre,
- -experimentar la muerte sin morir.
La contemplación de Cristo en el Huerto nos permite atisbar lo que sucede en su corazón en esos momentos, que no es otra cosa que un acto puro de intercesión, que ilumina nuestra intercesión y le da sentido como continuación de la suya. Lo que en esos instantes soporta el Hombre de la Agonía sobre su corazón es el conjunto de realidades a las que acabamos de aludir, concentradas en un momento sobre la mayor sensibilidad humana que ha existido. Siguiendo las letanías, podemos ver la actitud de Jesús ante toda esa realidad que lo aplasta:
- -Abandonarse a la voluntad de Dios,
- -abandonarse a la voluntad de los pecadores,
- -volverse al Padre en oración,
- -insistir y renovar la oración,
- -suplicar que se aleje el cáliz,
- -aceptar la voluntad del Padre.
Esta actitud nos descubre que la clave principal que explica Getsemaní es el modo de orar de Jesús. Cuando llega hasta el límite y roza la desesperación y la locura, acepta todo con una mirada lúcida de amor y traspasada de dolor. Y sin cerrar los ojos del alma, sin negar nada, sin huir ni culpabilizar o excusarse, toma en sus manos su vida, convertida en polvo, y la ofrece al Padre, sin renunciar al fruto de la misión a la que se ha entregado y le ha llevado hasta ese negro pozo de amargura en el que se encuentra. Y su oración consiste en enfrentarse abiertamente, cara a cara, al imposible que supone mantener vivo lo que a todas luces ha desaparecido, en aceptar la tentación que le asegura que no tiene sentido seguir luchando por ese imposible… Y nos encontramos así en el momento crucial de la vida de Jesús, el momento de la tentación más fuerte, del desgarro más doloroso y la oscuridad absoluta. Es el momento en el que su lucha titánica se convierte en oración. Porque en ese momento, poniendo en juego todas sus fuerzas, rescata de su corazón el acto más puro de amor, de confianza y de abandono; el acto que toma forma de oración: la oración más verdadera y eficaz que existe.
Al contemplar así la oración de Jesús como expresión viva de la entrega real de la vida, podemos entender el que, a partir de Getsemaní, Jesús pueda afrontar la pasión con una serenidad asombrosa, y pueda consolar a las mujeres, y perdonar a los que lo matan… Puede hacerlo porque ya se ha entregado plenamente en Getsemaní. Para contemplar el fruto de esta oración del Señor podemos servirnos nuevamente de las letanías, en las que vemos, en todos sus detalles, que el fruto es:
- -Aceptar la misión encomendada con todas las consecuencias,
- -el amor invencible a Dios,
- -el silencio humilde y receptivo,
- -el sometimiento total a Dios,
- -la lucha fiel hasta el final,
- -la mansedumbre sin vacilaciones,
- -la bondad sin amargura,
- -el amor heroico a los demás,
- -la intercesión por los afligidos,
- -el consuelo de los que sufren angustiados,
- -el estímulo para quienes están tentados,
- -la comprensión para todos los dolores,
- -el amor incondicional a los pecadores,
- -recibir el consuelo del ángel,
- -dar la mayor gloria al Padre.
A la luz de lo que venimos viendo, podemos entender por qué nadie quiere la intercesión; por qué incluso muchos monjes y monjas se entretienen en mil tareas para evitar la intercesión. Y es que sospechamos el precio de la intercesión y tratamos de evitarla; y para ello la desvirtuamos y la convertimos en una caricatura, reduciéndola a la recitación de unas cuantas oraciones mecánicas. Por eso necesitamos descubrir lo que encierra la oración de Jesús en el Huerto: porque es lo único que nos permite entender de verdad lo que es la intercesión. Se trata de un modo de orar que, aunque sea fascinantemente eficaz, no es cómodo ni fácil, porque no busca el propio interés ni el propio consuelo, porque tiene un alto precio, el precio del amor, tal como nos recuerda el Señor cuando dice que «nadie tiene amor más grande que el que da la vida» (Jn 15,13), y que el grano de trigo «si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24). Y si esto es verdad, no podemos inventar una manera de intercesión en la que se pueda dar fruto sin morir.
Así pues, estamos en condiciones de empezar a entender lo que es la intercesión, aceptando la base de la misma, que es una determinada mirada interior que Dios regala a los que llama a este modo de orar: una mirada que duele, que incomoda, que desinstala, que hace sangrar nuestro corazón, que compromete la vida y que estamos obligados a mantener a cualquier precio, fielmente, a contrapelo del mundo, en medio de la oscuridad y de las tentaciones contra la fe… De hecho, todos vemos conflictos, problemas e injusticias a nuestro alrededor. Y la mayoría de personas percibe todo eso como la falta de justicia o de educación, o como la ofensa que les hacen. Pero si nosotros podemos ver más profundamente y descubrimos el daño espiritual que se hacen esas personas enfrentadas, la fuerza del pecado en un hijo de Dios, la ofensa y el dolor de Dios ante el pecado de los hombres… es porque el Señor nos ha dado una mirada distinta, una mirada semejante a la suya. Y si sentimos que no podemos permitirnos apartar la mirada para no sufrir, sino que debemos mantenerla, aunque nos desgarre el corazón…, entonces esa mirada se constituye en el signo de una vocación.
Esa mirada nos dice que Dios nos está llamando a la intercesión. Y la intercesión empieza precisamente por mantener esa mirada. Y no podemos permitirnos el enfado, la rabia, el desahogo, la reacción airada -aunque tengamos todo el derecho del mundo a ello- porque eso supondría salirnos de esa mirada, sería intentar compensar humanamente el dolor que esa mirada nos proporciona. Cuando nos obligamos a permanecer en esa mirada que, a su vez, nos lleva a permanecer con el corazón desgarrado, y renunciamos a la compensación fácil, humana, inmediata…, entonces empezamos a entrar en el camino de la intercesión, planteándonos qué hacemos con esa mirada: ¿Huimos?, ¿nos enfadamos?, ¿nos desahogamos?, o ¿nos agarramos a esa mirada y nos mantenemos en ese desgarro al que nos lleva?
Pero no podemos mantenernos en ese desgarro sin más ni más. Ese desgarro tiene que ponerse en relación con Dios. Eso es lo que hace Jesús en Getsemaní. En el fondo se trata de dejar que nos crucifique esa mirada, viendo en esas circunstancias difíciles el dolor de Dios, que tiene que contemplar en qué convertimos todo el amor que supone el habernos creado y redimido a tan alto precio. Se trata, por tanto, de aceptar esa «crucifixión» interior, renunciando a la compensación fácil que supone «rezar un padrenuestro» por esa situación o persona.
Esa mirada que recibimos, eco de la de Dios, debe disponernos, como vemos en Jesús en Getsemaní, a abandonarnos en las manos del Padre, haciendo coincidir nuestra voluntad con la suya. En este sentido, cuando él ora en el Huerto diciendo «no se haga mi voluntad, sino la tuya» (Lc 22,42), está recogiendo el eco de lo que el Verbo había dicho en el momento de entrar en el mundo por encarnación: «No quieres sacrificios ni ofrendas, pero me has dado un cuerpo […].Entonces yo digo: Aquí estoy para hacer tu voluntad »(Heb 10,7). Así, en Getsemaní se cierra el proceso que se inició en la encarnación.
En ambos casos estamos ante la vocación-misión del Hijo de Dios, que es el modelo de nuestra vocación-misión, por la que nos situamos ante esa circunstancia negativa o dolorosa que nos presenta la vida y que nos desgarra el corazón, y le decimos también al Padre: «Aquí estoy yo». Y como el Hijo podemos decir: «No quieres una vida de sacrificios, sino el sacrificio de una vida». Porque no se trata de ofrecer a Dios nuestros pequeños sacrificios, oraciones y privaciones, sino de ofrecer la propia vida. Porque, ¿de qué nos sirven esos sacrificios si no le damos la vida? Ésa entrega total es la verdadera respuesta al mal del mundo. Y ahí encontramos la garantía de la más segura eficacia de la verdadera oración de intercesión.
Más aún: En ese momento tan importante, Jesús, cuando ve que los suyos están dormidos, que se han desentendido, que le han dejado solo, no les reprocha su cobardía o su mediocridad, sino su falta de oración: «Velad y orad para no caer en la tentación, pues el espíritu está pronto, pero la carne es débil» (Mt 26,41).
Tal como hemos apuntado y veremos más adelante, la oración del contemplativo tiene una estrecha relación con la oración de Jesús, por eso hemos de aprender de Jesús a orar del modo que él lo hace, porque la oración del contemplativo es la continuidad terrestre de la oración de Jesús glorioso. Él, por ser hombre, tiene una humanidad gloriosa en el cielo y sigue realizando en el cielo la obra que realizó en la tierra: ser el mediador entre Dios y los hombres. Y ahora él sigue esa obra intercediendo permanentemente por nosotros en el cielo. Y esa intercesión celeste es prolongada por los que participan de ella como vocación-misión. Igual que hay una vocación en la Iglesia para continuar ahora en la tierra la curación a los enfermos que realizaba Jesús en su ministerio terreno, hay una vocación de hacer presente y continuar la intercesión de Cristo en el cielo. Razón por la cual el orante tiene que mirarse siempre en el espejo del Señor para no desvirtuar su vocación y su misión de intercesión.
El vínculo esencial entre nuestra oración y la oración permanente del Verbo es el fundamento de la oración cristiana y de la misión principal del contemplativo, que consiste, por eso mismo, en ser «sacramento» de la oración de Cristo. Como todo sacramento es el signo visible que hace realidad lo que significa, de igual manera el contemplativo hace visible y eficaz en la actualidad la oración celeste de Cristo. La importancia de este don y de esta misión explica y justifica que existan personas que dediquen su vida a orar, consagrándose a hacer presente en su propia vida y en el mundo la permanente intercesión del Hijo de Dios, que es fruto de su comunión de amor con el Padre y con los hermanos (Fundamentos, VI,2,A,a: Orar como misión).
Orar no puede ser para nosotros el relacionarnos con Dios porque nos gusta, nos interesa o queremos pedirle algo, sino continuar la oración de Cristo, que, a través del Espíritu Santo, sigue orando en nosotros; y nos permite ofrecerle nuestro cuerpo, nuestra vida y nuestra oración para que su oración celeste tenga un «cuerpo» terreno que le dé continuación terrena e histórica.
En este sentido, la participación en la oración de Cristo acerca al contemplativo a la oración de Jesús, especialmente a su oración en Getsemaní, y le permite compartir los sentimientos y actitudes del Orante por antonomasia. Esa participación comienza por el conocimiento profundo de Jesús, a partir del cual vamos asimilando nuestros sentimientos, actitudes, disposiciones, deseos y voluntad a los suyos, que conocemos y que reviven en nosotros y nos hacen participar del corazón orante del Orante. Así pues, orar es hacernos conscientes de los sentimientos y actitudes de Cristo y acogerlos. Para eso Dios le da al contemplativo una especial percepción de su gracia y del mal que existe en el mundo, en la Iglesia y en sí mismo. Y eso le rompe interiormente, porque se trata de una mirada que le impide ver el mal del mundo como un mero espectador, y esa percepción le hace muy sensible al mal: primero, porque al verlo con más claridad es más consciente de él, lo ve con una profundidad que no se percibe a simple vista y le duele especialmente; y, además, porque el hecho de verlo con más profundidad significa que está implicado en ello, que es en gran medida responsable de ese mal y que Dios le llama a actuar eficazmente para responder con la única respuesta verdadera que tiene el mal, que es la salvación de Cristo.
Ahora podemos entender que, si bien la intercesión es una misión apasionante y extraordinaria, sin embargo tiene un precio que muy pocos están dispuestos a pagar y que explica que muchos se predispongan contra esa responsabilidad desentendiéndose de ella y renunciando a esa mirada para no plantearse la tarea de la intercesión. Por eso hay tan poco interés en este modo de orar entre los cristianos, incluso entre los que están llamados a vivir de y por esa oración como su misión específica en la Iglesia y en favor del mundo.
A eso es a lo que el Señor se refiere cuando, a propósito de que hay que «orar siempre sin desfallecer», dice: «Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?» (Lc 18,8). Es decir, ¿encontrará a alguien a quien le interese esta tarea, esta forma de responder al mal? Se lo pregunta porque ya podía prever que la mayoría de nosotros iba a mirar para otro lado. Y a esa pregunta tenernos que darle nuestra respuesta personal en este retiro. Una respuesta que exige de nosotros una profunda y humilde contemplación de Jesucristo y una gran sinceridad con nosotros mismos. Sólo así purificaremos nuestra intención y estaremos dispuestos a imitar al Señor de verdad.
3. El problema de la acogida de la salvación
En este punto podemos preguntarnos por qué darle este dramatismo a la intercesión cuando trata de hacer eficaz la salvación de Cristo que tiene la mayor de las eficacias. Ciertamente la redención es algo perfecto e infinitamente eficaz. Pero el problema que exige una respuesta singular por nuestra parte, como es la intercesión, no es tanto la redención cuanto la «acogida» de la misma por parte del hombre. Jesucristo con su encarnación, muerte y resurrección ha realizado la obra de la salvación de toda la humanidad. Sin embargo, la situación del mundo demuestra que esa salvación no ha llegado, en la práctica, a una gran parte de la humanidad. Existen conflictos en todos los niveles, injusticias, sufrimiento, el vacío en el que viven tantas personas, tantos que viven y mueren sin conocer a Dios, tantos que se condenan… Y eso no se debe a que Jesús no nos haya salvado, sino a que esa salvación no es acogida por el hombre. Para que nos salvemos es necesario que el Señor nos salve y que nosotros acojamos la salvación. Ésa es la importancia de la tarea misionera: dar a conocer la salvación a los que no la conocen, para que la acojan y puedan salvarse, más allá de las ayudas materiales que necesitan y que, por supuesto, hay que proporcionarles.
Dios ha dado la respuesta eficaz al pecado y al mal por medio de su Hijo Jesucristo, que nos ha salvado con su amor inmolado. Lo que tiene una indiscutible eficacia sobrenatural. Por eso Jesús curó a algunos enfermos y resucitó a algunos muertos -pero no a todos- como signo de que venía a ofrecer una curación y una resurrección distintas, sobrenaturales. Pero el que la salvación sea sobrenatural no significa que no sea real, enormemente eficaz; pero tampoco que tenga un fruto mecánico o mágico. Posee una eficacia que requiere de la acogida y de la colaboración del ser humano, puesto que éste no es una máquina ni una marioneta, sino un ser libre. La salvación es el fruto de esas dos acciones: por una parte, la acción de Dios, que nos regala la filiación divina y la vida eterna por medio de su Hijo y a través del Espíritu Santo; y, por otra, nuestra libertad, que acoge o rechaza ese regalo.
Del hecho de que uno reciba o rechace libremente la gracia depende que ésta pueda actuar o no. Y para que llegue a actuar en el mundo es necesario que la gracia llegue a todos. Y no va a llegar ni mágica, ni automáticamente. Esto se verá más claramente al contemplar la multiplicación de los panes y los peces, donde podremos comprobar que Jesús puede hacer el milagro él solo, pero quiere contar con sus discípulos para hacerlo. Por eso les pide que colaboren con él para alimentar a esa multitud diciéndoles: «Dadles vosotros de comer» (Mc 6,37). Resulta significativo que reclame la colaboración de los suyos cuando «bien sabía él lo que iba hacer» (cf. Jn 6,6), es decir, el milagro.
Esta afirmación del Evangelio choca con determinada interpretación, supuestamente exegética, que deja al lado el milagro de la multiplicación de los panes para afirmar que el verdadero prodigio es la solidaridad de aquella multitud que compartió lo que tenía haciendo posible con los medios humanos que todos comieran. De ese modo se excluye el milagro que hace Jesús, dando a entender que no necesitamos su milagro, porque está en nuestra mano solucionar los problemas sin necesidad de recurrir a Dios. Sin embargo, la realidad es la contraria: necesitamos a Dios precisamente porque no somos capaces de resolver nuestros problemas más importantes, especialmente el de la salvación. Ciertamente en nuestra mano está lo posible, pero para lo imposible necesitamos a Dios. Y la redención es un imposible para el hombre. Por esa razón, el Señor nos anima a aspirar a imposibles, y no a rebajar el cielo hasta convertirlo en el paraíso terreno que puede fabricar el hombre para eludir el hecho de que la gloria es imposible para nosotros.
La Iglesia, es decir los que nos decimos seguidores de Jesucristo -todos, sin excepción- tenemos la misión de hacer llegar a toda la humanidad la fuerza de la gracia de Dios que nos ha traído su Hijo y que nosotros hemos recibido por la acción del Espíritu Santo que él nos ha dado.
Para hacer esto posible, Jesús nos da a los suyos su misma misión y la fuerza invencible que la sustenta:
Jesús subió al monte, llamó a los que quiso y se fueron con él. E instituyó doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar, y que tuvieran autoridad para expulsar a los demonios (Mc 3,13-15).
Id y proclamad que ha llegado el reino de los cielos. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, arrojad demonios (Mt 10,7-8)1.
Recibid el Espíritu Santo; a quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos (Jn 20,22-23).
Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo que va a venir sobre vosotros y seréis mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría y hasta el confín de la tierra (Hch 1,8).
Jesucristo tiene un gran interés en que su mensaje, su gracia y su salvación lleguen a toda la humanidad. Entonces, ¿por qué razón no llega la gracia de Dios al mundo con la fuerza necesaria para transformarlo? Es más, ¿por qué no llega la gracia de Dios a los cristianos, a los que van a misa, a nosotros mismos? Sabemos que Dios acabará triunfando en la lucha del bien contra el mal. Pero no da igual que ese triunfo se retrase por nuestra culpa, o que queden en la cuneta del camino multitud de víctimas de las que, en mayor o menor medida, somos responsables. Si somos la luz del mundo y el mundo está en tinieblas, ¿a quién vamos a culpar?
¿Cuál es, por tanto, la razón de este fracaso de la gracia y de la salvación? Hay que responder diciendo que la principal razón del fracaso de la gracia en tantas almas y en tantas situaciones es nuestra falta de fe. Y a eso se refiere el Señor, cuando se pregunta: «Cuando venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?» (Lc 18,8), lo que nos señala la causa del problema. Algunos se excusarán pensando que tienen fe y diciendo: «Nosotros ya creemos en Dios»; pero también el demonio cree en Dios, y más que nosotros, y eso no le sirve para salvarse, ni para hacer ningún bien (cf. St 2,19). Por eso el Señor nos dice: «Si tuvierais fe como un granito de mostaza, diríais a esa morera: “Arráncate de raíz y plántate en el mar”, y os obedecería» (Lc 17,6)2. Lo que significa que Dios no puede actuar en muchos casos; y su palabra, su luz y su gracia no llegan a multitud de personas porque nosotros no tenemos verdadera fe en la gracia. Si nuestra fe fuera como un granito de mostaza, al ver tanta necesidad, la pondríamos en manos de Dios como ejercicio de fe. Al no ponerla, nos hacemos responsables, en gran medida, del mal que existe en el mundo.
Es innegable que la Iglesia y los cristianos hemos entregado al mundo infinidad de esfuerzos y de vidas consagradas a ayudar a los demás. Pero en multitud ocasiones, sobre todo en la actualidad, muchos de esos esfuerzos se llevan a cabo simplemente dando respuestas humanas a necesidades humanas, sin apoyarse en una fe viva. Eso hace que la mayor parte de las energías, esfuerzos e instituciones que la Iglesia pone al servicio del mundo no se diferencien mucho del trabajo y de las motivaciones que pueden tener los voluntarios de cualquier ONG. Y la prueba es que las mismas ONG cristianas se diferencian cada vez menos de las no cristianas, dada la dificultad que existe para que mantengan una identidad y unos criterios eclesiales y evangélicos.
Por esa falta de fe acabamos conformándonos con frecuencia con pretender metas accesibles a nuestras posibilidades humanas, aspiramos sólo a lo que podemos hacer con nuestras fuerzas y renunciamos al milagro de la gracia al que Dios nos llama. Los sacerdotes o los padres cristianos renuncian a que sus fieles o sus hijos sean santos, porque no encuentran en ellos un eco a esa meta, y se conforman con que colaboren en algunas tareas parroquiales o domésticas, o con que no sean malas personas. Al final aspiramos a los mínimos, puesto que ellos nos dan la seguridad de saber que contamos con el resultado humano que podemos conseguir con nuestro propio esfuerzo sin arriesgarnos a más. Esto no es algo nuevo: también les pasaba a los apóstoles, que se vieron impotentes para dar respuesta a determinadas situaciones de necesidad, a pesar de haber recibido el mandato del Señor y su gracia para realizarlo. Como sucedió en el caso de su fracaso al intentar curar a un niño endemoniado:
Los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron aparte: «¿Y por qué no pudimos echarlo [al demonio] nosotros?». Les contestó: «Por vuestra poca fe. En verdad os digo que, si tuvierais fe como un grano de mostaza, le diríais a aquel monte: “Trasládate desde ahí hasta aquí”, y se trasladaría. Nada os sería imposible» (Mt 17,19-20).
Volveremos sobre esto más adelante. Mientras tanto, vendría bien recordar a los santos que nos ofrecen multitud de ejemplos contrarios a esta actitud de los apóstoles, y constituyen una prueba incontestable de la fuerza que tiene la gracia de Dios en la realidad concreta de las necesidades humanas. Ellos nos demuestran lo que podría hacer Dios a través de nosotros si tuviéramos verdadera fe y le dejásemos actuar. Por eso se podría decir de nosotros lo que dice el Evangelio de los paisanos de Jesús: «Y no hizo allí muchos milagros, por su falta de fe» (Mt 13,58). Tengamos, pues, en cuenta que es muy fácil echarle la culpa a los demás porque no creen, o no se comprometen o no tienen valores…, y ocultar así nuestra parte de responsabilidad, olvidando nuestra falta de fe y sus consecuencias.
4. La relación entre la fe y la oración
Ante la evidente impotencia o la poca eficacia de nuestros esfuerzos, solemos refugiarnos en lo que entendemos por «eficacia» de la oración; una eficacia que suponemos, pero en la que no terminamos de creer; de modo que la oración para nosotros acaba siendo una excusa para ocultar nuestra falta de fe. El resultado de esa falta de fe es que convertimos la intercesión en una justificación de nuestra impotencia, y en un modo de endosarle a Dios la responsabilidad del mal que vemos en el mundo. Es como si, ante cualquier situación de sufrimiento, de escándalo o de falta de fe, dijéramos: «Puesto que se trata de algo imposible o muy difícil, y yo no soy capaz de darle respuesta, le pediré a Dios que lo solucione». Y así, le pedimos a Dios que lo arregle, sin plantearnos lo que tenemos que hacer, y sintiéndonos buenos porque, además, estamos rezando por esa situación.
De ese modo ponemos toda la carga de la responsabilidad en Dios, y logramos eludir nuestra responsabilidad, diluyéndola en la oración. Así, nos convencemos de que el hecho de acudir a Dios prueba nuestra fe y nuestra confianza en su amor, en su poder y en su misericordia para con nosotros. Aunque, realmente, nuestra oración lo único que pretende en el fondo es autoconvencernos de que hemos «hecho» algo eficaz para solucionar determinado problema, cuando en realidad nos hemos limitado a «hacer» unas oraciones o sacrificios para «conseguir» que Dios haga algo que no parece dispuesto a hacer. Con nuestra petición o nuestro pequeño sacrificio podemos limitarnos a «hacer» algo práctico y fácil que nos deje tranquilos, mientras le endosamos la responsabilidad a Dios. Es significativo, además, que exista una proporción en esa forma de trueque en el que convertimos la oración: según la importancia o la dificultad de la situación, determinamos una cantidad de oraciones o un tipo de sacrificios que hay que hacer; y que, una vez hechos, nos permiten quedarnos tranquilos. Evidentemente estamos ante una forma de intercesión que nos resulta muy fácil y práctica.
Pero la realidad es que, mientras parece que apelamos a la bondad de Dios, lo que hacemos es proclamar su dureza -o, incluso, su «crueldad»-. Éste es el motivo por el que muchos cristianos se sienten decepcionados por Dios, o se enfadan con él, cuando «no escucha» sus oraciones; es decir, cuando Dios no obedece lo que ellos le exigen, a pesar de haberle dado en pago unas oraciones o sacrificios más o menos generosos.
La razón de la ineficacia de la oración de petición en la que ponen sus esperanzas tantos cristianos es que no es una oración cristiana, sino pagana. Ciertamente, ningún cristiano negará el valor de la oración, pero para la mayoría ésta se limita a la mera petición, principalmente de carácter vocal, aplicada sólo a lo que nos interesa a nosotros, no a lo que le interesa a Dios. Decimos «hágase tu voluntad», pero pretendemos que él haga la nuestra. Por eso, cuando un cristiano se encuentra con un sufrimiento o un problema de difícil solución, se plantea: «¿Qué puedo hacer si no está en mi mano resolverlo?»; y se responde: «Pues, sencillamente, puedo rezar por ello». Esto se aplica a nuestros propios intereses o a las necesidades de los demás. Lo solemos decir con frecuencia: «No te preocupes, rezaré por ti». Incluso añadimos una afirmación profética: «Ya verás cómo se soluciona». Si no nos olvidamos de nuestra promesa, la cumpliremos rezando unas oraciones por esa persona, pero sin tener ninguna seguridad de que se vayan a resolver sus dificultades. Ciertamente confiamos en ello, pero como el que espera que le toque la lotería. Pedimos que Dios solucione el problema, para evitar los sufrimientos, pero se nos olvida preguntarle a Dios qué es lo que él quiere; y nos quedamos satisfechos, pensando que hemos afrontado ese problema por medio de la oración de intercesión.
Esto nos obliga a recordar que la «oración» es uno de los elementos fundamentales de cualquier religión; y no es exclusiva del cristianismo, ni siquiera de las religiones del libro. Los paganos oraban y hacían sacrificios a sus dioses, que eran seres poderosos, excelsos, que vivían alejados y desentendidos de los hombres, a los que imponían, tiránica y cruelmente, su voluntad. Para sobrevivir al poder de los dioses, los seres humanos tenían que congraciarse con ellos y arrancarles su ayuda en los asuntos más problemáticos o dolorosos. Esto se lograba por medio de oraciones y sacrificios, que ponían de manifiesto la sublimidad del dios al que acudían y del que esperaban determinados favores.
Todo esto partía del convencimiento de que el dios en cuestión no conocía el problema ni tenía especial interés en resolverlo. Lo que nos indica que nosotros no estamos lejos de la actitud pagana. De hecho, si nos toca la lotería decimos que hemos tenido suerte; y, si nos sobreviene una desgracia, nos preguntamos qué hemos hecho mal para que Dios nos castigue, pensando que Dios reparte injustamente desgracias a los buenos. Y así nos creamos el problema que supone creer que Dios nos castiga con males a pesar de ser buenos.
Si nos fijamos bien, para la mayoría la «oración» cristiana y la pagana suelen tener la misma estructura: primero se informa a Dios del problema y, luego, se le suplica su ayuda. Todo ello sobre el supuesto de que sin esa información y esa súplica Dios no va a actuar. El desarrollo viene a ser el siguiente: «Dios, tú que eres todopoderoso, ¡ayúdame! Fíjate en tal situación. Date cuenta del sufrimiento tan grande que supone para mí (o para tal persona); además, considera que la situación es, por tal motivo, particularmente dura. Tú lo puedes todo, por eso a ti no te cuesta nada resolver el problema. Tú puedes hacer, en un instante y sin esfuerzo, lo que nosotros no podremos hacer jamás. Por eso te pido que tengas misericordia. Sé bueno y ayuda a quien tanto lo necesita. No te hagas de rogar y dame lo que te pido, que a ti no te cuesta nada». Con objetivos similares se puede «ofrecer» un rosario o un sacrificio más o menos costoso.
Hay que insistir en que esta oración no es propia de un verdadero cristiano, sino que corresponde al modelo básico de oración que tiene cualquier religión pagana, que se dirige a un dios distante y cruel. El cristiano, por el contrario, sabe que gracias a la encarnación del Verbo de Dios, y por medio de la efusión del Espíritu Santo, Dios no sólo no está lejos, sino que es «más íntimo que nuestra propia intimidad» (San Agustín, Confesiones, III,6,11); y se nos descubre cómo el «abbá» (papá) al que se dirige Jesús; sabe que Dios nos ama con el amor infinito y entrañable que demuestra en su permanente y su solícita Providencia, con la que vela constantemente por nuestro bien (cf. Mt 5,25-34; 6,7-12). La relación de Jesús con su Padre no tiene nada que ver con esta visión pagana y nos dice que nuestra relación con Dios debe ser muy distinta. Recordemos que el mismo Jesús nos dice que Dios, nuestro Padre, no tiene necesidad de que le informemos, porque «ya sabe vuestro Padre celestial que tenéis necesidad de todo eso» (Mt 6,32), y no tenemos que convencerle de que nos ayude, porque «si vosotros, aun siendo malos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre que está en los cielos dará cosas buenas a los que le piden!» (Mt 7,11). Por tanto a Dios no le tenemos que informar, ni mucho menos convencer.
Si esto es así, hemos de reconocer que la oración habitual de la mayoría de los cristianos no solamente no tiene nada que ver con la oración que nos enseña Jesús, sino que resulta ofensiva para el Padre, a quien supuestamente se dirige, puesto que lo trata de ignorarte y desentendido -o, incluso, de cruel-. ¿Qué otra explicación podemos darle a la insistencia en informarle con detalle de las necesidades y en tratar de convencerle de que nos ayude y sea misericordioso? Más aún, solemos suponer que la gravedad o complejidad de las situaciones por las que pedimos exigen una cantidad proporcional de oraciones y sacrificios, con lo que le damos a la plegaria una eficacia claramente mecánica o mágica.
Todo lo dicho hasta aquí no significa que haya que desterrar en absoluto la oración formal de petición o las oraciones vocales, sino que éstas no pueden ser el fundamento de la intercesión; sin embargo hay ocasiones que sirven de sustento para hacernos más conscientes de una necesidad, para reconducir unos sentimientos no evangélicos o para disponernos a la verdadera intercesión.
En principio hay que señalar que lo distintivo de la verdadera oración de petición es la perseverancia: el orar «siempre, sin desfallecer» (Lc 18,1) que nos pide el Señor. No sólo cuando hay una necesidad que nos afecta personalmente. Y esto se opone al modo general de orar para «cumplir» con un rito que nos permita quitarnos de encima fácilmente nuestra responsabilidad. Porque este tipo de oración de «información y petición de misericordia» no puede tener ninguna eficacia y es muy distinta de la intercesión que nos pide el Señor, ya que expresa lo contrario de la fe: el convencimiento de que Dios ignora lo que sucede, y por eso hay que informarle; y porque, además, se resiste a ayudarnos. En definitiva, si rezamos a un dios tonto y malo, ¿podemos esperar que nos escuche el verdadero Dios, que no tiene nada que ver con nuestro ídolo?
5. Un modelo de intercesión
Para ver el contraste entre este modo de orar y la verdadera «intercesión» evangélica, podemos recurrir a un modelo paradigmático de la misma, que es la intercesión de María en la boda de Caná de Galilea (Jn 2,1-12). En medio de una boda, en la que coinciden Jesús y su madre, los novios se quedan sin vino. Esto suponía la ruina de la fiesta y una pequeña tragedia para los novios. María se da cuenta enseguida del problema, y lo encaja en una perfecta visión de fe que podríamos resumir del siguiente modo: «Existe este problema real; pero Jesús está aquí, lo que no puede ser mera casualidad. Por otra parte, mi presencia en la boda también tiene un sentido, que es ser lo que soy. Yo tengo una misión en cualquier sitio en que esté. No puedo ser indiferente. Tengo que ser un humilde instrumento de la gracia de Dios y colaboradora de la acción de Jesús. Esto supone que he de poner la fe y el amor que hace falta para unir esa necesidad humana, de la que soy consciente, con la gracia y el poder del Redentor».
Con esa disposición, María se acerca a Jesús no para informarle del problema, sino para poner de manifiesto la «complicidad» con él a la que le lleva la fe y el amor, con la seguridad que le da su función de intercesión, como eficaz catalizador o intermediaria que es; lo cual se concreta en una expresión muy simple: «No tienen vino». Esto no hay que entenderlo como una información, puesto que para ello debería ir acompañada de datos que demostrasen la gravedad de la situación. Es la forma de decir: «Yo sé que tú sabes antes que yo que no tienen vino, me doy por enterada de mi función y me pongo a ello».
Es, más bien, como el «guiño» de complicidad de quién ya está participando de la manifestación de la acción de Dios. Es el acto de fe y confianza que con tres palabras -«no tienen vino»- viene a decir: «Me he enterado de lo que quieres hacer y de que esperas de mí que sea el puente para unir tu poder, tu acción y tu misericordia con esta necesidad. Sé que estás aquí para esto y esperas de mí que te ofrezca mi humilde colaboración para que tú hagas tu obra. Por eso me has hecho conocer el problema. Pues bien: aquí estoy; para decirte que sí, que acepto compartir contigo tu sufrimiento y tu deseo de actuar. Toma lo que soy y tengo, que no es nada. No puedo aportar nada, más que mi ser y mi entrega. Conviértelo en eficaz instrumento de tu gracia». Y, a renglón seguido, demuestra la fe que sustenta su intercesión con un acto audaz, dirigiéndose públicamente a los criados y diciéndoles: «Haced lo que él os diga».
En medio de las dos frases, lo que hay es una prueba de fe. La Virgen está colocada en su sitio: «Hay un problema, pero está Jesús; lo que no puede ser casualidad, como no es casualidad que yo esté aquí. Me doy por enterada. No le tengo que informar. Lo que tengo que hacer es el acto por el que acepto mi misión. Hago mío su dolor y su deseo de salvación. Hago mía la preocupación de estos novios y me pongo en las manos de Jesús. Le doy lo que tengo». Ésa es la intercesión y el acto de fe.
Entonces Jesús le dice: «Esto no tiene nada que ver conmigo, ni contigo. Y además, aunque tengas razón, no ha llegado el momento».
Esto nos recuerda la prueba de fe a la que somete Jesús a la mujer pagana que viene a pedirle la curación de su hija, y a la que le dice que «no está bien tomar el pan de los hijos y echárselo a los perritos» (Mc 7,27). Y la mujer responde humildemente que «también los perros, debajo de la mesa, comen las migajas que tiran los niños» (Mc 7,28).
Estamos ante un proceso que resulta fascinante. Jesús, al problema de la falta de vino en la boda, le añade la dificultad que supone el negarse a hacer el milagro que le pide su madre. Y ésta es la ocasión privilegiada para que ella haga el acto de fe audaz que, paradójicamente, posibilita ese milagro.
Es el acto de «abrir el paraguas» que reclama siempre de nosotros la oración de intercesión:
En una dura sequía castellana, los labradores de un pueblo acudían repetidamente al párroco para pedirle que los convocase a realizar unas rogativas para pedir la lluvia. Como el sacerdote les daba largas, le amenazaron con denunciarlo al obispo por no atender una solicitud tan razonable y piadosa. Ante eso, los convocó a todos en la iglesia para el siguiente domingo a las cinco de la tarde. Ese día y a esa hora, el pueblo al completo abarrotaba el templo. El sacerdote se dirigió a sus feligreses desde el púlpito: «Habéis venido hoy a la Iglesia a pedir al Señor que os conceda la lluvia que tanto necesitáis. Y yo me pregunto… ¿dónde están vuestros paraguas, que no los veo?»
Es lo mismo que sucede en el paso del Mar Rojo (Ex 14,13-16) y del Jordán (Jos 3,15-17), en los que sucede el milagro de que las aguas se separan, pero justamente en el momento en que los primeros realizan el acto audaz de dar el paso que supone poner el pie en el agua.
Cuando María pide a los criados que atiendan las indicaciones de Jesús, lo que está haciendo, en realidad, no es sólo «llevar el paraguas a las rogativas», sino abrir ese paraguas al salir de la iglesia con la seguridad de que Dios no permitirá que su fe la deje en ridículo, pero aceptando valientemente el evidente riesgo real de quedar en ridículo.
No se puede pedir la lluvia sin abrir el paraguas. Si le pedimos al Señor el agua que necesitamos, tenemos que abrir el paraguas porque va a llover. Y ésta es la verdadera dificultad de la intercesión: no podemos abrir el paraguas porque vamos a quedar en evidencia, si no llueve. Por el contrario, la intercesión supone que, si realmente hace falta la lluvia, Dios lo sabe y va a llover, porque Dios quiere que llueva; y yo sé lo que supone para esta gente la falta de agua y lo que supone para Dios la necesidad de estas personas. Y entonces abro el paraguas, aunque no haya una nube, porque va a llover. Ésa es la verdadera dificultad de la intercesión: tener la garantía de lo que quiere el Señor y de lo que realmente es necesario, y pedirle lo que él quiere; pero sabiendo que no lo va a hacer si yo no se lo pido. Y para ello tengo que arriesgar la fe, tengo que arriesgarme a quedar en evidencia.
Así, María llama a los criados y les dice: «Haced lo que él os diga». Y eso «obliga» a Jesús a actuar, en el sentido de que él se obliga a responder al acto de fe propio de esa intercesión haciendo lo que él quiere hacer, pero lo quiere realizar contando con nosotros, que es lo mismo que él pretende al decirle a los apóstoles «dadles de comer», cuando va a realizar el milagro de la multiplicación de los panes.
De manera que, ante esta intercesión y esta fe, Jesús no «puede negarse» a actuar. No porque esté atado por una voluntad distinta de la suya, sino porque ha querido ligar su voluntad a ese acto de intercesión. María sabe lo que quiere Jesús y, una vez que ella asume la voluntad de su hijo como propia y se la presenta como humilde súplica, Jesús no tiene más remedio que hacer lo que él desea hacer. Esta «obligación» es lo que el mismo Jesús destaca manifestando que él no tiene nada que ver con el problema de la boda y que, además, no ha llegado todavía su momento de hacer milagros. María, en la «complicidad» de la intercesión, entiende la dificultad que le plantea su hijo como la prueba necesaria para su fe; y por eso responde afirmando su fe con la audacia que supone pedir a los sirvientes que se dispongan a hacer lo que Jesús les va a pedir.
Todo esto demuestra que la verdadera dificultad de la intercesión es la falta de esa sintonía con Cristo y la poca voluntad que tenemos de alcanzarla. Evidentemente rezar un rosario con los brazos en cruz es infinitamente más fácil y nos permite sentirnos bien, creer que nos justificarnos ante Dios, para poder seguir en nuestras cosas, y eludir cualquier responsabilidad en el caso de que no se resuelvan los problemas por los que rezamos. Si, por el contrario, queremos interceder de verdad, hemos de situarnos en el punto preciso en el que está situada María, sintonizando nuestro corazón con el de Jesús, hasta saber lo que él quiere y cómo quiere realizarlo, y descubriendo lo que tenemos que poner para ser instrumento de su gracia y puente entre él y una determinada persona o necesidad.
Esta función de mediación eficaz de un instrumento incapaz de hacer nada por sí mismo se parece mucho a la función que desarrolla un «catalizador» en un proceso químico. Existe una serie de reacciones químicas en las que determinados elementos actúan entre sí en función de un resultado que depende en gran medida de otro elemento que no actúa en la reacción, pero sin cuya presencia, ésta no se realiza adecuadamente. Eso mismo es el «intercesor»: alguien que está presente en la reacción que se da entre la gracia de Dios y el mal humano, sin hacer nada ni tomar ninguna decisión. Basta con que sea lo que tiene que ser y permanezca en el lugar preciso en el que tiene que estar. Al igual que un enchufe, que no fabrica la electricidad pero es necesario para conectar ésta a la bombilla. Y ésa es la grandeza y la eficacia del intercesor.
Así actúa la gracia por medio de la intercesión. En muchas ocasiones la acción de Dios en una persona o en una situación se limita o se potencia en virtud de la «presencia» de una tercera persona, que no tiene que hacer prácticamente nada, salvo aportar una presencia, aparentemente pasiva, pero que concentra su ser y su vida en un acto simple de fe, amor, confianza y abandono; un acto del que Dios quiere servirse para actuar en el mundo.
6. Un modelo de falta de fe
En el evangelio encontramos diferentes ejemplos de situaciones en las que la falta de fe hace imposible la acción extraordinaria de Jesús. El caso más significativo es el del rechazo que encontró en su visita a Nazaret: Jesús fue a su pueblo y se encontró con que sus paisanos y familiares no tenían la confianza en él que había hallado en otros lugares en los que era desconocido. Por eso se marchó de su pueblo «y no hizo allí muchos milagros, por su falta de fe» (Mt 13,58).
En la mayoría de los milagros de Jesús vemos que, antes de actuar, exige la fe de los que acuden a él. Hay muy pocas excepciones a esta regla, como fue el caso de la viuda de Naín, la cual llevaba a enterrar a su hijo único y de la que Jesús se compadece y resucita al hijo pese a que la mujer no le ha pedido el milagro (Lc 7,11-17). Aquí actúa sólo la misericordia del Señor, sin necesidad de intercesión ni mediadores. En el caso de la hemorroísa que se cura con sólo al tocar el borde del manto de Jesús (Mc 5,25-34), vemos que no había pedido el milagro, pero su misma actitud es prueba de una fe grande y humilde.
Paradójicamente, las mayores dificultades que implica la falta de fe, las encuentra Jesús en su pueblo y entre sus discípulos. Hay un acontecimiento que nos muestra lo que es la intercesión a partir de la falta de fe de los apóstoles. Se trata de la multiplicación milagrosa de los panes y los peces. Mateo y Marcos ofrecen dos relatos de este acontecimiento cada uno, y aparece también en san Lucas y en san Juan, lo que nos indica que se trata de un hecho importante en el ministerio de Jesús. En todos los casos aparece, en mayor o menor medida, la falta de sintonía y de fe de los discípulos en relación al poder de su Maestro. Jesús quiere hacer el milagro apoyándose en los suyos, pero éstos se limitan a cumplir sus órdenes o a poner pegas y dificultades ante el problema de la falta de alimento de la multitud. En cualquier caso, los discípulos no estaban predispuestos al milagro ni contaban con él, al contrario de lo que hemos visto que hace María en la boda de Caná. Por su falta de fe, lo natural es que Jesús no hubiera hecho ningún milagro; pero, dada la situación, su misericordia hacia una multitud necesitada, que no tiene culpa de la torpeza de los apóstoles, y el hecho de que quiera contar con aquellos hombres frágiles como colaboradores suyos, obligan al Señor a realizar el prodigio de la multiplicación del alimento.
Jesús llamó a sus discípulos y les dijo: «Siento compasión de la gente, porque llevan ya tres días conmigo y no tienen qué comer. Y no quiero despedirlos en ayunas, no sea que desfallezcan en el camino». Los discípulos le dijeron: «¿De dónde vamos a sacar en un despoblado panes suficientes para saciar a tanta gente?». Jesús les dijo: «¿Cuántos panes tenéis?». Ellos contestaron: «Siete y algunos peces». Él mandó a la gente que se sentara en el suelo. Tomó los siete panes y los peces, pronunció la acción de gracias, los partió y los fue dando a los discípulos, y los discípulos a la gente. Comieron todos hasta saciarse y recogieron las sobras: siete canastos llenos. Los que comieron eran cuatro mil hombres, sin contar mujeres y niños (Mt 15,32-38).
Vemos, en primer lugar, una necesidad real y apremiante, de la que Jesús se hace eco. En Mt 14,15 son los discípulos los que acuden al Maestro para decirle que, dada la situación, mande a la gente a los pueblos cercanos a buscar comida, dejando claro que no se les ocurre más recurso que el meramente humano. Cuando Jesús manifiesta a sus discípulos su preocupación por la gente que lleva tres días sin comer, ellos sólo ven un problema del que no quieren responsabilizarse, quejándose por la imposibilidad de encontrar pan para todos. En Jn 6,7 vemos incluso que uno de los discípulos, Felipe, plantea la imposibilidad de resolver el problema comprando pan, puesto que «doscientos denarios no bastan para que a cada uno le toque un pedazo».
Jesús tiene que hacer caso omiso a una falta de fe bastante frecuente en los suyos. Recordemos el caso del niño epiléptico al que los apóstoles no pueden curar (Mt 17,20), o su angustia durante una tormenta, que les lleva a despertar al Maestro reprochándole que no le preocupe que se hundan (Mc 4,38). De modo que, en contra de su costumbre, ha de obrar el milagro al margen de la fe de los discípulos. Y realiza un milagro extraordinario dando de comer a «cuatro mil hombres, sin contar mujeres y niños» y sobrando todavía abundante comida (Mt 15,38).
El comportamiento de los apóstoles nos ayuda a descubrir, en negativo, lo que es la intercesión; para lo cual nos vendría bien compararlo, para ver su contraste, con la actuación de María en la boda de Caná. Precisamente lo que hace ella es lo que los discípulos se niegan a hacer.
En principio vemos que Jesús es el primero que se interesa por el problema y desea resolverlo. En Jn 6,6 se nos dice que le pregunta a Felipe cómo solucionar la cuestión «para probarlo, pues bien sabía él lo que iba a hacer». Se ve que el Señor espera el acto de fe y confianza en el que apoyar su acción. Pero, en vez de eso, lo que aparece es la preocupación ante la imposibilidad de salvar la situación con medios humanos. Los discípulos son un perfecto paradigma de lo que somos nosotros: ciegos para mirar la realidad con ojos de fe. Y la prueba de ello es que ese mismo hecho lo seguimos interpretando sin fe: ¿Para qué vamos a interpretar lo que ha sucedido como un milagro, cuando basta con interpretarlo como el mero producto de la solidaridad humana?
¿Qué esperaba Jesús de sus discípulos? Pues algo tan sencillo como que entraran en la intercesión, único modo de afrontar imposibles. Eso supone no «pre-ocuparse» por resolver algo imposible para ellos, sino «ocuparse» simplemente en ponerlo en manos de Jesús. El «no tienen vino» de María podría ser en este caso: «Sabemos que esta gente tiene hambre, como tú sabes perfectamente. Aquí nos tienes, para ayudarte, en lo que necesites para solventar el problema, como tú ya sabes perfectamente».
Cuando Jesús les dice que les den ellos de comer, no deberían haber informado a Jesús de los detalles por los que no se podría comprar pan para todos. Ni siquiera tendrían que haber esperado que les preguntara si tenían algo de alimento. El diálogo tendría que haber sido:
-Dadles de comer.
-Toma Señor estos pocos panes. No son nada para lo que hace falta, y ya están duros; pero no importa. Los ponemos en tus manos para que hagas con ellos lo que quieras. Tú sabes bien lo que estas personas necesitan y quieres dárselo. Y no estamos aquí por casualidad. Nosotros vemos la misericordia que colma tu corazón y aceptamos que cuentes con nuestra insignificante colaboración. Porque somos pobres y te damos todo lo que tenemos, que no es nada. Sírvete de esta nada y haz tu obra. Seremos felices de poder ser siervos inútiles a los que tu misericordia ha querido asociar a su obra.
Y, siguiendo con la comparación con María, los apóstoles deberían haber realizado el acto de audacia en la fe invitando a la gente a sentarse para acoger el milagro.
Lo único que hacía falta es que hicieran suyo el sufrimiento de Jesús por la necesidad de aquellas personas, y que le entregaran lo poquito que tenían, a la espera del milagro del que no dudaban. Ese sencillo gesto de poner en manos del Maestro unos pocos panes hubiera bastado como acto de oración para manifestar su fe y su confianza invencible, a la vez que expresaría el amor de quien es capaz de entregar todo, aunque no valga nada lo que entrega. Y ese mismo gesto habría puesto de relieve la audacia del que se arriesga a fracasar, o a quedar en ridículo, pero no renuncia a apoyarse únicamente en su fe y su confianza en Jesús.
Podemos afirmar, pues, que la intercesión se juega precisamente en ese acto peculiar de fe, que tiene que ser verdadero y por tanto real. Hay que lamentar en la actualidad que la falta de fe que vemos en los apóstoles siga caracterizando a muchos cristianos, con la grave consecuencia de que eso dificulta que el Señor pueda hacer los prodigios que pretende. Ciertamente él sigue actuando, entonces y hoy, a pesar de que sus apóstoles no tenemos fe y no hacemos nuestra parte. Pero ése no es el plan de Dios. ¿Habrá alguien que tenga esta fe cuando vuelva el Hijo del hombre? ¿Habrá alguien que quiera entender este mensaje? ¿Habrá alguien al que esto no le resulte indiferente? ¿Habrá alguien que no se permita justificarse con cuatro rezos mal hechos y que, en cambio, se implique en esta tarea en la que se está jugando la salvación del mundo? ¿Es que no hay necesidades humanas por las que interceder? ¿Es que el corazón de Dios no se está derritiendo con ansias de ayudar, salvar y consolar? Claro que Dios quiere actuar, pero no puede hacerlo porque nosotros estamos en otra onda o a la contra. Precisamente este retiro tiene que ayudarnos a descubrir, a través de la oración, dónde estamos situados, dónde queremos estar en el juego de la gracia y las necesidades de la humanidad.
7. Un ejemplo de búsqueda de la eficacia de la gracia sin intercesión
Veamos ahora un último ejemplo de intercesión, al que hemos aludido en varias ocasiones, y que nos muestra la dificultad que supone la falta de fe y de oración para que se abra paso en el mundo la fuerza de la gracia de Dios.
Cuando volvieron a donde estaban los demás discípulos, vieron mucha gente alrededor y a unos escribas discutiendo con ellos. Al ver a Jesús, la gente se sorprendió y corrió a saludarlo. Él les preguntó: «¿De qué discutís?». Uno de la gente le contestó: «Maestro, te he traído a mi hijo; tiene un espíritu que no lo deja hablar; y cuando lo agarra, lo tira al suelo, echa espumarajos, rechina los dientes y se queda rígido. He pedido a tus discípulos que lo echen y no han sido capaces». Él, tomando la palabra, les dice: «¡Generación incrédula! ¿Hasta cuándo estaré con vosotros? ¿Hasta cuándo os tendré que soportar? Traédmelo». Se lo llevaron. El espíritu, en cuanto vio a Jesús, retorció al niño; este cayó por tierra y se revolcaba echando espumarajos. Jesús preguntó al padre: «¿Cuánto tiempo hace que le pasa esto?». Contestó él: «Desde pequeño. Y muchas veces hasta lo ha echado al fuego y al agua para acabar con él. Si algo puedes, ten compasión de nosotros y ayúdanos». Jesús replicó: «¿Si puedo? Todo es posible al que tiene fe». Entonces el padre del muchacho se puso a gritar: «Creo, pero ayuda mi falta de fe». Jesús, al ver que acudía gente, increpó al espíritu inmundo, diciendo: «Espíritu mudo y sordo, yo te lo mando: sal de él y no vuelvas a entrar en él». Gritando y sacudiéndolo violentamente, salió. El niño se quedó como un cadáver, de modo que muchos decían que estaba muerto. Pero Jesús lo levantó cogiéndolo de la mano y el niño se puso en pie. Al entrar en casa, sus discípulos le preguntaron a solas: «¿Por qué no pudimos echarlo nosotros?». Él les respondió: «Esta especie solo puede salir con oración» (Mc 9,14-29).
Vemos la importancia que Jesús concede a la fe como condición para poder actuar. En este caso, la fe del padre del niño epiléptico, que tiene que reconocer que es muy pobre y, por eso, le suplica con fuerza a Jesús que se la aumente, consciente de que sin una fe viva su hijo no será curado. Pero Jesús espera también la fe de sus discípulos y, por extensión, la de los asistentes, y la de todo el pueblo de Dios, lamentando amargamente tener que verse limitado en su acción por la falta de fe de unos y de otros.
En la respuesta del Señor podemos comprobar con claridad el vínculo que une la fe a la acción de Dios; de modo que escruta la actitud del padre y espera para hacer el milagro a que eleve su fe a la altura de la confianza necesaria para poder actuar. En el «todo es posible para el que tiene fe» hemos de ver una invitación a lanzarnos a la confianza que no tuvieron los apóstoles, y hacer posible que el Señor haga en la actualidad los prodigios que el mundo necesita.
Dando un paso más, resulta iluminador ver la conexión que establece el mismo Jesús entre fe y oración. Al principio, cuando le presentan al niño enfermo, achaca la impotencia de sus discípulos para curarlo a su falta de fe; pero cuando ellos le preguntan por la razón de su incapacidad, Jesús les responde que ese tipo de milagros sólo se pueden realizar por medio de la oración (v. 19).
Resulta muy clarificador comprobar que el texto paralelo de este milagro en el primer evangelio alude a la falta de fe donde Mc señala la falta de oración; lo que nos descubre, una vez más, el imprescindible vínculo entre fe y oración como puente necesario para que llegue al mundo el poder de Dios:
Los discípulos se acercaron a Jesús y le preguntaron aparte: «¿Y por qué no pudimos echarlo nosotros?». Les contestó: «Por vuestra poca fe. En verdad os digo que, si tuvierais fe como un grano de mostaza, le diríais a aquel monte: “Trasládate desde ahí hasta aquí”, y se trasladaría. Nada os sería imposible» (Mt 17,14-20).
Para los judíos la enfermedad iba más allá de una mera cuestión física; constituía una expresión del poder del demonio y de su acción sobre un individuo. Por eso, los milagros de Jesús son signos inequívocos del poder de Dios sobre todo, incluso sobre el mal y su máximo y más poderoso representante.
No podemos dudar del deseo del Señor de seguir actuando en favor de un mundo que sufre con tanta fuerza el permanente ataque de Satanás que hace que se extienda la presencia y la fuerza del mal. Esta situación de la humanidad y el deseo Salvador del Señor tienen que impulsarnos con fuerza y esperanza a descubrir la importancia del ejercicio de fe y oración que llamamos intercesión.
8. El camino de la intercesión del contemplativo
A partir de lo expuesto hasta aquí, y para avanzar en una mejor comprensión de la intercesión, profundizaremos, apoyándonos principalmente en algunos textos de los Fundamentos, en la contemplación del intercesor por antonomasia, que es Jesucristo; de este modo descubriremos el modo en que lleva a cabo su mediación-intercesión, para hacer lo mismo que él, puesto que nos ha hecho partícipes a nosotros de su misma misión y de ella tenemos que aprender el modo de hacerla eficaz.
Para ello, empezaremos recordando lo dicho anteriormente sobre la permanente intercesión de Cristo en el cielo que continúa y perpetúa su intercesión en su vida terrena, especialmente en Getsemaní y en la cruz:
(Cristo) como permanece para siempre, tiene el sacerdocio que no pasa. De ahí que puede salvar definitivamente a los que se acercan a Dios por medio de él, pues vive siempre para interceder a favor de ellos (Heb 7,24-25).
Está a la derecha de Dios y además intercede por nosotros (Rm 8,34).
El contemplativo, unido a Cristo cabeza, hace presente ahora en el mundo la intercesión de Cristo -la del Cristo crucificado y la del Cristo glorioso-, porque «la vida celeste y gloriosa de Jesucristo es una ininterrumpida intercesión por los hombres de todos los tiempos y de todas las generaciones» (Fundamentos, V,3,C,c: Cristo continúa en el cielo su intercesión en favor de la humanidad). La intercesión del contemplativo es su forma específica, y especialmente eficaz, de perpetuar la misión de Cristo:
De tal forma que la condición de mediador (de Jesús) va unida a la de intercesor, y ésta se prolonga en el tiempo por medio de la perenne oración del Hijo ante el Padre. De esta mediación de Jesucristo participa el contemplativo, gracias a la vocación y al nuevo ser que ha recibido de Dios, que le convierten en prolongación humana de la intercesión celestial de Cristo glorioso. Vamos a detenernos a contemplar cómo es esta intercesión de Cristo, para descubrir luego cómo puede participar en ella el contemplativo gracias al nuevo ser recibido que le identifica con el mismo Cristo (Fundamentos, V,3,C,c: La intercesión con Cristo).
El contemplativo aprende esa misión del mismo Cristo y tiene que contemplarlo como mediador-intercesor, que no sólo «reza», sino que ofrece, que cumple la voluntad del Padre -como vemos especialmente en Getsemaní y en la cruz-; y, además, se une a la tarea de intercesión que Cristo ahora realiza ante el Padre en el cielo.
Por eso, cuando decimos que el contemplativo vive para orar, queremos decir que tiene que fijar los ojos en su modelo, que es Cristo, convertirse plenamente en oración y reproducir en sí mismo su perenne oración celestial (Fundamentos, V,3,C,c: Cristo continúa en el cielo su intercesión en favor de la humanidad).
Esa contemplación de Cristo mediador e intercesor es lo que atrae al contemplativo y le mueve a actuar:
Todo esto mueve el corazón del contemplativo para que haga de la oración su actividad principal, como consecuencia natural de la unión con nuestro Intercesor; siendo consciente de que la oración de Cristo es la única que llega verdaderamente hasta el corazón del Padre y encuentra el pleno agrado de Dios (Fundamentos, V,3,C,c: Cristo continúa en el cielo su intercesión en favor de la humanidad).
Esta eficacia de la oración no impide que el contemplativo sea consciente de su debilidad y su pequeñez ante una misión que sólo puede hacer Cristo por su condición de hombre y Dios, de sacerdote y víctima, de puente que une las dos orillas: la de Dios y la del hombre. Por eso sabe que sólo puede participar de esa misión como una gracia que el Señor le concede inmerecidamente y de la que debe estar agradecido; y que sólo puede realizarla unido a Jesucristo con la fuerza del Espíritu Santo.
Eso nos permite entrar en el convencimiento gozoso y agradecido de haber sido elegidos personalmente por el Señor para esta intercesión eficaz, como fruto de una auténtica vocación, tal como nos dice el mismo Jesús: «No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé» (Jn 15,16).
Pero esta vocación-misión sólo podemos realizarla unidos a él, según la alegoría de la vid y los sarmientos:
A todo sarmiento que no da fruto en mí lo arranca, y a todo el que da fruto lo poda, para que dé más fruto. Vosotros ya estáis limpios por la palabra que os he hablado; permaneced en mí, y yo en vosotros. Como el sarmiento no puede dar fruto por sí, si no permanece en la vid, así tampoco vosotros, si no permanecéis en mí. Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante; porque sin mí no podéis hacer nada (Jn 15,2-5).
Se trata de una unión verdadera, no simbólica; como verdadera es también su eficacia. De modo que el Señor puede decirnos estas consoladoras palabras: «Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se realizará. Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos» (Jn 15,7-8).
Estamos ante algo tan extraordinario que supera infinitamente nuestra comprensión y nuestras capacidades humanas; por eso necesitamos absolutamente la fuerza del Espíritu Santo:
Hemos visto cómo la Encarnación introduce en la historia humana la verdadera oración a través de la oración de Jesús. Pero sólo a partir de Pentecostés es cuando esa oración se hace presente en el alma de todo el que recibe el Espíritu Santo, hasta el punto de poder afirmar que no es el hombre el que ora, sino que ora el Espíritu, que está presente en la Iglesia y en el corazón de cada cristiano. Él es el que pone en nuestros corazones y en nuestros labios la oración de Cristo. Él ora en nosotros por medio de su Espíritu (cf. Rm 8,26) (Fundamentos, V,3,C,c: La Iglesia y el cristiano continúan la oración de Cristo)3.
Gracias al Espíritu, que habita en nuestros corazones y ora en nosotros, estamos en contacto con Jesús, el único hombre que ha sabido orar de verdad; de modo que sólo unidos a Cristo y movidos por el Espíritu, nuestra oración es verdaderamente cristiana y puede llegar a la presencia del Padre. Y, puesto que el único orante es Jesucristo, sólo oramos cuando prolongamos su oración en la tierra y nos unimos a su intercesión en el cielo. Éste es uno de los dones más importantes del Espíritu Santo (Fundamentos, V,3,C,c: La Iglesia y el cristiano continúan la oración de Cristo).
Estamos ante la extraordinaria eficacia de la intercesión, que nace de nuestra unión con Cristo mediador y de la presencia del Espíritu Santo en nosotros, y cuyo fruto es la acción eficaz del mismo Dios. Esta eficacia exige que el contemplativo pida y busque, ante todo, que se realice el plan de Dios, y, para ello, ponga en sus manos todo lo demás, con la seguridad de saber que, si se une a la voluntad de Dios, se le concederán las demás cosas, según la promesa del Señor: «Buscad sobre todo el reino de Dios y su justicia; y todo esto se os dará por añadidura» (Mt 7,33). En definitiva, Dios ha querido que la eficacia de nuestra intercesión tenga que pasar por la entrega de nuestra vida, a ejemplo de nuestro modelo, Cristo, que nos invita a reproducir su misma entrega, diciéndonos que «si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto (Jn 12,24).
9. La intercesión como misión y su eficacia
(Fundamentos, VI,1: Una misión eficaz)
Para completar lo dicho hasta aquí proponemos en adelante, también como materia de oración, lo referente a la intercesión que contiene el libro de los Fundamentos.
Al hablar de «misión» surge espontáneamente la cuestión de la acción y de la «eficacia». ¿Tiene algún tipo de eficacia la vida contemplativa? Aunque resulta muy delicado hablar de «eficacia» en este campo, hay que responder que sí existe una verdadera eficacia en la vida contemplativa, aunque no se trate de la eficacia que entiende el mundo. Para empezar, hemos de defender con fuerza que el contemplativo aporta la eficacia de su vida a la glorificación de Dios y al crecimiento de la Iglesia, y esto está por encima de los quehaceres concretos en los que se desarrolla su existencia y del resultado material de los mismos. El Evangelio y la misma vida de Jesús nos ofrecen garantías suficientes de que la propia vida entregada, unida a la de Jesucristo, contribuye de la manera más eficaz al apostolado invisible de la Iglesia. Estamos claramente en el terreno de la eficacia del amor, por encima de la eficacia de la mera acción. Es lo que afirma san Juan de la Cruz con rotundidad:
Porque es más precioso delante de Dios y del alma un poquito de este puro amor y más provecho hace a la Iglesia, aunque parece que no hace nada, que todas esas otras obras juntas (Cántico B, 29,2).
Esta afirmación se apoya en algunas enseñanzas fundamentales de Jesús:
Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos (Jn 15,8).
Os he destinado para que vayáis y deis fruto, y que vuestro fruto permanezca (Jn 15,16).
El grano de trigo «si muere, da mucho fruto» (Jn 12,24).
El que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante (Jn 15,5).
Recordemos que el mismo Jesús nos descubre que el fruto depende del ser, al hablarnos del árbol bueno que da frutos buenos (cf. Lc 6,43), o la tierra buena que da fruto abundante (cf. Mt 13,8).
Para poder desarrollar la verdadera eficacia de su vocación, el contemplativo debe «permanecer» en Cristo, estableciendo con él una unión permanente; para lo cual tiene que entrar en un modo de orar que le identifique plenamente con Cristo y le permita orar «en su nombre», es decir, unido a él, y así le asegure el fruto de la oración:
Si pedís algo al Padre en mi nombre, os lo dará (Jn 16,23; 15,16).
Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se realizará (Jn 15,7).
Con ocasión del intento fallido de expulsar un demonio4, los discípulos de Jesús se encontraron con la decepción de ver que su intercesión no era eficaz. Y la respuesta del Señor nos ilumina también a nosotros sobre la validez permanente de la oración: «Esta especie solo puede salir con oración» (Mc 9,29). En el fondo, no se trata tanto de la eficacia de la oración, sino de la eficacia del amor, que no es otra que la eficacia de la cruz. Es lo que afirmamos cuando decimos que creemos que Jesucristo nos ha redimido del pecado y nos ha dado la nueva vida de la gracia, y esto lo ha realizado abajándose a la condición humana por amor a nosotros, hasta llegar al sacrificio total de su vida en el Calvario. Si aceptamos la fecundidad de este amor del Señor, hemos de creer que nuestra vida tendrá esa misma eficacia si seguimos sus huellas y hacemos nuestra su vida. Así lo dice el beato Carlos de Foucauld:
Nuestro anonadamiento es el medio más poderoso que tenemos para unirnos a Jesús y hacer bien a las almas […] Cuando se puede sufrir y amar, se puede mucho; se puede lo más que se puede en este mundo; se siente el sufrimiento, no se siente siempre cuando se ama, y esto es un sufrimiento más; pero se sabe que se querría amar, y querer amar es amar (Carta de 1 de diciembre de 1916, a Marie de Bondy).
En este texto, además de las acertadas precisiones sobre la
verdadera eficacia de nuestra vida, encontramos una importante referencia al
sentimiento, al que damos frecuentemente demasiada importancia. Al hablar de
eficacia del amor no nos referimos a la eficacia de «sentir» el amor. El amor
basta por sí solo; y si carece de sentimientos o compensaciones afectivas,
mejor, porque será un amor más auténtico y purificado.
10. Oración eficaz
(Fundamentos,VI,2,A,d: Oración eficaz)
La oración, realizada desde esta perspectiva y como ministerio, nos lleva a vivir en fe y a poner en práctica el convencimiento de que la eficacia de la propia vida no está tanto en lo que hacemos como en lo que somos. Esta oración nos sumerge en los valores esenciales de Cristo y del cristiano y nos hace participar del infinito poder de Dios, escondido bajo la apariencia de fracaso. Ciertamente, puede parecer que orar es una tarea ineficaz, pero por eso mismo nos permite identificarnos a fondo con la cruz de Cristo y abrazar la eficacia infinita de lo humanamente ineficaz. La oración, al igual que la cruz, tiene ese aspecto escandaloso de ineficacia humana, pero de infinita eficacia divina.
Recordemos que la oración verdadera no es el ejercicio por el que el ser humano intenta alcanzar a un Dios inalcanzable, sino el fruto de la presencia viva de Dios, que se hace accesible y «más íntimo que mi propia intimidad»5. Para nosotros, orar no es otra cosa que participar, a través del Espíritu Santo, de la permanente comunicación de amor entre el Padre y el Hijo. Sólo esa oración es verdadera en su más profundo sentido, porque posee la garantía de llevarnos a la auténtica comunión de amor con Dios y nos da la seguridad de su fruto más pleno. Si la oración se reduce al mero intento del hombre por alcanzar a Dios o a dirigirle peticiones arbitrarias, no tenemos derecho alguno a esperar auténticos resultados; pero si la oración es verdadera, no sólo podemos esperarlos, sino que hemos de disponernos, gozosamente, a recibirlos.
El contemplativo puede, con toda razón, hacer suya la seguridad
que tiene Jesús, que puede decir cuándo va a resucitar a Lázaro: «Padre, te doy
gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre» (Jn
11,41-42). Y en el mismo sentido nos dice: «¿No hará justicia a sus elegidos
que claman ante él día y noche?; ¿o les dará largas? Os digo que les hará
justicia sin tardar» (Lc 18,7-8). Afirma, no sólo que Dios responderá, sino que
lo hará sin tardar, con tal de que
nos instalemos en el modo de orar del que clama
día y noche porque vive en permanente oración. Por desgracia, esta oración
no encuentra muchos seguidores; por lo que Jesús se pregunta: «Pero, cuando
venga el Hijo del hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?» (Lc 18,8).
La oración del Verbo ‑y consecuentemente la nuestra‑ es tan eficaz que Dios no espera que le pidamos algo para dárnoslo, sino que su mismo don es el que nos inspira que se lo pidamos. Pedimos y recibimos a la vez; así se realiza el «sin tardar» del que habla el Señor en Lc 18,8.
Ésta es la auténtica eficacia de la oración. Y por este motivo la oración es siempre eficaz; de modo que, si a nuestra oración le falta esta eficacia, tendríamos que concluir que no es verdadera oración. Pero la oración no es eficaz de cualquier manera o mecánicamente: para que sea realmente eficaz tiene que ser viva; requiere que nos incorporemos a ella plenamente. No se trata de realizar una simple actividad, más o menos vinculada a nosotros, sino de orar de forma que estemos completamente involucrados en la misma oración. El que ora ha de estar todo él vivo, activo y presente en la oración, con una actitud esencial de fe y de amor. Sólo de este modo la oración podrá ser verdadera manifestación de la comunión de vida y de amor entre Dios y el hombre y tendrá eficacia sobrenatural. Una disposición diferente pondría de manifiesto que oramos para lograr frutos materiales por encima de los espirituales.
Además, en la medida en que la verdadera oración exige una profunda identificación con Jesucristo, origina en la persona un crecimiento en la bondad, el amor y la fidelidad; valores que no resultan fáciles de vivir en un mundo que nos amenaza permanentemente con la tentación de la búsqueda de resultados materiales y tangibles. Ésta es una tentación que no tiene otra solución que aceptar la oración como un ministerio que posee la eficacia divina que se manifiesta en medio de su aparente inutilidad; la misma eficacia que descubrimos en la «ineficacia» de la vida oculta de Jesús o de su muerte en la cruz6.
El contemplativo debe defender con la fuerza de su testimonio de
vida que la oración posee una efectividad real, aunque ésta no tiene que ser
necesariamente sensible. Dios no nos
garantiza que experimentemos sensiblemente el fruto de la oración o que veamos
sus resultados. Una cosa es que la oración sea eficaz y otra muy distinta es
que Dios nos conceda un certificado tangible de esa eficacia. Saber que existe
una oración que siempre es eficaz tendría que bastar para buscarla con toda el
alma y dedicar nuestra vida a vivir en ella. Y este convencimiento debe ser tan
claro y tan fuerte que, aunque todo nos diga que nuestra oración no ha sido
escuchada, no podamos dejar de seguir orando, puesto que es la realidad
fundamental que sustenta nuestra vida y sin la cual no podemos vivir.
11. Una visión de conjunto: dinámica y precio de la intercesión
(Fundamentos VI,2,B: Intercesión)
El modo peculiar que tiene la oración del contemplativo para convertirlo en instrumento eficaz de la gracia es lo que denominamos intercesión. Para entenderla, comencemos recordando que, con frecuencia, decimos a alguien que sufre o está en dificultades: «rezaré por ti»; y cumplimos nuestra promesa con algún recuerdo en la oración o haciéndole al Señor alguna petición concreta en favor de la persona o la necesidad por la que hemos hecho intención de orar. Esto no está mal, pero es un modo de oración muy limitado, y diferente a la oración que suscita en nosotros el Espíritu Santo, que nos mueve a dar un salto cualitativo para entrar en una oración verdaderamente eficaz, que es la intercesión. Este modo de orarnos introduce en lo profundo de los demás para, desde allí, orar a Dios. De esta manera, podemos asumir en nuestro ser más íntimo a todos aquellos por quienes oramos, sintiendo en nuestra propia alma sus dolores, sus luchas, sus gemidos… Es un modo de orar en el que el contemplativo, olvidándose de sí mismo, se convierte de algún modo en aquellos por los que ora; y entonces es cuando experimenta la verdadera compasión, que no consiste en una mera sintonía afectiva con los sufrimientos y necesidades de los demás, sino en apropiarse de esos sufrimientos y necesidades, en con-padecer con los otros.
Este modo de orar es el propio de Cristo en su condición de «puente» entre Dios y los hombres, y a él nos hemos referido más arriba al tratar del ser del contemplativo7. Allí veíamos cómo el Verbo encarnado se introduce en el corazón del mundo para, desde él, dirigir al Padre la única intercesión eficaz. Y esta intercesión, que el Cristo glorioso continúa realizando en la actualidad, se prolonga en la Iglesia por medio de la intercesión de los bautizados. Dios los introduce en el corazón del hombre y del mundo8, descubriéndoles interiormente toda el ansia de la creación, que «está gimiendo y sufre dolores de parto» (Rm 8,22). Y al hacer suyo ese clamor, el corazón del contemplativo se convierte, por medio de su oración, en el recipiente que acoge a la humanidad entera, de la que él ha sido hecho intermediario.
Este modo de oración es verdaderamente eficaz porque en ella el contemplativo no se dirige hacia fuera de él sino hacia Dios, que habita en su interior y le hace partícipe de su corazón para que pueda entrar en la experiencia íntima de la misericordia divina. Así, el contemplativo se convierte en el puente por el que llega a Dios el grito del desamparo y la miseria de los hombres, y a los hombres les llega la misericordia de Dios. Él es el punto de unión que hace posible que la mano de los hombres, abierta suplicante hacia el infinito, pueda ser tomada y sostenida por la mano de Dios, tendida misericordiosamente hacia la humanidad. Un encuentro que no podría realizarse sin ese instrumento humano que es el mismo contemplativo; que está, a la vez, en las dos orillas, la del hombre y la de Dios, para realizar una mediación que no se hace con palabras, sino con la propia vida, convertida en herramienta del poder salvador de Dios. Ésta es una instrumentalidad que nadie puede conquistar, porque es don; pero a la que Dios invita a quien quiere y para la que otorga su gracia. De ahí proviene la responsabilidad que tiene el contemplativo de cara a la Iglesia y a la humanidad.
Podríamos encontrar muchos ejemplos de este modo de ayudar a los demás a través de un amor eficaz, convertido en una oración activa, que involucra toda la persona. Recordemos cómo logró la Virgen María la conversión del agua en vino en Caná (Jn 2,1-11); el Centurión, la curación de su criado (Mt 8,5-13); o la mujer cananea, la de su hija (Mt 15,21-28). Y antes, podemos contemplar a Abraham intercediendo por Sodoma (Gn 18,23-32); a Moisés luchando, desde la oración, a favor del ejército de Israel (Ex 17,8-13) o impidiendo que Dios destruya al pueblo elegido (Ex 32,10-14; cf. Dt 10,10); a Elías alcanzando la resurrección del hijo de la viuda que le hospeda (1Re 17,20-22); o al profeta Amós evitando el castigo de Dios sobre su pueblo (Am 7,1-9). En contraposición con esta eficacia, es interesante ver la infructuosa oración de los discípulos de Jesús frente a la súplica del padre de un niño enfermo (Mt 17,14-20).
Vemos, pues, que la compasión está en el centro de nuestra
oración de intercesión. Cuando oro por el mundo, me convierto en el mundo;
cuando oro por las innumerables necesidades de millones de seres humanos, mi
alma se agranda intentando abrazarlos a todos para llevarlos a la presencia de
Dios. Entro en la experiencia de una compasión que no es mía, sino don de Dios.
Yo no puedo abrazar el mundo, pero Dios sí puede. Yo no puedo orar, pero Dios
puede orar en mí. Ésta es una consecuencia preciosa del misterio insondable de
la encarnación del Verbo: cuando Dios se hizo como nosotros, nos permitió entrar en
su vida íntima y comulgar en su compasión infinita.
De ahí que la intercesión suponga mucho más que la mera oración de petición; porque no se limita a una petición «formal», sino que se orienta a la petición «vital», que surge de lo profundo de nuestro corazón cuando acogemos las necesidades y la pobreza del prójimo. Para ello, el propio corazón se convierte en caja de resonancia de las necesidades de los demás para presentarlas a Dios, no de palabra sino desde el ofrecimiento de la propia vida, hecho de entrega de amor, fidelidad, atención a Dios y cruz.
Al hacer este ofrecimiento de nuestra vida a Dios, convertimos nuestra oración en el eco vivo del clamor de toda la humanidad, que hemos recogido en nuestro corazón; y, a la vez, en la respuesta misericordiosa de Dios a ese clamor. Y así, la intercesión se vive como unión de las resonancias de las necesidades de la humanidad y las resonancias del corazón del Padre; resonancias que llevan a orar según la voluntad de Dios y en sintonía con las necesidades del mundo. Es lo que santa Isabel de la Trinidad describía con gran fuerza y claridad:
¡Qué sublime es la misión de ser mediador con Jesucristo! Tiene que ser para él como una humanidad suplementaria donde pueda perpetuar su vida de reparación, de sacrificios, de alabanza y de adoración9.
Ésta es la eficacia que nos promete Jesús al proponernos la oración como manifestación viva de la fe, diciéndonos: «Todo lo que pidáis orando con fe lo recibiréis» (Mt 21,22)10. Se trata de una eficacia que está vinculada, no al mero hecho de orar, sino a que nuestra oración sea expresión de la unión íntima con el Señor, tal como él mismo nos dice: «Si pedís algo al Padre en mi nombre, os lo dará» (Jn 16,23)11.
Y tiene tal fruto que, además de concedernos lo que pedimos, da gloria a Cristo y al Padre:
Lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si me pedís algo en mi nombre, yo lo haré (Jn 14,13-14).
Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pedid lo que deseáis, y se realizará. Con esto recibe gloria mi Padre, con que deis fruto abundante; así seréis discípulos míos (Jn 15,7-8).
Y para animarnos a buscar este modo de orar y su copioso fruto, Jesús nos invita a la perseverancia en la oración por medio de las parábolas del amigo inoportuno (Lc 11,5-8) o de la viuda insistente (Lc 18,1-8), a propósito de la cual nos dice: «¿No hará justicia Dios a sus elegidos que claman ante él día y noche?» (Lc 18,7).
Existe, por tanto, una estrecha relación entre la elección con la que Jesús nos bendice, la fe con la que acogemos esa elección, la oración que expresa dicha fe y el fruto superabundante de nuestra oración:
No sois vosotros los que me habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca. De modo que lo que pidáis al Padre en mi nombre os lo dé (Jn 15,16).
Consecuentemente, la invitación del Señor a la oración de petición no se refiere a cualquier forma de súplica a Dios. Al decirnos que hemos de pedir «en su nombre», está llamándonos a orar en comunión con él; lo cual exige apoyarnos en la única eficacia verdadera en el orden sobrenatural, que es la de la intercesión de Jesucristo. Él es el único mediador entre Dios y la humanidad y el único que nos salva, y lo hace por medio de la cruz. Por eso, orar «en el nombre» de Jesús significa unirse a esa eficacia infalible y participar de ella con una especial comunión con él y con la intercesión perfecta que él realiza por medio de la entrega sacrificial de su vida al Padre. Por esa razón podemos afirmar que quien quiera ser eficaz en la oración tiene que identificarse con Cristo crucificado12.
Así pues, si afirmamos que el único y verdadero intercesor ante Dios es Jesucristo, de ello podemos deducir que toda misión de intercesión en la Iglesia no hace sino prolongar y actualizar esta misión del Señor. La verdadera intercesión no es algo que yo pueda hacer por mí mismo, sino que, de alguna manera, supone que le «presto» a Jesucristo mi vida para que él viva en mí su misión de Redentor e Intercesor. En relación con esto resulta particularmente importante el texto de Heb 10,4-9, citando Sal 40,7-9:
Es imposible que la sangre de los toros y de los machos cabríos quite los pecados. Por eso, al entrar él en el mundo dice: «Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me formaste un cuerpo; no aceptaste holocaustos ni víctimas expiatorias. Entonces yo dije: Aquí estoy ‑pues así está escrito en el comienzo del libro acerca de mí‑ para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad». Primero dice: «Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas, ni holocaustos, ni víctimas expiatorias», que se ofrecen según la ley. Después añade: «Aquí estoy para hacer tu voluntad».
Cuando el Verbo toma nuestra carne se convierte en el vehículo de la salvación, en el intercesor por antonomasia. ¿Y qué es lo que hace? ¿Cómo lleva a cabo esta misión? Para comprenderlo, hemos de partir del hecho de que el pecado original había creado un problema gravísimo y sin solución, que prolongaba sus funestas consecuencias a través de los pecados de la humanidad. Nadie en el mundo podía resolver este problema. El hombre se había apartado de Dios; y a partir de ahí le sobrevino la enfermedad, la soledad, el dolor, la incomprensión, la violencia, la muerte… y la condenación. Y Dios, que ama infinitamente al hombre, porque es su creatura, no se resignó a perderlo, y quiso salvarlo. Y para ello envió al Hijo. ¿Y qué es lo que hizo el Hijo? Nos lo dice claramente la carta a los Hebreos:
Al entrar [el Verbo] en el mundo dice: «Tú no quisiste sacrificios ni ofrendas, pero me formaste un cuerpo» […] Entonces yo dije: «Aquí estoy para hacer, ¡oh Dios!, tu voluntad» (Heb 10,5-7).
Aquí se recoge el texto del Sal 40,7-9 para expresar que el Verbo asume el deseo del Padre y, en obediencia, se encarna. Pero lo más significativo para nosotros es su disposición. Las palabras del Verbo, al encarnarse, revelan su actitud, y nos proporcionan la clave de la solución que da Dios al imposible problema de la redención. Desde el mismo instante de la encarnación del Verbo, toda la oscuridad en la que vive el ser humano se ilumina porque las tinieblas del pecado han sido derrotadas por la luz de Dios, que es Cristo. Todo ha cambiado. ¿Y qué es lo que hace el Hijo para realizar ese cambio? ¿Cuál es su actitud? La resume una simple frase con la que se dirige al Padre: «Aquí estoy»; que es como si dijera: «No quieres sacrificios ni ofrendas, algo distinto de mí (como una vaca, un animal, unos frutos, etc.); pero me has dado una vida, que es lo que te ofrezco. Quieres mi vida. Me has dado una vida humana para poder ofrecértela. ¡Aquí la tienes, te la entrego!». Al tomar las palabras del Sal 40, la palabra clave con la que el Verbo se encarna es clara: «Aquí estoy».
Todo lo demás, todo lo que es la vida de Jesús y la obra que realiza, consiste en desarrollar la potencialidad que tiene el «aquí estoy» de la Encarnación. Por lo tanto, puede decir: «No quieres sacrificios ni ofrendas. No quieres una vida de sacrificios, sino el sacrificio de una vida, como ofrenda sacrificial de amor. Aquí estoy». Y esto es, precisamente, la intercesión: la actitud que convierte toda la vida de Cristo en redentora. En general, no vemos en el Evangelio que la vida terrena de Jesús contenga muchos acontecimientos visiblemente extraordinarios; de hecho, la mayor parte de su existencia la pasa en el más absoluto anonimato y, al final, muere en un aparente fracaso. Pero ha ofrecido su vida; ha hecho su ofrecimiento en función del designio del Padre, de una vocación que él asume plenamente. Y esto, que es el fundamento de la intercesión, es lo que hace que su vida y su muerte sean eficazmente redentoras.
Hacía falta la Redención. El Padre la quiere, la anhela. El Hijo, que ve también la necesidad, responde: «Aquí estoy». Entre Dios y la necesidad de salvación del mundo hay una vida ofrecida, la del Hijo, que se expresa en el «aquí estoy». Y si nos colocamos en ese punto, en el lugar preciso del Verbo que se encarna, y revivimos en nosotros sus actitudes, entonces actualizamos en nuestra vida la intercesión de Cristo.
Vivir la misión de intercesión consiste en revivir en mí el misterio de la encarnación del Verbo, ponerme delante de Dios y decir, con la verdad de mi vida: «Aquí estoy». Pero eso no lo puedo decir eficazmente por mí mismo, hace falta que lo diga el Hijo, que es el único intercesor; de manera que me pongo ante Dios, pero no como yo mismo, sino como el Hijo «que vive en mí» (Gal 2,20), y con él hago libremente el ofrecimiento de mi vida al Padre.
A la luz de todo, esto podemos entender el proceso concreto de la intercesión. Es un camino que comienza cuando tomo conciencia viva del anhelo salvador de Dios; y, junto a ello, reconozco la apremiante necesidad de salvación que tiene el hombre. Y, a partir de ahí, reconozco igualmente la urgencia de unir esas dos realidades. Y como eso no se une con palabras, sino con la vida ofrecida, debo revivir el «aquí estoy» del Verbo: «Aquí estoy para que tú, a través de mí, sientas, sufras, ames, ofrezcas, transformes… Aquí estoy para sufrir, para amar, para luchar por ti y contigo; en definitiva, para que escojas de mi vida lo que haga falta para realizar tu obra».
Normalmente, la mayoría de los cristianos tiene el convencimiento de que debe ofrecer a Dios cosas. En el fondo se trata de la actitud básica de la persona religiosa, que es común a todas las religiones. Sin embargo, también en este punto, Jesucristo se distancia claramente de cualquier religión. El Dios que nos descubre Jesús no es la divinidad a la que hay que ganar a base de ofrendas, sino el Padre que se nos entrega incondicionalmente en el Hijo hasta darlo todo por nosotros, y ello sin ningún merecimiento por nuestra parte. Esa entrega total de Dios, que es una verdadera declaración de amor, reclama espontáneamente, en justa correspondencia, una respuesta semejante por nuestra parte, que haga posible la plena comunión de amor entre Dios y nosotros. En este punto hemos de reconocer que los ofrecimientos que normalmente solemos hacerle a Dios, aunque expresen entrega, no comportan la entrega plena, la vida ofrecida. Incluso la ascesis y la mortificación nos llevan con frecuencia a servirnos del ofrecimiento de algo a Dios para convencernos de que realizamos una entrega general. Por eso, cuantas más renuncias hacemos a bienes parciales, como la comida, el sueño, el dinero, etc., mayor es la impresión de que realizamos una entrega total. Pero, en verdad, uno se puede desprender de muchas cosas, incluso de todo, sin llegar a entregar la vida.
No es ésta la actitud del Hijo, como tampoco debería ser la nuestra. Al igual que para él, también para nosotros el «aquí estoy» tiene que significar: «Te entrego mi vida, toma lo que quieras. ¿Hace falta seguridad? Aquí tienes mis seguridades. ¿Hace falta dolor ofrecido? Aquí me tienes. ¿Hace falta una vida? Aquí está mi vida». Si llegamos a conectar nuestra vida interior con la palabra y la actitud del Verbo, si hacemos nuestro el «aquí estoy» suyo, no necesitaremos nada más. Basta que digamos, con la verdad de la propia vida ofrecida, «aquí estoy», para entrar en el extraordinario poder de la intercesión.
Todo esto responde a una llamada. No es algo que uno pueda elegir arbitrariamente porque lo decida o le apetezca. Incluso la misión del Hijo de Dios responde a una llamada. El Verbo se encarna en virtud de una vocación. Sabe lo que siente el Padre, y conoce su sufrimiento porque es su propio sufrimiento y el sufrimiento de la Trinidad. Y desde ahí surge su «vocación» y el envío del Padre. Por consiguiente, no basta con que uno pronuncie simplemente una fórmula: «Aquí estoy». Es necesario que esté en esa sintonía que le permite ver lo que quiere Dios, su plan salvador; y a la vez, que vea la necesidad de salvación que tiene el mundo; para lo cual hemos de estar en permanente sintonía con el corazón de Dios. Y entonces, la intercesión resulta sencilla y espontánea. Ante cualquier acontecimiento, el contemplativo percibe lo que anhela Dios y la necesidad que tiene el hombre; y él mismo se descubre en medio de esos dos anhelos, y ahí encuentra su misión; percibiendo que encaja perfectamente lo que Dios quiere y lo que necesitan los demás. Pero eso no encaja espontáneamente; lo cierto es que la realidad se nos presenta habitualmente como un conjunto de elementos desencajados entre sí y con Dios. Y para que encajen de verdad según el plan de Dios, se necesita la intercesión, que requiere de una sola palabra, respaldada con la vida: «Aquí estoy».
Bastaría con unirnos a esa palabra del Señor para identificarnos con su actitud y saber que eso es eficaz; más aún, que es lo único verdaderamente eficaz. Y esto ¿a qué obliga? Obliga a desarrollar una gran sensibilidad espiritual para estar en permanente sintonía con los sentimientos de Cristo en cualquier circunstancia, descubriendo que todo es revelación y manifestación de Dios. Obliga a preguntarnos constantemente: «¿Qué quiere Dios de esto?»; sin salir de esa sintonía que nos muestra lo que es importante para él. Entonces descubrimos que lo que Dios quiere es la única solución a cada problema. Y aparece el convencimiento de que no estamos en medio de esos dos polos por casualidad, sino por necesidad, por lo que, al involucrarnos en la tensión entre Dios y el hombre, surge el impulso ‑la llamada‑ a tomar sobre nosotros mismos las dos realidades que entran en juego ‑el plan de Dios y la necesidad de los hombres‑, sin negar ninguna de ellas. Y, simplemente, ofrecemos la vida con una palabra: «Aquí estoy». Y nos mantenemos ahí porque, al igual que el Verbo, nosotros tenemos una vida humana para poder ofrecerla en favor de la misión que se nos encomienda.
La verdadera intercesión se basa en la actitud de entrega que nos convierte en instrumentos de Dios, y que, ante un determinado acontecimiento, se podría formular del siguiente modo: «Señor: me has dado la percepción de este deseo tuyo y de esta necesidad humana; y me reconozco llamado por ti a colaborar en tu acción salvadora. Por tanto, quiero responderte poniendo incondicionalmente mi vida en tus manos, para que te sirvas de ella libremente para realizar tu designio de salvación». Estamos hablando, por tanto, de una misión que implica seriamente nuestra vida entera y que materializa toda una vocación. Así, mientras mantengo ese «aquí estoy» con toda la fuerza de mi ser, estoy reviviendo el misterio de la encarnación de Cristo, que engloba todo su misterio redentor, y toma forma y cuerpo en mi propia vida ofrecida.
Es evidente que la Iglesia y el mundo necesitan que se revivan los diferentes misterios de Jesús, sanando, enseñando, consolando, etc. Pero ¿quién revive el misterio del ofrecimiento de su vida como intercesión a favor de los hombres? Dios quiere que sus hijos actualicen la entrega de su Hijo, y desea que esa misión la acojan muchos, por lo menos quienes reciben la gracia de la vida contemplativa. Esta misión es de vital importancia para la Iglesia y para el mundo, pero para que sea verdaderamente eficaz tiene que realizarse en estrecha unión con Cristo. En realidad, la entrega de mi vida no tiene un gran valor ni es eficaz por sí sola; pero si «es Cristo quien vive en mí» (Gal 2,20) y yo revivo su vida en mi vida, entonces mi entrega forma parte de la suya y participa de su infinita eficacia. Pero hace falta una unión profunda e íntima entre Jesús y yo; una unión que sólo se realiza en la cruz. En la medida en que descubro el amor de Cristo, deseo amarle a él y ser amado por él, y entro en una relación de amor transformante que me lleva a la cruz. Y ahí, en la cruz, es donde puedo ofrecer mi vida; pero ya no es mi vida la que ofrezco, sino la de Cristo, con toda su eficacia redentora. Entonces yo digo: «Aquí estoy», y ofrezco mi vida. Pero el Padre ¿qué escucha?; ciertamente mi voz; pero, sobre todo, la voz del Hijo. Y ve mi vida ofrecida; pero, sobre todo, ve la vida de su propio Hijo ofrecida a través de la mía. Su vida y mi vida se han identificado de tal manera que son una sola vida ofrecida al Padre.
Esto es lo verdaderamente eficaz. ¿Cabría pensar que el Padre le negará algo al Hijo? La vida ofrecida del Hijo en mi vida ofrecida, ¿será rechazada por el Padre? A través de la participación en el misterio de la cruz podemos entrar en el ser del Hijo y, con él, actualizar el acto de entrega de la vida que el Verbo realiza en la encarnación y mantiene a lo largo de su existencia. Ésta es la intercesión eficaz. Desde ahí, cuando veo una necesidad y el Padre me la encarga como misión, es como si me dijera: «Mira cuánto deseo que se realice esto, pero no hay nadie que me ayude». Y no tiene que presionarme o convencerme. Surge, espontánea, una respuesta simple y eficaz: «Aquí estoy».
Ser consciente de las necesidades de la Iglesia y del mundo y, a la vez, ser consciente de la presencia y la gracia de Dios mueven al contemplativo a realizar este ministerio de modo permanente, sabiendo que su misión tiene siempre fruto, independientemente de que vea o no unos resultados concretos.
Podemos, pues, hablar de vocación a la intercesión en sentido general cuando nos sabemos llamados a vivir en permanente estado de intercesión por todas las necesidades que vemos en el mundo o en el corazón de Dios, sabiendo que nuestra existencia ofrecida es enormemente eficaz. Es una misión que llena y da sentido a toda una vida.
Todo esto lo podemos aplicar especialmente cuando recibimos un llamamiento a la intercesión en concreto, cuando Dios nos descubre su anhelo de salvación y nos muestra con fuerza una necesidad determinada y nos hace saber que nos llama a hacer posible su acción eficaz e infalible. En ese sentido, tenemos una singular responsabilidad porque sabemos que está asegurada la gracia y el éxito de la empresa, con tal de que seamos fieles a nuestra misión de intercesión. Estos casos revisten gran importancia dentro del ministerio de la intercesión. Por medio de una luz interior, el Señor nos asegura el encargo personal de una determinada misión dentro de la intercesión. Así, tenemos la seguridad del interés de Dios por servirse de nuestro ministerio; pero, además, contamos con una especial garantía de la eficacia de la intercesión. Aquí vemos un aspecto fundamental de la intercesión, que es el compromiso; porque este ministerio no consiste en ningún tipo de evasión o de espiritualidad cómoda. Por ello, cuando uno descubre una necesidad ha de intentar poner todos los medios a su alcance para asumirla, afrontándola con un amor real y efectivo, y tratando de hacer presente en ella el amor de Jesucristo a través del propio amor.
Es característico de la intercesión que nos sintamos afectados por los problemas y situaciones que descubrimos; de modo que nos veamos espontáneamente movidos a hacer nuestro el problema o el sufrimiento de los demás; y, a la vez, a hacer nuestro también el sufrimiento y el anhelo de Dios. Esta doble sensibilidad es signo de que Dios está detrás, moviéndonos a la intercesión. En ocasiones, incluso, tiene lugar una fuerte experiencia de sufrimiento, que uno vive como una especie de sufrimiento «vicario», que le lleva a sufrir en lugar de los otros; como si descargara con su dolor el dolor de los demás; al estilo de Jesús, que «llevó nuestros pecados en su cuerpo» (1Pe 2,24; cf. Is 53,4-6; Sal 68,20). Hablamos de un sufrimiento real, no imaginario; que puede llegar a ser fuerte y desgarrador; pero que, al no salir del ámbito de la gracia, se padece con fe, esperanza y amor.
De acuerdo con esto, el sufrimiento es un buen indicador de que el Señor encarga una misión concreta de intercesión al contemplativo. El hecho de que éste se sienta inevitablemente vinculado a una determinada necesidad y al sufrimiento que comporta en otras personas puede ser signo de una encomienda específica que el Señor le hace. Se trata de situaciones en las que hay que afinar el discernimiento, ya que el mismo sufrimiento puede crear una cierta dificultad para entender el alcance de la intercesión, de tal manera que el contemplativo se siente vinculado a un acontecimiento o necesidad, pero no sabe muy bien el sentido que tiene ese vínculo, ni a dónde le lleva. En esos casos, la fidelidad a la voluntad de Dios debe llevarle a una disposición a ofrecer todo, manteniéndose en una actitud generosa de obediencia y de fidelidad a Dios, a la espera de recibir la luz que necesita para llevar a cabo este tipo de intercesión.
Por otra parte, cuando Dios realiza un «encargo» personal de intercesión puede darle al contemplativo la gracia de conocer y gustar el buen resultado de su misión. Esto no es lo normal, pero Dios lo concede en ocasiones para confirmarnos en el valor de nuestra misión y animarnos a realizarla con generosidad, independientemente de que tengamos constancia de su fruto.
En muchas ocasiones no se experimenta una moción significativa de Dios en un asunto concreto, pero el contemplativo descubre en él una especial sensibilidad respecto, no tanto a ese problema, sino a los problemas de ese tipo y de lo que significan. En esos casos, el contemplativo puede sentirse impelido a pedir a Dios que le «acepte» como intercesor. Efectivamente, la intercesión no tiene que guiarse habitualmente por encargos específicos de Dios; y el conocimiento de las necesidades de los demás o la sensibilidad natural hacia ellas son suficientes para que el contemplativo oriente su misión. E, independientemente de todo esto, siempre está en nuestra mano ofrecernos al Señor por aquello que consideramos que él desea.
No es infrecuente padecer la dolorosa experiencia de fracaso, aparente o real, que supone un sufrimiento añadido a la intercesión. Pero la misma sensación de fracaso humano permite profundizar en el ofrecimiento y hacerlo más amplio y generoso, evitando la vanidad de creer que podemos hacer algo con nuestras fuerzas. Si en algún caso pudiera sobrevenirnos esta tentación de vanidad, debemos servirnos de la evidencia del bien que ha hecho Dios a través de nuestra intercesión para considerar cuántas cosas se quedan sin hacer porque no hemos sabido tener la disposición y la entrega adecuadas para secundar la gracia.
En cualquier caso, el gran signo de que Dios está detrás de todo es la paz, a través de la cual podemos reconocer que lo que nos sucede o vemos es de Dios. Se trata de una paz que es perfectamente compatible con el trabajo o el sufrimiento, pero nunca con el desánimo, la inquietud o la tristeza.
12. Los límites de la intercesión
Antes de concluir este retiro hemos de plantearnos una cuestión delicada: Después de todo lo dicho hasta aquí, ¿es aplicable la intercesión a todas las necesidades con las que nos encontramos? Lo que nos plantea, a su vez, el asunto de los límites de la intercesión.
En principio hay que afirmar que la intercesión del orante se puede aplicar a todas las personas y situaciones que existen, puesto que, fundamentalmente, el amor verdadero, a semejanza del amor de Dios, no tiene límites.
Pero, en rigor, esta última afirmación ha de condicionarse a la disposición personal del que es amado. Ciertamente el amor de Dios es «ilimitado», pero eso no significa que no tenga límites en absoluto, sino que no los tiene en él o en su disposición. Pero la disposición del amado -que soy yo- condiciona la capacidad de recepción de ese amor y el fruto del mismo.
Esto es lo que explica determinados comportamientos y palabras de Jesús que parecen, a simple vista, especialmente duros o faltos de amor. Así, por ejemplo, cuando se resiste a hacer milagros en su pueblo y se marcha de él por la actitud de sus paisanos (cf. Mc 6,5-6 ); cuando dice a sus discípulos que si no los reciben en un sitio dejen constancia de su mensaje y se marchen (Lc 10,10-11), incluso que sacudan el polvo de sus sandalias como signo de que no quieren saber ya nada de ellos (Mc 6,11); cuando les aconseja que no den «lo santo a los perros» (Mt 7,6); cuando se niega a contestar a los fariseos que le hacen preguntas envenenadas (Mt 21,23-27); o cuando se queda en silencio ante el sumo sacerdote (Mt 26,63), ante Herodes (Lc 23,9) o ante Pilato (Jn 19,9), a pesar de que le presionan para que responda a sus preguntas.
La gracia y la salvación de Dios no se nos impone al margen de nuestra libertad; y ésta se manifiesta en nuestras actitudes, condicionando nuestra receptividad y el modo en que Dios nos ama. Si nos cerramos libremente al amor y a la acción de Dios, él no dejará de amarnos infinitamente, pero lo hará de lejos, doliéndose de nuestra cerrazón y sin poder actuar en nosotros. Nuestra actitud hará imposible la acción divina que forma parte de la relación personal y la intimidad que exige el amor en libertad.
Y la dificultad o imposibilidad que pone el ser humano a la gracia condiciona también la misión de intercesión. Lo cual no quiere decir que cualquier actitud de rechazo o indiferencia justifique que podamos renunciar a prestarle al prójimo nuestra ayuda en el ámbito sobrenatural. Se requiere en este punto un afinado discernimiento, que comporta una grave responsabilidad y exige, por ello, una sintonía profunda con la mirada y los sentimientos de Cristo. Sin estas condiciones, santa Mónica habría renunciado a interceder por su hijo Agustín y no habría alcanzado de Dios su conversión.
Es necesario distinguir lo que late en el fondo del corazón humano. La oposición a la verdad y al bien puede provenir de un endurecimiento interior voluntario, de una orientación de la vida superficial, cínica o mendaz, o de unos prejuicios que manifiestan la soberbia o la cerrazón voluntaria al amor. Pero también pueden ser la consecuencia del error o la ignorancia inculpables, la debilidad humana o los tropiezos que forman parte de la lucha interna del que busca la luz.
En los dos extremos de esta balanza tenemos el pecado contra el Espíritu, que no tiene salida (Mc 3,28-30), y la búsqueda apasionada de Dios del que carece de los medios necesarios para encontrarlo; y entre ambos extremos existen multitud de posiciones en las que nos situamos los seres humanos. Lo cual nos exige llevar a cabo un discernimiento que supone por nuestra parte una base importante de verdadero amor, de luz sobrenatural y de libertad interior.
Hemos de considerar que en el acierto o el error del juicio que hagamos sobre la actitud de una persona puede jugarse su vida, la terrenal y la eterna. Por eso no podemos permitirnos un error, porque echaríamos a perder la gracia, el tiempo y el esfuerzo que otros necesitan de nosotros; o, por el contrario, podemos privar a una persona del recurso imprescindible para su salvación.
Y lo más grave de esta situación es que no podemos renunciar a hacer este juicio; ni tampoco podemos simplificarlo por comodidad, diciendo, por ejemplo, que hemos de salvar el amor apoyando, por cualquier razón genérica, a alguien que vemos verdaderamente cerrado a la gracia, diciéndonos que «a lo mejor cambia, quizá no es consciente, prefiero equivocarme ayudando, en vez de negando mi ayuda…» Se trata de criterios que tienen sentido, pero en los que no podemos apoyarnos para eludir el delicado discernimiento que exige la intercesión. Evidentemente estamos ante algo exigente y comprometido, pero que forma parte del precio que comporta la verdadera intercesión, que nos exige saber a quién ayudar, en qué tenemos que hacerlo y cómo y cuándo realizarlo.
Para este discernimiento se requiere de manera imprescindible una gran identificación con Cristo y una delicada sintonía con su criterio, sin lo cual corremos un grave riesgo de equivocarnos en el juicio, con las graves consecuencias que esto comporta. Y para llegar a esa unión de criterios y voluntades necesitamos de una profunda vida de oración, que nos acerque al conocimiento interior del Señor y nos dé la luz sobre nosotros mismos que nos lleve a la libertad necesaria para no tener otro objetivo que buscar y cumplir la voluntad de Dios.
Evidentemente no somos quiénes para excluir a alguien de la salvación. Sólo en la medida en que tenemos garantías de haber recibido la luz de Dios, podemos acompasar nuestra intercesión al amor divino, no dejando de amar al prójimo, sino aceptando amarle desde la distancia en la que nos coloca y con el dolor de verle cerrado a una gracia que rechaza. Sin esa luz interior no deberíamos dejar de interceder por el prójimo.
NOTAS
- Compárese con la misión de Jesús descrita en Mt 4,23: «Jesús recorría toda Galilea enseñando en sus sinagogas, proclamando el evangelio del reino y curando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo» (cf. 9,35).
- Recuérdese lo que les dice a los discípulos que no han podido curar al niño endemoniado: «Generación incrédula»… «Sólo puede salir con oración» (cf. Mc 9,19.29); «…por vuestra poca fe» (Mt 17,20).
- Recuérdese lo que dice la Ordenación General de la Liturgia de las Horas, 8: «La unidad de la Iglesia orante es realizada por el Espíritu Santo, que es el mismo en Cristo, en la totalidad de la Iglesia y en cada uno de los bautizados. El mismo “Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza” y “aboga por nosotros con gemidos inefables” (Rm 8,26); siendo el Espíritu del Hijo, nos infunde el “espíritu de adopción, por el que clamamos: Abba, Padre” (Rm 8,15; Cf Ga 4,6, 1Co 12,3; Ef 5,18; Judas 20). No puede darse, pues oración cristiana sin la acción del Espíritu Santo, el cual, realizando la unidad de la Iglesia nos lleva al Padre por medio del Hijo».
- Cf. Mc 9,14-29.
- San Agustín, Confesiones, 3, 6, 11.
- Esto aparece en todo el Nuevo Testamento y está especialmente desarrollado en san Pablo, véase 2Co 12,9-10: «Muy a gusto me glorío de mis debilidades, para que resida en mí la fuerza de Cristo. Por eso vivo contento en medio de las debilidades, los insultos, las privaciones, las persecuciones y las dificultades sufridas por Cristo. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte»; 1Co 1,17-25: «El mensaje de la cruz […] es fuerza de Dios. […] Nosotros predicamos a Cristo crucificado: escándalo para los judíos, necedad para los gentiles; pero para los llamados ‑judíos o griegos‑, un Cristo que es fuerza de Dios y sabiduría de Dios. Pues lo necio de Dios es más sabio que los hombres; y lo débil de Dios es más fuerte que los hombres».
- Véase Fundamentos, capítulo V. El ser del contemplativo secular, el apartado 3,C: Unidos a Cristo mediador.
- Esto es lo que pide Jesús al Padre: «No ruego que los retires del mundo, sino que los guardes del maligno» (Jn 17,15).
- Santa Isabel de la Trinidad, Cartas, 232.
- Véase Mt 7,7: «Pedid y recibiréis, buscad y encontraréis, llamad y se os abrirá. Porque todo el que pide recibe, y el que busca encuentra y al que llama se le abre» (cf. también Mc 11,24).
- Véase también 1Jn 3,22: «Cuanto pidamos lo recibimos de él, porque guardamos sus mandamientos y hacemos lo que le agrada»; 1Jn 5,14-15: «En esto consiste la confianza que tenemos en él: en que si le pedimos algo según su voluntad, nos escucha. Y si sabemos que nos escucha en lo que le pedimos, sabemos que tenemos conseguido lo que le hayamos pedido».
- Recuérdese lo que se dijo al respecto en Fundamentos V,3,C,a: «Crucificados» con Cristo.